Mariana Hermansson aún no sabía bien cómo tomarse el acceso de ira que su jefe, Ewert Grens, había tenido hacía poco más de una hora. Le había parecido tan… innecesario. Por supuesto, advertía lo absurdo de un silencio impuesto por razones políticas, y quizás incluso también de la omisión de los principios éticos más elementales en el caso de John Schwarz. Pero la rabia desatada en Ewert, la agresividad que, a todas luces, oprimía su interior y que descargaba contra todo aquel que se cruzara en su camino, provocando desde hacía muchos años el terror general, le afectaba hasta el punto de que se hallaba desconcertada, casi triste.
Sabía lo que era la violencia. Había crecido con ella.
Pero eso no alcanzaba a entenderlo.
De madre sueca y padre «moreno», había pasado su infancia entre un centenar de nacionalidades distintas en una zona de Escania llamada Rosengård, un barrio de Malmö que para los políticos parecía carecer de interés, una comunidad de inmigrantes que a mucha gente desagradaba y a otros causaba vergüenza, pero que poseía energía y vida propias, así como una buena dosis de agresividad generalizada que hacía saltar chispas.
Pero no era más que eso. Agresividad. Una llama que se encendía y apagaba con la misma rapidez.
Pero eso, la intensa cólera que Ewert parecía cargar a sus espaldas, aferrada a él como un parásito que le provocaba dolor, eso era algo que le resultaba más difícil de tragar y, sobre todo, de manejar; era algo que tenía muy mala pinta y que constituía un estorbo en su trabajo. Quería hablar del tema con él más tarde, cuando hubiera tiempo. Quería saber de dónde venía esa rabia, si él mismo era consciente de ella, si se podía hacer algo para controlarla.
Había trabajado en Estocolmo seis meses como sustituía antes de que la hicieran fija. No era mucho tiempo, pero el suficiente para haber hecho ya varias visitas a la prisión provisional de Kronoberg. Sven Sundkvist la acompañaba, también en silencio, desde que salieron del despacho de Ewert. Era evidente que Sven estaba acostumbrado a ello, tal vez se había dado por vencido. O acaso, tras diez años de trabajo codo con codo, todavía lo desconcertaba, quizás era eso en lo que ahora estaba pensando, sin decir palabra, ausente.
En la última celda al fondo del pasillo se hallaba Schwarz. O Frey, como, al parecer, se llamaba en realidad. Pero de momento ahí seguía siendo «John Schwarz». Mariana Hermansson contempló el rótulo al lado de la puerta de la celda, su nombre y debajo la siguiente leyenda: «Interno sujeto a prisión incomunicada».
Lo leyó de nuevo, apuntó a dicho letrero y trató de sacar a Sven de su estupor.
—¿Qué te parece esto?
—¿Te refieres a lo de «Schwarz»?
—No, a lo de «interno sujeto a prisión incomunicada».
Sundkvist se encogió de hombros.
—Sé adónde quieres ir a parar. Pero no me sorprende.
Impaciente, Mariana llevó la mano al rótulo y lo arrancó.
—Pues a mí sí. A mí sí me sorprende. ¿Por qué Ågestam ha decretado prisión incomunicada? Schwarz no tiene posibilidad alguna de influir en la instrucción en sus circunstancias. ¿Qué daño puede hacer que vea a su mujer y a su hijo?
—Te entiendo. Y estoy de acuerdo. Pero, como te digo, no me sorprende.
Hermansson volvió a colocar el letrero, arrugado y con el celo que ya no se adhería muy bien.
—Se lo prometí. En el interrogatorio.
—Puedes intentarlo. Si beneficia la investigación, Ågestam podría, creo, hacer concesiones. Porque de eso va la cosa. Es una estrategia de la investigación. Nada más. Ågestam no piensa en absoluto que la prisión incomunicada sirva para algo. Sabe perfectamente, como nosotros, que Schwarz no tiene mucha escapatoria ni aunque lo intentara. Pero está tratando de obligarlo a cantar mediante la imposición de restricciones. Eso hacen a menudo los fiscales. Ponerles las cosas difíciles a los presos, trapichear para que el interrogatorio avance y forzar una confesión. Nunca conseguirás que lo reconozcan abiertamente, pero así es como funciona el tema.
Hermansson permaneció frente a la puerta cerrada. No sabía bien quién era el hombre que se hallaba al otro lado. Sujeto a prisión provisional por delito grave de lesiones tras haber admitido los hechos en sí, ahora se le prohibía leer los periódicos, escuchar la radio, ver la televisión, escribir o recibir cartas; no se le permitía ver a nadie que no fuera su abogado, el sacerdote de la prisión, los guardias y algunas otras pocas personas como ella misma, los investigadores. No era razonable.
Uno de los guardias se acercó a ellos. Echó un vistazo por la mirilla, mostró una expresión de satisfacción y abrió la puerta.
John Schwarz, que en realidad era John Meyer Frey, estaba pálido.
Sentado en el suelo, les dirigió una mirada vacía.
—John.
No respondió.
—Queremos hablar un ratito contigo, John.
Hermansson entró en la celda y le puso una mano en el hombro.
—Vamos a esperar mientras te pones las zapatillas, hasta que estés listo.
Se quedó sentado donde estaba, se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—Tenemos unas cuantas preguntas nuevas que hacerte.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
Salieron de la celda y dejaron la puerta abierta. Aguardaron. Él se tomó su tiempo, pero acabó por salir también, arrastrando los pies hasta la sala de interrogatorios ubicada un poco más allá en el pasillo, donde Grens y Ågestam ya los estaban esperando.
Se detuvo en el umbral y miró a su alrededor, como si, tras contar los ocupantes de la sala, hubiera llegado a la conclusión de que, de cuatro, sobraban al menos dos.
—Hola, John, adelante, por favor.
Vaciló.
—Vamos, John. Entra ahora mismo y siéntate ahí.
Ewert Grens hervía de irritación, sin tratar de ocultarlo.
—Esto no es un interrogatorio formal. Porque no vamos a hablar para nada de la brutal agresión en el ferry de Finlandia.
John ocupó la única silla vacía de la fría sala. Ante él se hallaban sentados los otros: tres policías y un fiscal que estudiaban su rostro, sus reacciones.
—Has proporcionado y has estado viviendo bajo una identidad falsa. Y estamos intentando comprender por qué. Para tener las cosas tan claras como nos sea posible antes de seguir adelante. Así que queremos…, digamos que «necesitamos» algo más de información acerca de ti. John, un abogado, ¿quieres que llamemos un abogado para que esté presente?
Una ventana solitaria con rejas en la pared del fondo. Por lo demás, nada.
—No.
—¿No quieres un abogado?
John sacudió exasperadamente la cabeza.
—¿Cuántas veces tengo que decir que no?
—De acuerdo.
Grens contempló a aquel tipo flaco arrebujado en una ropa demasiado holgada. Una breve pausa, antes de continuar.
—En primer lugar, una pregunta, solo una pregunta muy simple. ¿Sabes, John, que estás muerto?
Se hizo un silencio en la sala similar al que reinaba antes de que todos la ocuparan. John permanecía inmóvil en su silla. En el rostro de Ewert Grens se dibujó una socarrona sonrisa de satisfacción. Ågestam lanzó una airada mirada al autosuficiente comisario, Hermansson percibió cómo el malestar crecía y se filtraba por cada rincón, y Sven Sundkvist bajó la mirada hacia el suelo a fin de no ver cómo el hombre que tenían delante desaparecía en otra dimensión temporal.
«El joven doctor está junto a mí.
»Está allí y dice que estoy muerto.
»Hace una declaración de fallecimiento, dice que John Meyer Frey murió…
»… que yo morí a las 09:13 h en la Southern Ohio Correctional Facility, en Marcusville.
»Y aquí yazco yo, en efecto».
Grens esperaba algún tipo de reacción, cualquier cosa, algo que demostrara que el cabrón aquel entendía que aquello iba en serio.
Nada.
Permaneció inmóvil, sin ni siquiera parpadear.
—No estoy muerto. Como usted puede ver, como todos ustedes pueden ver, estoy vivo.
Grens se levantó bruscamente. La liviana silla se volcó y cayó al suelo cuando la golpeó.
—Ayer por la tarde y durante toda la noche hemos estado en contacto con la sede de la Interpol en Washington y con las sedes del FBI tanto en Washington como en Cincinnati. Según sus registros, y esto es lo que quiero que escuches con atención de una puta vez, tú y un tal John Meyer Frey sois la misma persona.
El hombre delgado y pálido sentado ante ellos temblaba, no mucho, pero lo suficiente para que lo notaran.
Ese nombre, no lo había oído, nadie lo había pronunciado desde hacía más de seis años.
—De manera que, Frey, de acuerdo con los mismos archivos, falleciste en una celda de Marcusville, en la que estabas condenado a la pena capital por el asesinato de una chica de dieciséis años. Primero te la follaste, luego le pegaste varios tiros. Fue encontrada agonizando en el suelo de la casa de sus padres.
John había dejado de temblar: ahora lo que recorría su cuerpo eran unas violentas sacudidas, semejantes a convulsiones. En un susurro dijo:
—Yo la quería.
—Y hasta fuiste tan estúpido de salir de la casa dejando tu semen dentro de ella.
—Tuvimos relaciones sexuales. Porque nos queríamos. Yo nunca…
—Según el FBI, falleciste en tu celda solo unos meses antes de tu ejecución. Debo reconocer, Frey, que estoy muy impresionado.
John abandonó la silla, se sentó en el suelo sucio apoyando la espalda contra la pared, con el rostro entre las manos.
—Tu padre se llama Ruben Frey, ¿no es así?
Se acurrucó aún más. El suelo estaba frío, de alguna parte venía una corriente de aire, pero no era eso: John tiritaba como nunca en la vida había tiritado.
—Hace solo unas horas que el FBI de Cincinnati ha tenido una primera entrevista con él. Afirma rotundamente que no tiene ni idea de qué haces aquí. Afirma que estás muerto. Que te enterraron en el cementerio de Otway, a unos veinte kilómetros al oeste de Marcusville, el mismo cementerio donde está enterrada tu madre. Dice que sabe que es verdad porque él organizó y pagó el funeral. Dice que sabe que es verdad porque él estaba allí mismo, porque vio cómo sepultaban tu ataúd, porque te dijo adiós en compañía de otras veinte personas.
«Su voz.
»Hace más de seis años que no oigo su voz».
—Tu padre puede decir lo que le dé la real gana. La identificación confirma quién eres con una seguridad del cien por cien.
«Sé que él estaba involucrado.
»No sé cómo, lógicamente nunca llegó a contármelo, pero su rostro en el asiento trasero del coche, puedo volver a verlo siempre que quiero».
—¿Hay algo que quieras alegar al respecto?
«Él, siempre tan cuidadoso, con la justicia, con las autoridades.
»Ahora está siendo interrogado por el FBI de nuevo.
»¡Por mí!
»Por mi causa».
Hermansson seguía sentada al lado del asiento de Grens, escuchando. Había conseguido por fin vencer el malestar que la asfixiaba; allí estaba ella, presente de nuevo, una mujer policía, la encargada de interrogar por primera vez al hombre al que previamente había detenido en su domicilio como sospechoso de delito grave de lesiones; la que le había ofrecido un cigarrillo y algo para beber; la que lo alimentó con la promesa de que se las arreglaría para que él pudiera ver a su familia; la que había estado más cerca de ganarse la confianza del recluso.
Poniendo una mano en el hombro de Ewert, le pidió que se tragara su siguiente pregunta, le indicó que ella quería formularla.
Ewert Grens asintió.
—John.
Mariana se acercó a él, se sentó a su lado, apoyándose también contra la pared fría.
—Así están las cosas. Sabemos lo que acabamos de oír. No hay mucho que podamos hacer al respecto por ahora. Pero tienes que cooperar con nosotros. Por tu propio bien.
Sacó un paquete de tabaco del bolsillo interior de su chaqueta, lo sacudió hasta que asomó un cigarrillo.
—¿Quieres?
Él la miró.
—Sí.
Se lo alargó, le dio fuego y esperó mientras él se lo fumaba, los minutos que pasaron hasta que lo terminó.
—Quiero hablar con mi mujer primero. Ella no sabe nada. Tiene derecho a saberlo, a que yo se lo cuente.
Hermansson le dio otro cigarrillo, tras lo cual se volvió hacia los demás y miró a Ågestam.
—¿Y bien?
—Opción descartada por completo.
—¿Qué quieres decir?
—«Ni prenda». Eso es lo que quiero decir. Lo cual incluye a las esposas.
Mariana sostuvo su mirada.
—Te pido que lo reconsideres. Su mujer no va a perjudicar la investigación. Y tenemos que saber de qué va todo esto.
—No.
—¿Puedo hablar contigo a solas un minuto?
Hermansson señaló la puerta. Ågestam se encogió de hombros.
—Claro.
Salieron de la sala, Lars Ågestam en primer lugar y, a continuación, Hermansson, quien evitó mirar a los demás mientras cerraba la puerta.
Ella sabía que tenía razón. Pero también sabía que la probabilidad de que le dieran la razón aumentaría si no le sacaba los colores al fiscal delante de los demás.
Lo miró mientras le hablaba con voz firme.
—Es tan simple como esto: lo hacemos al mismo tiempo. Él nos lo cuenta todo. Pero ella estará presente. Escuchará lo mismo que nosotros. Oirá el relato de su boca, es lo único que él pide. ¿Qué te parece?
El fiscal no respondió.
—Ågestam, creo que tú también coincides en que será en beneficio de la investigación. Una investigación cuyo único objetivo es esclarecer todos los hechos.
Lars Ågestam se pasó una mano por el pelo, recolocándose el flequillo donde ya lo tenía.
Comprendía que la propuesta de Mariana era lógica. Suponía infringir la orden recibida, y no respetaba las reglas inherentes a la prisión incomunicada, pero innegablemente podría ser el paso adelante que a la investigación tanta falta le hacía.
Suspirando, se dio la vuelta y abrió la puerta de nuevo.
—Vamos a interrumpir esta entrevista informal por el momento. Mientras, iremos a buscar a su mujer. A ver si con eso logramos que un muerto hable.