Habían acordado reunirse en Björns Trädgård —el pequeño parque público que da a Medborgarplatsen—, enfrente del quiosco de perritos calientes. Ewert Grens llegaba demasiado pronto, según su costumbre, y mientras esperaba no paró de moverse, casi nervioso, yendo de aquí para allá sobre el asfalto. Le había costado decidir qué ponerse. Todos sus trajes tenían más de diez años, los hombros de las chaquetas estaban cubiertos de polvo blanco cuando los sacó del armario y los alineó sobre el edredón de la cama. Siete en total, en un rango cromático que iba desde el blanco de las noches estivales hasta un negro de riguroso luto. Se los había probado todos, muy contento de que todavía le valiesen. Después de tres cuartos de hora sus opciones se redujeron a dos: un traje gris oscuro algo brillante, y otro de lino en un color bastante claro, comprado para la última cena de trabajo a la que había acudido (un puto desastre con colegas dándose tortazos después de unos cuantos vasos de vino, aprovechando que sus respectivas y respectivos estaban en casa: a partir de entonces decidió no volver a pasar su tiempo libre con esos idiotas). Al final, se decantó por el gris ligeramente brillante: después de todo, era invierno, y, además, el tono más oscuro le hacía parecer más delgado.

Varios yonquis estaban tirados uno sobre otro en la escalera cercana a los columpios, un poco más allá rondaban un par de delincuentes de poca monta que conocía desde ya no sabía cuándo, alguna que otra fulana caminaba tiritando de frío con su minifalda y sus ligeras botas, presa del pánico cuando la pasta no le llegaba para el siguiente chute. Igual que siempre. Todos esos años desde que iba en el furgón de policía, aún más años transcurridos desde la época en que patrullaba las calles, y todo seguía igual de miserable, nada había cambiado ni un ápice.

Algunos colegas en un coche que se arrastraba por Tjärhovsgatan entre todos los tarados de la noche del miércoles: le saludaron y él les contestó con un breve gesto.

Ella llegó a las ocho y media en punto, según lo acordado. Salió del metro y cruzó la acera, zigzagueando entre hombres que se volvían a mirarla a su paso. Le hizo señas con la mano al llegar a la entrada del viejo hotel y él le devolvió el saludo. Se la veía contenta, y él se alegró de verla.

—Esto puede sonar…, maldita sea, esto es lo que dije que me temía…, suena un poco a viejo verde, pero… qué guapa estás.

Hermansson sonrió casi avergonzada.

—Gracias. Y tú, déjame echar un vistazo, llevas traje, Ewert. Ni me imaginaba que lo tuvieras.

Sin prisa, pasearon un rato, dando una amplia vuelta alrededor de la plaza de Medborgarplatsen, que estaba bastante desierta. Una pareja de ancianos en busca de un lugar para comer, algún que otro grupo de adolescentes que, a todas luces, no tenían ni idea de adónde ir y por qué, y por lo demás solo los madrugadores que, ya soñolientos, reunían energías que consumir al día siguiente. Grens se alegró de que Mariana hubiera insistido hasta la terquedad: él había tratado de esconderse, de escabullirse dando una excusa tras otra hasta que no le quedó ninguna. Recordaba lo ocurrido solo unas horas atrás, cuando, ante sus improperios, ella había salido a comprar un periódico para ver qué estaba abierto, decidida a encontrar un lugar adecuado para caballeros admiradores de Siw que necesitaban bailar.

El viento soplaba frío en la amplia y abierta plaza, caminaban bastante juntos cuando Ewert señaló el sitio al que se dirigían y habló en voz baja.

—Göta Källare. Nunca he venido.

Mariana notó lo tenso que estaba, había perdido su autoridad, ese aplomo al moverse por la jefatura de Policía que obligaba a los que caminaban a su lado a mantenerse a cierta distancia en señal de respeto. Ewert Grens era otra persona en esos momentos, con traje y corbata, yendo a bailar en compañía de una mujer por primera vez en veinticinco años. Mariana trató de ayudarle a mantener la frente alta también en esas circunstancias, a mirar a la gente a los ojos.

Dejaron sus abrigos en el guardarropa. Él le hizo un nuevo comentario, casi tímido, sobre lo guapa que estaba, y ella le hizo sonrojarse al cogerlo del brazo mientras le decía lo elegante que iba con su traje.

Era un miércoles por la noche en una árida semana de enero, quedaba mucho para que la gente —aún resacosa tras la Navidad y el Año Nuevo— cobrase, pero, a pesar de ello, el lugar estaba casi lleno. Hermansson examinó con curiosidad y sorpresa a los clientes que, de media, prácticamente le doblaban la edad. En la pista de baile, en el bar, sentados a las mesas con un entrecot en el plato, todos parecían tan felices, tan llenos de expectativas al haber acudido al añejo local para reírse a carcajadas y abrazar a alguien y sudar al ritmo de un compás de cuatro por cuatro, mientras la vida por un rato deponía sus problemas.

La orquesta y los bailarines se apretaban bajo los fuertes focos en la gran tarima de madera un poco más allá. Ewert reconoció la canción, «Oh, Carol», la había escuchado en la radio y, por un instante, tan breve que casi no le dio tiempo a aprehenderlo, pero muy real, volvió a notar esa sensación en el estómago, como una mariposa, eso que identificó como alegría. Dio un paso adelante y su cojera le hizo tambalearse, como si estuviera a punto de ponerse a bailar.

—¿Ya, Ewert?

Hermansson rio, Grens se encogió de hombros y continuó. «Oh, Carol, eres tan hermosa como un día de verano». Llegaron al bar y se abrieron paso entre los que llevaban allí ya demasiado tiempo. Grens pidió dos cervezas y trató de mantener el equilibrio al dirigirse a una mesa vacía con los dos vasos en las manos, esquivando todas aquellas figuras elegantemente vestidas.

—Llevan tocando desde finales de los sesenta. He bailado con ellos unas cuantas veces.

Ewert Grens señaló a la orquesta. Cinco hombres de edad avanzada con traje negro, con la camisa por fuera. Observó lo bien que parecían estar pasándolo, cómo sus sonrisas allá arriba en el escenario eran sinceras. ¿Cómo demonios podían hacer eso noche tras noche, con los mismos acordes, las mismas letras?

—Tonix. Así se llaman. Diez veces en el número uno. Diecinueve discos. ¿Ves, Hermansson? Lo que hacen gusta.

Dieron unos sorbos a sus cervezas, contemplaron a los parroquianos, se miraron unas cuantas veces. De pronto les costaba encontrar un tema de conversación. No podían seguir hablando de la banda y de los clientes, y si tampoco hablaban de trabajo, se les hacía dolorosamente obvio tanto la diferencia de edad como lo poco que en realidad se conocían.

—¿Quieres bailar, Ewert?

Quería realmente bailar, sonreía, estaba a punto de levantarse. Él escuchó «Eres todo mi mundo», una versión de la italiana «Il mio mondo», de Umberto Bindi, sonaba bien, era bailable.

—No lo sé. No. Todavía no.

Bebieron un poco más, miraron a la gente un poco más y, a continuación, ella le preguntó con tacto por quién guardaba luto, porque se le notaba a la legua, estaba más claro que el agua, él lloraba la pérdida de una mujer.

Tardó un poco en responder. Pero después empezó a hablar y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía. Le contó la historia de una mujer que tenía entonces más o menos la misma edad que Hermansson ahora, la compañera de trabajo que, con el tiempo, se convirtió en algo más: todo había sido tan sencillo, tan claro…, hasta que se hizo añicos.

Se quedó en silencio y ella no preguntó nada más.

Apuraron sus vasos y Ewert se disponía a ir a la barra por otros dos cuando le sonó el móvil. Con los labios articuló en silencio: «Sven», y ella asintió. La conversación duró un par de minutos.

—El médico de la provisional ha llamado. Ha estado examinando a Schwarz y también le ha enviado a que le hagan una radiografía en el hospital de San Göran. Lo que yo me temía. A su corazón no le pasa un carajo. Joven y sano. Ni rastro de miocardiopatía.

Hermansson acercó un poco su silla a la mesa para facilitar el paso a un fornido tipo que, de la mano de una mujer igualmente voluminosa, trataba de llegar a la pista de baile. Su mirada los siguió cargada de curiosidad, esperó a que se aprestaran a bailar abrazados una lenta melodía.

—Así que el diagnóstico era erróneo.

—Si la historia es cierta, me juego un huevo a que el diagnóstico fue erróneo a propósito. Le medicaron para que se sintiera enfermo y, más tarde, poder confirmar que lo estaba. Y así proporcionar una explicación plausible a por qué una persona joven muere de repente en el suelo de su celda.

La canción lenta dio paso a otra igual de lenta. Grens se puso a mirar también a la pareja que había pasado junto a su mesa: aún bailaban agarrados.

—Por si tenemos alguna duda, por si queremos estar absolutamente seguros, se ha ofrecido a hacerle otra prueba, algo que, al parecer, se llama «biopsia miocárdica». Pero ha explicado que entraña algunos riesgos. Le he dicho a Sven que le responda que no es necesario.

Soltó una breve carcajada.

—Joder, Hermansson, cómo se lo curraron. Hasta planificar una enfermedad grave con varios meses de antelación, hasta eso.

Guardaron silencio hasta que la segunda melodía lenta terminó. Entonces Hermansson se levantó de súbito y corrió hacia la pista de baile, mezclándose con los clientes que, en parejas, esperaban la siguiente canción. Grens la vio hablar con uno de los músicos, el de pelo rubio un poco demasiado largo, que cantaba y tocaba la guitarra. Luego, regresó y se plantó frente a la mesa.

—Venga, Ewert, vamos a bailar.

Estaba a punto de poner una objeción cuando se oyó lo que habían empezado a tocar. Siw. «Finas rodajas». La versión del «Everybody’s somebody’s fool», de Connie Francis. Su favorita.

Él la miró, negó con la cabeza y prorrumpió en fuertes y ruidosas carcajadas; ella pensó que era la primera vez que lo veía así, rebosante de una alegría verdadera que le nacía del corazón, de la tripa.

Cogiéndole la mano, lo condujo hasta la pista de baile mientras él seguía riéndose sin, al parecer, tener la intención de parar.

Se la sabía de memoria: la letra, las pausas, los dos cambios de tempo. «Quiero finas rodajas de ti». Estaba cómodo, sabía que podía seguir el ritmo y que no se le vería torpe, cojeara o no. Hacía tanto tiempo que no se hallaba entre gente que parecía feliz…, tanto tiempo que no tocaba a una mujer que no fuera una sospechosa o que yaciera muerta sobre una mesa de autopsias en el Instituto de Medicina Forense… Miró a Hermansson, su rostro, por un momento el tiempo retrocedió treinta años: otra mujer lo miraba, él la tenía en sus brazos, llevándola mientras la banda tocaba.

Bailaron dos canciones más. Una más lenta que no conocía, y otra algo más rápida que sonaba a melodía estadounidense sesentera.

Se volvió hacia la banda y les hizo un gesto de agradecimiento por haber tocado a Siw, el cantante de la guitarra y el pelo largo y rubio sonrió y levantó el pulgar. Volvieron a su mesa, dos vasos medio llenos de cerveza seguían donde los habían dejado.

Hacía calor, así que se terminaron las cervezas.

—¿Tienes más sed? ¿Quieres otra?

—Ewert, también puedo invitar yo.

—Tú me obligaste a venir. Y me alegro. Ya has hecho bastante.

Esperó a que ella decidiera.

—Una Coca-Cola, quizá. Mañana hay que madrugar.

—Pediré dos.

Se dirigió a la barra. Ella lo acompañó, se estaba haciendo tarde y no tenía ganas de quedarse sentada sola y tener que decir «no» si alguien se acercaba para sacarla a bailar.

El bar seguía igual de abarrotado que antes, de modo que se colocaron en una esquina para no tener que apretujarse contra los más sedientos. Llevaban esperando algunos minutos cuando alguien tocó a Grens en el hombro.

—Oye, ¿cuántos años tienes?

El hombre apostado ante él era bastante alto de bigote oscuro que, como su pelo, parecía teñido. Tenía unos cuarenta años y apestaba a alcohol.

Ewert Grens lo miró y, sin contestar, le dio la espalda.

Otra vez esos dedos en su hombro.

—Tú, te estoy hablando a ti. Que cuántos años tienes.

Grens se tragó la rabia.

—¿A ti qué coño te importa?

—¿Y ella? ¿Qué edad tiene?

El borracho de bigote teñido dio un paso hacia ellos. Señaló a Hermansson, su dedo a no más de dos centímetros de sus ojos.

No era posible.

No podía contenerse, la rabia latía ahora en su pecho.

—Le sugiero que se largue.

El intruso se echó a reír.

—No me voy a ninguna parte. Solo quiero saber cuánto has pagado. Por esta putita de gueto, quiero decir.

Hermansson lo vio primero en los ojos de Ewert. El arrebato de ira que lo transformaba en otra persona, o que acaso le devolvía a su verdadero ser. Su traje pareció arrugarse, su cuerpo se enderezó, se creció: estaba de vuelta en los pasillos de la jefatura de Policía.

Su voz: nunca antes había oído ese tono.

—Ahora escúchame bien, pedazo de gilipollas. No me he enterado de lo que has dicho. Porque vas a largarte de aquí.

El del bigote esbozó una sonrisa burlona.

—Bueno, si no te has enterado, te lo diré de nuevo. Me gustaría saber cuánto te ha costado esta putilla que te has traído de Rinkeby.

Hermansson sabía hasta dónde podía llegar la cólera de Ewert, de manera que no le quedaba otra que adelantarse.

Levantó la mano y golpeó al borracho en la cara, una fuerte bofetada en la mejilla. Este se tambaleó, se agarró a la barra mientras ella sacaba su placa identificativa de uno de los bolsillos de su cartera.

Entonces la sostuvo ante sus ojos, tan cerca como antes él le había puesto el dedo, aclarándole que la mujer a la que había llamado «putilla de gueto» se llamaba Mariana Hermansson y era inspectora de la policía criminal metropolitana, y que si repetía lo que acababa de decir acabaría la noche en una sala de interrogatorios de Kronoberg.

Luego bailaron otro rato.

Como para tachar del recuerdo a aquel tipo.

Cuando los dos porteros de uniforme verde acudieron corriendo y vieron las dos placas de policía, echaron al borrachuzo. Sin embargo, con eso no bastaba: aún sentían su presencia, sus palabras se habían agarrado al sudoroso local y no había música de baile en el mundo que pudiera despegarlas.

Al salir, pasearon por el frío aire de enero, que casi resultaba agradable.

No hablaron, cruzaron Slussen, caminaron por Skeppsbron hasta pasar por delante del Palacio Real, luego atravesaron el puente que llevaba a Gustav Adolfs Torg, donde se detuvieron entre todos aquellos prestigiosos edificios: la Ópera a sus espaldas y el Ministerio de Asuntos Exteriores ante ellos.

Ella vivía en Kungsholmen, a la altura de Västerbron; él, en Sveavägen, cerca de la esquina con Odengatan. Ahí acababa, pues, su paseo juntos, ahora debían separarse.

Ewert Grens observó su espalda mientras ella lentamente desaparecía en la noche. Se quedó indeciso algunos minutos. No quería irse a casa.

Dirigió el rostro al cielo un momento, dejando que el aguanieve cayera sobre su piel. Esperó hasta que sus mejillas se enfriaron y enrojecieron, y luego se dio la vuelta para observar el Ministerio de Asuntos Exteriores, la ventana del tercer piso en la que aún había luz.

Le pareció ver la silueta de una persona.

Alguien de pie ante el cristal, contemplando la urbe sumida en la oscuridad.

Apostaba a que se trataba de algún burócrata bregando con el caso de John Schwarz y los escollos diplomáticos que implicaba.

La que se les venía encima.

Faltaba media hora para la medianoche. El jefe de gabinete Thorulf Winge se hallaba junto a la ventana del Ministerio de Asuntos Exteriores mirando distraídamente la plaza de Gustav Adolfs Torg. Abajo, un hombre mayor y una joven se despedían, la mujer besó al hombre en la mejilla y luego se separaron.

Thorulf Winge bostezó, estiró los brazos por encima de la cabeza y volvió a la habitación.

Estaba empezando a cansarse. El largo día se había vuelto aún más largo hacía unas horas. Una solicitud formal de extradición para John Meyer Frey llegó por fax casi un instante después de que Leonardo Stevens cortésmente le diera las buenas noches y bajara la escalera hacia el coche negro que lo conduciría a la residencia diplomática en Gärdet.

Al fin y al cabo, para eso vivía.

Para el combate diplomático, teniendo como único espectador al Poder.

Ese mismo día había contactado con el ministro de Asuntos Exteriores varias veces. En dos ocasiones con el propio primer ministro. Las últimas tres horas las había pasado encerrado en su despacho junto con dos funcionarios, repasando en detalle todas las cláusulas del acuerdo de extradición entre la Unión Europea y Estados Unidos, buscando soluciones alternativas y evaluando las posibles consecuencias de la negativa a conceder la extradición en las relaciones entre los dos países, tratando de predecir cómo la prensa y el público reaccionarían si el caso salía a la luz.

Se estiró de nuevo, se inclinó hacia adelante y luego hacia atrás, según las indicaciones de su fisioterapeuta. Fue por agua caliente y llenó de hojas de té los filtros en sus tazas.

Aún quedaban varias horas de oscuridad.

Al amanecer, debían formular una propuesta sobre el futuro de John Meyer Frey que intentara causarle el menor daño posible.

Ewert Grens caminó en la fría y bastante silenciosa noche de Estocolmo. Había intentado convencerla de que cogiera un taxi, una hermosa muchacha vestida de fiesta no estaba exenta de riesgos al cruzar sola la ciudad, pero ella, tercamente, lo obligó a cancelar la petición telefónica tras asegurarle que podía cuidar de sí misma. A él no le cabía ninguna duda, por supuesto, podía cuidar de sí misma perfectamente. No obstante, le hizo prometer que llevaría el móvil en la mano con su número listo en la pantalla para que así estuvieran solo a un botón de distancia.

Ella le dio un beso en la mejilla y las gracias por la agradable velada; mientras la vio marchar, él se sintió más feliz y más solo que nunca en muchos años.

Ahora, con la puerta de su gran piso vacío abierta ante él, sintió cómo el absurdo lo estrangulaba. Se puso a ir y venir de un cuarto a otro, las habitaciones que seguían igual que siempre, tal y como las había dejado.

Bebió un poco de agua helada directamente del grifo de la cocina.

Hojeó un libro que reposaba a medio leer sobre la mesa de su estudio.

Incluso encendió la televisión y vio parte de un episodio de una serie policíaca que había visto años atrás en otro canal, con tipos correteando al ritmo de una monótona música y siempre agarrando el revolver con ambas manos al disparar.

No había manera.

Se vistió de nuevo, llamó un taxi y bajó corriendo al portal.

Volvería a Kronoberg, a su despacho, a Siw Malmkvist y al caso de Schwarz; las noches se hacían más cortas allí, entre las cosas que le eran familiares.