Eran los últimos días de marzo, y Vernon Eriksen acababa de recorrer en coche, por octava vez en menos de tres meses, el trayecto entre su casa de Marcusville y el Doctors Hospital Ohio Health, en Columbus, con Ruben Frey sentado en el asiento del copiloto. Ruben parecía encogerse un poco más con cada viaje, su oronda figura seguía siendo grande, pero era como si se hubiera desinflado, como ocurre cuando la esperanza poco a poco se desvanece, se vuelve inasible e inestable.

El momento se acercaba. Tenía el presentimiento.

Ese día había muchas plazas libres en el aparcamiento, y hasta el ascensor que subía al noveno piso iba vacío. La puerta de la capilla estaba abierta, el padre Jennings esperaba dentro, como de costumbre, con los médicos, Lawrence Greenwood y Bridget Burk, a su lado. Más atrás se veían dos caras nuevas, las abogadas Anna Mosley y Marie Morehouse, mujeres jóvenes a quienes Vernon y Ruben saludaron y dieron las gracias por haber venido.

Cuando, un mes atrás, Wilford Berry fue ejecutado por el asesinato de un panadero de cincuenta y tres años, todo el trabajo que habían hecho juntos a lo largo de los últimos años se les antojó en vano. Había transcurrido mucho tiempo desde la última ejecución en Ohio; daba la impresión de que, por fin, había espacio para otras ideas, de que los argumentos en contra de la pena capital habían triunfado.

Una declaración de cuatro páginas del gobernador del estado había cambiado por completo las cosas.

Las objeciones legales de los abogados acabaron en la papelera. Las objeciones de la sociedad civil acabaron en la papelera. Las objeciones científicas de los médicos —Berry padecía una grave enfermedad mental— y las objeciones éticas de la Iglesia —con la referencia a Jesús bendiciendo a los asesinos que como él murieron en la cruz— acabaron en la papelera.

El gobernador de Ohio había rechazado todo aquello en una resolución de cuatro páginas. Su campaña electoral incluía la promesa de reinstaurar la pena de muerte, y ahora la estaba cumpliendo. El veneno inyectado en el cuerpo del enfermo mental Berry fue el primer pinchazo que confirmaba su poder. Después, quería más, de igual modo que el que se chuta siempre quiere más. No era ningún secreto que, una vez que el estado de Ohio había restablecido las ejecuciones, no iba a parar: vendrían muchas más. Vernon era consciente de ello. Ruben Frey era consciente de ello. A partir de ese momento, los condenados serían llevados uno a uno del corredor de la muerte al pabellón de la muerte para recibir la inyección destinada a calmar el mono de los poderosos.

Los presentes se miraron entre sí y luego se sentaron alrededor de la mesa, delante del altar de la capilla: Jennings, los médicos, las abogadas, así como Vernon y Ruben, una pequeña parte del grupo que se había denominado a sí mismo «Coalición de Ohio para la Abolición de la Pena de Muerte».

Sabían que no andaban sobrados de tiempo.

La espera para la ejecución de Wilford Berry se había prolongado diez años.

John Meyer Frey, que seguía esperando en una celda en el mismo corredor del que Wilford Berry acababa de salir, había recibido el veredicto el mismo año que este, solo un par de meses más tarde.