Eran más de las diez de la noche, hora local, cuando la solicitud de asistencia jurídica llegó de Suecia. Kevin Hutton se había quedado en la oficina de Main Street con vistas a Cincinnati, a la espera. Una tarde extraña, una noche extraña. Se fumó un cigarrillo tras otro y bebió agua mineral hasta que su estómago protestó. La última hora alternó cigarrillos sin filtro con un poco de pan crujiente duro que había encontrado en la cocina del personal. Estaba cansado, pero no quería irse a casa. La información remitida por Brock, de la Interpol, en un principio le había aturdido, luego cabreado, para más tarde dar paso a ese terrible vacío que se aferraba a él de modo tan brutal y que le paralizaba incluso para levantarse de la silla.
«Pero si estás muerto».
Todos esos años trabajando para el FBI y, sin embargo, nunca había experimentado nada igual. Tan cerca…, tan grande… ¿No era eso lo que anhelaba, por lo que quería vivir? Ese día que podría recordar siempre, que se destacaría del resto, de la sucesión de jornadas anodinas; ese caso del que nadie más se había ocupado, para el que no había respuestas porque nadie había pensado que se llegaran a formular las preguntas. Era la ocasión de dejar su impronta. La ocasión de obtener el reconocimiento en una gran organización. Todo eso y, sin embargo, lo único que sentía era ese vacío sin fondo.
Una hora más tarde se dirigía en coche hacia el sur, con su colega y subordinado, el agente especial asistente Benjamin Clark, de copiloto. Hutton le había explicado el embrollo, percatándose mientras lo hacía de lo inverosímil que todo sonaba, pero Clark, extremadamente receptivo, se presentó en su despacho muy poco después de que colgaran el teléfono.
Fuera reinaba la oscuridad y la carretera estaba cubierta de una fina capa de hielo.
Kevin Hutton quizá debería haber conducido más despacio pero, según iban de camino, su impaciencia se acrecentaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que visitó Marcusville. A pesar de haber vivido allí casi veinte años, no significaba nada para él. Otra vida, otro tiempo. A veces, cuando se topaba con alguna fotografía de aquel entonces, era como si se tratara de otra persona, no de él, no era él. Había cortado todo contacto con sus padres muchos años atrás y, como más tarde sus dos hermanos también se habían mudado, no le quedaba ya nada que echar de menos: su infancia se había convertido en esa fotografía que se suele dejar relegada en un estante, destinada nada más que a acumular polvo.
Y ahora estaba a punto de desempolvar parte de ella.
Llegaron en menos de una hora y media. Trató de divisar el pueblo a través del parabrisas, en la oscuridad: todo era tan familiar y al mismo tiempo tan desconocido… No había reparado hasta ese momento en lo peculiar que era Marcusville. Un pueblecito de menos de dos mil habitantes repartidos en cuatro kilómetros cuadrados. Tan pequeño… Tan asfixiante… Tan carente de futuro… Por lo general hay que alejarse, romper los vínculos, para poder ver las cosas con objetividad. Ni siquiera hacía falta compararlo con el resto de Estados Unidos, bastaba con contraponerlo al resto de Ohio. Una renta per cápita inferior a la media. Una riqueza bruta por hogar inferior a la media. Un número de afroamericanos muy por debajo de la media. Un número de hispanos muy por debajo de la media. Un número de extranjeros muy por debajo de la media. Un número de estudiantes universitarios por debajo de la media. Un número de titulados superiores por debajo de la media…, y así podía seguir indefinidamente. No sentía ninguna nostalgia, ya no tenía recuerdos.
Las calles estaban casi desiertas a esas horas de la noche. No había adónde ir, ningún lugar apetecible. Reconocía todas las casas. Había luces encendidas en varias ventanas, detrás de macetas y cortinas floreadas, con sus habitantes moviéndose en el interior, los «marcusvillianos», lo que él habría sido si no se hubiera marchado en busca de una nueva vida.
Al pasar por Mern Riffe Drive miró hacia la casa donde había vivido Elizabeth Finnigan. Sabía que sus padres aún residían allí, y que todavía perduraba su duelo. Tenía dieciséis años cuando murió.
Ruben Frey vivía a la vuelta de la esquina, en un corto trecho que constituía en sí una calle llamada Indian Drive. La misma casa, todo seguía igual. Kevin Hutton detuvo el coche y miró a su colega. Quería hablar de cómo se sentía, porque notaba algo en el estómago al estar ahí en el coche al lado de un pequeño cuadrado de césped, contemplando la puerta principal y las ventanas que daban a la calle. Se había quedado a dormir en ese lugar en muchas ocasiones. Ruben era bajito, gordo y un poco raro a veces, pero le comprendía, comprendía todo lo que incluso los propios padres de Kevin nunca quisieron entender. Ruben no les había echado la bronca cuando le rompieron la lámpara de la entrada, ni tampoco montaba ningún número cuando de vez en cuando perdían la noción del tiempo y el espacio y pisaban con los zapatos llenos de barro el suelo de parqué. A Ruben no le importaba. Les pedía que se descalzaran, les pedía que limpiaran lo que habían ensuciado, pero nunca levantando la voz, nunca con ese tono agudo y penetrante que perfora la cabeza.
Qué buen tipo. No era justo.
Ahora iba a salir del coche, llamar a su puerta y explicarle que tenía algunas preguntas que hacerle.
Kevin se helaba, llevaba el abrigo puesto, pero aun así se helaba.
Ruben Frey abrió casi de inmediato. Tampoco él había cambiado nada. Tal vez el pelo un poco más fino, tal vez un poco más delgado, pero por lo demás era como si hubiera dormido veinte años seguidos. Se miraron, en la oscuridad que los envolvía y el frío que ponía al descubierto la trabajosa respiración de ambos.
—¿Sí?
—Lamentamos molestarte tan tarde. ¿No me reconoces?
Se miraron de nuevo, en silencio.
—Te reconozco, Kevin. Te has hecho mayor. Pero eres tú.
—Ruben, este es Benjamin Clark, mi colega del FBI en Cincinnati.
Se estrecharon las manos, el viejo bajito y el joven larguirucho.
—El problema es, Ruben, que tenemos algunas preguntas. O, más bien, muchas preguntas.
Ruben Frey escuchó, miró a Kevin a los ojos.
—Es casi medianoche. Estoy cansado. ¿De qué se trata? ¿No puede esperar hasta mañana?
—No.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—¿Podemos pasar?
Fue como si la casa lo atrapase tan pronto como entraron. Kevin examinó el papel pintado, las moquetas, la pequeña escalera de pino que llevaba al segundo piso, las tinajas de cobre que se alineaban en todos los rincones de la estancia. Pero, sobre todo, era el olor. Olía como antaño: un poco a cerrado, a tabaco de pipa, a pan recién horneado. Le evocaba recuerdos de la adolescencia.
Se sentaron a la mesa de la cocina, cubierta por un tapete de Navidad rojo que seguramente permanecería allí hasta que el verano tomara el relevo.
—Todo sigue igual.
—Ya sabes lo que pasa. Cuando estás a gusto, no reparas en el aspecto de las cosas.
—Está muy bien, Ruben. Yo también me sentí siempre muy a gusto aquí dentro.
Ruben Frey se sentó al extremo de la mesa, el mismo lugar que solía ocupar en aquel entonces. Benjamin Clark y Kevin se sentaron flanqueándolo. Los dos lo contemplaron, y tal vez Ruben se encogió un poco.
—¿Qué es lo que realmente queréis, muchachos?
Clark se metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una fotografía, que puso sobre la mesa de pino ante Ruben Frey.
—Se trata de este hombre. Creemos que usted sabe quién es.
Frey se quedó mirando la imagen. El rostro de un hombre de treinta y cinco años de edad, delgado, de tez pálida y pelo corto y oscuro.
«La vía intravenosa gotea, lo veo. También veo cómo el médico clava la aguja y le inocula el antídoto en algún lugar del muslo, tiene que despertarse, la morfina ralentiza su respiración, y trato de mantener quietas las piernas del chico cuando el coche da bandazos. Veo sus ojos, el miedo de una persona que no tiene idea de lo que está pasando».
—¿Qué es esto, Kevin?
—Quiero que nos respondas.
Ruben Frey siguió contemplando el retrato. Alargó la mano, lo cogió y lo sostuvo ante sus ojos.
—No tengo ni idea de qué va todo esto. Tú, más que nadie, deberías saberlo, ¿o no?
Kevin Hutton miró al hombre a quien tanto apreciaba. Trató de interpretar su carnoso semblante, la expresión de los ojos que contemplaban la fotografía. No estaba seguro de si reflejaban sorpresa, consternación, o si todo era puro teatro.
—Seguro que lo reconoces, Ruben, ¿no es así?
Ruben Frey negó con la cabeza.
—Mi hijo está muerto.
«Lo estoy mirando. Por última vez. Sé que es así. Que así es como tiene que ser. Parece tan asustado… Cuando suba a ese avión, se acabó. No me gusta que tenga tanto miedo. Se le irá pasando. Acabará pasándosele».
—Ruben, mira la fotografía de nuevo.
—No hace falta. El pelo es más corto. La piel, más pálida. Este hombre se parece a él. ¿Con la excepción, quizá, de que está vivo?
Hutton se inclinó hacia adelante, tal vez sería más fácil decírselo si se acercaba.
—Ruben, quiero que me escuches. Esta fotografía fue tomada hace veintiocho horas. En Estocolmo, la capital de Suecia. El hombre de la foto afirma que su nombre es John Schwarz.
—¿John Schwarz?
—No es su nombre real. La policía sueca nos ha enviado sus huellas dactilares y las pruebas de ADN. Todo coincide con lo que ya teníamos aquí, con lo que tomamos en su momento.
Hutton hizo una breve pausa, quería asegurarse de que Ruben lo mirara a los ojos en el momento de decírselo.
—Todo coincide con la información que tenemos de tu hijo.
Ruben Frey suspiró. ¿O tal vez soltó un bufido? No era fácil determinarlo.
—Ya sabes que está muerto.
—El rostro de esta foto es el de John Meyer Frey.
—Tú fuiste a su entierro.
Kevin Hutton puso su mano sobre el brazo de Ruben, la camisa doblada hasta el codo, como siempre.
—Ruben, querríamos que nos acompañaras a Cincinnati. Para interrogarte. Esta noche. Puedes quedarte a dormir allí. Te buscaré una buena cama. Y mañana seguramente tendremos una segunda entrevista.
Kevin Hutton y Benjamin Clark esperaron en el vestíbulo mientras Ruben Frey metía algunos artículos de aseo personal y una muda de ropa en una bolsa demasiado grande.
Dejaron que se tomara su tiempo.
Acababa de ver a su hijo muerto en una foto reciente.