Edward Finnigan había permanecido a solas en la cocina desde que Vernon Eriksen se excusó diciéndole que necesitaba irse a casa a dormir tras una larga noche en la penitenciaría. Un par de copas de coñac más y Finnigan se desperezó. Le costaba quedarse quieto con ese burbujeo en el pecho, no sabía qué hacer con toda esa energía hasta entonces desconocida. Quería correr, saltar, incluso hacer el amor, hacía años que Alice y él no se daban ni un abrazo, había sido incapaz de tocarla, no había tenido ganas de acostarse con ella y de, repente, sintió el deseo, sintió cómo se le ponía dura, añoraba sus pechos, sus nalgas, su sexo, quería hundirse en ella, y que ella le rodeara con su cuerpo; era una mañana distinta a cualquier otra.
Se desnudó junto a la mesa de la cocina, caminó desnudo por el pasillo, subió la escalera y se acercó a la puerta de la habitación de invitados, que ella había cerrado tras de sí media hora antes.
Se le había olvidado.
Su cuerpo suave. La mano que solía recorrer su piel, casi podía recordar el tacto.
Abrió la puerta.
—¿Alice?
—Edward, déjame en paz.
—Alice…, te necesito.
El silencio, que en un principio venía cargado de expectativas y de una respiración jadeante, se llenó despacio de incomodidad, de sensación de rechazo. De pronto era otra vez un niño, un niño inseguro tratando de llamar la atención.
—¿Alice? ¿Qué coño te pasa?
Se hallaba tumbada en la cama, cubierta por una manta hasta las orejas, con la cabeza vuelta, la luz de la ventana se reflejaba en el pequeño trozo de su cara que estaba a la vista. Edward Finnigan entró, su cuerpo bajo y obeso presentaba una palidez invernal.
—¿Es que no lo entiendes, Alice? ¡Es como una liberación, existe, puede morir, podemos verlo morir, por Elizabeth! ¡Se acabó! Podemos pasar página por fin. ¿No lo comprendes? Podemos encontrar la paz y la tranquilidad en nuestra propia casa. Será nuestra casa de nuevo, no la de ese hijo de puta. ¡Va a morir y lo veremos!
Se sentó en el borde de la cama y le puso la mano en los pies.
Ella los retiró, como si le dolieran.
—No lo entiendo, Alice, ¿qué cojones haces?
Se arrodilló en el suelo, la obligó a mirarlo.
—Alice, pronto habrá acabado todo.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca.
—¿Nunca? ¿Qué quieres decir?
—Nada va a cambiar. Estás lleno de odio. No escuchas. Edward, cuando el chico esté muerto, cuando te hayas vengado, todo seguirá como hasta ahora.
Edward Finnigan tiritaba. Su erección desapareció. Hacía frío en la habitación, no ponían mucho la calefacción allí arriba, y el invierno no perdonaba.
—Se va a acabar. ¡Maldita sea, es lo que hemos estado esperando todos estos años!
Ella lo miró de reojo y tiró con fuerza de la manta hasta cubrirse por completo. Cuando respondió, él no podía verla.
—Seguirás odiando. ¿Es que no lo ves? Edward, seguirás odiando pero ya no tendrás a nadie más a quien matar. ¡Tu odio, tu maldito odio nos lo ha quitado todo, todo! Es como si estuviera ahí abajo, sentado en una silla en la cocina, riéndose de nosotros, gobernándonos, gobernando toda nuestra vida. Siempre estará ahí, Edward. Pero John, él solo puede morir una vez.
Edward Finnigan seguía desnudo cuando volvió a sentarse a la mesa de la cocina. La energía que bailaba frenética dentro de él exigiéndole su atención no se calmaba. Descolgó el teléfono sujeto a la pared junto a la campana extractora y llamó a su trabajo, a su superior inmediato y máximo, el gobernador del estado de Ohio. No tardó más de unos minutos en relatarle lo sucedido, y el asombro del gobernador se tradujo rápidamente en acción: era plenamente consciente de lo que implicaba que un condenado a muerte anduviera suelto por Europa, haciéndoles un buen corte de mangas a él y a todo el sistema legal estadounidense que le había llevado al triunfo electoral. Pidió a Finnigan que colgase: iba a llamar a Washington, al Departamento de Estado. Sabía con quién tenía que hablar, y no pararía hasta que se emitiera una orden de extradición. El hijo de puta iba a volver. Lo traerían de regreso a casa, a Ohio, al presidio de Marcusville, a la ejecución que nunca tuvo lugar.