Era un hermoso día, sin duda lo era, la primera semana de mayo, la primavera venía cargada de verde y de esperanzas. Y, sin embargo…, todo estaba a punto de malograrse.
Vernon Eriksen había madrugado, después de decidir, ya entrada la noche anterior, que iba a ir a Columbus una vez más, al hospital donde los doctores Greenwood y Burk trabajaban ese día. No podían seguir esperando. Los minutos huían mientras observaban cruzados de brazos, debían ir a la caza del tiempo. John Meyer Frey se había convertido en una cuestión política y de prestigio para el gobernador de Ohio. Tenía que morir. Así lo quería el poder. Su muerte supondría una victoria simbólica para los partidarios de la pena capital y el desagravio de Edward Finnigan. El Estado iba a quitar la vida a alguien que Vernon sabía que era inocente.
Ruben Frey llamó a su puerta poco antes de la medianoche y se quedó esperando en el porche; Vernon le abrió y lo arrastró hacia dentro, apresurándose, acto seguido, a taparle la boca con ambas manos. Se había visto obligado a explicar al padre de John por segunda vez que no podían, bajo ninguna circunstancia, verle en compañía de los parientes de los presos; que era harto probable que, al igual que hacían con sus colegas, controlaran sus movimientos y le hubieran pinchado el teléfono, que si quería mantener su puesto de funcionario de prisiones en la cárcel de Marcusville tenía, por supuesto, que dar la impresión de ser un ferviente defensor de la pena de muerte.
Al no conseguir que Ruben Frey se mostrase receptivo, Vernon le propinó una fuerte bofetada: no le había quedado más remedio. Luego, tras bajar las persianas, se sentaron a la mesa de la cocina, con sendos vasos de whisky canadiense. Después de un silencio de tal vez media hora, Frey recuperó el habla.
Su voz, ronca y quebradiza, casi en un susurro.
Yo creo en la pena de muerte. Siempre he creído. ¿Lo entiendes, Vernon?
No.
Yo creo que cuando se quita la vida a alguien hay que pagarlo con la propia vida.
No es tan simple, Ruben.
Por eso, ¡mírame, Vernon!, si John hubiera sido culpable, si hubiera matado a Elizabeth Finnigan, entonces, por mí, podría arder en el infierno.
Ruben Frey había apurado su vasito antes de que Vernon se hubiera siquiera mojado los labios. Señaló el vaso vacío, Vernon asintió y se lo llenó de nuevo.
¡Pero es que sé que no lo hizo!
Intentó coger la mano de Vernon mientras hablaba, pero no logró alcanzarla: quizá Vernon la había retirado, quizá se había acercado demasiado.
¡Por el amor de Dios, no pueden matarlo si no ha hecho nada! ¡Vernon! Si no ha hecho nada, me oyes, si es…
El robusto hombre de ojos bondadosos no llegó a terminar la frase, sino que se derrumbó sobre la silla de cocina de Vernon Eriksen y se golpeó la cabeza contra la dura superficie de la mesa.
Vernon creyó al principio que se trataba de un infarto.
Que Frey había muerto ante sus ojos.
Había perdido el conocimiento por un instante, sudaba profusamente. Vernon le había ayudado a levantarse para, a continuación, conducirlo despacio al piso de arriba, al dormitorio. Con cuidado lo había tumbado, aún vestido, en la única cama de la casa, una manta sobre su cuerpo tembloroso. Se quedó sentado a su lado hasta que Frey cayó dormido. Luego, bajó a la cocina de nuevo, hacia el whisky que le esperaba, preparándose para una larga noche.
Fue entonces cuando tomó la decisión.
Solo en la oscuridad, con los ronquidos sordos de Ruben vibrando a través de toda la casa.
John Meyer Frey no iba a morir atado a una cama con agujas en los brazos.
Salió de Marcusville aún de madrugada, como de costumbre, y, a pesar de la ligera niebla, atravesó a gran velocidad una parte considerable de Ohio. Tras unos cuantos kilómetros, se detuvo en una gasolinera, pidió usar el teléfono (un teléfono que seguramente no estaba pinchado) y advirtió a los médicos que iba para allá. Ambos trabajaban en urgencias y tenían mucho que hacer esa mañana: dos accidentes de autobús en las carreteras que circundaban Columbus un rato antes, a la hora de mayor oscuridad. Sin embargo, acordaron que Vernon acudiera allí de todos modos. Siempre habría una habitación vacía en algún lugar, siempre encontrarían algún hueco entre los diagnósticos preliminares y las intervenciones de emergencia.
Después, hizo otra llamada.
Respondió un confuso Ruben Frey, todavía fatigado y tendido en la cama de Vernon Eriksen. Vernon le pidió que se pusiera en contacto con una de las sucursales del Ohio Savings Bank en Columbus, la de West Henderson Road, con el fin de solicitar una hipoteca para la casa de Frey. Tal y como habían hablado, el personal de un banco fuera de Marcusville haría menos preguntas, y el dinero era un requisito imprescindible para que pudieran dar el siguiente paso.
Según era habitual en él, Vernon cruzó como una exhalación la entrada del Doctors Hospital Ohio Health, pero esta vez torció de inmediato a la derecha, por un largo pasillo. Unos doscientos metros en línea recta intensamente iluminados y luego unas gruesas puertas rojas de metal.
Después de abrir la última, siguió adelante. El servicio de urgencias parecía un campo de batalla. Personas conscientes e inconscientes en camillas esparcidas a lo largo del pasillo. Familiares llorando, o esperando, o discutiendo airados con los recepcionistas. Médicos, enfermeros y conductores de ambulancia en batas blancas, verdes y naranjas. Primero divisó a Greenwood; unos minutos más tarde, a Burk. Ellos no lo vieron, corriendo como iban de los pacientes a las salas de examen, de modo que se sentó en un duro sofá de madera. Tendría que esperar un rato, hasta que el pasillo se descongestionara un poco, hasta que la gente con heridas sangrantes hubiera sido atendida.
Una hora y media más tarde se sentaron en la única consulta vacía del servicio de urgencias: el joven rostro de Lawrence Greenwood chorreaba sudor, la bata de Bridget Burk presentaba grandes manchas de humedad bajo las axilas. Vernon les pidió que esperaran un momento y, acto seguido, salió al pasillo temporalmente casi desierto para dirigirse a la máquina de bebidas de la esquina, junto a un estante lleno de libros para niños y manoseadas revistas del corazón. Tres monedas de cincuenta centavos le proporcionaron tres cafés solos que agarró a la vez con ambas manos: estaban más calientes de lo que esperaba, le quemaban las palmas.
Sentados en las sillas para las visitas, con los cafés en la camilla vacía que les hacía las veces de mesa, bebieron en busca del calor que, poco a poco, templó sus fatigados cuerpos.
La resolución que estaban a punto de tomar cambiaría el curso de sus vidas para siempre.
La cuestión no era lo que iban a hacer. Ya lo sabían. Se habían reunido en varias ocasiones y habían trazado con todos los detalles el plan de lo que consideraban un «recurso in extremis».
La cuestión era si iban a hacerlo.
Vernon tomó el último sorbo de café y los miró. A él le tocaba resumir cómo todas las apelaciones habían sido desestimadas; cómo los llamamientos conjuntos de juristas, médicos y de la Iglesia en pro de un trato humano, sus alegaciones de que el Estado no debía matar, habían caído una vez más en saco roto. El gobernador de Ohio había decidido. No habría más misericordia, ni más prórrogas. Era el mes de mayo, la fecha ya estaba fijada, John Meyer Frey sería ejecutado mediante inyección letal el 3 de septiembre a las nueve de la noche.
Les quedaban menos de cuatro meses.
—¿Señor Eriksen?
—¿Sí?
—Esto es importante para usted.
—Sí.
—¿Cómo de importante?
Vernon no estaba seguro de que los médicos, que tenían cónyuges e hijos, fueran capaces de comprenderlo.
—Esto… esto es lo que pienso… No quiero ver morir a un amigo. A otro más, no. Para mí así son las cosas. Son una especie de familia…, yo no tengo a nadie más. Puede que sea difícil de entender. Que les sea difícil de entender a ustedes, quiero decir. Pero es así.
Lawrence Greenwood movió despacio la cabeza arriba y abajo en lo que parecía un gesto de asentimiento.
—Es desgarrador.
Vernon Eriksen respiraba fatigosamente.
—Soy yo el encargado de vigilarlos. A esas personas de las que la sociedad exige una compensación. Lo que esa sociedad quiere es venganza. Asesinato. Todos los días he de vigilarlos. Y de alguna manera termino… involucrándome físicamente. Participo, estoy ahí cuando se comete. El asesinato. ¿Lo entienden?
Extendió las manos.
—Pero no es mi venganza. Ya no creo en la maldita teoría del desagravio, en la venganza, en una sociedad que mata. Y, además, John… Estoy seguro de ello, John es inocente.
Vernon contempló a los callados médicos, les pidió que reflexionaran sobre ello unos minutos mientras él salía de nuevo al pasillo en busca de otros tres cafés.
Cuando regresó habían tomado una decisión.
Lo supo con solo mirarlos. En realidad no llegaron a decir nada, simplemente se inclinaron el uno hacia el otro y repasaron los detalles que ya habían repasado con anterioridad.
Esa misma tarde, Lawrence Greenwood y Bridget Burk solicitarían ocupar la vacante de médico en la prisión de Marcusville, uno de los puestos que, ofertados durante la primavera, seguían sin adjudicatario. Lo solicitarían ambos, pidiendo compartir el contrato a tiempo parcial, alegando al respecto su deseo de poder compatibilizarlo con su trabajo, el cual querían mantener también a tiempo parcial, en el hospital de Columbus. Se ofrecerían para comenzar a prestar servicios ya el primero de junio.
Vernon continuaría haciendo en su despacho de la prisión lo que llevaba haciendo todos los días desde comienzos de año: desmenuzar una dosis de haloperidol y de ipecacuana para, luego, espolvorearla sobre la comida de John.
Tan pronto como tomaran posesión de su nuevo puesto, Greenwood y Burk examinarían al recluso de la celda número 8 del corredor de la muerte, dado que este, después de varios meses ingiriendo haloperidol e ipecacuana, y sin saber él mismo por qué, se quejaba de malestar general y mareos. Pronto, respaldados por la radiografía custodiada en una caja de seguridad bancada, emitirían un diagnóstico: miocardiopatía, y explicarían que el músculo cardíaco de John no funcionaba correctamente, que su corazón se agrandaba de forma gradual, cada vez más.
Después, esperarían hasta finales del verano, tal vez hasta mediados de agosto. Entonces lo pondrían en práctica. El plan que llevaban mucho tiempo trazando juntos minuciosamente, con todos los pasos que tenían que seguir, con todos los detalles, segundo a segundo, minuto a minuto.
John Meyer Frey lograría lo que nadie había logrado antes.
Escapar del corredor de la muerte.
Morir para no tener que morir.