El gran cuerpo de Lyndon Robbins permanecía completamente inmóvil en la silla del pequeño despacho. Había tratado de responder a las preguntas preliminares del agente del FBI sobre una persona que debería estar muerta. Le explicó que solo tenía veintiocho años cuando llegó a Marcusville por primera vez y que fue ascendido a médico jefe tres años más tarde. Eso, aclaró, no era algo tan insólito, pues, a menudo, se ofertaban plazas vacantes en el centro penitenciario, y un médico que elegía prestar servicios en una prisión ciertamente no lo hacía por una cuestión de prestigio —ya que dicho trabajo no reportaba ninguno—, sino más bien movido por el deseo de ayudar a los más débiles, a los que ocupaban la posición jerárquica inferior de la escala social; o simplemente se lo tomaba como un lugar donde empezar, donde poder adquirir la experiencia necesaria para puestos más atractivos en mejores hospitales. En su caso, habían confluido ambas motivaciones. Joven y recién titulado, estaba agradecido por haber encontrado su primer empleo, pero también albergaba por entonces una sincera buena voluntad, la voluntad de dar, algo que más tarde se fue erosionando, marchitándose lentamente, al ver cómo solo en contadas ocasiones recibía algo a cambio.

Kevin Hutton escuchaba pero, poco a poco, empezó a acusar la falta de sueño y se vio obligado a ahogar unos bostezos. Se excusó y salió del despacho en busca de las máquinas expendedoras del pasillo, de donde sacó dos botellas de agua mineral y dos pasteles Mazarin con una fina capa rosa de azúcar glaseado.

Tras beberse media botella de agua y comerse medio pastel, continuó haciendo preguntas que Robbins se aprestó a responder.

—¿La miocardiopatía?

—Así es como se llama.

—¿Puede explicarme en qué consiste?

—Agrandamiento del músculo cardíaco. Su corazón se hizo demasiado grande, así de simple. No es muy habitual, pero a veces ocurre.

Kevin Hutton partió el medio pastel que le quedaba y sumergió los bordes secos en el resto de agua mineral.

—Conocí a John Meyer Frey mucho tiempo. Y no recuerdo en absoluto que tuviera ningún problema de corazón.

—Eso no significa que no pudiera pasarle.

—Lo que quiero decir es…

—La miocardiopatía con frecuencia se presenta tarde. Y, muy a menudo, se descubre a destiempo. En el caso de Frey, creo recordar que se le diagnosticó solo tres o cuatro meses antes de morir.

Hutton sacó un bloc de notas de su maletín, donde tomó apuntes que requerían unos conocimientos médicos de los que él carecía.

—¿Cómo se descubre? ¿Cómo se descubrió en el caso de Frey, por ejemplo?

—La sintomatología es variada. A Frey le ocurría lo que a muchos otros. Se sentía débil, cansado, sin energía. Pero era joven, por lo que ese cuadro no suele atribuirse de entrada a un problema cardíaco.

—¿Y entonces?

—No nos enteramos hasta que Greenwood y Burk le hicieron una radiografía. Los rayos X bastaron para saber qué era.

Hutton añadió esos dos nombres a sus breves notas médicas.

—¿Greenwood y Burk?

—Lawrence Greenwood y Bridget Burk. Dos médicos que acababan de entrar compartiendo un contrato, ambos muy competentes, que, además, trabajaban en el Doctors Hospital Ohio Health, una clínica de aquí, de Columbus.

—¿Muy competentes?

—Mejores y con más experiencia que la mayoría de los médicos que prestan servicios en las cárceles de este país.

—¿Así que no pudo tratarse de un error? ¿Lo del agrandamiento del corazón?

—Yo mismo vi las placas. El aumento de tamaño era indiscutible.

Hutton, tras dejar el bloc de notas a un lado, alargó la mano hacia el teléfono, que reposaba sobre el escritorio.

—¿Puedo usarlo? Tengo que hacer una llamada antes de continuar.

Lyndon Robbins asintió con la cabeza, y aprovechó para echarse hacia atrás y cerrar los ojos un ratito. Oyó a Kevin Hutton marcar un número y luego varios tonos de señal que lograron despertar a un colega llamado Clark, el cual, medio dormido y a petición de Hutton, buscó en su ordenador los nombres de dos médicos: Greenwood y Burk.

Hutton colgó y se miraron el uno al otro.

—El informe de la autopsia.

—¿Sí?

—¿Tiene idea de dónde está?

Robbins negó con la cabeza.

—Debería estar allí. En su archivo. Con todos los demás datos personales.

—Debería. Pero no está.

Lyndon Robbins suspiró ruidosamente.

—Dios mío, ¿qué demonios ocurre?

Kevin Hutton cogió su cuaderno de nuevo, pasó unas cuantas páginas y luego comenzó a escribir.

—¿Qué sabe usted exactamente sobre la autopsia?

—¿Qué es lo que yo sé? No mucho. Solo que tenía a mi disposición a dos médicos muy cualificados, a buen seguro más que yo mismo, en quienes confiaba plenamente, que se encargaron del fallecido, y que, junto con uno de los funcionarios de prisiones, transportaron el cadáver al forense para que le efectuase la autopsia.

El pastel de Robbins se hallaba aún intacto: le había dado las gracias a Hutton, si bien se excusó diciendo que estaba intentando controlar su peso, y que por ello se esforzaba por comer bien y evitar esas cosas tan azucaradas.

Ahora suspiró de nuevo, se secó la frente con la servilleta por tercera vez y luego cogió el blando pastelillo y lo engulló de un solo bocado.

—Me pasa cuando me estreso. No puedo evitarlo.

Kevin Hutton se encogió de hombros.

—A mí me da por morderme las uñas. Cuando las cosas se ponen feas, ni me fijo en que lo hago. Pero ahora, querría que me contase exactamente lo que sabe acerca de los resultados de la autopsia.

Unas migajas alrededor de su boca. Se las limpió antes de responder.

—Para ser sincero, Hutton, no sé absolutamente nada. Estaba muerto, ¿no? Y yo tenía muchas otras cosas que hacer; mire, en Marcusville uno siempre iba con la lengua fuera, siempre le faltaba tiempo. Frey falleció, sabíamos por qué y dos miembros de mi equipo se encargaron del cuerpo. Eso es todo. Así que no, a decir verdad no sé nada de nada. Puesto que no había ninguna razón ni me sobraba tiempo para prestar más atención a alguien que ya estaba muerto.

—Pero tal vez era su responsabilidad. Saber qué había pasado.

—Habría evaluado la situación de la misma forma si se hubiera presentado la ocasión. Y usted también lo habría hecho.

Eran las cinco menos veinte de la madrugada del miércoles. Aún estaba oscuro, una noche de invierno con un amanecer tardío. Kevin Hutton comprendió que la entrevista terminaba ahí, que su primera impresión había sido correcta, esto es, que Lyndon Robbins no albergaba ninguna intención de decirle nada que no fuera verdad y que no tenía ni idea de que la muerte de John pudiera esconder algún misterio. Kevin estaba a punto de darle las gracias a Robbins por haberle atendido, por la honestidad de sus respuestas, cuando sonó su móvil en el fondo del maletín: cinco largas señales de llamada antes de que encontrase el aparato.

Era Benjamin Clark.

Le comunicó que no aparecían por ningún lado.

Lawrence Greenwood y Bridget Burk ya no existían.