Ewert Grens estaba seguro de lo que había visto. Llevaba veinticinco años esperando ese momento. No le importaba un comino si era posible o no. Ella había divisado el barco y había saludado con la mano varias veces. Fue una acción consciente. Si alguien conocía con exactitud todas y cada una de las expresiones que ella usaba, qué gestos era capaz de hacer, ese era él: una facultad reservada a las personas que han vivido juntas muchos años.

Era uno de los ferries del archipiélago. Todos parecían iguales. Grens empujó el expediente sobre Schwarz hacia una esquina de la mesa, colocó un cuaderno en blanco ante él y llamó a Waxholmsbolaget, compañía que monopolizaba el tráfico naval por todo el archipiélago de Estocolmo. Se puso a proferir exabruptos a la voz electrónica que le solicitaba que marcara un número tras otro y gritó: «¡Quiero hablar con una persona al auricular!», el cual, acto seguido, tiró al suelo. Y ahí permaneció sentado, con el bloc de notas en blanco y el auricular a sus pies para, al cabo de un rato, dirigirse al viejo radiocasete y poner una de las tres cintas con todas las canciones de Siw Malmkvist grabadas en orden cronológico. Apretó la tecla de avance rápido hasta llegar a la versión del «Ode to Billie Joe», de Bobbie Gentry (la canción de «Jon Andreas», 1968), era muy original, le gustaba mucho. Escuchó el tema entero una vez, cuatro minutos y quince segundos, se calmó, rebobinó, y, tras bajar el volumen, lo puso de nuevo mientras levantaba el auricular. La misma maldita voz electrónica, marcó los números que le pedía y esperó todo lo que debía esperar hasta que, por fin, oyó la voz de un ser humano real.

Ewert Grens explicó a qué hora y dónde había ocurrido, preguntó cómo se llamaba el barco, el que había surcado las aguas cercanas a la residencia. También quería reservar unos billetes, dos personas, para salir algún día de esa semana.

Era una mujer servicial, la de la voz de verdad.

El barco al que Anni —estaba seguro de ello— había saludado se llamaba Söderarm, salía del embarcadero de Gåshaga, en Lidingö, y llegaba a Vaxholm cuarenta minutos más tarde.

«Me lo dijiste».

«Ahí querías ir».

Subió el volumen de nuevo, la misma canción por tercera vez, la tarareó al unísono y se puso de pie para bailar solo por la habitación, abrazándola.

Alguien llamó a la puerta entreabierta.

—Perdón. Quizá llego un poco temprano.

Grens miró a Hermansson, le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que entrara y le señaló el sillón de las visitas. Luego, continuó deslizándose despacio sobre la alfombra, todavía quedaban algunos compases.

A continuación, se sentó, con la frente sudorosa, respirando agitadamente.

Hermansson lo contempló con una sonrisa.

—Siempre la misma música.

Ewert esperó a recuperar el aliento, a tranquilizarse.

—No hay nadie. No hay nadie en este despacho.

—Hay gente si abres la ventana. Al otro lado, Ewert. En el mundo real. Es otra época.

—No lo entiendes. Eres tan joven, Hermansson… Recuerdos. Lo único que te queda tras haber vivido.

Ella negó con la cabeza.

—Tienes razón. No lo entiendo. No creo que tenga que ser así. Pero bailas bien.

Grens casi se echó a reír. Algo que no ocurría muy a menudo.

—Solía bailar bastante. Antes.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Veinticinco años. Largos.

—¿Veinticinco años?

—Ya me ves. Cojo y con el cuello agarrotado.

Guardaron silencio un rato. Hasta que Ewert se inclinó hacia adelante y se acercó el teléfono.

—¿Te importaría esperar fuera? Hasta que vengan los demás. Se trata de una llamada que ya debería haber hecho.

Mariana salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Grens marcó el número de la residencia y pidió que le pusieran con el director. Explicó que se iba a llevar a Anni a hacer una excursión en barco y que le gustaría que un miembro del personal los acompañara. La chica joven, Susann, la que estaba estudiando medicina. Sabía que ella hacía horas extra e insistió en pagarle él mismo, dado que era importante que fuese ella, y solo ella. Se topó con algunas resistencias pero, al final, consiguió lo que quería; de modo que rebosaba felicidad cuando, poco después, abrió la puerta para hacer pasar a las tres personas que esperaban en el pasillo de la máquina de café.

Sven se tomó una taza de eso que llevaba un sucedáneo artificial de la leche, Hermansson bebía algo que parecía té, y el líquido que sorbía Ågestam olía a chocolate caliente. Grens les pidió que se sentaran, tras lo cual salió a buscar él mismo una taza de café solo, nada más.

Se bebió media taza, sintió cómo el calor inundaba su pecho.

—Schwarz.

Los miró: sin duda estaban pensando lo mismo. ¿Quién tenía fuerzas para afrontar el caso?

—Klövje ha enviado una orden de busca y captura de ese hijo de puta. Todos los países de habla inglesa tienen ahora la misma información que nosotros. Si está en cualquiera de los registros de antecedentes penales, lo sabremos en unas horas.

Se hallaban los tres sentados en el sofá viejo, ese en el que él solía dormir. Alineados: Hermansson en el centro con Sven y Ågestam a cada lado.

—¿Tenéis algo que decir?

Hermansson templó su té con un soplido antes de hablar.

—Hay veintidós personas con el nombre de John Schwarz en Canadá. Le pedí al funcionario de la embajada de Tegelbacken, el mismo que nos ayudó ayer, que comprobara los datos de todos ellos.

—¿Y?

—Ninguno coincide con el que tenemos de momento ahí encerrado, en Kronoberg.

Ågestam mostraba el labio superior manchado de chocolate caliente.

—No sabemos quién es. Ni de dónde ha salido. Lo que sí sabemos, en cambio, es que, a pesar de ser capaz de patear a la gente en la cara, está aterrorizado de que hurguemos en su pasado. Ayer en el tribunal montó un número tremendo: se tiró al suelo y se puso a temblar como un flan cuando se decretó su prisión provisional. No he visto nada igual en mi vida.

Ewert Grens soltó un bufido.

—No me cabe la menor duda. Chocolate en la cara, como un niño. ¿Qué coño has visto tú en tu vida?

Lars Ågestam se puso de pie y correteó por la habitación con sus piernas flacas, pasándose la mano por el pelo varias veces para comprobar que llevaba el flequillo bien colocado, como siempre hacía cuando se alteraba.

—Lo que hasta ahora no había visto en mi vida es que las investigaciones en curso se aparquen para dar prioridad a un caso relativamente insignificante. Lo que hasta ahora no había visto en mi vida es que un policía trate de influir en la decisión del fiscal acerca de la calificación de un delito.

Se pasó la mano por el pelo de nuevo.

—Grens, la importancia que le estás dando a esta investigación ¿obedece a motivos personales?

Ewert Grens golpeó con violencia uno de los dos cajones abiertos de su escritorio.

—¡Joder que si obedece a motivos personales! Y si supieras lo que yo sé sobre las consecuencias de un golpe violento en la cabeza, tú le darías la misma importancia, niñato.

Mientras decía esto, se agarró al cajón abierto y, tirando de él hacia sí para tomar impulso, hizo girar la silla ciento ochenta grados hasta quedar de espaldas al fiscal, en señal de desprecio.

Sven Sundkvist, harto de la que se estaba liando entre el comisario y el fiscal, del silencio que se hizo mientras Ågestam tenía la vista clavada en el cuello de Grens, se apresuró a terciar.

—La reacción de Schwarz. No creo que tenga nada que ver con el delito de lesiones que se le imputa.

—Continúa.

—Lo que yo creo, Ewert, es que la apatía que mostró nada más ser detenido, esa mirada ausente que de pronto se convirtió en alaridos insoportables, se debe a un estado de shock. Está asustado. Está asustado de algo que le ocurrió hace tiempo y que, de alguna manera, tiene que ver con esto. Encerrado. Controlado. Con la libertad seriamente restringida. Ya ha pasado por esto. Le han hecho daño antes.

Ewert Grens le escuchaba. «Es listo, el Sven este, a veces se me olvida, tengo que acordarme de decírselo». Después, contempló a los tres en silencio, antes de retomar la palabra.

—Quiero que lo interroguemos. Ahora. Tan pronto como hayamos terminado aquí.

Ågestam asintió con la cabeza, se volvió hacia Sven.

—Hazlo tú. Tu teoría, Sven, me parece plausible.

Grens le interrumpió.

—A mí también. Pero Hermansson se encargará del interrogatorio.

Inspectora a cargo del interrogatorio Mariana Hermansson (MH): Hola.

John Schwarz (JS): (inaudible)

MH: Me llamo Mariana.

JS: (inaudible)

MH: No te oigo. Vas a tener que hablar más alto.

Lars Ågestam miró con desconcierto a Ewert Grens.

—¿Hermansson? ¿No es más adecuado que lo haga Sundkvist?

—¿Qué cojones dices, Ågestam? Estoy seguro de que en este caso una chica joven puede conseguir mucho más que un tío mayor.

MH: ¿Estás cómodo?

JS:   Sí.

MH: Entiendo que te pongas nervioso. Sentado aquí. Es una situación extraña.

—Su confianza. Hermansson se va a ganar su confianza. Le hablará primero de cosas intrascendentes.

MH: ¿Fumas, John?

JS:   Sí.

MH: Tengo tabaco. ¿Quieres un pitillo?

JS:   Gracias.

—Va a ser amable, va a ayudarle, no tiene nada que ver con lo que haríamos unos cabronazos como nosotros.

MH: ¿Cómo te llamas?

JS:   John.

MH: ¿Cómo te llamas de verdad?

JS:   Me llamo así. John.

MH: De acuerdo. Así que ese es tu nombre. ¿«John»?

JS:   ¿Sí?

MH: ¿Sabías que tu mujer ha estado aquí hace un par de horas?

—¿Lo ves, Ågestam? Se te hace jodidamente difícil, al cabo del tiempo, incluso cuando no tienes más remedio que hacerlo, mentir a alguien que solo quiere lo mejor para ti. Y Hermansson, Schwarz se convencerá de ello, Hermansson solo quiere lo mejor para él.

MH: Vas a estar sometido a restricciones muy serias. Mientras no digas nada. Mientras obstruyas la investigación. Lo que quiere decir que tampoco podrás ver a tu mujer. ¿Lo entiendes?

JS:   Sí.

MH: Con ella vive también un niño, un chico, de cuatro o cinco años. ¿Tu hijo, supongo? Tampoco te van a dejar verlo.

JS:   Tengo que…

MH: Pero yo podría arreglarlo…

—Al cabo de un rato, Hermansson lo verá fuera de la sala de interrogatorios. Y lo ayudará también en ese contexto. Es amable. Y comprensiva.

MH: Hay un parquecito a la salida de este edificio. ¿Lo conoces?

JS:   No.

MH: Puedes reunirte con él allí. Si voy contigo. Me cuesta creer que un encuentro con un niño de cinco años constituya una obstrucción de la investigación. ¿Qué te parece?

—Acabará hablando, Ågestam. Siempre terminan por hacerlo. Habrá un momento en que toda la amabilidad, la bondad y la comprensión de Hermansson darán sus frutos; cuando Schwarz note todo eso, Hermansson pasará a la fase siguiente, en la que estará en condiciones de exigirle algo a cambio.

Ewert Grens se levantó para dirigirse a la puerta. Esperó hasta que las tres personas sentadas en el sofá se hubieran levantado también.

—Y entonces él tendrá que dárselo.

La reunión había terminado.

Estaba convencido. Schwarz hablaría pronto.

Pronto sabrían quién era, de dónde venía.