Ewert Grens estaba a punto de montar en cólera. El día, que ya había comenzado mal a las seis de la mañana, nada más abrir la puerta principal de la jefatura de Policía, no hacía —ahora que, poco a poco, se acercaba la hora del almuerzo— más que empeorar. No podía aguantar a más idiotas. Quería cerrar la puerta, subir la música a todo volumen y ponerse con alguno de los montones de expedientes que debería haber cerrado hacía mucho tiempo. Justo había empezado cuando llamaron a la puerta. Preguntas absurdas e informes mal fundamentados —ante los que soltó los bufidos de costumbre—, además de gente que iba a pedirle que bajara la música —a los que mandó a la mierda.

La añoraba.

Quería abrazarla, sentir su pausada respiración.

La había visitado el día anterior y, normalmente, esperaba unos días antes de volver, pero se sintió obligado a acudir de nuevo allí esa tarde, una hamburguesa en el coche, de modo que le diera tiempo a un breve encuentro.

Grens esperó hasta que Siw terminara la canción, levantó, a continuación, su nuevo teléfono inalámbrico, cuyo funcionamiento aún no dominaba, y llamó a la residencia. Respondió una de las empleadas más jóvenes, una de las que más conocía. Él le comunicó su intención de pasarse por allí en un par de horas, de modo que quería cerciorarse de que no interfería con la visita del médico o alguna actividad de grupo.

Enseguida se encontró mejor. La ira que siempre colmaba su pecho se encogió un poco, ocupando menos espacio, lo que le proporcionó la energía para ponerse a cantar de nuevo.

El mal de amores te da temblores.

El amor es un juego de humor.

«Mal de amores», 1964. Incluso la silbó, desafinando, y con tal estruendo que el despacho parecía que iba a reventar en pedazos.

Y, chicas, al llorar, metéis la pata,

así que guardad el llanto, por favor.

Diez minutos. Eso fue todo. Después, otra vez un golpe en la puerta, seguramente algún gilipollas que se sentía solo. Suspiró, dejó a un lado el informe que estaba leyendo.

Hermansson. Le hizo señas para que entrase.

—Siéntate.

No sabía por qué. Y aún no sabía cómo interpretar su reacción. Pero se ponía contento al verla. Una mujer joven…, no, no se trataba de eso, debía tenerlo claro.

Era otra cosa.

Cada vez más a menudo consideraba la posibilidad de volver a dormir en su gran piso, quizás estuviera ya en condiciones de aguantarlo.

Se había sorprendido a sí mismo leyendo la cartelera de cine en el Dagens Nyheter, él, que no había ido al cine desde Moonraker, de James Bond, en 1979, durante la cual, por cierto, se quedó dormido ante tantos interminables y tediosos viajes espaciales.

En alguna ocasión había estado a punto de encaminarse a las endiabladas calles comerciales del centro para probarse algo de ropa nueva; no lo había hecho, pero había estado a punto.

Mariana Hermansson puso una hoja DIN-A4 sobre su escritorio. Una imagen de la cara de un hombre, una foto de pasaporte.

—John Schwarz.

Un hombre de unos treinta años. Pelo negro y corto, ojos castaños, piel de color.

—El titular original del pasaporte.

Grens contempló la foto, pensó en el hombre que se hacía llamar John Schwarz y que, según los informes recibidos de Sven, Hermansson y el personal de la prisión provisional, las estaba pasando putas. Ahora ya no era nadie. Para las autoridades policiales suecas ni siquiera tenía nombre. Su extraño comportamiento, su pavor y las patadas que se dedicaba a dar en la cabeza de otros: llevaba encima algún tipo de carga, venía de algún lugar.

«¿Quién? ¿De dónde? ¿Por qué?».

La investigación de una tentativa de homicidio acaba de adquirir una mayor envergadura.

—Quiero que prepares un interrogatorio.

Se paseó inquieto por la habitación, como siempre, desde el escritorio hasta el desvencijado sofá donde a veces dormía, luego volvía al escritorio y, acto seguido, de nuevo al sofá.

—Tú puedes lograr que hable, estoy seguro de que puedes hacerlo mejor que Sven y que yo, puedes llegar a él.

Grens se detuvo, se sentó en el sofá.

—Hay que averiguar quién es. Quiero saber qué coño hace aquí. Por qué el cantante de una orquesta de baile anda por ahí escondido bajo una identidad falsa.

Se inclinó hacia atrás, su cuerpo estaba acostumbrado al duro relleno, había pasado allí más de una noche.

—Y esta vez infórmame directamente a mí, Hermansson. De aquí en adelante no quiero que me llegue ninguna información a través de Ågestam.

—Esta mañana no estabas aquí cuando vine.

—Tu jefe soy yo. ¿Está claro?

—Si estás aquí la próxima vez, o al menos estás localizable, entonces con mucho gusto te informaré a ti directamente. Si no es así, informaré al fiscal encargado de la instrucción.

Dicho esto salió del despacho de Grens, más cabreada de lo que quería admitir, para dirigirse a su propio lugar de trabajo. Pero apenas le había dado tiempo a alejarse cuando se volvió de repente: no le quedaba más remedio.

Llamó a la puerta de nuevo, por segunda vez en veinte minutos.

—Una cosa más.

Grens seguía sentado en el sofá. Suspiró, lo bastante alto para que ella lo oyera, tras lo cual agitó los brazos indicándole que continuara.

—Tengo que saberlo, Grens.

Hermansson dio un paso, adentrándose en el despacho.

—¿Por qué me contrataste? ¿Cómo es que me salté la cola de subinspectores con más años de servicio que yo?

Ewert Grens escuchó la pregunta. No estaba seguro de si iba en broma o en serio.

—¿Es importante?

—Conozco tu opinión sobre las mujeres policía.

No estaba bromeando.

—¿Y bien?

—Entonces, ¿me lo vas a explicar?

—La policía metropolitana contrata a más de sesenta personas al año. ¿Qué narices es lo que quieres oír? ¿Qué eres buena?

—Quiero saber por qué.

Ewert se encogió de hombros.

—Porque lo eres. Condenadamente buena.

—¿Y las mujeres policía?

—Que tú seas buena no cambia nada. Las mujeres policía no valen para esto.

Media hora más tarde iba en coche al encuentro de la mujer que tanto añoraba. Una hamburguesa y una cerveza sin alcohol del quiosco de Valhallavägen poco antes de girar hacia Lidingö. Todavía hacía frío, ni siquiera a esas horas el termómetro había logrado subir por encima de cero. Se estremeció levemente: solía pasarle después de comer, además de que la maldita calefacción del coche no funcionaba.

Llamó a Ågestam, quien respondió jadeante y con su chillona voz, casi en falsete. A Grens le caía gordo el joven fiscal y la antipatía era mutua. Habían trabajado juntos, así como el uno contra el otro, demasiadas veces en el curso de los últimos años, y con cada investigación las diferencias entre ambos se pronunciaban más. Ewert Grens no podía evitarlo, así era él, aborrecía a los que vestían sus trajes de rayas a la manera de uniformes como protección frente al mundo ordinario y frente a la gente corriente que, carente de formación superior, no sabía tanto como ellos.

Pero ese día se mordió la lengua. Iba a ver a Anni y quería retener la grata sensación que la perspectiva de la visita le proporcionaba, de manera que se abstuvo de hacer comentarios sarcásticos.

En su lugar, le explicó que quería información sobre las diligencias de procesamiento que Ågestam iba a iniciar esa misma tarde contra un hombre que en las actas judiciales todavía aparecía como «John Schwarz». Hablaron del edema cerebral de Ylikoski, el cual aún se encontraba en la planta de neurocirugía del hospital Karolinska, sedado y conectado a un respirador artificial. Comentaron la claustrofobia que había desencadenado un ataque de gritos en el pasillo de celdas de detención preventiva para, a continuación, repasar brevemente los falsos datos de identidad. Schwarz ya estaba prácticamente condenado a prisión provisional, ambos eran plenamente conscientes.

—Delito grave de lesiones.

Ewert Grens se sobresaltó: se acercaba con el coche al centro de la carretera y estaba a punto de cruzar la línea continua blanca cuando agarró con fuerza el volante, obligó al vehículo a dar marcha atrás y continuó conduciendo por el lado derecho.

—¿Delito grave de lesiones? ¿Te he oído bien, Ågestam? ¡Se trata de una tentativa de homicidio!

—Schwarz no tenía intención de matarlo.

—No tienes ni idea de lo que significan una hemorragia y una inflamación cerebrales. No tienes ni idea de las consecuencias. ¡Joder, le pateó la cabeza con todas sus fuerzas!

Conducía a mayor velocidad al pisar inconscientemente el acelerador mientras esperaba la respuesta del joven fiscal.

—Te escucho, Grens. Pero soy yo quien tiene la formación jurídica, soy yo quien lleva la instrucción del caso y soy yo quien decide qué grado de prisión provisional es razonable.

—Pero si es…

—Y solo yo.

Ewert Grens no gritó como solía hacerlo cuando Ågestam se esforzaba por llenar un traje que le quedaba demasiado grande. Simplemente colgó, cansado, y aminoró la velocidad a medida que cruzaba el puente de Lidingö, pasando ante los altos bloques de pisos y los chalés de lujo mientras el tráfico se hacía menos denso. Lo sabía. Se dirigía hacia ella y lo sabía.

La residencia estaba bellamente iluminada: a pesar de ser aún de día, una especie de guirnaldas de luces decoraba la fachada del viejo edificio; esto era una novedad, nunca lo había visto.

Un calor se apoderó de su cuerpo cuando bajó del coche. Cada vez que la visitaba sentía eso mismo, como si toda la tensión se liberara. Ya no tenía que estar ojo avizor, ni siquiera encrespado. Esa casa significaba para él confianza y rutina. Y la que lo esperaba dentro lo aguantaba, él era como Dios lo había hecho y ella siempre había aguantado y aceptado su modo de ser.

Se hallaba sentada junto a la ventana, como de costumbre. Debía de saber que la vida en la que ya no participaba seguía su curso ahí fuera, así que tomaba lo que podía de ella, a su manera.

Fue la joven auxiliar la que le salió al encuentro. Delantal blanco sobre su propia ropa. Ewert Grens sabía que estaba estudiando medicina, que eso le proporcionaba ingresos extras para complementar el préstamo de los estudios, y era competente, cuidaba muy bien de Anni, así que esperaba que tardara en licenciarse.

—Le está esperando.

—La he visto. Junto a la ventana. Parecía contenta.

—Seguramente intuía que iba usted a venir.

Anni no lo oyó abrir la puerta de su habitación. Él se detuvo en el umbral, contempló su espalda, que sobresalía de la silla de ruedas, su largo y rubio pelo recién cepillado.

«Te abracé mientras te sangraba la cabeza».

Se acercó, la besó en la mejilla, tal vez ella sonrió, o así se lo pareció a él. Retiró la rebeca que colgaba de la silla junto a su cama y se sentó a su lado. Ella seguía mirando por la ventana, con ojos imperturbables. Trató de entender en qué los fijaba, qué observaba tan atentamente, siempre en la misma dirección. El mar abierto. Los barcos que navegaban, el estrecho que conectaba la parte occidental de Lidingö y el este de Estocolmo. Se preguntó si realmente veía algo. Y en ese caso, si sabía qué buscaba a través de la ventana durante todo el día.

«Si hubiera sido más rápido. Si me hubiera dado cuenta. Quizás entonces aún estarías hoy conmigo».

Puso su mano sobre la de ella.

—Qué guapa eres.

Ella lo oía cuando hablaba. Al menos, se dio la vuelta.

—Llevo un día de locos. Tenía que venir. Te necesitaba.

Anni entonces se echó a reír. La risa ruidosa y burbujeante que a él tanto le gustaba.

—Tú y yo.

Permanecieron sentados uno al lado del otro mirando por la ventana durante casi media hora. Callados, juntos. Ewert Grens acompasó su respiración con la de ella, pensó en otro tiempo en el que caminaban despacio codo con codo, en los días que podrían haber sido tan distintos, pensó en el día anterior, en esa mañana y en un sospechoso no identificado que les estaba quitando tiempo para otras cosas, en Sven —al que debía mostrar más aprecio—, y en Hermansson —con la que no acababa de entenderse.

—Ayer te dije que había contratado a una mujer, una mujer joven. Que se parece mucho a ti. No aguanta tonterías. Tiene carácter. Es como si tú anduvieras por el pasillo de nuevo. ¿Lo entiendes? Para nosotros eso no cambia nada las cosas. Pero a veces me olvido de que no eres tú.

Se había quedado más tiempo de lo previsto. Tras un rato sentados frente a la ventana, ella se puso a toser y él fue por un poco de agua; ella babeó y él le secó la barbilla.

Fue entonces cuando sucedió.

Sentada a su lado, el barco se ofreció con nitidez a su vista mientras surcaba el agua.

Ella saludó con la mano.

Lo había visto, estaba seguro de ello, había saludado.

Cuando la sirena del gran transbordador blanco de la compañía Waxholmsbolaget rasgó el silencio, ella se rio, levantó la mano y la agitó hacia adelante y hacia atrás varias veces.

Él se quedó estupefacto.

Sabía que ella no podía hacerlo. Todos los malditos neurólogos habían concluido que, con toda probabilidad, nunca sería capaz de realizar una acción consciente como esa.

Salió al pasillo como una exhalación, su torpe cuerpo cojeando, llamó a gritos a la joven que le había abierto la puerta.

La auxiliar de enfermería, que se llamaba Susann, le escuchó. Con una mano en su hombro. La otra en el brazo de Anni. Después, intentó, con calma, hacerle entender que tal cosa no había sucedido. Le explicó que le comprendía, que comprendía que la amaba y la echaba de menos y que por eso estaba deseando ver aquello que afirmaba haber visto, pero que tenía que aceptar que eso no era posible, que no había pasado.

Le había acariciado la espalda varias veces.

Él sabía exactamente qué diablos había visto.

Ewert Grens apenas había salido de allí y ya se sentía agobiado de nuevo. Llevaba todavía a Anni dentro de sí según se aproximaba al centro de Estocolmo y al resto de la jornada que le esperaba. Odiaba la sensación de verse ignorado, y con el fin de sofocarla sacó el móvil de su maletín y marcó uno de los pocos números que tenía guardados.

El fuerte acento de Escania de Hermansson sonó solo tras dos tonos de llamada.

—¿Sí?

—¿Cómo va todo?

—Acabo de releerme todo lo que tenemos. Estoy lista. Voy a interrogarlo en cuanto acaben las diligencias de procesamiento.

Anni había saludado con la mano.

—Bien.

Iba a hacerlo otra vez.

—Bien.

—Eres tú quien me ha llamado, Ewert. ¿Querías algo más?

Grens se concentró en el coche de delante, tenía que olvidarse de ello por un rato, más tarde podría seguir pensando en Anni, más tarde. En ese momento un hombre finlandés yacía en una cama del hospital Karolinska, otra persona en peligro de verse condenada para siempre a ver la vida a través de una ventana.

—Sí. Quiero algo más. Quiero saber quién es ese hijo de puta.

—Ya he…

—Interpol.

—¿Ahora?

—Quiero su identidad. Tiene que existir en alguna parte. Ese grado de violencia…, no es la primera vez que lo hace.

Grens no esperó respuesta.

—Ve a ver a Jens Klövje, de la Interpol, en el bloque C. Que se emita una orden de busca y captura contra ese cabrón. Llévate la fotografía y las huellas dactilares contigo.

Ågestam quería más. Le daría más.

—En algún registro de algún puto país tiene que figurar. Estoy seguro. Mañana sabremos quién es John Schwarz.