En la vieja escalera de piedra retumbaba el eco de las pesadas botas de los guardias, mezclado con el sonido monótono que el hombre que se hacía llamar John Schwarz emitía mientras subían a la sala de audiencias en el segundo piso del Tribunal de Primera Instancia de Estocolmo. Llevaba haciendo ese ruido desde que uno de los guardias le había colocado las esposas en sus delgadas muñecas: un irritante sonido agudo que les perforaba la cabeza y se hacía más fuerte cuanto más se acercaban.
La ropa que proporcionaban a los detenidos le quedaba en exceso holgada y estaba confeccionada con una tela rasposa pero demasiado fina, de modo que John pasaba frío; la temperatura en el interior del vasto edificio de techos altos y escasos radiadores era casi tan baja como la de fuera. Los mismos guardias de la tarde anterior —el viejo de pelo plateado y el joven alto y con gafas de pasta azul— caminaban a su lado, acompasando sus pasos a los de él, pero apenas reparaba en la presencia de estos. Subió el volumen del agudo quejido, con las mandíbulas cerradas, mientras seguía mirando al frente.
La puerta, de madera, estaba abierta y daba paso a una sala llena de gente.
Fiscal Lars Ågestam (LÅ): Durante el registro del piso de John Schwarz, efectuado el lunes, se encontraron estos pantalones y estos zapatos.
Abogada defensora Kristina Björnsson (KB): Schwarz reconoce haber propinado una patada en la cabeza a Ylikoski.
Encendieron las luces del techo. El anochecer aún quedaba lejos, pero era uno de esos días en que la luz parece agotarse ya por la mañana y un velo grisáceo envolvía la capital en un gran abrazo. El guardia de cabello plateado le miró a los ojos y le quitó las esposas. El hombre que se hacía llamar John Schwarz continuó emitiendo ese pitido monótono al tiempo que dirigía la vista al relumbrante ventanal. Estaba a mucha distancia del suelo: consideró la posibilidad, la consideró seriamente, pero no se atrevió a saltar.
LÅ:
Un análisis forense ha hallado trazas de saliva de Ylikoski en los pantalones, así como de pelo y sangre de la misma persona en los zapatos.
KB:
Schwarz reconoce el acto que se le imputa, pero afirma que su intención era forzar a Ylikoski a que dejara de acosar a una mujer en la pista de baile.
Se sentó junto a su abogada. Esta tenía los nervios a flor de piel, lo notaba, pero su sonrisa era amable.
—Ese ruido. Creo que deberías dejar de hacerlo.
Él no la oyó, el ruido se interponía entre ellos, ese ruido que no se atrevía a silenciar, ya que le mantenía las mandíbulas cerradas: si dejaba de hacerlo, los gritos se le escaparían.
—Puede jugar en tu contra. Hacer ese ruido.
El pitido. No lo apagó.
—¿Entiendes lo que te digo? ¿O prefieres que te hable en inglés? Esto son las diligencias de procesamiento para la prisión provisional. Por experiencia sé que el trato judicial a los sospechosos mejora si se comportan de la manera más normal posible.
Bajó el volumen.
Pero sin apagarlo del todo.
Al fin y al cabo, era su ruido, la única cosa que en aquella sala le pertenecía.
LÅ:
Schwarz no se llama «Schwarz». Carece de identidad. Solicito su sometimiento a prisión provisional por los cargos de delito grave de lesiones, debido al riesgo de fuga que podría complicar aún más la investigación.
KB:
Schwarz no tenía ninguna intención de causar lesiones. Además, sufre de claustrofobia aguda. Someterlo a prisión provisional constituiría, por lo tanto, una medida extremadamente inhumana.
Cuando más tarde el presidente del tribunal decretó su prisión provisional por sospecha fundada de delito grave de lesiones, el hombre que se hacía llamar John Schwarz calló para, acto seguido, acurrucarse en el suelo en posición fetal, con las manos sobre las orejas para no oír nada mientras el presidente del tribunal, incómodo, se pasaba las manos por el rojizo pelo y le repetía que, por favor, se levantara.
Los dos guardias lo agarraron firmemente por los brazos y tiraron de él hasta que lo obligaron a ponerse en pie. Las esposas ciñeron de nuevo sus muñecas. Temblaba cuando lo sacaron a empujones de la sala de audiencias número 10 y lo hicieron bajar por la escalera de piedra.
El mismo eco de antes; el guardia de cabello plateado parecía rendido. Caminó a su lado todo el rato, unas veces silbando en voz baja y otras levantando la voz.
—¿Has planeado esta estrategia con tu abogada?
—Vas a estar aquí bastante tiempo.
—Hasta que te identifiquen. Hasta que tengas nombre.
Miró al agente, negó con la cabeza.
No tenía ganas.
No quería escuchar, no quería hablar.
El del pelo de plata no se dio por vencido, dio un par de pasos hacia adelante, se detuvo justo debajo de él en el último peldaño y se volvió. Estaban aproximadamente a la misma altura ahora, sus alientos se entremezclaban.
El guardia golpeó el aire con los brazos.
—¿Es que no lo entiendes? La prisión provisional de Kronoberg está llena de extranjeros como tú, sin identidad. Encerrados por tiempo indefinido. ¿Por qué no dices quién eres y así haces que el proceso pueda continuar? Te están esperando. Y se van a tomar el tiempo que les haga falta. Tú eres el que sale perdiendo, tú eres el que va a estar interno aquí sometido a una serie de restricciones durante más tiempo del necesario, aislado de todos tus seres queridos.
La ropa de detenido le rozaba, el flaco hombre que acababa de ser sometido a prisión provisional por sospecha fundada estaba cansado: miró al del pelo de plata y habló con voz débil.
—Tú sí que no lo entiendes.
Basculaba el peso de un pie a otro sobre el duro peldaño.
—Mi nombre.
Se aclaró la garganta, alzó la voz.
—Me llamo John Schwarz.