Hacia mediados de abril, la ejecución de Wilford Berry comenzó a tener un serio impacto en Ohio. Los cien miligramos de cloruro de potasio que, dos meses antes, paralizaron el corazón de un homicida enfermo mental, se convirtieron en un símbolo que reabrió el abismo entre los partidarios de la pena de muerte y sus detractores, los argumentos en contra del derecho del Estado a terminar con la vida de una persona se estrellaban contra los argumentos a favor del derecho de los familiares de la víctima a ser compensados, de su derecho al desagravio. El valor de la aplicación de medidas preventivas de la criminalidad perdió fuerza ante el valor de la ejecución como elemento disuasorio.

Después de muchos años con las celdas número 4 y 5 vacías, la mayoría de los habitantes de Ohio ahora querían ver otra vez el rostro de la muerte.

Y la cola era larga.

Por la noche, los alaridos de los reos en la prisión de Marcusville se hicieron más agudos; de nuevo se pusieron a contar los días.

John Meyer Frey estaba en la celda número 8. Sabía que, ahora que el gobernador había ratificado el derecho del Estado a matar, el final se acercaba.

Y cuando el viento soplaba fuerte y en la dirección propicia, podía oír el clamor.

El ruido que se abría camino a través de las estrechas claraboyas cerca del techo, los gritos que resonaban en la verja al otro lado del muro, los de los manifestantes, que cada día eran más y cuyas protestas se intensificaban.

Reconocía la voz.

Sabía que Edward Finnigan encabezaba el pelotón, y que era él el que gritaba más alto. El que gritaba: «Burn, John, burn!»[6].