Sven Sundkvist apretó con fuerza el timbre, que parecía nuevo, atornillado al listón de plástico blanco que enmarcaba la puerta. Un sonido estridente que le recordaba las mañanas tempranas en el autobús de Gustavsberg a Estocolmo, los teléfonos móviles en manos de adolescentes, irritantes juguetes con los que se entretenían en su trayecto al instituto.
Contempló la puerta. No le gustaba estar allí.
En su ausencia, el fiscal de guardia había emitido una orden de arresto contra un cantante de una orquesta de baile que había pateado a un miembro de su público. Debía llevarlo para que fuera sometido al tipo de interrogatorio regulado en el capítulo 24, artículo 8 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal sueca, en el curso del cual se le comunicaría que era sospechoso de tentativa de homicidio, así como se le informaría de su derecho a un abogado. Ewert le había telefoneado varias veces, terco como una mula, exigiéndole que fuera con Hermansson a buscar al supuesto culpable. Sven Sundkvist protestó. Considerado como uno de los policías que mejor conducía los interrogatorios, detestaba saltarse la primera regla de estos: nunca enfrentarse con el acusado en un entorno hostil.
Así de simple.
Establecer una relación de confianza entre el interrogador y el interrogado.
Mantener esa confianza.
Utilizarla a su conveniencia.
Sven había sugerido que se enviase un coche patrulla. Como solían hacer. Ewert lo interrumpió bruscamente, pidiéndole que se dejara de gilipolleces y arrestara al hijo de puta: no iba a tolerar ningún error, no le gustaban nada los cráneos destrozados a patadas en los ferries a Finlandia.
Sven Sundkvist suspiró profundamente. Estaba ahí, ante la puerta de un piso en la planta 14 para trabar un primer contacto con un tarado.
Negó con la cabeza al tiempo que miraba a su colega: una mujer joven con el pelo corto y oscuro y un fuerte acento de Escania. Se la veía tranquila mientras se limitaba a examinar la puerta cerrada, alerta, pero no tensa.
—¿Qué te parece?
Sundkvist señaló el buzón y la chapa con el nombre. El apellido. Se correspondía con el de la persona que habían ido a buscar.
—Ya viene.
Le gustaba trabajar con ella. Se habían conocido por primera vez el verano anterior, cuando la joven llegó de Malmö para hacer una sustitución y había acabado involucrada en una de las investigaciones más extrañas que Sven había realizado en su vida: una prostituta que tomó un rehén en la morgue de uno de los hospitales más importantes de Suecia. Las habían pasado moradas entonces, cuando, trabajando junto con Ewert Grens, la investigación se había desplazado de una sala de operaciones al servicio de urgencias, pero, en el curso de la misma, la principiante le había impresionado por su inteligencia, capacidad y seguridad.
Ahora era ya inspectora de la policía criminal. Tan solo tres años después.
Sven escuchó el silencio. Lo cierto era que no iban sobrados de tiempo. Tres expedientes de supuestos homicidios acumulados sobre su escritorio eran más que suficientes, pero este caso, que a lo sumo constituía tentativa de homicidio, era justo ese tipo de cosas que con facilidad se convertía en una opresión en el pecho, una investigación preliminar de más.
Estaba empezando a perder la paciencia, tocó el timbre de nuevo, esta vez un buen rato.
—Ahora viene.
La inspectora señaló la puerta con la cabeza. Alguien se aproximaba, lentos pasos cada vez más cerca.
El tipo no parecía nada del otro mundo. Cuando sus ojos se encontraron, lo primero que le vino a la mente a Sven Sundkvist no fue precisamente delito de lesiones y patadas con botas puntiagudas. Era más bien bajo, no medía más de un metro setenta y cinco, delgado, mostraba una palidez invernal y llevaba el fino pelo desgreñado. Había estado llorando. Sven se dio cuenta nada más verlo.
—Sven Sundkvist y Mariana Hermansson, de la policía metropolitana. Estamos buscando a un hombre llamado John Schwarz.
El hombre que les había abierto la puerta miró las dos placas de identificación que los policías exhibían antes de darse la vuelta y buscar con mirada nerviosa dentro del piso. Había alguien más allí.
—¿Su nombre es John Schwarz?
El interpelado asintió con la cabeza. Aún medio dándoles la espalda, como si quisiera echar a correr pero no pudiera.
—Nos gustaría que nos acompañara. Tenemos un coche abajo. Creo que ya sabe usted de qué se trata.
«Hagas lo que hagas, John, no te metas en líos con la policía, nunca».
—Cinco minutos. Denme cinco minutos.
Pasaporte canadiense. Eso podía encajar. Un acento evidente, propio de un anglófono. Sven asintió con un leve gesto de cabeza, por supuesto, cinco minutos. Entraron en el vestíbulo, donde esperaron mientras John Schwarz desaparecía en la habitación de al lado, en la dirección hacia la que acaba de mirar nerviosamente. Sven observó a Hermansson. Mantenía la calma. Ella le sonrió, él le devolvió la sonrisa. Oyeron voces provenientes del interior de la casa. La voz de Schwarz y la voz de una mujer: hablaban en voz baja, pero en ella se percibía una clara angustia, hasta el punto de que se echó a llorar y alzó la voz, de manera que Sven Sundkvist ya se estaba preparando para entrar cuando el enjuto semblante de cabello despeinado regresó. Una cazadora de cuero de un colgador del estante para sombreros y una bufanda larga de un cesto en el suelo, y luego salió con ellos, cerrando la puerta tras de sí.
John Schwarz guardó silencio durante el trayecto en coche desde Alphyddan, en el norte de Nacka, hasta Bergsgatan, en Kungsholmen, en el centro de Estocolmo. Sven lo observaba a intervalos regulares; en un primer momento alerta ante la eventualidad de un ataque, pero luego más bien preocupado por él: parecía estar completamente inalcanzable, ausente, con el aspecto que a veces solían tener antes de derrumbarse y desaparecer en otro mundo, un mundo de ensimismamiento.
Hermansson se hallaba al volante y parecía dársele tan bien como a él orientarse en la atascada red de tráfico de la capital. Sven recordó la conversación que habían tenido cuando iban solos en el vehículo haciendo el camino de ida hacia la vivienda de Schwarz, justo antes de aparcar frente al alto bloque de pisos y de coger el ascensor. Ella le había preguntado, una y otra vez, sin dejar de insistir hasta que obtuvo una respuesta. Quería saber cómo era posible que hubiera llegado al puesto que actualmente ocupaba. Cómo había podido saltarse la larga cola de policías con más años de servicio que ella. Hasta qué punto el comisario Ewert Grens tenía que ver con ello. Sven le había dicho la verdad. Que Ewert había tomado la decisión. Y que cuando Ewert tomaba una decisión, era irrefutable. Su poder extraoficial en la sede de la policía era mayor de lo que nadie se atrevía a reconocer. Las decisiones rara vez respetaban la jerarquía y los canales formales, en ese terreno eran personas como Ewert Grens las que manejaban el cotarro.
John Schwarz seguía callado. Miraba al infinito, no oía nada, no estaba allí. Ni siquiera cuando detuvieron el coche. Ni cuando se apearon, ni cuando se abrieron las puertas del ascensor que llevaba a la prisión provisional de Kronoberg y caminaron hacia la sala de interrogatorios. Dos agentes les salieron al encuentro y se encargaron de que se quitase la ropa. Registraron su cuerpo desnudo y todos los bolsillos de su vestimenta, tras lo cual le proporcionaron ropa nueva, demasiado grande y con el logotipo de la Dirección General de Prisiones en los pantalones y la camisa. No reaccionó hasta que uno de los agentes abrió la puerta de la celda de interrogatorios, entonces, de pronto, se detuvo, miró a su alrededor y empezó a temblar. El cuartucho que tenía ante sus ojos, del tamaño de un baño pequeño con una litera desnuda, le empujó a oponer resistencia, se revolvió y cambió a su lengua materna para dar rienda suelta a su terror.
—No! Not in there![2]
Acto seguido, se lio a golpes hasta que los dos agentes le agarraron por el brazo y le pusieron contra la pared. Continuaba gritando en inglés cuando Sven Sundkvist y Hermansson se acercaron corriendo.
—I can’t breathe! Not in there! I need to breathe![3]
John miró a los policías y miró a los guardias, y tal vez fue la manera en que «¡No puedo!» le sujetaban o el fuerte olor de las desnudas paredes de la celda «¡No puedo respirar!», o el hecho de oírse a sí mismo gritando sin verse capaz de hacer nada al respecto, pero sus piernas «¡No puedo!» le flojeaban, la luz de repente se tornó en oscuridad.
Sven Sundkvist miró a Hermansson, brevemente y de reojo. Ella asintió con la cabeza. Los dos agentes, miradas rápidas. Todos estaban de acuerdo. La persona a la que sujetaban y que, según sus papeles, se llamaba John Schwarz, había perdido el control. Aflojaron la presión sobre esos brazos que no paraban de forcejear.
—Tranquilo. Debe usted sentarse ahí dentro. Pero puede entrar por su propio pie. Y la puerta, vamos a dejarla abierta.
El mayor de los dos oficiales, de unos sesenta años y pelo gris que en su momento fue moreno, había vivido esa situación ya muchas veces. Patean a la gente en la cara. Pero no pueden afrontar el horror de verse encerrados en una celda. Antes, él cerraba la puerta con llave de todos modos, pues en su opinión se lo merecían, pero ahora no tenía ganas de aguantar el vocerío y todo el puto follón que montaban cuando les daba un brote psicótico. Y este estaba al borde. Miró a su colega más joven, le pidió que entrara con él en la celda y se sentara a su lado con la puerta abierta. Si el sospechoso iba a retorcerse por el suelo con espasmos, desde luego ello no ocurriría en su turno.
John notó cómo quienes le agarraban el brazo aflojaban la presión, «Aire, por favor», y cómo quienes lo rodeaban dieron unos pasos hacia atrás, cómo señalaban, «Alguien me dice que respire», la puerta abierta y la hedionda celda, «Aire, por favor, un poco de aire a través de este saco», de modo que trató de moverse, y, arrastrando los pies por el suelo duro, entró.
Sven Sundkvist sostenía en la mano un pasaporte con tapas de color azul oscuro que brillaban a la fuerte luz de los tubos fluorescentes del pasillo de celdas de detención preventiva. «Schwarz, William John; nationality: canadian/canadienne». Lo hojeó distraídamente: una fotografía del hombre que se sentaba encorvado en la celda a unos metros de él, su fecha de nacimiento, que se correspondía con la edad que aparentaba, treinta y cinco años, nacido en algún poblacho del que él nunca había oído hablar.
Sven se lo dio a Hermansson y le pidió que lo llevara a la división de la policía científica.
—Ahora voy. En un rato. Cuando hayamos terminado aquí.
Ella sonrió. «Puede que sea nueva, pero no soy tu pinche, lo haré encantada, pero trabajo en igualdad de condiciones». Sven le devolvió la sonrisa. «Por supuesto, estás marcando los límites, yo también lo hice en su momento».
El médico de la prisión era joven, treinta años a lo sumo. Sven lo vio acercarse despacio por el largo pasillo y pensó que así es como siempre eran: jóvenes, recién titulados; trabajar en la prisión provisional no daba mucho prestigio, pero era un buen sitio para comenzar y adquirir un poco de experiencia, nada más que eso. Schwarz se quedó mirando al suelo y murmuró algo incomprensible mientras el médico le asía del brazo y tomaba una muestra de sangre para un análisis de ADN. La angustia infundida por la estrecha celda parecía disminuir, Schwarz ya no temblaba, su respiración ya no era tan jadeante, hasta que de súbito se levantó y gritó otra vez en inglés, convulsionándose como antes.
—Not again![4]
Señaló la mano del médico, al enema de diazepam que le iba a ser suministrado por vía rectal.
—Not again!
El joven médico de la prisión, tras haber extraído la muestra de sangre para su análisis, intentó concluir su visita dando al paciente un sedante. El médico miró al agente sentado en la celda, y luego a Sven y a Hermansson, negó con la cabeza, se encogió de hombros y, a continuación, guardó de nuevo el tubo de líquido lechoso en su maletín.
«Alguien me dio una medicina. Alguien me metió en un saco. Alguien me insufló oxígeno, a intervalos regulares, cada dos minutos».
John Schwarz se hallaba sentado, inclinado hacia adelante, en la litera de la celda de interrogatorios abierta. Había dejado de gritar, no se movía. Sven Sundkvist y Hermansson se habían quedado hasta que él se sentó, después de que su pánico pareció haber menguado al menos por un tiempo. Esperaron unos minutos más, durante los cuales recibieron una llamada de Ewert Grens: quería que ambos estuvieran presentes cuando se efectuase el registro de la vivienda de Schwarz en un par de horas, una medida rutinaria para asegurar cualquier prueba que una investigación forense de la ropa y los zapatos pudiera aportar; al fin y al cabo, había logrado escaparse de la escena del crimen y, en ocasiones, ni siquiera una confesión y varios testigos eran suficientes para el juez de la prisión provisional.
Una última mirada al hombre que ahora estaba sentado tranquilamente en la celda; luego, se marcharon y bajaron en ascensor para dirigirse a sus respectivos despachos.
—¿Es normal?
—¿Schwarz?
—Sí.
Sven rebuscó en las imágenes del recuerdo de sus casi veinte años en la policía.
—No. Algunos parecen encogerse cuando entran en la celda. Pero esto… No. Creo que en la vida he visto una reacción tan violenta.
Continuaron, marcaron el código que abría la puerta de separación entre un pasillo y el siguiente; caminaban en silencio y trataban de entender cómo el pasado podía desencadenar ese pavor, qué experiencias vitales eran lo bastante fuertes como para generar ese horror a los espacios pequeños.
—Mi hijo.
Sven se volvió hacia Hermansson al hablar.
—Se llama Jonas. Tiene siete años, casi ocho. Es adoptado. Y los primeros años, ni Anita ni yo podíamos entenderlo, los dos primeros años mostró un comportamiento similar al de Schwarz ahora.
Estaban a punto de llegar a sus destinos, aminoraron el paso, ambos querían que les diese tiempo a terminar la conversación.
—Gritaba igual. Sentía pánico. Si lo achuchábamos demasiado, si lo abrazábamos durante mucho tiempo, si se sentía constreñido y no se podía mover libremente… Hablamos con toda la gente que pudimos. Aún no sabemos por qué. Pero en el orfanato de Phnom Penh estuvo vendado. Lo hacían así. Les vendaban fuerte todo el cuerpo.
Habían pasado la fotocopiadora, se detuvieron frente al despacho de Sven.
—No lo sé. Algo en la actitud de Schwarz me resulta familiar.
La miró.
—Estoy seguro. En algún momento de su vida, ha estado encerrado.