Kevin Hutton tal vez debería haberse ido a la cama. Eran las tres de la mañana, hora local, y sentía cómo le pesaban los párpados mientras conducía por la ancha, oscura y casi desierta carretera entre Cincinnati y Columbus.

Pero ahora no podía parar.

Tenía que saber adónde llevaba toda esa estrambótica historia, qué era lo que había ocurrido, si el amigo de la adolescencia al que había llorado, a cuyo funeral incluso había asistido, estaba vivo, si de alguna forma había logrado escapar de una de las cárceles de máxima seguridad del país, si de alguna endiablada manera había conseguido huir del corredor de la muerte un par de meses antes de su ejecución.

Ciento sesenta kilómetros, de los cuales ya había recorrido la mitad: le quedaba menos de una hora para llegar. Se había detenido en un veinticuatro horas, donde compró un perrito caliente insertado en un extraño panecillo amarillento, junto con una de esas bebidas energéticas a base de glucosa. No es que estuviera especialmente cansado, pero la nieve, la oscuridad y los encuentros con las luces delanteras mal puestas de otros coches le irritaban los ojos y le ponían la cabeza como un bombo hasta el punto de que, por un rato, le entraron mareos. Un poco de aire fresco, un perrito, una dosis de glucosa, y se sintió mejor y más despierto.

Ruben Frey seguía en Cincinnati. Lo habían estado interrogando durante más de una hora en la oficina del FBI, ya entrada la noche, con vistas a la ciudad sumida en tinieblas, mientras, ante sus preguntas, el padre tercamente sostenía que su hijo estaba muerto, que eso era lo único que sabía, que todavía estaba de luto seis años después.

Tampoco fue capaz de proporcionar una explicación satisfactoria a por qué, cuatro meses antes de la muerte de John, había hipotecado su casa por un valor de ciento cincuenta mil dólares en una sucursal del Ohio Savings Bank, en Columbus. Tras seguir presionándole sin lograr que soltara palabra, al final, el interrogado había prorrumpido en sollozos, rogándoles que dejasen de hurgar en las heridas que, poco a poco, estaban comenzando a cicatrizar.

Frey ahora dormía, con todos los gastos pagados, en una cama en las afueras de la ciudad, en el Ramada Inn, excesivamente caro teniendo en cuenta que era una porquería de hotel. Benjamin Clark se alojaba en la habitación de al lado, no es que les asustara demasiado el riesgo de que Ruben abriera la puerta y saliera corriendo, pero Kevin Hutton quería hacer las cosas bien: a pesar de sus más de diez años de servicio en el FBI, nunca se había encontrado con un caso como este.

Nunca le había llegado siquiera la noticia de que alguien se hubiera escapado del corredor de la muerte de ninguna prisión.

Tampoco había tenido nunca que ocuparse de un muerto viviente.

Y era la primera vez que participaba en la investigación acerca de una persona que, en su momento, había sido casi de su familia.

Se conocían desde que tenía memoria. Ambos eran vecinos de Marcusville, solían jugar con coches rojos de bomberos en la zona de los columpios del patio de recreo local, fueron compañeros de clase, iban y venían a la escuela juntos todos los días, habían empezado a jugar al fútbol en los diversos equipos juveniles de Marcusville cuando fueron descartados por ser demasiado debiluchos para el fútbol americano, compartieron sus primeros devaneos con chicas, sus primeras pajas en el sótano con las revistas porno que el viejo Stevens tiraba a la basura (sabían perfectamente que se deshacía de ellas cada quince días, cuando le llegaba una nueva remesa).

Luego, fueron perdiendo el contacto: John conoció a Elizabeth y se puso a follar de verdad, además de que, más tarde, lo enviaron dos veces al correccional de menores, por lesiones graves en ambas ocasiones.

Ya entonces, cuando cumplieron diecisiete años, parecía claro que iban por caminos diferentes.

Kevin se hizo agente especial del FBI.

John fue condenado a muerte por asesinato.

No obstante, lo cierto es que nunca entendió qué fue lo que realmente pasó. Desde luego que John poseía un temperamento impetuoso, cabezota a veces, parecía buscar los conflictos y disfrutar de ellos, pero no era el tipo de persona que primero se acostaba con su novia para, luego, descerrajarle unos cuantos tiros y alejarse con calma del lugar del crimen.

Los primeros años había ido a verle varias veces a la cárcel, como amigo, como particular, sin que sus privilegios de policía tuvieran nada que ver, pero todos los kafkianos procedimientos que conllevaban sus visitas —los exagerados controles de seguridad y la sensación de que nunca podían decirse nada sin que hubiera alguien allí escuchando y tomando nota— le quitaron las ganas, de manera que acudió cada vez con menos frecuencia, el último año, ni en una sola ocasión.

Entonces, de pronto, John murió.

Kevin tenía pensado, por supuesto, hacerle una última visita antes de su ejecución. Había seguido en los periódicos todas las apelaciones y los recursos interpuestos por Ruben y sus abogados, y sabía que el gobernador no iba a conceder un nuevo aplazamiento. John no iba a ser indultado, iban a matarlo mediante inyección letal para, de ese modo, confirmar que el estado de Ohio no se andaba con bromas, que quería entrar de nuevo en las estadísticas sobre aplicación efectiva de la pena capital.

Luego, falleció en su celda.

Kevin agarró el volante con más fuerza y se terminó su refresco de glucosa.

Había sido un infierno.

Sin duda, había infravalorado su amistad, se había engañado a sí mismo diciéndose que los tiempos habían cambiado, que ya no significaban gran cosa el uno para el otro, que el propio hecho de que ya no iba a verle a la cárcel era la prueba de que su antigua camaradería se había desvanecido, esfumado.

Aún lo sentía.

Allí en el cementerio, mientras escuchaba al sacerdote y a las pocas personas que pronunciaron algunas palabras, se dio cuenta de que hasta cierto punto él moría también, de que estaba asistiendo al entierro de una parte de sí mismo.

Faltaban cuarenta kilómetros. Aceleró.

No quería llegar tarde.

Sentado en el asiento delantero de aquel carísimo vehículo, de repente oyó su propia risa; conducía a cien kilómetros por hora en medio de la noche y se reía sin tener a nadie al lado y sin sentirse contento.

«Debería estar saltando de alegría», dijo en voz alta.

Si es cierto que estás vivo.

Pero así no funcionan las cosas. ¿Lo entiendes?

Un animal apareció corriendo por el arcén, iluminado por las luces delanteras. Sobresaltado, esperó a que lo que parecía una liebre bastante grande hubo desaparecido, y luego aceleró de nuevo.

¡Por Dios, John, estabas condenado por asesinato!

Quitaste una vida.

Así que debías pagar con otra.

Había llamado a Lyndon Robbins esa misma tarde, tan pronto como se dirigían a Marcusville para recoger a Ruben Frey. Robbins, que trabajaba como médico jefe en la prisión de Marcusville en el momento de la muerte de John, ahora prestaba servicios en Columbus, como jefe de departamento en el Ohio State University Hospital, un hospital universitario sito en algún punto de la Décima Avenida.

Iban a reunirse en el hospital a las cuatro. Robbins preguntó si el asunto podía esperar hasta la mañana siguiente o, incluso mejor, hasta el mediodía, pero Kevin Hutton cortó cualquier atisbo de discusión: se limitó a ordenar a Robbins que le esperara a la entrada de la clínica a las cuatro en punto.

Lyndon Robbins era un hombre corpulento, considerablemente más alto que Kevin —de estatura media—, y, dado que también era robusto, Kevin calculó que el médico que aguardaba en la puerta principal del hospital debía de pesar por lo menos ciento treinta kilos.

Se estrecharon las manos, la fatiga se reflejaba en sus ojos, llevaba el pelo despeinado, pero parecía amable, y, de alguna forma, también tener paciencia. Entraron en el gran sanatorio. Robbins le señaló un pasillo interminable por el cual caminaron un buen rato hasta toparse con una puerta, dos tramos de escalera y otra puerta.

El reducido despacho de Robbins se hallaba invadido por un escritorio demasiado grande y montones de cajas apiladas, y, mientras cerraba la puerta detrás de ellos, Kevin buscó sin éxito un lugar donde sentarse. Era como si la estancia no tolerase más que a Robbins: su enorme cuerpo llenaba todo el espacio y las paredes parecían estar revestidas de su presencia. Le indicó un taburete que, en medio de todo el desorden, estaba arrimado a una esquina, bajo la única ventana.

Kevin se inclinó, lo agarró y tomó asiento.

Lyndon Robbins jadeaba, el paseo y la escalera le habían hecho sudar, a pesar del frío de enero.

—Kevin Hutton, agente especial responsable, ¿no es así?

—Sí, eso es.

—¿En qué puedo ayudarle?

Su voz no sonaba nerviosa. Ni siquiera parecía que intentase sonar tranquila para ocultar su nerviosismo.

Kevin solía percibirlo al instante, percibir si había algo más, cierta inquietud, algo que no se oía pero que se hallaba latente. Ese no era el caso. Lyndon Robbins se secó la frente con una servilleta, sonrió, su pregunta era sincera, quería ayudarle.

—Sí, tal vez me pueda ayudar. Con esto.

Kevin Hutton llevaba consigo un delgado maletín. Lo recogió del suelo, lo abrió y sacó un sobre que contenía una sola hoja de papel.

—Un certificado de defunción. De hace algo más de seis años. Un interno que se llamaba John Meyer Frey y que falleció en la cárcel de Marcusville.

Robbins buscó sus gafas de leer y las encontró en el bolsillo exterior de su bata. Cogió la hoja que Kevin le blandía y la leyó.

—Sí. Es un certificado de defunción. ¿Por eso nos hemos reunido aquí en plena madrugada?

—¿Es esta su firma?

—Sí.

—Entonces sí, por eso nos hemos reunido aquí en plena madrugada.

Robbins releyó el documento y levantó las manos.

—No lo entiendo. Yo era el médico jefe del centro penitenciario de Marcusville. Si alguien moría, yo tenía que firmar. ¿Cuál es el problema?

—¿El problema? El problema es que la persona que en ese certificado consta como fallecida está ahora mismo en una celda de una prisión provisional en Estocolmo, es decir, allá por el norte de Europa.

El hombre corpulento miró a Kevin, al papel que aún sostenía en la mano, y luego a Kevin de nuevo.

—Ahora sí que no lo entiendo.

—O sea, que está vivo. John Meyer Frey está vivo. A pesar de que usted firmó su certificado de defunción hace varios años.

—¿Cómo que está vivo?

—¿Que cómo? Está vivo, sin más.

Kevin Hutton recuperó el papel que empezaba a arrugarse en el fuerte agarre de Robbins para meterlo de nuevo en el sobre y el maletín.

—Voy a tener que hacerle unas preguntas. Y me gustaría que las respondiera. Todas y cada una de ellas.

Lyndon Robbins asintió.

—Por supuesto.

Kevin se enderezó en el duro taburete, examinó el rostro confundido de Robbins.

—Muy bien.

—Por cierto, Hutton, ¿esto es algo así como un interrogatorio formal?

—Todavía no. Por el momento podemos decir que es solo con fines informativos.

Robbins se secó la frente de nuevo.

—Sé que él está muerto.

Su mirada vacía se posó en algo, tal vez en la pared, mirando sin ver.

—Verá, trabajé seis años en la prisión de Marcusville. Y solo murieron dos personas durante ese tiempo. A pesar de que muchos de los reclusos eran mayores, aunque muchos cumplían condenas largas. Pero absolutamente nadie más, se lo aseguro, murió en el corredor de la muerte. Esa es la razón por la cual, señor Hutton, lo recuerdo con claridad. Me acuerdo de él. John Meyer Frey. Y recuerdo el día en que murió.