Ewert Grens cerró la puerta de su despacho y se sentó al escritorio. Cerró los ojos y escuchó su voz: tenían un rato para estar solos, Siw y él, el pasado se abría camino a través de los expedientes de investigación, cada estrofa de sus canciones le transportaba unos años más atrás, a la época en que él y Anni eran dos jóvenes policías que habían empezado a descubrirse el uno al otro, sus primeras frases nerviosas murmuradas entre dientes, la primera vez que la abrazó, parecía que fue ayer y, sin embargo, había transcurrido tanto tiempo…, toda una vida adulta se había escapado.

Se volvió hacia el enorme radiocasete, subió el volumen al máximo.

Tweedle tweedle tweedle dee, enamorada yo también,

rumbo al cielo partiré, ahora que el amor hallé.

Su voz, su versión de «Tweedle Dee», grabada en 1955 con la orquesta de Harry Arnold, era tan fresca, tan joven…, quizás era la primera canción que Siw sacó, no estaba seguro, pero se meció lentamente al compás de la música, agarrando la mano de Anni, todo lo que estaba a punto de comenzar, todo lo que nunca llegó a comenzar.

Siguió escuchando, dos minutos y cuarenta y cinco segundos, sabía la duración exacta, y luego se volvió de nuevo y bajó el volumen un poco. Rebobinó sus pensamientos. Treinta minutos atrás. Pensó en Schwarz, a punto de derrumbarse mientras miraba a su mujer, que no sabía nada, como si ambos fueran a estallar. Grens, al principio había desconfiado de la supuesta ignorancia de la esposa, le parecía increíble que ella no estuviera al tanto: ¿cómo puede alguien vivir en intimidad con otra persona sin conocer un secreto tan oscuro? Ahora ya no le cabía la menor duda. Ella no tenía ni idea. Ese cabrón esmirriado había conseguido ocultarle toda una vida, para lo cual debía de haber hecho mucho teatro, reprimiendo recuerdos y emociones, si alguien sabía de eso era precisamente Ewert Grens.

Soltó un fuerte bufido.

Después de más de treinta años en la policía, creía estar de vuelta de todo. Pero esta condenada historia no habría podido nunca imaginarla, ni siquiera en sueños, una historia que cada día se hacía más increíble. Grens ahora estaba convencido de que era cierta; de que todas y cada una de las palabras de Schwarz eran ciertas, el estadounidense había hecho lo que nadie más había ni intentado. Había huido de su propia ejecución, encerrado en el corredor de la muerte en una de las prisiones de más alta seguridad de Estados Unidos. ¡Hostias, era acojonante! ¡El chiflado aquel había logrado engañar a todo el mundo! Grens se lo estaba pasando fenomenal: burlar al país que se mataba a construir cada vez más cárceles y que creía firmemente que las largas condenas eran la solución a la escalada de violencia; brillante, brillante de cojones.

Oyó que llamaban a la puerta.

—¿Molesto?

—No si me dejas acabar la canción.

Sonaban igual, todas esas canciones «la la la» de Grens. Pero ofrecía un aspecto casi tierno allí sentado con los ojos cerrados y su recio cuerpo moviéndose al compás.

Hermansson esperó: ya había aprendido que tenía que hacerlo.

—¿Querías algo?

La música había terminado y Grens estaba de vuelta en el presente.

—Sí, pensaba que tal vez tú y yo podríamos salir a bailar.

Ewert Grens dio un respingo.

—¿Que pensabas qué?

Recordó su pregunta del día anterior, cuánto tiempo hacía que no bailaba, y por qué. Recordó su respuesta. «Ya me ves. Cojo y con el cuello agarrotado».

—¿Qué querías?

Mariana miró hacia la puerta.

—Helena Schwarz. Viene enseguida. Yo se lo pedí.

—¿Y?

—Tenemos que hablar con ella. Tú mismo pudiste comprobar que estaba al borde del colapso. Es nuestra responsabilidad que se recupere, que esté tan entera como sea posible.

—No estoy seguro de eso.

—Pero es que así es más fácil que él siga hablando. Con ella presente. Estoy convencida de que es requisito imprescindible si queremos obtener más información.

Ewert Grens acarició el fino cabello que cubría su calvicie mientras enarcaba las cejas. Tenía razón, por supuesto que tenía razón.

—Lo has hecho muy bien. En la entrevista. Has conseguido que se calmara, que confiara en ti. Y si confía en ti, te contará lo que quieras que te cuente.

—Gracias.

—No es un halago. Solo una descripción correcta de cómo ha ido la cosa.

—¿Bailamos?

Le hacía sentirse inseguro. Casi avergonzado. Alzó la voz, como siempre, para enmascarar esos sentimientos.

—¿Qué cojones haces dándome la murga?

—Veinticinco años, Ewert. Dices que llevas sin bailar veinticinco años. ¡Toda mi vida! Y siempre estás sentado aquí, escuchando, meciéndote al compás de la música. Lo que quieres es bailar, eso lo ve cualquiera.

—Hermansson…

—Te estoy invitando a salir. Esta noche. Un lugar donde toquen la música que a ti te gusta. Yo elijo el sitio y tú vienes conmigo.

Aún le daba vergüenza.

—Hermansson, no puede ser. Ya no estoy para bailar. Y, además, aunque pudiera, aunque quisiera…, soy tu jefe.

—¿Y?

—No es lo más adecuado.

—Si fueras tú quien me lo propusiera… Pero soy yo quien te lo pide a ti. Como amiga, no como subalterna. Creo que podemos mantener las dos cosas separadas.

Grens se llevó la mano a la calva de nuevo.

—No es solo eso. Por el amor de Dios, Hermansson, ¿me estás tomando el pelo? Eres joven y guapa, mientras que yo soy un viejo feo. Incluso si fuéramos a salir como amigos, aun así me sentiría… Siempre me han dado asco los hombres mayores que van por ahí metiendo mano a las jovencitas.

Mariana se levantó de la butaca de las visitas, le tendió las manos.

—Te lo prometo, estoy totalmente tranquila al respecto. No eres exactamente de los que van por ahí metiendo mano. Sería divertido, ya está. Me gustaría ver qué aspecto tienes cuando te ríes.

Grens estaba a punto de responder cuando Sven apareció en la puerta con Helena Schwarz a su lado.

—Prometí acompañarla hasta aquí.

Ewert asintió con la cabeza.

—¿Puedes quedarte? Me gustaría que tú también estuvieras presente.

Helena Schwarz entró con cautela en el despacho, su mirada inquieta explorando las paredes. Todavía era un pájaro. El holgado jersey de punto de mangas demasiado largas y grueso cuello que se tragaba su garganta, los anchos pantalones, que parecían comprados para alguien mucho más grande, los mechones de su corto pelo erizados como púas. Estaba en guardia, lista para echar a volar, si hubiera podido acercarse a la ventana y salir aleteando, lo habría hecho.

—Puede usted sentarse allí.

Grens señaló la butaca al lado de Hermansson. Helena Schwarz se deslizó hacia su asiento sin decir nada, limitándose a mirar al frente.

—¿Por qué no tiene un abogado?

Trató de mirarlo, sus ojos ansiosos vagaban por todas las direcciones.

—Se le ha asignado a una letrada de oficio, Kristina Björnsson, pero fue él quien no quiso que hubiera un abogado durante la entrevista.

—¿Por qué no?

—¿Cómo narices voy a saberlo? Pregúnteselo usted misma.

Ewert Grens hizo un amplio movimiento con el brazo, señalando hacia el pasillo de la prisión provisional.

—Entiendo su angustia. Yo tampoco había oído nada igual en mi vida. Pero le creo. Por desgracia. Creo que dice la verdad, que fue condenado a muerte por el asesinato de una chica adolescente como él.

Helena Schwarz se sobresaltó, como si hubiera recibido un bofetón.

—Pero debe saber que hay más. Y para usted, alguna de esa información adicional puede ser positiva.

Su voz sonaba tan débil como antes en la sala de interrogatorios, pero los que estaban sentados a su alrededor oyeron el ligero cambio, un matiz previamente imperceptible.

—¿Positiva? Por Dios…

Ewert Grens fingió no oír su sarcasmo.

—En primer lugar, Ylikoski ha despertado hace un rato. Está ahora plenamente consciente y, de acuerdo con el neurólogo que le atiende en el hospital Karolinska, no parece que le vaya a quedar ninguna secuela permanente como resultado de la patada de John.

Ella no reaccionó, al menos no dio muestra externa de ello. Grens se preguntó si entendía la trascendencia de la noticia. Probablemente no, no por el momento.

Continuó:

—En segundo lugar, hay alguien a quien John no ha mencionado. Alguien al que, estoy seguro, quiere proteger.

—Ya.

—Usted tal vez recordará que le pregunté quién más iba en el coche de huida. Y que él se negó a responder.

Helena Schwarz tiró de su jersey, las mangas verdes de punto se alargaron aún más.

—A mí no me lo pregunte. Hay bastantes cosas que yo no sé, como seguramente habrá notado.

—No se lo estoy preguntando. Creo que sé quién es.

La miró.

—Se llama Ruben Frey. Y ahora mismo está siendo interrogado en la oficina local del FBI en Cincinnati. Creo que él es a quien John no quiere implicar.

—¿Frey?

—El padre de John.

Helena Schwarz soltó un quejido, no muy largo, ni en voz muy alta, pero bastó para que el sonido retumbara incómodo en el cerrado espacio.

—No lo entiendo.

—Ruben Frey es el padre de John. Su suegro.

—Está muerto.

—Yo diría que no.

—John siempre me ha dicho que sus padres estaban muertos.

—Su madre murió cuando él era joven, si he entendido bien. Sin embargo, su padre sigue tan vivo como usted y yo.

Hermansson rodeó con su brazo los estrechos hombros de Helena Schwarz. Sven salió de la habitación un momento para volver con un vaso de agua que ofreció a Helena. Esta se lo bebió entero, a cinco grandes tragos, antes de inclinarse hacia adelante.

—¿Ruben Frey?

—Ruben Meyer Frey.

Tragó saliva, hizo una pausa, tragó saliva de nuevo, como si hubiera decidido parar de llorar.

—¿Así que tengo suegro?

Por primera vez desde que entró en el despacho su rostro adquirió algo de color, un tono distinto a su anterior casi blanca palidez.

—Tengo que conocerlo.

Sus mejillas se enrojecieron del todo, su mirada perdió su carácter ausente. Continuó:

—Y mi hijo, Oscar. Tiene que conocerlo. Después de todo, quiero decir, sería… su abuelo.