Helena Schwarz recordaba a un pajarillo: menuda, frágil, envuelta en un jersey que le quedaba demasiado holgado y en unos pantalones tan anchos que robaban a su cuerpo los contornos. Pero era su semblante lo que hizo a Ewert Grens pensar en pájaros. Esos ojos que recorrían asustados la sala de interrogatorios, esas pequeñas mandíbulas que no paraba de mover, esa boca ya preparada para dar gritos de alerta, para piar de desesperación.
Cuando, de súbito, apareció en la puerta abierta y miró con cautela dentro de la estancia, John se levantó de un salto, pegó un grito y cruzó corriendo la sala. Ågestam estaba a punto de detenerlo, pero Ewert se interpuso en su camino, y junto con Hermansson consiguió que volviera a sentarse: si marido y mujer querían abrazarse antes de que se abriese la caja de Pandora, les estaba permitido hacerlo.
Estos permanecieron en el umbral, frente con frente, llorando en silencio, besándose las mejillas, agarrándose las manos. Ågestam, Hermansson, Ewert y Sven intentaron mantenerse ocupados en otras cosas, bajar la vista al suelo, rebuscar entre papeles, algo que no fuera mirar de reojo roídos por la curiosidad: se trataba de conceder un poco de privacidad aun en esa situación.
Al poco, Grens se les acercó, le pidió a John que regresara a su asiento y condujo a Helena Schwarz a la silla que acababan de traer y colocar en la pared del fondo.
La atmósfera era sofocante; el aire, pesado; una pequeña estancia pensada para dos o, a lo sumo, tres personas se hallaba ocupada ahora por seis, así que no había mucho oxígeno que compartir.
—John.
Ewert Grens se inclinó hacia adelante apoyando los codos en la fría mesa y giró la cabeza hacia el rincón donde John, con los ojos enrojecidos y la mirada fija en Helena, se sentaba.
—Hemos llegado a un acuerdo, ¿no? Lo hemos arreglado para que, a pesar de la prisión incomunicada a la que estás sujeto, puedas ver a tu mujer. De modo que, John, ahora te toca contarnos de qué va todo esto.
John lo escuchó, tal vez trató de hablar, pero no dijo nada.
—¿No es así, John?
Helena Schwarz saltó de su asiento, dispuesta a abalanzarse a través de la estancia, cuando Sven la detuvo.
—¡No entiendo nada! ¿Qué está pasando aquí? Ha golpeado a una persona, aún no lo he asumido, el John que yo conozco no pega a nadie, pero esto, entre rejas, y a mí, que no me dejan llamarle ni verle, y esta sala y ustedes, que quieren que cuente no sé qué… ¡Dios mío, qué están haciendo!
Golpeó a Sven, un puñetazo en el pecho y el otro en el brazo, mientras gritaba. Este la sujetó con fuerza hasta que se calmó, y luego la condujo de vuelta a su silla con pasos firmes.
Grens miró a John y luego a Helena antes de hablar en un tono quizás innecesariamente agudo.
—Otra vez. Hágalo otra vez y llamamos al coche de policía para que la lleve de vuelta a casa tan rápido como la ha traído. Usted está aquí porque John así lo pidió. Así que siéntese y cállese. ¿Entendido?
Helena Schwarz, sentada con la cabeza agachada, asintió levemente.
—Bien.
Ewert Grens se volvió hacia John de nuevo, haciendo pequeños gestos de fastidio, suficientes para que esa persona, que debía aclararles algunos hechos, los percibiera.
—Entonces vamos a intentarlo otra vez, John.
El hombre flaco de rostro pálido y grandes ojeras tragó saliva nerviosamente, se humedeció los labios, exhaló aire por la nariz.
—Helena.
Sus ojos la buscaban.
—Helena, quiero que me mires.
Ella levantó la cabeza y con ojos entornados miró al otro lado de la sala.
—Amor mío.
Soltó aire de nuevo, preparándose para coger carrerilla.
—Amor mío, hay muchas cosas que no sabes. Cosas que nadie sabe. Pero que yo debería haber contado. A ti, al menos a ti debería habértelas contado.
Otra honda inspiración, otra larga exhalación.
—Esto es lo que ocurre. Escucha, Helena. ¿Me estás escuchando?
John suspiró.
—Helena… Yo no me llamo John Schwarz. Yo… yo no nací en Halifax, Canadá. Y no vine a Suecia por haberme enamorado de una mujer.
Él la observó, ahora ella sí lo estaba mirando.
—Yo me llamo…, en realidad… mi verdadero nombre es John Meyer Frey. Soy de un pueblecito que se llama Marcusville y que está en Ohio. Ni siquiera he conocido a nadie que se llame Schwarz. No tenía ni idea de dónde estaba Suecia. Vine aquí porque el hombre que aceptó venderme su identidad y su pasado tenía residencia permanente aquí y porque yo era un fugitivo. Yo había estado en la cárcel, estuve en el corredor de la muerte durante más de diez años.
Lágrimas en los ojos, la cruda luz reflejada en ellos.
—Helena, estaba condenado a muerte. ¿Lo entiendes? Esperaba mi ejecución. Y me escapé. Todavía no sé muy bien cómo, pero lo hice; tengo vagos recuerdos de un barco de Cleveland, un avión de Detroit a Moscú y luego otro a Estocolmo.
Se aclaró la garganta varias veces.
—Me condenaron a muerte por un asesinato que no cometí. ¡Escúchame, Helena! ¡Era un chico de diecisiete años y me declararon culpable de un asesinato con el que yo no tenía nada que ver! ¡Iba a morir, Helena! Un tribunal había decidido exactamente cuándo me tocaba morir.
Se levantó y se llevó la informe camisa de presidiario a la cara para secarse el llanto imparable.
—No morí. ¡No morí! ¡Estoy aquí, te tengo a ti, tengo a Oscar, y no morí!
Ewert Grens ya había presenciado esa escena con anterioridad unas cuantas veces. Incluso la había vivido.
Cómo una persona de pronto puede convertirse en otra. Cómo la vida entera de una persona puede borrarse con solo unas pocas frases. Un pasado, lo que había sido una vida compartida, que ya no existía. Se había transformado en una mentira, nada más, solo una gran mentira.
Por supuesto, no había un patrón fijo. Pero Helena Schwarz reaccionó de modo similar a como solían hacerlo los demás.
Desvalida, engañada, temerosa, totalmente pisoteada.
Lloró, por supuesto; gritó, por supuesto; y dejaron que lo hiciese. No reaccionaron luego con la suficiente rapidez cuando de repente dio un respingo y corrió a través de la habitación de nuevo para golpearlo, para propinarle fuertes bofetadas en la cara con la palma abierta.
Él no trató de apartarse.
No levantó las manos para protegerse, no se agachó, dejó que ella le pegara.
Esta entonces se volvió hacia Grens, le gritó: «¡Digan algo!».
Ewert no respondió, no se movió. Helena volvió a gritar: «¡Y ustedes se creen esto!». Él se encogió de hombros: «Ni creo ni dejo de creer». Ella se quedó mirándole fijamente, le dio la espalda de nuevo y continuó golpeando a la persona que acababa de conocer: «¡No te creo! —Su voz era ronca—. ¡Mientes, hijo de puta, no te creo!».