Todavía era temprano por la mañana en Ohio: el miércoles, que en Estocolmo ya estaba en fase vespertina, allí iba justo a comenzar a tomar forma, a ser vivido. Vernon Eriksen colgó su uniforme de jefe de guardias en su casillero del centro penitenciario de Marcusville. Había terminado su turno de noche, el último de esa tanda, agradecido por volver a trabajar por el día a partir del fin de semana.

Cuando trabajaba por las noches se le hacía más patente cómo la vida se le escapaba de las manos.

No es que tuviera muchos amigos, no es que saliese mucho de casa, pero eso de tener que estar despierto toda la noche y dormir por el día le provocaba una fatiga constante, así como le impedía conocer a nadie perteneciente a la otra realidad, la que se desarrollaba al otro lado de los muros de la prisión.

Abrió la puerta del patio y se dirigió hacia la verja principal. Había llamado a Greenwood y a Burk. Ninguno de los dos parecía haber reaccionado con angustia o con miedo. Era como si ambos hubieran estado esperando ese momento, como si contaran con ello y se hallaran preparados, tal vez incluso les supuso un alivio recibir por fin el aviso, perder definitivamente la esperanza de que los días se sucedieran sin sobresaltos.

Vernon salió por la puerta que abrió para él la unidad central de vigilancia, y sintió ese mismo alivio.

Los médicos sabían perfectamente el riesgo que asumían.

En sus reuniones se habían dedicado a recitar una lista de medicamentos, diagnósticos y posibles acciones: miocardiopatía, benzodiazepinas, haloperidol, pavulon, morfina…, y del intento de matar a una persona temporalmente para trasladarlo desde una celda en el corredor de la muerte hasta un depósito de cadáveres, hasta un saco mortuorio, hasta el vehículo que debía llevarlo a la sala de autopsias pero que emprendió rumbo al norte; había funcionado, hasta el más mínimo detalle había salido bien. Posteriormente, los médicos siguieron ocupando sus puestos durante unos meses más: una renuncia inmediata habría despertado sospechas, pero, dada la frecuente rotación de personal en la prisión, nadie preguntó después por qué ni cómo. John llevaba ya tiempo enterrado cuando Lawrence Greenwood y Bridget Burk, tras colgar sus batas blancas, tomaron el autobús de Marcusville a Columbus para, a continuación, partir a diferentes destinos llevando en las maletas nuevos carnés de identidad y nuevas licencias para ejercer la medicina.

Nevaba un poco. Vernon miró hacia el cielo, grandes copos de nieve haciendo eses en el aire y ablandando el suelo al caer. Se acercaba al núcleo urbano de Marcusville, donde conocía cada calle, cada árbol, al fin y al cabo llevaba viviendo allí desde siempre.

Habían intentado reanimarlo, por lo menos habían actuado para que así lo pareciera.

Nadie que hubiera visto de cerca sus maniobras habría podido negar que el equipo médico hizo todo lo posible para salvar una vida humana.

Greenwood había intubado a John, a fin de proporcionarle la cantidad de oxígeno necesaria, al tiempo que Burk le daba un masaje cardíaco.

Uno de ellos solicitó, a continuación, un desfibrilador, de modo que un guardia había acudido corriendo con la caja bajo el brazo: el corazón de John necesitaba una descarga eléctrica de alta intensidad.

Hablaron mucho acerca de evitar una arritmia, le aplicarían un solo choque y luego confirmarían la ausencia de latido cardíaco, señalando la línea plana del electrocardiograma.

Una última jeringa, clavada directamente en el corazón, como ordenaba el protocolo, pero llena de sal de mesa en lugar de adrenalina.

En medio de todo aquello —envuelto en una atmósfera casi de irrealidad, a pesar de ser testigo directo de todo lo que estaba ocurriendo—, Vernon sintió una especie de orgullo que le hizo avergonzarse.

La manipulación del electrocardiógrafo había sido su contribución médica.

Y se las había apañado con dos trocitos de film plástico.

La noche anterior había cortado de la delgada y transparente hoja dos pedazos de exactamente el mismo tamaño que los electrodos de la máquina. Así de simple era: fijarlos bajo cada electrodo para crear una membrana invisible que engañara al instrumento de medición, de modo que al aplicarlo sobre la piel desnuda no reconocería el latido cardíaco de un supuesto muerto.

Marcusville acababa de despertar y a medida que Vernon, circundado por la nieve que caía, caminaba por sus callejuelas, veía a las familias sentadas alrededor de la mesa de la cocina, con los candelabros aún luciendo en la ventana, a pesar de que la Navidad ya quedaba bastante atrás. Era la hora del desayuno, cuando los niños se apresuraban a terminarse los cereales mientras los padres corrían de aquí para allá intentando vestirlos y arreglarse ellos mismos. Atisbó el interior de esas casitas con sus pequeños jardines y, por un momento, solo por un momento, le sobrecogió esa sensación de desarraigo, de no ser parte de nada, de no tener familia más allá de los muros de la cárcel: una familia viviente, de la que cuidar.

John había fallecido en el suelo de la celda. Cualquiera que no supiera nada, habría visto exactamente eso. Así que habían constatado su muerte. Greenwood levantó la voz: «John Meyer Frey ha muerto a las 09:13 h en la Southern Ohio Correctional Facility, en Marcusville», y Burk, de pie junto a él, asintió despacio, ofreciendo el aspecto de sumo abatimiento previamente acordado.

Habían tenido ocho minutos.

Si hubieran tardado más tiempo, le habrían causado graves lesiones cerebrales.

En su ulterior informe, los doctores advirtieron que el desafortunado incidente había provocado gran agitación entre los demás internos, la cual no habían querido contribuir a agravar: temían que un acontecimiento como ese inspirara y fomentara disturbios entre los condenados a la pena capital; siempre era difícil predecir la reacción de los testigos de una muerte súbita, particularmente cuando esos testigos estaban ellos mismos esperando la muerte.

De ahí su prisa en llevárselo lejos de la celda número 8 y de la hilera de condenados en el bloque Este.

Mientras caminaban por los pasillos de la prisión, Burk se había ido inclinando sobre la camilla a intervalos de dos minutos. Su boca en la de John, cuando estaban seguros de que nadie los veía, insuflándole aire, ventilando a hurtadillas unos pulmones aún totalmente paralizados.

Qué extraña sensación al dejarlo en el depósito de cadáveres.

Pero no había otra opción. John se había visto forzado a yacer en ese gélido espacio. Greenwood y Burk le explicaron que debían ralentizar enseguida su metabolismo, el consumo de oxígeno de su cuerpo.

Vernon permaneció junto al umbral de la morgue todo el tiempo que pudo.

Cuántos años sin pasar por allí. Los calculó: más de dos décadas, desde que comenzó a pedir bajas por enfermedad cada vez que ejecutaban a alguien. Todos aquellos a los que había conocido, vigilado y atendido en la planta habían acabado en esa cámara, como cáscaras vacías; debía de existir otra habitación, siempre lo había pensado, un aposento para las almas.

Ahí se quedó, mirando el cuerpo inerte que tan pronto perdía como recobraba el conocimiento, que no se podía mover ni entendía qué estaba pasando. El terror, el pánico infernal que los tres no podían ni imaginarse, se apoderaría de él nada más cerrarse la puerta: el pavor de despertar, al cabo de un rato, desamparado en un ambiente glacial, sin saber si estaba vivo o muerto; de, poco a poco, recordar fragmentariamente el curso de los acontecimientos, sin aun así ser capaz de aprehenderlo.

Se paró y se sacudió la nieve de sus zapatos contra el borde de la acera, esperó un momento y luego prosiguió, los pasos finales.

Mern Riffe Drive era igual que todas las demás calles de Marcusville.

A pesar de que quedaba tan cerca, lo cierto es que no solía detenerse por allí muy a menudo, había adquirido la costumbre de pasar de largo mientras echaba una ojeada furtiva a la vivienda. Las casas ahí —él vivía en la otra punta del pueblo— eran algo más caras y algo más grandes, incluso una comunidad pequeña como aquella reservaba un rincón para la gente un poquito más rica.

La residencia de los Finnigan estaba al final de la calle, la última casa a la izquierda. Conocía a Edward Finnigan desde siempre: no se llevaban muchos años y habían ido a la escuela al mismo tiempo, pero en realidad no sabían nada el uno del otro, no tenían nada en común, al margen de toda una vida y el amor que sentían por la misma mujer en una aldea del sur de Ohio.

Evitaba ese lugar, así de simple, no soportaba verla en una casa que no fuera la suya.

Al abrir la verja del alto vallado, las imágenes se agolparon en su memoria. Dos veces. Llevaba en Marcusville cincuenta años y había visitado al matrimonio Finnigan en esa casa dos miserables veces. La primera, cuando Edward consiguió su puesto en el gabinete del gobernador de Columbus, lo que celebró invitando a toda la gente relativamente importante a una especie de cóctel un viernes por la tarde. Vernon, jefe de guardias en la institución que daba empleo a la mayoría de los lugareños, era obviamente uno de ellos, una de esas personas importantes a los ojos de los Finnigan. Él se había mostrado reacio a ir, pues le incomodaban todos los vacuos festejos, pero al final había hecho acto de presencia para, tras felicitar al anfitrión por su nuevo trabajo y tomarse algún que otro dulzón brebaje, escabullirse tan rápido como pudo. La segunda visita fue al día siguiente de que encontraran muerta a Elizabeth, para dar su más sentido pésame. La conocía desde niña: una chica hermosa, alegre y extrovertida, así que entendía perfectamente lo mucho que se sintió su pérdida.

Los níveos copos caían cada vez más densos. Llamó a la puerta.

Fue Alice quien abrió.

—Vernon. Pasa.

Era una mujer excepcional, Alice. Callada y eclipsada por su dominante marido. Pero cada vez que se la encontraba por el pueblo, en la tienda o en la oficina de correos, la conversación fluía como antaño. Entonces mostraba toda su belleza, al igual que antes, era capaz de sonreír, incluso de reír a carcajadas, algo que nunca le había visto hacer en presencia de su esposo.

Edward Finnigan no solo era una mala persona, era, además, un mal marido.

Se miraron: el cansancio se reflejaba en su rostro, pero la expresión de los ojos era afable. Vernon se preguntaba si alguna vez ella pensaba en el pasado, si se arrepentía de haber hecho una mala elección, si imaginaba cómo podrían haber sido las cosas.

—Quítate el abrigo. Estaba preparando algo de té.

—No voy a quedarme mucho tiempo. Siento haber llamado tan temprano, pero hay algo que os interesará saber, a los dos.

—Nos dará tiempo de tomarnos una taza. Ven, siéntate.

Vernon miró en derredor el gran vestíbulo y el resto de la casa.

Justo como la recordaba. El papel pintado, los muebles, las gruesas alfombras: no había cambiado nada. Dieciocho años desde la última vez. La habían encontrado tirada en el suelo, en un acto reflejo dirigió la mirada al dormitorio, como si aún yaciera allí. El dolor de sus padres no había disminuido, quizás era incluso mayor ahora, o al menos esa sensación daba, según se adentraba en él, era imposible no sentirlo en la cara, como una bofetada.

Se detuvo en la puerta de la cocina.

—¿Está Edward en casa?

—En el sótano. ¿Recuerdas que le gusta hacer prácticas de tiro?

—La primera vez que vine aquí me enseñó incluso la diana y todo lo que había montado.

—Suele hacerlo.

Olía a té de canela y a algo así como una tarta, quizá de manzana. Vernon divisó el gran molde de porcelana a través de la ventana del horno.

—Voy yo a buscarlo. Y así lo veo, por segunda vez.

Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa: no era difícil darse cuenta de lo mucho que detestaba el sótano, con el campo de tiro ahí abajo.

Abrió la puerta del sótano, un ligero olor a humedad, a aire viciado que necesitaba salir. El pasillo medía unos veinte metros de largo y era lo bastante ancho para poder recorrerlo mientras otra persona se dedicaba a disparar. En la otra punta, una diana que presentaba cinco agujeros de bordes deshilachados cerca del blanco. Finnigan estaba a punto de pegar cinco tiros más: completamente quieto, respiraba hondo cada vez que disparaba. Vernon observó: buena racha, diez certeros y cercanos tiros.

Finnigan reparó en la presencia del visitante y le hizo una seña para que esperara un momento, luego apretó un botón rojo que tenía a la altura del hombro en la clara pared de hormigón. La diana se deslizó por un cable, chirriando levemente. La descolgó con una mano, la miró, sumó sus puntos.

Vernon examinó su rostro satisfecho.

—Se te da bien.

—Sobre todo por las mañanas. Si me concentro. Si me bajo aquí directamente después de las noches interminables y me imagino la cara de Frey, si me la imagino antes de disparar.

Sus ojos. Vernon trataba a diario con gente medio tarada y con condenados a muerte, pero no estaba acostumbrado a ver unos ojos cargados de tanto odio.

—Querría hablar contigo y con Alice.

—Nunca hemos hablado mucho, tú y yo. ¿De qué se trata?

—Prefiero decírtelo arriba. Delante de los dos.

Finnigan asintió con la cabeza, sacó el cargador de la pistola y la amartilló para quitar la última bala. Se acercó a la vitrina atornillada a la pared.

Vernon lo miró. «Todas esas armas —pensó—, rifles automáticos y semiautomáticos, pistolas de diferentes tamaños, todas esas armas que custodian las vitrinas y cajones de este país. Y esa pistola que guarda tras esa puerta de cristal, con sus huellas dactilares recién impresas en ella».

Finnigan se volvió hacia Vernon: había terminado, dobló la diana para metérsela en el bolsillo, indicó hacia arriba y anduvieron juntos en dirección a la escalera.

Al principio se hizo ese silencio que a veces es tan incómodo. Cada uno sostenía su taza de té, su trozo de tarta de manzana recién hecha, un poco demasiado dulce para esa hora de la mañana, pero Vernon se la comió, a pesar de todo, quería quedar bien.

Le había costado ciento cincuenta mil dólares. Escapar de su muerte.

Los miró de reojo, atisbó sus semblantes.

Los Finnigan no lo sabían.

Tampoco sabían aún que había un hombre en algún lugar de Canadá que recibía regularmente dinero a cambio de un pasaporte y un pasado.

Se pusieron a charlar de cómo nevaba, de la nueva cafetería junto a la oficina de correos peculiarmente decorada al estilo mexicano, de los vecinos de la casa de al lado, que tenían un puñetero perro enorme de color negro que ladraba a todo y a todos los que por casualidad pasaban ante él.

Los Finnigan aguardaban para, por fin, averiguar cuál era el motivo real de la visita.

Habían tardado cuatro meses en encontrar a Schwarz.

Contempló de nuevo sus rostros.

Una persona de, más o menos, la misma edad que John, con permiso de residencia permanente en dos países y que por ciento cincuenta mil dólares estaba dispuesto a entregar su pasaporte, su historia, su vida.

No podía alargar la cosa más tiempo, tenía que dejar de preocuparse por cómo decirlo y por cómo iban a reaccionar ellos.

Dejó su taza y esperó hasta que sus anfitriones hicieron lo mismo.

—John Meyer Frey.

Los miró, primero a uno y luego al otro, antes de revelar el secreto que guardaba desde hacía más de seis años.

—John Meyer Frey está vivo. Ahora mismo se encuentra en prisión provisional en Estocolmo, capital de Suecia, en el norte de Europa. Lleva allí unos días bajo una identidad falsa.

Los Finnigan esperaron a que continuara.

—Y está confirmado. Es él.

A continuación explicó lo poco que se sabía. Que Frey, desde luego, había muerto, que Frey había sido enterrado, y, aun así, a principios de esa semana había sido detenido y encarcelado a raíz de una agresión en una travesía en ferry de Finlandia a Suecia. Había llevado unos días determinar su identidad con ayuda de la Interpol y el FBI. Un hombre muerto. Que vivía. Vernon se enfrentó a sus miradas estupefactas y luego a una lluvia de preguntas que no podía responder, acerca de cómo y cuándo y por qué: por ahora todo lo que sabían era que John Meyer Frey estaba vivo.

Es curioso lo fea que la gente puede llegar a ponerse. Vernon ya lo había constatado durante las ejecuciones: cómo los familiares de la víctima parecían disfrutar del hecho de que otra persona más muriese, cómo satisfacían su instinto de venganza y su deseo de que la muerte quedase en empate: uno-uno. Le impresionaba hasta qué punto los cuerpos, la forma de moverse, todos los rasgos característicos de sus personas se deformaban y se volvían, sin más, feos.

Edward Finnigan —sentado a su izquierda, con tarta de manzana en la barbilla— tardó un rato en entender lo que Vernon estaba tratando de decirles. Cuando comprendió lo incomprensible, se levantó de golpe, corrió hacia el salón y de un aparador sacó una botella de coñac y tres copas. Volvió con pasos ligeros, haciendo gárgaras, el pecho henchido del regocijo que solo sienten los que van a matar.

—¡Ese hijo de puta, así que está vivo!

Colocó las copas sobre la mesa, una detrás de cada taza de té, y las llenó.

—¡Así que voy a poder verlo morir!

Vernon levantó una mano, indicando que no quería tomar coñac. Alice lo miró de reojo e hizo lo mismo. Edward Finnigan negó con la cabeza y murmuró algo: no estaba seguro, pero a Vernon le pareció oír «cagones de mierda». Luego se tomó de inmediato todo su coñac de un solo y largo trago y dio un fuerte puñetazo en la mesa.

—¡Dieciocho años! ¡He esperado dieciocho años para que ese miserable muera ante mis ojos! ¡Mi desagravio! ¿Lo veis? ¡Ha llegado la hora!

Efectuó un giro con los brazos en alto, haciendo nuevas gárgaras. Tomó la botella y se sirvió otro vaso, bebió una vez, y otra, mientras seguía girando como una peonza.

Vernon contempló a Alice, que con la cabeza gacha miraba la mesa, las migajas de tarta apelmazadas en el plato de porcelana. Se preguntó si también ella deseaba el «desagravio», la palabra que Edward Finnigan utilizaba en lugar de «venganza». De sus ojos brotaron lágrimas: era como si ya hubieran hablado de eso muchas veces.

—Voy a subir a acostarme otra vez. No quiero quedarme aquí.

Miró a su marido.

—¿Estás satisfecho ahora, Edward? ¿Es suficiente? ¿Lo es, Edward, te basta?

Subió deprisa la escalera a la segunda planta. Dieciocho años de dolor impregnaban cada palabra, cada pensamiento.

Vernon se quedó sentado, se aclaró la garganta.

Asco.

Trató de tragárselo, pero se le atragantó, asfixiándolo.