Iba a ser una larga noche.

Ewert Grens lo intuyó hacia la mitad del minucioso informe de campo redactado por un subinspector estadounidense. Ahí estaba de nuevo esa sensación, la sensación que últimamente le acechaba alguna que otra vez al año cuando las puñeteras investigaciones rutinarias de pronto se convertían en algo más. La última vez había sido el pasado verano, cuando una prostituta lituana, tras tomar un rehén, trató de hacer saltar por los aires un depósito de cadáveres; así como el verano anterior, durante el cual un padre se tomó la justicia por su mano al disparar a muerte al asesino de su hija.

Ahora le rondaba otra vez.

Porque el pasado de Schwarz tenía un lado oscuro que no había percibido en un principio.

Y lo que hasta hacía poco era un delito grave de lesiones, de pronto iba a ser, estaba seguro de ello, una infernal carga de trabajo, frustración y palabras malsonantes.

La mujer ingresó cadáver en el hospital del condado de Pike. Se aplicaron maniobras de reanimación cardiopulmonar, pero sin éxito. La mujer fue declarada fallecida a las 17:35 h.

Klövje había regresado tres veces en el transcurso de la noche, a intervalos de aproximadamente treinta minutos, cada vez con nuevos informes enviados por fax.

El cadáver de Elizabeth Finnigan tenía tres orificios de bala. Los (2) en el lado izquierdo del pecho, en la región del corazón. Uno (1) de aproximadamente 10 cm debajo de la nuez, en el centro de la garganta.

Grens era ya perro viejo en el oficio: se daba cuenta de la que se le venía encima y, de algún modo, comenzaba a prepararse.

Esa noche no tocaba dormir.

Después de una conversación con el comisario de la policía criminal Harrison, se decidió que el cuerpo de la mujer se quedaría en el depósito de cadáveres del hospital del condado de Pike hasta su análisis forense en Columbus.

Dos cafés solos en vasos de plástico. La máquina, encajada entre la nueva fotocopiadora y el antediluviano fax, farfulló como a veces solía hacerlo de noche, irritada al verse alterado el reposo que incluso una máquina de café necesita. Se bebió uno de golpe, el calor le desgarró el pecho, haciendo que su corazón se pusiera a latir a toda prisa, tratando de escapar del chute de cafeína.

Examinó una página tras otra del montón de Klövje, el cual había ido creciendo considerablemente a lo largo de la noche. Informes de campo, algunos más, otros subinspectores de Policía relatando más o menos la misma historia. El informe de la autopsia, casi absurdo en cuanto a su vocabulario y precisión. Descripciones, efectuadas en la propia escena del crimen por el equipo forense, de un cuerpo sin vida tirado en el suelo.

Ewert Grens, sentado en su silla de escritorio, con la oscuridad reinando al otro lado de la ventana, intentaba entender aquel galimatías.

Agarró el último documento, procedente de una prisión llamada Southern Ohio Correctional Facility. La cárcel de Marcusville. El pueblo donde se había encontrado a la mujer muerta.

Ewert Grens lo leyó.

Una vez más.

Y otra.

Eso, se percató al instante, era el comienzo de algo que escandalizaría a mucha gente, mucho más allá de las fronteras del país. De manera que pronto algún idiota se pondría a dar voces exigiendo que el asunto pasara del escritorio de los investigadores al de los políticos.

«Y una mierda».

Descolgó el teléfono y marcó un número de Gustavsberg, al sur de Estocolmo. Sabía que era tarde. Pero le importaba un carajo. No hubo respuesta.

Dejó sonar el teléfono hasta que alguien contestó.

—¿Sí?

—Soy Ewert.

El ruido de una persona que traga saliva, que se aclara la garganta, tratando de despertar la voz aún medio dormida.

—¿Ewert?

—Te quiero aquí mañana a las siete.

—Pero mañana yo iba a entrar más tarde. Te lo dije. La escuela de Jonas, yo…

—A las siete en punto.

A Grens le dio la impresión de que Sven se incorporaba en la cama.

—¿De qué se trata, Ewert?

No oyó el bostezo del inspector Sven Sundkvist, que inundó el dormitorio de este, no percibió sus escalofríos, desnudo en el borde de la cama.

—De Schwarz.

—¿Ha pasado algo?

—Va a ser un lío de mucho cuidado. Aparca todas las demás investigaciones. El caso de Schwarz tiene ahora prioridad total y absoluta.

Sundkvist hablaba en voz baja, seguramente Anita dormía a su lado.

—Ewert, explícate.

—Mañana.

—Ya que ahora estoy despierto…

—A las siete.

Grens no dijo ni «buenas noches». Acababa de colgar el teléfono cuando levantó el auricular de nuevo nada más dar señal.

Hermansson estaba despierta. No podía precisar si estaba sola o no, esperaba que no lo estuviera.

Ågestam estaba a punto de irse a la cama. Parecía sorprendido: sabía la opinión que el comisario tenía de él, de modo que no esperaba precisamente que le llamase a su domicilio privado.

Ambos le preguntaron de qué iba la cosa, sin obtener respuesta, pero se comprometieron a acudir al despacho de Ewert Grens, donde nuevamente se sentarían los tres juntos, a las siete en punto.

Leyó un rato más.

Media hora. Luego se levantó y paseó su torpe cuerpo de un lado a otro del despacho.

Media hora más y luego se tumbó en el desvencijado sofá, mirando al techo.

De pronto se echó a reír.

«No es de extrañar que estés tan acojonado».

Ewert Grens solo daba rienda suelta a sus estruendosas carcajadas ahí, en soledad. Con otras personas, en otros lugares, no recordaba haberse reído nunca.

«Schwarz, joder, no tienes ningún sitio adonde ir».

Pensó en el documento procedente de la prisión de Marcusville que acababa de leer y releer varias veces; en un gran país que perpetuaba y reverenciaba el mito de la pena de muerte como una forma de vida; en que se encontraba bastante a gusto allí, desternillándose de risa, consciente de que el infierno le esperaba a pocos metros de su escritorio, y que estaba a punto de abrirse ante él.