Estaba solo en casa, de manera que tal vez debería haber ordenado y hecho limpieza, debería haber preparado la cena y recogido a Oscar de la guardería, que se hallaba solo a dos manzanas.
Había intentado dormir. Toda la mañana tumbado en la cama sin deshacer, sin parar de dar vueltas con un cojín sobre la cara, mientras la luz procedente de la ventana del dormitorio se abría paso a través de las persianas y rebotaba en las paredes de color claro, intensificando su dolor de cabeza, tan agudo que le hacía sentirse enfermo.
John se incorporó y se sentó, posando los pies en la suave alfombra extendida en el lado de la cama de Helena. Estaba sudando. Le había pateado la cara. Notaba cómo le temblaban las manos, así que las colocó sobre los muslos y apretó con fuerza, pero el temblor persistía, incluso aumentando la presión.
Helena regresaría enseguida. Recordaba su silencioso suspiro cuando él la había llamado para pedirle que recogiera a Oscar, y le había explicado que estaba cansado, que había sido una noche muy larga y que necesitaba dormir a solas unas horas.
«Hagas lo que hagas, John, no te metas en líos con la policía, nunca».
Eso era lo que su padre le había susurrado antes de darle un largo abrazo: tras lo cual, él se había apartado y desaparecido para siempre.
Oyó el ruido del ascensor en el hueco de la escalera, alguien subía. El artefacto se detuvo, dos pares de pies salieron del mismo, la clara voz que gritaba hasta provocar eco y luego unos deditos que apretaban con insistencia el timbre largo rato mientras mamá buscaba las llaves en un caótico bolso de tela.
—¡Papá!
Oscar corrió por el pasillo, tropezó en el umbral del dormitorio, se cayó y, después del breve silencio que reinó hasta que decidió no echarse a llorar, se levantó y avanzó los últimos pasos que lo separaban de la cama con los brazos abiertos.
—¡Papá! ¡Estás en casa!
John miró a su hijo, todo su rostro era una gran sonrisa. Se inclinó hacia adelante, lo levantó y lo abrazó fuertemente hasta que el delgado cuerpecillo comenzó a retorcerse, ya cansado de estar quieto e impaciente por liberarse. Siguió al pequeño de cinco años, quien continuó correteando por el piso como si lo hubiera descubierto por primera vez. Al oír, asimismo, los pasos de ella miró hacia la puerta, a Helena, de pie en el umbral.
—Hola.
Era hermosa: su cabello rojizo, sus ojos, que le hacían sentirse amado.
—Hola. Ven aquí.
Le tendió una mano, la atrajo hacia él y la abrazó, sintió el frío de su abrigo en la mejilla.
Trató de comportarse con normalidad. Notó cómo Helena lo observaba cuando creía que él no estaba mirando: ella se daba cuenta de que algo le ocurría, no le había dicho nada, pero él lo sabía. Si hacía lo que solía hacer, no le daría pie a plantearle ninguna pregunta.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—John, sé que pasa algo.
Oscar estaba en casa de Hilda, que vivía en el cuarto piso. Hilda tenía seis años, y la misma energía de su invitado. Con el niño ausente durante un rato, John podía hablar.
—No es nada. Solo que estoy un poco cansado.
Estaba fregando los platos. Fregar platos era algo normal.
Ella se le acercó. Unos vasos medio llenos de leche en la mano, que puso ante él, bajo el agua corriente.
—Has estado fuera tres días. Acabamos de almorzar. Oscar no está en casa. Es cuando sueles hacerme el amor, John. Te falta tiempo para llevarme a la cama. «No es nada». Mentías mucho mejor antes.
Helena esperó a su lado. De pronto dio un paso atrás; John, por el rabillo del ojo, vio cómo el grueso jersey volaba por encima de la cabeza de ella, cómo sus manos desabrochaban los vaqueros, la camiseta en el suelo, el sujetador, las bragas. Allí estaba, ante él, tan hermosa, su piel levemente estremecida, el afelpado y claro vello púbico que sus dedos siempre añoraban.
—Quiero que me hagas el amor.
John no tenía fuerzas ni para moverse.
—Mírame, John.
Ella se aproximó aún más, su cuerpo desnudo estaba muy cerca de él. Quería abrazarla. La necesitaba.
—No puedo. Primero tengo que contarte una cosa.
Fue a buscar su albornoz, arropó la tiritante desnudez de ella. Se sentaron a la mesa de la cocina, él le preguntó si podía fumar y para su sorpresa ella no dijo nada, simplemente se encogió de hombros. Fue a buscar el paquete del estante superior del armario lleno de platos hondos y vasos.
—Había una chica llamada Elizabeth. Yo entonces tenía diecisiete años. La única persona a la que he querido. Antes de conocerte a ti.
Encendió un cigarrillo.
—La vi ayer. No a ella. Pero era como ella. Y como tú.
Aspiró el humo, lo retuvo un buen rato antes de soltarlo. Era la primera vez que se fumaba un cigarrillo en ese piso.
—Bailaba al son de nuestra música. Sudaba, igual que tú. Se lo estaba pasando bien, se reía. Hasta que un borracho de mierda finlandés comenzó a tocarla. A acosarla. Se le restregaba y no había manera de que la soltase.
Estaba nervioso. Su acento estadounidense se hizo más fuerte, más patente, como solía ocurrirle cuando estaba inquiero, enfadado, triste, feliz.
—Se armó la de Dios es Cristo. Le di una patada en la cara.
Ella guardó silencio.
—Lo siento, Helena.
Ella siguió sin moverse, se limitó a mirarlo, durante mucho tiempo, hasta que se decidió a hablar.
—Elizabeth. Yo. Una mujer sudorosa. Y un tío al que le diste una patada en la cara. No lo entiendo.
Él quería contárselo. Todo. Pero no era posible. El pasado estaba tan bien encapsulado que no podía aprehenderlo. Habló dé nuevo sobre la patada, sobre la persona que se había desplomado inconsciente ante él. Y ella reaccionó como él esperaba. Gritando. Eso era terrible. Se arriesgaba a que lo detuvieran, lo que había hecho constituía una agresión, grave probablemente. Luego se puso a llorar, al tiempo que quería saber quién era él. Esa persona que pegaba a otros, ella no lo conocía, no sabía quién era.
—Helena, escúchame.
Él la abrazó, buscando con sus manos dentro del albornoz, su piel representaba el calor y la seguridad, y él tenía miedo, más que nunca, a la soledad que le acechaba.
—Te lo voy a explicar.
Le cogió las manos, se las acercó a las mejillas.
—Hay más, muchas cosas más que no te he contado. Pero voy a hacerlo ahora.
John trataba de respirar con normalidad. La desazón lo desgarraba. Cogió impulso, estaba a punto de decirle la verdad, que solo él sabía, cuando sonó el timbre.
Él la miró, esperó, luego otro timbrazo.
Se levantó y se dirigió hacia el agudo sonido.