La puerta de la celda de interrogatorios de la prisión provisional de Kronoberg aún estaba abierta. John Schwarz se hallaba sentado en la litera con la cabeza entre las manos, en la misma postura que la tarde anterior, en la misma postura que toda la noche. Contaba cada respiración, temiendo por su fin, tenía que asegurarse de tomar suficiente aire, de que le recorriera la garganta y le llegara a los pulmones, no se atrevía a dormir, no podía dormir, dormir significaba no saber si estaba respirando o no, y no respirar significaba morir.

«Ahora».

El guardia que se encontraba junto a él acababa de relevar a su compañero hacía un par de minutos. Había intentado hablar con el sospechoso, saludarle, pero la cabeza gacha no le oía, no le veía, se escondía en algún lugar dentro, muy dentro de sí mismo.

«Ahora me muero».

En el curso de la noche, se había levantado dos veces para golpearse la frente con fuerza contra los barrotes, hasta que dos brazos le habían arrastrado, alejándole de allí. Había gritado en inglés algo ininteligible, no parecían palabras, sino más bien bramidos, barboteos.

«Ya estoy muerto».

Hacía mucho que alguien en detención preventiva no requería tanta atención. No se trataba de un sujeto violento, no era eso, pero los guardias de turno habían pedido refuerzos y llamado al médico; había una sensación palpable de que algún desastre iba a acontecer, este hombre se va a romper en pedazos ante nuestros propios ojos.

El alba había dado paso a la mañana, ya era de día.

Eran seguramente alrededor de las nueve y media, o algo más tarde, cuando John Schwarz de pronto se levantó, miró a los dos guardias y habló coherentemente, por primera vez desde su llegada.

—Huelo mal.

El agente se había puesto también de pie.

—¿Cómo que huele mal?

—Este olor, tengo que quitármelo de encima.

El guardia se volvió hacia su colega, que se hallaba junto a la puerta, el de cabellos plateados que había regresado para el turno del día siguiente.

El veterano asintió con la cabeza.

—Puede darse una ducha. Pero nos quedaremos con usted.

—Quiero estar solo.

—En circunstancias normales cerramos la puerta y el guardia espera fuera. Pero no en este caso. No podemos permitirnos el lujo de que un sospechoso de agresiones se suicide en nuestros cuartos de baño. Así que, a ducharse. En nuestra compañía.

Se sentó en el húmedo desagüe, con las rodillas dobladas, la espalda apoyada contra la dura pared. «Los ojos de Elizabeth, cómo se ríen». El agua azotaba su cuerpo, aumentó la presión y la temperatura, las gotas de agua caliente resbalaban por su piel. «El odio de ellos, no lo entiendo». Levantó la cara hacia arriba, cerró los ojos, el agua le quemaba, trató de reprimir los pensamientos que se negaban a desaparecer. «Papá llora, me abraza, nunca antes lo he visto llorar». Se quedó allí sentado durante media hora, sin ser consciente ya de la estrecha cercanía del guardia. El agua, el calor, le ayudaban a soportarlo, al menos por un tiempo.

John Schwarz lo sabía.

Tenía que salir de allí

No tenía fuerzas para morir de nuevo.