A Mariana Hermansson le costó dormir bien. Un ruido, que recordaba mucho a los gritos de John Schwarz en el largo pasillo de celdas de detención preventiva, la despertó en, al menos, dos ocasiones. No sabía si procedía de ella misma o de algún transeúnte que pasaba ante la ventana de su dormitorio. Tal vez era un ruido imaginario, tal vez lo había escuchado en sueños, un producto de las correrías de su agotada mente.

Tenía veinticinco años y llevaba ya seis semanas realquilada en el margen occidental de Kungsholmen. Pagaba mucho por ese apartamento, que, además, se hallaba excesivamente amueblado, atestado de sillas fabricadas en el taller de ebanista del propietario; sin embargo, vivir a pocos pasos de la jefatura de Policía de Estocolmo, la ciudad de las colas para conseguir una vivienda, le compensaba esos miles de coronas extra.

Todavía hacía frío cuando cerró con llave la puerta principal del bloque de pisos en el extremo norte de Västerbron y cruzó Rålambshovsparken hasta la orilla de Norr Mälarstrand. Diez minutos de parque abierto y de fresco olor a agua antes de regresar al asfalto.

Se sentía aún atrapada por los ruidos nocturnos que la habían mantenido despierta.

En la celda de interrogatorios abierta, el cuerpo que tiritaba en la litera y que intentaba esconderse, esconderse tanto de los que tenía cerca como de los que se hallaban lejos.

Ese terror tan intenso…, no se podía escapar de él, se le había contagiado y ahora no había manera de quitárselo de encima.

Respiró profundamente, aspirando el aire, que daba la sensación de estar casi limpio, al tiempo que miraba hacia el agua, contemplando cómo un barco se alejaba para desaparecer entre los árboles cubiertos de nieve que bordeaban el canal de Långholmen. Iba acostumbrándose a la capital. Rebosaba de chiflados, los atascos eran interminables y la marcada sensación de estar de paso no la abandonaba, pero cada día que transcurría le resultaba más fácil mantener a raya la soledad. El trabajo llenaba los días, el trabajo llenaba las noches, pero eso era lo que ella quería hasta que su espíritu se hubiera asentado también en su nueva residencia. Y se sentía a gusto en la vieja jefatura de Kronoberg. A Grens había que aceptarlo como era, intenso y cascarrabias, con esa mirada que albergaba una especie de melancolía, y estaba empezando a entender mejor a Sven. Lo que al principio había percibido como timidez reflejaba en realidad el carácter reflexivo de este último, era inteligente y amable: según la preconcebida idea que se había hecho de él como un esposo fiel, podía imaginarlo con su mujer y su hijo adoptivo, sentados todos a la mesa en una casa adosada en Gustavsberg.

Fin de trayecto; dio una patada al muro para sacudirse la nieve de los zapatos y entró, la puerta a la izquierda, la escalera que subía a la división de la policía científica. Nils Krantz —a buen seguro uno de esos que comenzó como policía de a pie para, luego, reciclarse en científico forense— se había comprometido el día anterior a tener el pasaporte de Schwarz listo para que lo pudiera recoger esa mañana. Tras suspirar, según la inveterada costumbre de los forenses, lo había recibido de sus manos y, en su escritorio, se había puesto a hojearlo sin ni siquiera mirarla.

Krantz ya estaba allí cuando ella abrió la puerta.

Las gafas de leer sobre la frente, el pelo tan desaliñado como siempre.

Mariana no necesitó decir nada: el pasaporte reposaba sobre la mesa, listo para ser recogido. Krantz se puso de pie cuando ella entró, lo señaló y negó con la cabeza ligeramente, esbozando esa sonrisa que aún no podía descifrar si era amistosa o irónica.

—John Doe[5].

¿Había oído bien?

—¿Qué quieres decir?

—Este tipo. Un hombre no identificado. Un John Doe. Felicidades.