Hermansson acababa de dejar a Ewert Grens, pero antes de que le diera tiempo a salir del pasillo oyó la música de nuevo, tan alta como antes. Sonrió. Grens iba a lo suyo. Le gustaba la gente que iba a lo suyo.
En su mano sostenía un pasaporte, un pasaporte inexistente.
Ella todavía no se había dado plena cuenta de que aquello era solo el principio de un asunto que iba a tener enormes repercusiones, pero barruntaba algo. Schwarz la había perseguido durante casi veinticuatro horas, se negaba a abandonar sus pensamientos. Así que apretó el paso al recorrer Bergsgatan, Scheelegatan, Hantverkargatan, unos minutos a pie en dirección este, hacia el centro de Estocolmo, y enseguida, a unos doscientos o trescientos metros de distancia, emergió ante sus ojos el feo edificio al lado del hotel Sheraton. Se detuvo un momento, buscando con la mirada las ventanas de la Embajada de Canadá unos pisos más arriba, cuando de pronto la sorprendió una voz cercana, proveniente de detrás.
—Eh, zorra.
Al otro lado de la alta verja de hierro, en el césped que circundaba la iglesia de Kungsholmen, se hallaba un hombre de mediana edad mirándola con gran intensidad.
—Eh, zorra, mira esto.
Tras desabrocharse el primer botón del pantalón, jugaba con la cremallera de la bragueta.
Mariana Hermansson no necesitaba ver nada más.
Ya sabía de qué iba el tema.
—Sácate la polla, capullo carcamal.
Metió la mano dentro de su chaqueta, tan solo unos segundos, y sacó la pistola reglamentaria.
—Venga.
No apartó la mirada de él mientras hablaba con voz pausada.
—Vamos, déjame que te la destroce con la nueva munición policial. Y listos.
El hombre contempló largamente a la zorra que sostenía en la mano una pistola y que decía ser policía. Luego echó a correr, al tiempo que intentaba cerrarse la bragueta, hasta que cayó sobre una de las bajas lápidas de epitafio casi ilegible coronadas de musgo, tras lo cual continuó corriendo sin mirar atrás.
Ella negó con la cabeza.
Vaya panda de tarados.
La gran ciudad los cría, los alimenta, los esconde.
Mariana Hermansson lo observó hasta que desapareció entre unos arbustos, luego prosiguió su camino pasando ante el ayuntamiento y bajo el puente del ferrocarril, un par de minutos más, tras los cuales subió en ascensor hasta la puerta de cristal que se abrió desde el interior cuando ella tocó el timbre: la estaban esperando.
El funcionario de la Embajada canadiense se presentó como Timothy D. Crouse; era un joven alto, de pelo corto y rubio. Tenía un rostro amable y caminaba y hablaba de la forma habitual en ellos. Hermansson había conocido a unos cuantos en el marco de varias investigaciones y enseguida le había chocado lo similares que eran, el personal de las embajadas, sin importar su nacionalidad o el origen étnico, la forma en que andaban y se movían como diplomáticos, la forma en que hablaban como diplomáticos… Se preguntaba si es que eran así desde el principio, y por eso habían buscado ese trabajo, o si su carrera profesional los había transformado a efectos de que encajaran sin chirriar en ese ambiente.
Ella le entregó el pasaporte, perteneciente a un hombre que se hallaba bajo custodia en una celda de interrogatorios, sospechoso de intento de homicidio. Crouse tocó la cubierta de color azul oscuro con los dedos, el papel de dentro, examinó el número de pasaporte y los datos personales.
No necesitó mucho tiempo para dar su opinión: parecía muy seguro.
—Es auténtico. Estoy convencido. Todo está bien. Ya he comprobado el número. Los datos personales son idénticos a los que se introdujeron cuando el pasaporte fue emitido.
Hermansson miró al funcionario. Dio unos pasos hacia adelante, señaló el ordenador.
—¿Puedo echar un vistazo?
—No hay ninguna otra información. Lo siento. Eso es todo lo que podemos averiguar.
—Me gustaría verlo a él.
Crouse reflexionó sobre su petición.
—Es importante.
Él se encogió de hombros.
—Por supuesto. ¿Por qué no? Usted está aquí, al fin y al cabo. Y ya le he dado toda la información.
Acercó una silla y la invitó a sentarse a su lado, le sirvió un vaso de agua y luego se disculpó por el tiempo que tardaba el ordenador en conectarse a la red.
Dos hombres con abrigos oscuros estaban ahora al otro lado de la puerta de cristal, una funcionaria les salió al encuentro. Pasaron ante la mesa de Crouse, le saludaron y siguieron su camino.
—Enseguida. Ahora se conecta.
La pantalla comenzó a cobrar vida. Crouse introdujo una contraseña y luego abrió algo que parecía un registro. Dos nuevas pantallas, nombres en orden alfabético: un total de veintidós ciudadanos canadienses con el apellido «Schwarz» y con «John» como nombre de pila.
—El quinto «John Schwarz» empezando por arriba. Ahí lo tiene. Es el que se corresponde con este número de pasaporte.
Crouse señaló con la cabeza a la pantalla.
—Querría ver su fotografía.
Un nuevo registro, una nueva contraseña.
La fotografía del John Schwarz a cuyo nombre se había expedido el pasaporte que ahora reposaba frente a ellos en la mesa, el John Schwarz que, según la Dirección General de Inmigración, tenía residencia permanente en Suecia, llenaba ahora la pantalla del ordenador.
Crouse la miró sin decir nada.
Se inclinó hacia adelante, hojeó el pasaporte, luego lo levantó, abierto por la página de la foto y los datos personales.
Hermansson sabía en qué pensaba el funcionario de la embajada.
El hombre del pasaporte era blanco.
El hombre al que ella había descrito como sospechoso de tentativa de homicidio y que ahora se hallaba confinado en una celda de detención preventiva era blanco.
Pero el hombre que les sonreía desde un ordenador de las autoridades canadienses, el hombre que una vez había sido el legítimo titular del pasaporte que Crouse sostenía en la mano, era negro.