Ewert Grens y Lars Ågestam habían accedido a hacer una pausa e interrumpir la entrevista informal. Dejaron que Helena Schwarz golpeara a su marido hasta que ella misma paró. Este aceptó inmóvil esa descarga de frustración, que también era suya. Entre los gritos de ella y los llantos de ambos, Sven había instado a Ewert, a Ågestam y a Hermansson a que salieran con él al pasillo por un rato para dejarlos solos el tiempo que fuera necesario.
Esperaron una hora, el reloj dio las doce en la iglesia de Kungsholmen. Como todos tenían hambre, bajaron al caro local de palmeras en la ventana en Hantverkargatan. Comieron en silencio, si bien no se trataba de un silencio incómodo, sino solo de un respiro de tranquilidad, de esos que se producen cuando, gracias a una especie de acuerdo tácito, a todo el mundo se le permite sumergirse en sus propios pensamientos durante un tiempo. Luego se levantaron, y ya estaban a punto de irse cuando Sven Sundkvist se acercó a la caja y pagó otras dos «ensaladas del día». Pidió que se las pusieran para llevar y que les proporcionaran cubiertos de plástico: era consciente de que John y Helena Schwarz necesitaban reponer energías ahora que las habían consumido por completo.
Estaban sentados en el suelo.
Los brazos de John alrededor del cuerpo de pájaro de Helena, mejilla con mejilla, las manos entrelazadas.
Sven contempló a la mujer al entrar, preguntándose si lo había entendido realmente, o si ella era una de esas personas que sabía perdonar.
Lars Ågestam entró, se agachó y se puso en cuclillas para decirles que comieran, que les hacía falta y que, cuando John hubiera acabado, debía aprovechar para subir a la azotea de la prisión provisional, a tomar un poco de invernizo aire fresco: Ågestam había conseguido que le concedieran unos minutos extra.
Helena Schwarz se sentó en una silla en el corredor de la prisión y esperó mientras John, escoltado por un guardia, subía a la azotea de recreo cubierta con red del edificio. Pidió permiso para fumar. Ewert Grens —que era quien más cerca estaba— se encogió de hombros. Tomando ese gesto como un sí, rebuscó en los bolsillos de su abrigo para sacar unos cigarrillos mentolados.
—Llevo cinco años sin fumar.
Encendió un pitillo, que aspiró con avidez, como si tuviera prisa.
—¿Usted qué cree?
Temblaba un poco al formular la pregunta. A Ewert no le apetecía contestar, pero, sin embargo, lo hizo.
—Ni creo ni dejo de creer. Ya lo he dicho antes.
—¿Dice la verdad?
—No lo sé. Usted lo conoce mejor que nosotros.
—Al parecer no.
Dos guardias trajinaban en la otra punta del pasillo, una mujer de la limpieza fregaba el suelo algo más cerca.
—¿Ha estado en la cárcel?
—Según las autoridades estadounidenses, así es.
—¿Diez años?
—Sí.
—¿Condenado a muerte?
—Sí.
Ella lloraba en silencio.
—Así que ha matado a alguien.
—Eso no lo sabemos.
—Fue declarado culpable de asesinato.
—Sí. Y probablemente con razón. Pero, al mismo tiempo, todo lo demás, lo que nos ha contado acerca de su nombre, la pena, la huida: todo cuadra. Así que podría estar diciendo la verdad cuando dice que es inocente.
Le alargó el pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón. Ella lo cogió, se secó los ojos, la nariz y lo miró de nuevo.
—¿Eso ocurre?
—¿El qué? ¿Que un inocente sea condenado?
—Sí.
—No lo bastante a menudo como para que suponga un problema.
Cuando regresó tenía el pelo húmedo, sus pálidas mejillas enrojecidas. Fuera hacía frío y estaba nevando, el infernal invierno continuaba.
Los demás estaban esperándole cuando entró.
Los tres policías, el fiscal, Helena.
Todos fijaron en él su mirada, siguieron cada uno de sus pasos hacia la silla donde iba a proseguir su relato.
—Qué agradable es el frío. Me gusta cuando hace viento, cuando te congelas hasta los huesos y luego, en un sitio cerrado, entras en calor.
Se encontró con sus miradas.
—Así era. Así lo recuerdo. Donde yo me crie, en Ohio.
Hermansson llevaba un buen rato en silencio. Sabía que iba a llegar su turno. Que ahora era su turno.
—John, te estamos escuchando. Y tu mujer, Helena, también te escucha.
Ella era quien había iniciado el diálogo con él unos días antes y era a ella a quien correspondía terminarlo.
—Pero, John, también todos nos preguntamos, todos nosotros, ¿qué hemos de creer? «¿Está diciendo la verdad?». «Y si es así, ¿por qué, por qué lo hace ahora?».
John asintió con la cabeza.
—Pueden creer lo que quieran. Lo que digo ahora, es lo que yo sé.
Hermansson esperó, luego con un gesto de la mano le indicó que, por favor, continuara.
Un reloj de pared detrás de él: cómo le irritaban, los relojes, seguía sin poder soportarlos.
—Lo que yo sé es que de joven era un macarra de tres pares de narices. Descontrolado, violento, la tomaba con todo y con todos. Dos veces me enviaron al reformatorio, y me lo merecía, me merecí cada minuto que pasé allí.
Se dio la vuelta y miró el reloj de plástico rojo.
—¿Puedo bajarlo de ahí?
Hermansson examinó su mirada tensa.
—Por supuesto. Adelante.
John se levantó, cogió tanto el reloj como el gancho del que colgaba, caminó hacia la puerta, la abrió y colocó el molesto aparato al otro lado del umbral, antes de cerrar de nuevo.
—Lo que yo sé es que a los dieciséis años conocí a la única mujer, aparte de ti, Helena, a quien creo haber querido.
La contempló largo rato, luego bajó la mirada al suelo, que era de linóleo, de un color verdusco.
—Lo que yo sé es que una tarde la encontraron muerta en el suelo del dormitorio de sus padres. Los Finnigan. Así se apellidaban. Lo que yo sé es que tenía esperma mío dentro de sí, que mis huellas dactilares estaban por todo su cuerpo y por toda la casa. ¡Llevábamos saliendo más de un año, por el amor de Dios! Lo que yo sé es que el juicio fue un caos total y absoluto, con periodistas y políticos hacinados a la puerta del tribunal: claro, era menor de edad, era guapa, era la hija de un asesor del gobernador. Lo que yo sé es que querían a un pobre desgraciado, a alguien a quien poder odiar, a alguien que muriese, puesto que ella había muerto. Lo que yo sé es que me declararon culpable de asesinato. Lo que yo sé es que tenía diecisiete años y estaba totalmente aterrorizado cuando me metieron en una celda en el corredor de la muerte de Marcusville. Lo que yo sé es que allí estuve encerrado diez años. Y lo que yo sé es que un día me desperté de repente en un gran coche que recorría el camino entre Columbus y Cleveland.
Se llevó las manos al pecho, se lo golpeó ligeramente.
—Eso es todo. Eso es todo lo que yo sé.
Hermansson se puso de pie, miró al resto de los presentes y señaló hacia la puerta.
—Está el ambiente muy cargado. ¿Alguien quiere algo de beber? A mí por lo menos sí que me hace falta. Y a ti parece que también, John.
Volvió con seis tazas de café, cada una diferente, claro está: con leche, sin leche pero con azúcar, con azúcar y con leche… A modo de bandeja portaba una caja de cartón para papel de fotocopiadora. Todos bebieron en silencio, esperando a que John siguiera hablando.
—La otra parte…, cómo me escapé…, no lo sé. Yo no lo sé.
Negó con la cabeza.
—Lo que más recuerdo son ruidos. Algunos olores. Imágenes borrosas. Oscuridad a veces. Luz. Y, después, otra vez oscuridad.
Hermansson bebió de su taza, la que contenía café con leche y un poco de azúcar.
—Inténtalo. Debe de haber más cosas. Queremos saber, tenemos que saber, qué más hay.
Sudando profusamente en ese espacio mal ventilado, les habló de un corazón que ya no estaba del todo sano, de cómo se había notado decaído durante algunos meses y de que un día se encontró peor que nunca.
—Entonces uno de los guardias, creo que era el jefe, Vernon se llamaba, de pronto abrió la celda y entró. Con otros dos guardias a sus espaldas. Me iban a poner las esposas. Siempre era así. Si alguien entraba en la celda, o si te llevaban a algún sitio, siempre ibas con esposas y varios guardias detrás.
—¿Quieres más?
Hermansson señaló su taza de café vacía.
—Gracias. Dentro de un rato.
—Cuando te apetezca, dímelo.
La mayor parte del tiempo John miraba al suelo, levantando la vista de vez en cuando, buscando a su esposa, su mirada, sin duda preguntándose si ella estaba siendo capaz de digerir su historia.
—Entró una doctora. Me pidió que me bajara los pantalones. Una «pipeta». Creo que se llama así. Llevaba una de esas en la mano, me la introdujo por aquí y me inyectó algo.
Señaló sus nalgas.
—Ese cansancio… Pero lo que fue aún peor…, no sé si alguna vez he sentido tanta… tanta somnolencia. Y creo que entonces entró otro doctor. No estoy seguro, tal vez lo soñé, pero creo que era un hombre, más joven que la mujer, que llevaba unas pastillas, sé que me hicieron tragar algo.
Ewert Grens se revolvió inquieto en la silla: qué asiento tan incómodo, y encima la puñetera espalda le dolía, como siempre. Mirando de reojo a los colegas que se sentaban a su lado, trató de cambiar de posición sin perturbar la chocante historia que iba cobrando forma ante ellos.
—Yo estaba tumbado en el suelo, no sé muy bien por qué, solo sé que estaba allí y… y no tenía fuerzas para levantarme. Entonces… sentí un pinchazo, justo aquí. ¿Me entienden? Me pusieron una inyección, estoy casi seguro de ello, uno de los doctores me inyectó algo en el pene.
Se llevó la mano a la frente y la sostuvo ahí. Rompió a llorar. Sin rabia, sin desesperación, un llanto lento, algo que tenía que salir, poco a poco.
—Yo, que no hacía otra cosa que contar las horas. Cada segundo hacía tictac dentro de mí. A todos nos pasaba. Era una cuenta atrás. Pero entonces…, después de la inyección…, no tengo ni idea. No sé si fue inmediato, o si fue mucho después. No… no podía respirar. No me podía mover. No podía pestañear, no sentía el corazón, estaba paralizado, ¡consciente pero completamente paralizado!
Hermansson recogió su taza vacía y desapareció por el pasillo. John había dejado de llorar cuando ella volvió. Agarró el café, se bebió la mitad, se inclinó hacia adelante de nuevo.
—Me moría. Estaba convencido. ¡De que me estaba muriendo! Alguien me levantó los párpados y me echó unas gotas en los ojos. Quería preguntarle por qué, pero no me podía mover…, era como si no existiera. ¿Lo entienden? ¡Lo entienden! Eso que se siente cuando te vas a morir, esa fuerza diabólica que te golpea por dentro. Alguien lo gritó. «¡Se está muriendo!». Y creo que… creo que me pusieron otra inyección. En el corazón. Y algo en la garganta, alguien me dio aire. Debí de quedarme dormido. O desaparecí. A veces creo que estuve muerto un tiempo, alguien también lo gritó: «¡Ha muerto!». Yo estaba consciente, tendido en el suelo de la celda, ¡y les oí declarar mi muerte! La hora del fallecimiento, mi nombre, lo oí todo. ¿Entienden? ¡Lo oí todo!
Sus últimas palabras dieron la vuelta a la reducida estancia, rebotando contra los oyentes hasta que él las recogió de nuevo.
—Había muerto. No me cabía duda. Cuando me desperté…, cuando vi…, lo sabía, sabía que no estaba vivo. Hacía mucho frío. Me encontraba en una habitación que parecía una nevera, con otra persona a mi lado, completamente blanca, tumbada como yo, en una camilla con la cara hacia el techo. No comprendía nada. ¿Cómo iba a ver, cómo iba a sentir frío, si estaba muerto?
Bebió de nuevo, terminándose el segundo café.
—Desaparecí. Sin más. Y después… Estoy seguro de que, después, me metieron en un saco. De plástico. Crujía como el plástico. Ya saben… ya saben que cuando estás esposado y tratas de liberarte, no hay manera. Las manos se separan como mucho veinte centímetros. Y si intentas golpear algo o a alguien…, es imposible.
Ågestam y Hermansson se miraron: estaban de acuerdo. Era el momento de parar. Ya no podía con su alma. Reanudarían la entrevista más adelante, según avanzara la tarde, cuando hubiera tenido la ocasión de descansar un rato en su celda.
—Solo una pregunta antes de que hagamos una pausa.
Ågestam se dirigía a John.
—Mi pregunta es: usted dijo antes que sabe que se despertó en un coche que recorría el camino entre Columbus y Cleveland, ¿no es así?
—Sí, lo sé.
—Entonces, John, querría que nos dijera quién conducía el coche. Y si había alguien más allí, en el asiento de al lado.
John negó con la cabeza.
—No. Aún no.
—¿Aún no?
—Aún no voy a hablar de eso.
Los dos guardias que esperaban fuera escoltaron a John de regreso a su celda. Se dio la vuelta varias veces, Helena Schwarz seguía junto a la puerta, sus miradas se encontraron. Ågestam y Hermansson se hallaban a su lado, hablando de no se sabe qué, gesticulando mucho.
Ewert Grens los observó: a Frey, que había sido condenado a muerte, y a su mujer, que no tenía ni idea; a Hermansson, que llevaba las riendas de la entrevista con tanta calma, y a Ågestam, que por un momento le pareció casi listo.
Su intuición, ya desde el principio, le había dicho que ese asunto iba a suponer una bomba diplomática, y las cosas no estaban ahora más fáciles. No para los burócratas que tratarían de hacer valer el acuerdo de extradición de la Unión Europea cuando ese puto enorme país que constituía la patria de John Meyer Frey viniera a reclamarlo.
Exigirían su derecho a ejecutarlo como Dios manda.
Se trataba de mantener el apoyo de las personas que habían votado a favor de la seguridad y de la mano dura.
Se volvió hacia Sven Sundkvist, que aún no había salido de la sala.
—¿Qué te parece?
Sundkvist hizo una mueca.
—Este trabajo nunca dejará de sorprenderme.
Ewert se arrimó a él y bajó la voz.
—Necesito tu ayuda.
—Claro.
—Quiero que llames al médico de la prisión provisional, quien coño sea ahora, y le informes brevemente acerca de lo que creemos saber. Y quiero que examine a Frey enseguida. Quiero saber qué tal está su corazón. Si formaba parte de la fuga. O si necesita atenciones especiales. Y quiero que me lo comuniques tan pronto como te den una respuesta.
—Yo me encargo.
Sven ya iba caminando por el pasillo cuando Ewert alzó la voz.
—Porque no conviene que se nos muera en su celda, ¿verdad? ¡Podría convertirse en un mal hábito!