El reloj de la iglesia de Hedvig Eleonora acababa de dar las siete cuando Thorulf Winge abrió la puerta de entrada del edificio en el que vivía, en Nybrogatan, y salió al débil pero frío viento. Como siempre, cruzó la calle en busca de un zumo de naranja recién exprimido que le servían en vaso de papel en el madrugador café, el cual ya olía a bollos de canela y a esos grandes pasteles marrones de relleno empalagoso.

Vaya madrugada infernal.

A las cuatro y media había colgado el teléfono tras una llamada urgente de Washington, redirigida a su casa a través del Ministerio de Asuntos Exteriores. Como jefe de gabinete, se había acostumbrado a ello con los años, no era raro que alguna que otra noche ocurriera eso: preguntas que requerían respuestas inmediatas, informaciones que había que proporcionar antes de que despuntara el alba.

Pero nunca había visto cosa igual.

Un preso estadounidense condenado a la pena capital que había fallecido mientras esperaba su ejecución en el corredor de la muerte. Muerto y enterrado desde hacía más de seis años. Y ahora se hallaba en la prisión provisional de Kronoberg, en Estocolmo.

Thorulf Winge caminó desde Nybrogatan, abandonando el barrio de Östermalm, hasta el centro, donde, en la plaza de Gustaf Adolf, se erigía el Ministerio de Asuntos Exteriores. Estaba en buena forma, a pesar de sus sesenta y dos años: delgado, espalda recta, pelo todavía espeso y oscuro. Trabajaba más o menos a destajo, pero se distinguía del resto, de los que, poco a poco, se quemaban por el hecho de no poder descansar ni recuperarse. Él se mantenía joven y vital precisamente gracias a las largas horas de trabajo, las cuales constituían su oxígeno, pues no había mucho más que llenara su vida.

Se bebió el zumo con toda su pulpa y aspiró el aire invernal mientras reflexionaba sobre la larga llamada telefónica y la sorprendente noticia que había recibido, intentando ahondar en la solución que iba cobrando forma en su mente. Eso era, al fin y al cabo, lo que solía hacer: lanzarse a la búsqueda de soluciones en el preciso momento en que las crisis estallaban. Y se le daba bien, tanto él mismo como todos sus allegados lo sabían.

Esto, por ejemplo, podía ser simplemente una chorrada.

Un reo que desaparece, un criminal que escapa de su castigo para vivir una vida feliz y apacible en libertad, y al que luego vuelven a meter entre rejas.

Pero era algo más.

Era una cuestión de prestigio, un símbolo.

El crimen y el castigo, el derecho de la víctima al resarcimiento, al desagravio, ocupaban una posición privilegiada en la sociedad estadounidense. Todas esas nuevas prisiones construidas en los últimos años, las condenas cada vez más largas, y los gobernadores, senadores y presidentes que ganaban votos con la promesa de medidas más duras a fin de detener la escalada de violencia. El hombre ahora encerrado en una cárcel sueca podía convertirse en un destacado y peligroso titular para los políticos que esperaban ser reelegidos. Tenía que volver a casa a toda costa, tenía que ser devuelto a su celda y ejecutado ante los aplausos de la gente y las autoridades. Ojo por ojo: el talión, esa era la ley vigente.

Estados Unidos iba a exigir el regreso del condenado.

De Suecia, un pequeño país en el norte de Europa, se esperaba que obedeciera.

Pero en los últimos años, al hilo de las negociaciones del acuerdo de extradición entre la Unión Europea y Estados Unidos, el Ministerio de Justicia y el Ministerio de Asuntos Exteriores suecos habían repetido hasta la saciedad que ningún país europeo jamás extraditaría a nadie condenado a la pena capital.

Thorulf Winge miró a su alrededor mientras cruzaba la rotonda de delante del ministerio, albergado en el edificio llamado Arvfurstens Palats, el «Palacio del Príncipe Heredero». Todavía reinaba la calma, no había mucho tráfico, solo unas pocas personas deambulando por el barrio del Poder, esto es, el trecho que iba de allí al Parlamento y a la sede del gobierno, en Rosenbad.

Abrió la puerta y entró en el impresionante edificio.

Necesitaba tiempo.

Necesitaba paz.

Necesitaba completa libertad; cuanto más tiempo pasara hasta que la noticia comenzara a difundirse, mejor.

Ewert Grens seguía mirándolos, deslumbrándolos con su amplia sonrisa. Disfrutaba de la situación, de eso estaba seguro Lars Ågestam. Una vez explicados los hechos, una vez que la irónica frase «Hemos encarcelado un cadáver» hubo caído como una bomba en la estancia, parecía haber revivido, su cuerpo cansado y su semblante amargo de pronto irradiaban energía, se encontraban ante un asunto espinoso y jodidísimo, y a Grens se le veía exultante, tan exultante como, según los que habían trabajado con él, solía mostrarse antaño, cuando estaba en su mejor momento. Ågestam permaneció inmóvil. Desde luego este era un caso insólito en su carrera profesional, y estaba a punto de hacer una de las muchas preguntas que revoloteaban en su cabeza, cuando sonó su teléfono. Se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta, se disculpó, ignorando la irritada expresión de Grens, y salió del despacho del comisario al pasillo, que olía a polvo y a algo más, a algo así como a comida.

Sabía quién le llamaba.

Aunque nunca antes había hablado con él.

—Buenos días. Me llamo Thorulf Winge, trabajo como jefe de gabinete en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Lars Ågestam no necesitaba oír más. Captaba el mensaje, incluso antes de que Winge llegara a transmitírselo.

—Solo quería cerciorarme de que la información que poseemos es correcta, que es usted el encargado de la instrucción de un caso concerniente a un sujeto que acaba de ser sometido a prisión provisional, un tal John Schwarz.

—¿Por qué?

—Por favor, dejémonos de sandeces.

—Como sabrá, tengo deber de confidencialidad en lo que respecta a estos casos.

—No intente dar lecciones a zorro viejo.

Ågestam vio cómo varios policías se acercaban por el pasillo, no sabía si es que venían a comenzar su jornada o si es que habían terminado el turno de noche y se iban a casa. En todo caso, se apartó para que nadie le escuchara.

—Lo que usted sugiere, lo que insinúa, se podría interpretar como una injerencia inconstitucional del Ejecutivo.

Oyó cómo Winge inspiraba hondo, disponiéndose a levantar la voz.

—El caso de John Schwarz no existe oficialmente. De manera que, de ahora en adelante, bajo absolutamente ninguna circunstancia, responderá a preguntas relativas al detenido. No soltará ni prenda, Ågestam. ¡Ni prenda!

Lars Ågestam tragó saliva, entre furioso y atónito.

—¿Debo entender que esto, que esta… orden suya como jefe de gabinete…, esta orden de, digamos, ocultación de datos proviene directamente de… del ministro de Asuntos Exteriores?

—Óigame, repelente sabelotodo… Espere cinco minutos. Y luego conteste la llamada que va a recibir.

Ågestam se quedó paralizado junto a la máquina de café, la que expendía el asqueroso aguachirle al que Grens era adicto. Leyó los botones cuadrados y apretó uno de ellos. No tenía un aspecto muy apetecible, la verdad. Pero cogió el vaso de plástico recién llenado del líquido caliente y se lo bebió por pura necesidad.

Exactamente cinco minutos después el teléfono sonó de nuevo.

Una voz más familiar. El fiscal jefe. Su superior directo.

La conversación fue breve.

La investigación referente a un hombre llamado John Schwarz, sometido a prisión provisional, estaba, a partir de ese momento, bajo secreto de sumario.

Lars Ågestam se quedó merodeando por el pasillo mientras se terminaba el insípido café. Trató de reponerse. Había recibido una orden directa. Manifiestamente ilegítima, pero una orden, al fin y al cabo. No le había gustado nada ese tono de voz, el chillido del jefe de gabinete, olía a carcamal, era el tono empleado por los vejestorios, los antediluvianos dinosaurios que llevaban tanto tiempo en el poder que ya, sin siquiera reparar en ello, daban por descontada su superioridad.

Frente a la puerta cerrada, contempló el pomo, respiró hondo y abrió.

Grens seguía en medio del despacho, leyendo en voz alta párrafos de unos informes que sostenía en la mano. Sven Sundkvist y Hermansson continuaban sentados escuchando, a todas luces incomodados por lo que oían. Todos miraron a Ågestam según se acercaba a la butaca que había dejado libre hacía veinte minutos.

—¿Y bien? ¿Tan importante era esa puta llamada que te ha obligado a abandonar la reunión?

Ewert Grens blandió el fajo de papeles hacia el joven fiscal.

—Era bastante importante.

Grens, impaciente, seguía agitando los papeles arriba y abajo.

—¿Sí?

—Este caso. El de John Schwarz. A partir de ahora la instrucción está bajo secreto de sumario. No podemos hablar de ello con nadie, bajo ninguna circunstancia.

—¿Qué coño estás diciendo?

Grens tiró los documentos, los cuales revolotearon por el despacho como grandes y blancas hojas arbóreas cayendo al suelo.

—Es una orden.

—¡Por el amor de Dios, Ågestam, será mejor que vayas a peinarte! ¡Para decretar el secreto de sumario de una investigación quizá tendrías primero que abrirla! La única investigación preliminar sobre John Schwarz que yo conozco se refiere a una supuesta agresión en un ferry de Finlandia. ¿Por qué me tengo que callar al respecto?

Hermansson se revolvió en su asiento y miró de reojo a Sven. Le habían hablado de los ataques de ira de Ewert Grens. Sin embargo, a pesar de que llevaba ya más de medio año en la policía metropolitana de Estocolmo, no los había experimentado aún en sus propias carnes. Sven se limitó a asentir discretamente con la cabeza, haciéndole entender que no había manera de frenar esa imperiosa rabia, que rebotaba contra las paredes.

—¡Lo que yo quiero saber, Ågestam, es de dónde puede siquiera imaginarse que venga una orden como esa!

—De mi jefe.

—¿De tu jefe? ¿El fiscal jefe?

—Sí.

—¿Y cuándo fue la última vez que se la chupaste?

—Haré como que no he oído eso.

—¡El fiscal jefe! ¡Ese lameculos! Eso quiere decir que viene aún de más arriba. Porque ese cabrón es como tú, Ågestam, de los aseaditos y aplicaditos que se dedican a pasar diligentemente la pelota.

Hermansson no aguantaba más. Ahí estaba Ewert, a punto de perder del todo la dignidad; Ågestam, con pinta de ir a liarse a hostias en cualquier momento; Sven, sentado sin rechistar. Se levantó, los miró a los ojos uno a uno y dijo en voz baja, casi en un susurro:

—Ya basta.

Si hubiera intentado alzar la voz por encima de los demás, el sonido se habría ahogado en el griterío general, pero, de ese modo, lo cortó, los obligó a escuchar.

—Hacedme el favor de parar. No estoy dispuesta a ver a dos hombres adultos golpeándose el pecho como orangutanes. Soy consciente de que esta investigación es difícil. Si es cierto, si realmente es cierto que estamos ante un condenado a muerte que ha logrado escapar, si vamos a colaborar en su devolución a un castigo que rechazamos, obviamente va a ser duro y nos van a entrar ganas de seguir por este camino, tomándola los unos con los otros. Pero no estamos como para perder el tiempo. De arriba. La orden viene de arriba. ¿Lo entendéis? Esto va a suponer un desgaste aún mayor. Así que vamos a ahorrar toda la energía que podamos. Intentemos ser cooperativos.

Bajó la voz un poco más hasta concluir en un susurro:

—De lo contrario… de lo contrario creo que todo se irá a la mierda.