Había sido un largo día y, aunque hacía ya un rato que la tarde se había transmutado en noche, sabía que aún le quedaban varias horas antes de poder apagar la luz del escritorio, salir de su despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores y volver a Nybrogatan dando un paseo.
Al jefe de gabinete Thorulf Winge lo había despertado a las cuatro y media de la mañana una llamada telefónica urgente de Washington, la cual le había obligado a cancelar todas las reuniones que pudo con el fin de investigar los hechos relativos a un ciudadano estadounidense condenado a muerte que, con un pasaporte canadiense falso, ahora se hallaba recluido en una celda de la prisión provisional de Kronoberg. Thorulf Winge no acusaba el cansancio, de manera que no se quejaba, casi se recreaba en su trabajo, se le daba bien manejar las esperpénticas disputas diplomáticas, y sus colegas confiaban plenamente en que hallaría la solución que ya iba cobrando forma. Estaba preparado, había considerado dos posibles escenarios y sabía qué consejo dar al ministro de Asuntos Exteriores, con independencia de la postura que eligiesen tomar los canales oficiales estadounidenses. Lo que es más, había logrado cerrarle el pico al descarado y joven fiscal: John Schwarz no iba a ser de asunto público en Suecia hasta que el ministerio así lo decidiera, si es que llegaba a hacerlo.
Se enderezó, su esbelta figura aparentaba bastantes menos años de sus cumplidos sesenta: iba y venía andando al trabajo todos los días y aún hacía pesas —si bien de modo suave— en el gimnasio del Parlamento dos veces por semana. Disfrutaba de la vida y quería que su cuerpo lo acompañara.
El teléfono sonó antes de lo previsto. Esperaba la llamada, pero no que llegara apenas doce horas después de que Washington remitiese la noticia.
El secretario de la Embajada estadounidense le comunicó, en pocas palabras, que el embajador agradecería una reunión informal lo antes posible si el jefe de gabinete tenía un hueco en su agenda.
A Winge no le cabía la menor duda de cuál iba a ser el tema de la reunión, y respondió, igual de lacónicamente, que podía hacerle un hueco en cualquier momento de la noche.
Debía de haber estado esperando fuera.
Winge examinó al embajador de Estados Unidos cuando este entró por la puerta del enorme despacho. Habían transcurrido exactamente quince minutos entre la conversación telefónica y el momento en que anunció su llegada en la garita de seguridad. Leonardo Stevens era un hombre muy agradable, Winge había tenido mucho trato con él en los últimos años. La tragedia del 11 de septiembre había abierto y forzado el camino a un contacto más estrecho, no solo allí, sino entre la mayoría de las embajadas de Estados Unidos y sus países de acogida en todo el mundo. Un hombre elegante, si bien con un estilo un poco pasado de moda: un cabello gris bien peinado y unos límpidos rasgos faciales que recordaban a los de los actores antiguos. También por su forma de moverse y de hablar (una voz profunda marcada por el que suponía que era el acento de la Costa Este), Winge a menudo tenía la sensación de que el diplomático estadounidense acababa de salir de la pantalla del cine.
Fue un encuentro breve, ajustado al ritual de corrección y cortesía sobre el que se cimentaba todo el aparato de la diplomacia.
Stevens le informó de que el Departamento de Estado sito en Washington en breve emitiría una solicitud formal de extradición para el ciudadano estadounidense identificado como John Meyer Frey.
La petición se cursaría directamente al gobierno de Suecia, de conformidad con el acuerdo de extradición entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América, el cual establecía que «todos los Estados miembros de la Unión Europea deben cooperar en los procedimientos de extradición de supuestos delincuentes a Estados Unidos».
A continuación, pasó a exaltar, de modo excesivamente prolijo y evidente, las buenas relaciones que los dos países habían mantenido en los últimos años, la recíproca buena voluntad de sostener un diálogo fluido, la trascendencia en el actual mundo globalizado de esa línea de colaboración que el gobierno estadounidense y el sueco habían anunciado querer emprender y la cual, suponía, deseaban intensificar.
Thorulf Winge no necesitaba ayuda para traducir la palabrería diplomática.
La hablaba con fluidez, él mismo la había usado durante la mayor parte de su vida.
El embajador acababa de dejarle claro que Estados Unidos no aceptaría otra respuesta que no fuera la extradición de John Schwarz —alias John Meyer Frey— a fin de devolverlo al corredor de la muerte a la espera de su ejecución.
Tenía estrategias preparadas para dos posibles escenarios.
Este era el peor de los dos, aquel que habría querido no verse obligado a afrontar.