Eran poco más de las tres cuando Jens Klövje envió por fax varios documentos relativos a un hombre de unos treinta años que se hacía llamar John Schwarz y que acababa de ser sometido a prisión provisional. Klövje, por el momento, se concentró en los países de habla inglesa, y es que Hermansson había sido clara a ese respecto, el acento del sospechoso era bien reconocible; su lengua materna, fácil de identificar.
Un par de minutos más tarde, en las oficinas de la Interpol de todo el mundo, varias manos recogieron de la bandeja del fax la solicitud de sus colegas suecos.
Algunos suspiraron mientras dejaban el periódico a un lado, otros pospusieron las pesquisas para más adelante, otros inmediatamente comenzaron a buscar en los registros que se les abrían en la pantalla.
Marc Brock, de la oficina de la Interpol en Washington, era uno de los que recibió el fax. Sobre el escritorio, ante él, tenía medio café con leche en un vaso de papel con tapa de plástico que compraba cada mañana en el Starbucks de Pennsylvania Avenue. Bebía despacio, sin realmente prestarle mucha atención al fax que acababa de recibir.
Y es que ese fax significaba trabajo y concentración frente al ordenador, y él, él estaba cansado. Era una de esas mañanas en que uno está cansado.
Miró por la ventana.
Era 11 de enero, todavía hacía frío, la primavera no daba señales de vida.
Marc Brock bostezó.
El fax seguía encima de la pila de documentos, a la cual se acercó en ese momento. Una orden de busca y captura emitida desde Suecia.
Conocía la situación geográfica de ese país. El norte de Europa. Escandinavia. Incluso había visitado Estocolmo una vez, de joven, enamorado de una bella mujer.
El resumen estaba escrito en buen inglés. Una persona que probablemente no era de origen sueco había sido sometida a prisión provisional por delito grave de lesiones. Un John Doe que se hacía llamar Schwarz, que andaba por ahí con un pasaporte falso y que rehusaba proporcionar su verdadera identidad.
Marc Brock examinó la foto, un hombre pálido de sonrisa rígida y ojos inquietos.
Un rostro que tal vez había visto antes.
Encendió el ordenador, abrió los registros pertinentes y buscó la información que la policía sueca remitía —fotografía, datos personales, huellas dactilares—, especificando que debía darse prioridad a la solicitud.
Seguramente no le llevaría demasiado tiempo, nunca pasaba eso, ni siquiera cuando estaba cansado.
Tomó otro sorbo de café, bostezó una vez más, y entonces llegó a la conclusión de que no entendía nada de lo que estaba viendo.
Negó con la cabeza.
No tenía ningún sentido.
Se quedó inmóvil mirando fijamente a la pantalla hasta que se le nubló la vista. Entonces se levantó, dio una vuelta por su despacho, se sentó de nuevo y decidió repetir todo el procedimiento desde el principio. Salió del sistema, apagó el ordenador, esperó unos segundos, volvió a encender el equipo, entró en el sistema con la contraseña, abrió todos los registros y realizó la búsqueda por segunda vez, introduciendo los datos recibidos acerca de un hombre que solo unas horas antes había sido sometido a prisión provisional en una ciudad del norte de Europa y que se hacía llamar John Schwarz.
Esperó con los ojos pegados al escritorio; luego, despacio, levantó la vista hacia la pantalla.
La misma respuesta.
Marc Brock tragó saliva, con preocupación.
No tenía ningún sentido. Porque, lisa y llanamente, era imposible que tuviese sentido.
El hombre de la foto, el hombre cuyo rostro hacía poco rato pensaba que podía reconocer, estaba muerto.