Recorrieron juntos la jefatura de Policía hasta la sala de interrogatorios de la prisión provisional. Hermansson le había preguntado a Helena Schwarz varias veces si quería seguir escuchando, y había obtenido siempre como respuesta una mirada de firme determinación. La mujer de Schwarz no iba a retirarse bajo ninguna circunstancia. Era su vida tanto como la de él, el gran embuste bajo el que habían vivido los involucraba, independientemente de su voluntad, también a ella y a su hijo, de manera que estaba decidida a escuchar todo lo que John tuviera que decir y que acaso fuera la verdad.
Ewert Grens mantuvo la puerta abierta mientras Sven, Hermansson y Helena Schwarz entraban. John ya estaba allí, al igual que Ågestam: hablaban de algo en voz baja, una conversación que se interrumpió una vez que todos tomaron asiento, ocupando los mismos lugares que un par de horas atrás.
Grens miró inquisitivamente a Ågestam: «¿De qué estabais hablando?», pero el joven fiscal se encogió de hombros: «De nada, del tiempo y de qué largo se estaba haciendo el invierno, solo intentaba que se relajase».
John Schwarz parecía agotado.
La confesión anterior había consumido sus fuerzas, era probablemente la primera vez que hablaba acerca de lo sucedido, una aparente muerte vivida como algo real. Les había contado cómo murió en una celda, cómo despertó por un momento en lo que más tarde comprendió que era un depósito de cadáveres, cómo despertó de nuevo en un coche, un coche que huía.
«Seguramente ahora será más fácil», pensó. Continuaría. Una vez derribado el gran muro del miedo, el resto no era nada más que eso, el resto.
—Yo iba tumbado en el asiento trasero. Recuerdo haberme fijado en lo oscuro que estaba fuera. En que ya era de noche y en que las farolas encendidas se veían muy extrañas desde esa posición.
Le era más fácil ahora. Sabía que aquello había ocurrido. Estaba despierto, consciente: real, tuvo que serlo, todo tuvo que ser real.
—Yo estaba tan… cansado. Me sentía mal. Tenía unas ganas constantes de vomitar. Pregunté dónde estábamos. Me contestaron que íbamos camino del norte, hacia Cleveland, que acabábamos de pasar Columbus.
—¿Te contestaron? ¿En plural?
Hermansson buscó su mirada.
—Eso no es relevante.
—¿Quién más iba en el coche? ¿Quién se sentaba a tu lado? ¿Y quién conducía?
—Estamos hablando de mí.
John cerró los ojos, sumergiéndose por un momento en su propio mundo, donde nadie podía alcanzarlo.
—Paramos en un bar a la entrada de Cleveland para comprar algo de comida y luego continuamos hacia una ciudad más pequeña que creo que se llama Erie.
Lars Ågestam, impaciente, se quitó la chaqueta: tenía calor, la estrechez de la sala le hacía sudar.
—¿Paramos? ¿Quiénes parasteis?
—Eso no se lo voy a contar. Ni a usted, ni a ella.
Al decir esto, John miró a Ågestam y señaló a Hermansson. Ågestam replicó en voz baja:
—Claro. Por favor, continúe.
«Helena.
»Estás ahí en silencio, frente a mí. ¿Me crees?
»Tú eres la única persona que me conoce en esta sala de mierda. Los demás me importan un carajo. Pero tú, ¿tú me crees?».
—Yo estaba despierto. Pero, aun así…, atontado, no me enteraba bien de lo que pasaba. Creo que nos detuvimos cerca de Erie, en una playa privada con embarcadero privado: el mar, oscuro, se extendía hasta donde alcanzaba mi vista. Había un barco allí. No sé mucho de barcos, pero me di cuenta de que era potente, rápido.
«Helena.
»Me gustaría que me dijeras algo. Incluso durante el juicio por asesinato hubo gente que me apoyó, que me creía.
»¿Tú me crees, ahora?».
—No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos en el barco. Creo que me dormí un rato. Pero llegamos a un lugar muy bonito, Long Point se llamaba, un cabo en la costa canadiense, un pueblecito cerca de Saint Thomas. Había un coche esperando. Preparado para arrancar. Tres horas hasta Toronto, ya había amanecido, porque era a principios de verano.
Lars Ågestam se acercó a la pared del fondo mientras John hablaba. Intentó poner en marcha un aparato que parecía un ventilador, una entrada para el aire, que en ese espacio, al igual que el oxígeno, brillaba por su ausencia.
—Tendrán que disculparme, es que es este calor sofocante, necesito un poco de aire.
John aprovechó para ponerse de pie, enderezó la espalda y se inclinó a cada lado con las manos en las caderas, estirándose un par de veces. En el otro extremo de la habitación, Ågestam seguía golpeando el supuesto conducto de ventilación hasta que se rindió y volvió a su sitio, haciéndole a John un gesto con la mano para que continuara.
—Creo que esperamos en el aeropuerto de Toronto unas horas. En el coche me habían dado un nuevo documento de identidad, miré el nombre: «John Schwarz». Una persona salida de no sé dónde, me dijeron, cuyo nombre y pasado eran ahora míos.
Prosiguió:
—Ocho, quizá nueve horas hasta llegar a Moscú con United Airlines, no sé por qué me acuerdo de eso. Luego, algunas horas más de espera y otro vuelo a Estocolmo.
Ågestam seguía sudando, se secó la frente cerca del nacimiento del pelo.
—¿Quién lo acompañó en el vuelo?
John soltó una risa burlona, negó con la cabeza.
—Bueno, ¿y en Estocolmo? Cuando por fin llegó usted aquí, alguien debió de ayudarlo…
—Todo eso no tiene ningún interés. El que estoy aquí ahora soy yo. Y he hecho lo que me han pedido. Ya les he dicho quién soy, de dónde vengo, cómo llegué aquí. Me gustaría hablar con Helena ahora, si es posible.
—No.
Así de lapidario fue Ågestam, dejando claro que no quería más preguntas sobre el tema.
—No puede hablar con ella a solas.
—¿No puedo?
—Rotundamente no.
—Entonces quiero volver. A mi celda.
John se levantó y se encaminó hacia la puerta: le faltaba tiempo para salir de allí.
—Espere un momento. Siéntese.
Ewert Grens había permanecido en silencio, dejando intencionadamente que fueran Hermansson y Ågestam quienes hicieran las preguntas: cuantas menos personas fastidiaran al sospechoso, mejor. Pero ahora no podía esperar más.
—Hay una cosa que no entiendo, Schwarz, o Frey, o como quiera que te llames.
El bullicioso comisario cambió de posición y estiró sus largas piernas.
—Entiendo que pudieras fingir morir en tu celda. Brillante, tengo que admitirlo. Claro está que un par de doctores pueden, utilizando procedimientos exclusivamente médicos, provocar una suspensión temporal de las funciones vitales y así hacer que parezca que una persona está muerta. Y si se da la circunstancia de que esos mismos médicos trabajan en una cárcel y han decidido ayudar a uno de los prisioneros a escapar de su celda, muerto, entonces este logra salir. Y entiendo toda la historia esa del coche y el barco y de heredar la vida de otra persona con documentos de identidad falsos para huir a Suecia pasando por Moscú. Con algunos contactos en los bajos fondos, un guía competente y una buena cantidad de pasta, todo eso es posible.
Ewert Grens agitaba las manos en el aire, gesticulando torpemente mientras hablaba.
—Pero lo que ya no alcanzo a entender, Schwarz, es cómo narices saliste de la morgue y entraste en el coche. ¿Te sacaron por la puerta de una de las prisiones de máxima seguridad de Estados Unidos?
La mirada de Grens se encontró con la de John, le exigía una respuesta, eso no era un interrogatorio formal, pero de todos modos no iba a dejarlo marchar hasta que le contestara.
John se encogió de hombros.
—No lo sé.
Grens no iba a darse por vencido.
—¿No lo sabes?
—No.
—Schwarz, ahora lo entiendo aún menos.
El hombre pálido envuelto en la excesiva holgura de la ropa de presidiario respiró hondo.
—Todo lo que recuerdo, todo lo que yo sé… es que aparecí allí, en lo que más tarde comprendí que debía de ser un depósito de cadáveres. Y entonces…, el coche. Del resto…, no sé nada.
—¿Y no preguntaste?
—No. No lo hice. Yo acababa de morir. O por lo menos pensaba que eso era lo que había pasado. Tenía otras preguntas más importantes. De pronto, después de diez años en prisión, me encontraba en un avión rumbo a Europa. Por supuesto que después me lo he preguntado a mí mismo, pero ya no tenía a nadie que me pudiera responder.
Ewert Grens no intentó presionarle más.
Era cierto. Su intuición se lo decía. Schwarz no tenía ni idea de cómo había sucedido. Habían tenido la prudencia de no dejar que él se enterase de nada, eso en sí mismo debía de haber sido un requisito previo para el éxito de la operación.
Grens suspiró.
Su modo de proceder, escenificar una muerte sin dejar rastro alguno. Estaba más claro que el agua que las autoridades estadounidenses empezarían a atosigarlos. El prestigio y el poder se empañan muy fácilmente si los condenados a la pena capital se van de juerga por Europa.