El año nuevo ya parecía viejo, apenas había pasado un día desde Nochevieja, pero Vernon Eriksen sentía alivio de que, por fin, todo hubiera terminado: las constantes matracas y expectativas, todo el mundo preparándose para la gran fiesta de su vida, para al final, ataviados con sus mejores galas, acabar con un sentimiento de decepción tan grande como el que se tiene cuando los sueños se ponen a prueba y revelan ser solo eso, sueños.

Siempre ese descontento.

Las horas le constreñían y se le pegaban a la piel: que el último día del año tuviera por fuerza que ser memorable era algo que detestaba, casi le daba miedo, todos los que lo habían abandonado, la soledad que se hacía tan patente.

Su madre había muerto repentinamente de cáncer cuando él estaba saliendo de la pubertad, ante él vio la imagen de su padre en la funeraria, adecentando el cadáver de su esposa. Vernon presenció cómo las manos de su progenitor le lavaban con delicadeza la blanca piel, cómo lloraba mientras le arreglaba el cabello.

Seis semanas más tarde, su padre apareció ahorcado, colgando de una de las vigas del sótano.

A veces Vernon huía de esos pies colgantes, del intenso brillo sanguinolento de esos ojos. «Soy yo quien decide sobre la vida y la muerte». Su padre solía decirlo con un destello en la mirada, cuando atendía a los difuntos, cuando les insuflaba vida ante la despedida de sus familiares. «Ya ves, Vernon, no es Dios, ni nadie más, yo soy el que decide». Esa sentencia siempre parecía aliviarlo. Y Vernon lo quería mucho, se miraban el uno al otro y seguían adelante, a pesar de que su trabajo versaba sobre algo en lo que nadie soportaba pensar. Esa tarde, cuando lo encontraron colgando de la viga, le vino esa frase a la cabeza, repitió para sus adentros el mantra de su padre una y otra vez, y ello le sirvió de mucho, le dio fuerzas para bajarlo y abrazarlo. Tal vez no podía siquiera calificarse de «suicidio», tal vez era solo la forma que tenía papá de demostrar que era él quien decidía, incluso sobre su propia muerte.

Las horas habían pasado. Las imágenes que se le aferraban a la memoria y la soledad que lo asaltaba desaparecieron.

Un nuevo año.

La nieve llevaba arreciando toda la noche y el aire era fresco. Respiró ligeramente mientras escuchaba los crujidos bajo sus pies. Todavía era temprano cuando salió de su casa en Marcusville, todavía era de noche cuando arrancó su vehículo para tomar el desvío de Mern Riffe Drive, el mismo ritual de siempre, desde su adolescencia, miradas furtivas al pasar ante el gran chalé de los Finnigan, con las luces encendidas en la cocina y el salón, y la misma sensación que siempre le embargaba cuando veía a Alice dentro: a menudo añoranza, a veces tristeza, en alguna ocasión alegría por haber estado cerca de una mujer al menos durante un tiempo.

Entonces pensaba que se habían prometido la eternidad: tenía diecinueve años y rehusó entender lo que más tarde ella le dijo cuando lo dejó, en algún momento de esas extrañas semanas en que primero el cáncer se llevó a su madre y luego una cuerda atada a una viga acabó con su padre.

El abrumador vacío que, de súbito, lo sobrecogió, en él se había ahogado.

Continuó hasta Indian Drive y recogió a Ruben Frey, que estaba listo esperando en el porche, con la puerta ya cerrada. No se quitaron los abrigos: ese invierno a la calefacción del coche le costaba arrancar. Debería haberla arreglado pero le salía caro y lo fue retrasando semana tras semana, ahora ya solo quedaban un par de meses para la llegada de la primavera.

Sentados en los asientos delanteros guardaron silencio mientras enfilaban hacia la carretera 23 y durante los primeros kilómetros en dirección norte, hacia Columbus. Se conocían desde hacía años. En un principio su grado de familiaridad era el que todo el mundo tenía en Marcusville: una charla banal en la tienda, un breve intercambio de palabras al encontrarse en la calle. El día en que acaeció el repentino desastre, el día en que Elizabeth Finnigan fue encontrada muerta en el suelo de su casa con el esperma de John Meyer Frey dentro de su cuerpo, su relación cambió drásticamente. Vernon era jefe de guardias en el corredor de la muerte del bloque Este de la prisión de Marcusville, y Ruben era el padre de un chico de diecisiete años que pasó las primeras noches encerrado allí.

Durante unos cuantos años, Ruben evitó en la medida de lo posible salir de casa, y si alguna que otra vez tenía que hacerlo y casualmente se encontraban, miraba hacia otro lado, lo que suele hacer la gente bajo el peso de la vergüenza.

Una mañana en el Sofio’s, los dos se hallaban sentados a mesas separadas, desayunando tortitas de arándanos y leyendo el Portsmouth Post. Al cabo de un rato se habían mirado, esbozado una leve sonrisa, y luego Ruben Frey le había señalado la silla vacía a su vera, «ven, ven que podamos hablar de nuevo».

Vernon mantuvo su mirada fija en la carretera, los faros como dos grandes ojos en la densa oscuridad. El calor poco a poco iba llenando el aire húmedo que los envolvía y sintió cómo se relajaba, cómo las manos ya no agarraban tan fuerte el volante. A la altura de Piketon aceleró, faltaban noventa kilómetros para Columbus, deberían llegar en una hora más o menos.

—Nunca volveré a tomar parte en una ejecución. ¿Te lo he dicho ya?

Ruben Frey se volvió hacia Vernon, negó con la cabeza.

—La verdad es que no. Pero me lo imaginaba.

—La primera vez fue cuando yo tenía veintidós años. Éramos doce guardias, y el chico era negro. Se llamaba Wilson y tenía diecinueve años. Había sido declarado culpable de dos asesinatos y varias violaciones. Mi trabajo consistió en atarlo a la silla, con ayuda de uno de mis compañeros. Luego, solo tenía que quedarme a mirar, a aprender.

Vernon Eriksen tragó saliva mientras cambiaba de marcha en una curva cerrada, se veía de nuevo allí, en la sala donde había presenciado por primera vez un «desagravio».

—Pero la primera descarga, dos mil voltios, quemó el electrodo que llevaba en una pierna. Se le cayó. El guardia que le afeitó la pierna derecha obviamente había hecho mal su trabajo. Así que me tocó a mí afeitársela de nuevo. Y lo hice a conciencia, agarrándole fuerte la maltrecha extremidad mientras otra persona le colocaba un electrodo nuevo.

Vernon observó a su pasajero. Ruben no dijo nada, solo miraba al frente, hacia la penumbra.

—La siguiente descarga duró tres minutos. Nunca olvidaré el espectáculo, dantesco del todo. Los tendones del cuello estaban a punto de reventarle. Las manos se le pusieron rojas y luego blancas. Los dedos de las manos, los de los pies, la cara, todo se le retorció, y ese ruido, ese ruido infernal, como el de freír carne. ¿Te haces a la idea? Los ojos, llevaba una capucha, pero que no sirvió de nada, los ojos se le salieron y le resbalaron por las mejillas. Se cagó encima. Babeaba. Vomitaba sangre.

La curva que se había convertido en otra curva volvió a ser un tramo recto de carretera, cambió de marcha y aceleró de nuevo.

—¡Con la tercera descarga, Ruben, se puso a arder! ¡Tuvimos que apagar las llamas que salían de su cuerpo! Pero lo peor, cuesta explicarlo, lo peor de todo era el olor. Dulzón. A carne quemada. Como una barbacoa en una noche de verano, ya sabes. El olor que se cierne como una neblina sobre todos los jardines de Marcusville por las noches.

Ruben Frey escuchaba mientras la mañana dubitativamente liberaba su luz hacia afuera, el día tomaba el relevo. Vio a su hijo ante él. El largo pasillo oscuro con la hilera de celdas. Ahí estaba John, esperando día tras día, semana tras semana, mes tras mes, esperando el fin, esperando la muerte que a toda prisa se acercaba.

—Ya entonces tomé la decisión. Aquella primera vez. Fue más que suficiente; si yo no podía decidir sobre la vida y la muerte, entonces tampoco quería participar en ello. Así que, en la siguiente ejecución, puse la excusa de que estaba enfermo y desde entonces he hecho lo mismo todas las veces.

Condujeron los últimos kilómetros bajo el resplandor del alba, los contornos de Columbus se recortaban claramente en el horizonte. Con una población de entre medio y un millón de habitantes, constituía una de las ciudades más grandes de Ohio, un núcleo del estado federado que ofrecía oportunidades laborales; había mucha gente que recorría todos los días los cien kilómetros desde Marcusville para ir a trabajar.

En el aparcamiento del Doctors Hospital Ohio Health no quedaba ninguna plaza libre. Vernon dio un par de vueltas hasta que vio cómo una mujer caminaba despacio hacia un coche, que luego arrancó, marchándose de allí. Se apresuró y llegó al hueco vacío al mismo tiempo que un jeep enorme. Se detuvieron capó contra capó mientras Vernon le dirigía tal mirada de furia que el otro conductor finalmente reculó, le hizo un corte de mangas y se fue.

—Durante todos estos años, Ruben, todos esos homicidas con los que he tratado, me he encontrado gente de toda clase.

Seguían dentro del coche. Vernon quería contárselo, y estaba seguro de que Ruben quería escucharlo.

—Conozco al dedillo la pinta que tienen. Sé cómo se comportan, cómo piensan. Cómo te miran los que son culpables.

—Sé que John es inocente.

—Ruben, estoy plenamente convencido de ello. De lo contrario, yo no habría venido hoy aquí.

Vernon había estado allí varias veces. Sin dudarlo, cruzó la entrada principal del hospital y, pasando ante el mostrador de información, se dirigió a los ascensores que subían al noveno piso. Se colocaron uno junto al otro frente a los grandes e inevitables espejos.

Vernon: alto, con el pelo fino peinado en cortinilla; Ruben: bajito y con treinta o cuarenta kilos de más.

—Las cosas como son, Ruben. Varios estudios en todo el mundo han demostrado que alrededor de un dos, tal vez un tres por ciento de los que están en la cárcel han sido condenados injustamente. O bien ha habido un error en la calificación del delito, o bien son pura y simplemente inocentes. Algunos criminólogos sostienen que el porcentaje es aún mayor. Y John, tu John, estoy tan seguro como tú de que es uno de ellos.

El reflejo del hombre achaparrado se llevó una mano al rostro. Al mirarle de cerca, uno se daba cuenta de que lloraba en silencio.

—Ese dos por ciento, Ruben, parte de él también está, por supuesto, conmigo. En el corredor de la muerte. Esperando el final. Y somos nosotros, el Estado, quienes le quitamos la vida.

Vernon contempló en el espejo la imagen del hombre encorvado, la rodeó con el brazo.

—Eso es lo que se me hace insoportable. Por lo menos en mi mundo.

La capilla se hallaba al fondo del pasillo del noveno piso.

Dos velas blancas flameaban en lo que Vernon siempre había supuesto que era el altar.

Algunas sillas un poco alejadas, habían movido una mesa para colocarla ante ellas.

Allí se encontraba el sacerdote —el padre Jennings—, así como los dos médicos: el más joven, llamado Lawrence Greenwood, y la mayor, Bridget Burk. Vernon los saludó, les presentó a Ruben y se estrecharon la mano. Este recibió una cordial acogida: le aseguraron que juntos evitarían la muerte de su hijo.