Pronto amanecería en el pueblo del sur de Ohio dominado por la enorme cárcel de altos muros de hormigón. Hacía frío fuera, la nieve arreciaba como llevaba haciéndolo todo el invierno y los habitantes de Marcusville comenzarían su día despejando las vías de acceso a sus casas.
Vernon Eriksen hizo su última ronda por los pasillos llenos de seres humanos encerrados.
Eran las cinco y media, le quedaba una hora, luego terminaría el turno de noche, se pondría la ropa de calle y caminaría hasta Main Street, donde se hallaba el Sofio’s, un restaurante mexicano que servía unos desayunos bastante decentes, gruesas tortitas de arándanos y bacón frito crujiente.
Había salido del ala Oeste en dirección al bloque Este, sus pasos resonaban entre las paredes que aún se le antojaban nuevas, a pesar de que llevaban construidas más de treinta años. Tenía un nítido recuerdo del edificio que iba a levantarse en las afueras del pueblo, con altos muros y celdas destinadas a alojar a los condenados, el cual, por esa misma razón, mientras poco a poco crecía, dividió a los habitantes de Marcusville en dos bandos: los que lo veían como una fuente de nuevos empleos y una segunda oportunidad para un pueblo atrasado, y los que consideraban que generaría una caída de los precios inmobiliarios y una inquietud constante debido a la cercanía de elementos criminales. Él no se lo pensó mucho. Tenía diecinueve años cuando solicitó un puesto de trabajo en la prisión de reciente apertura y allí seguía desde entonces. Por lo tanto, tampoco había emigrado nunca de Marcusville: era uno de los que se había quedado, un soltero que se aferró a la tarea convertida en su vida cotidiana según los años pasaban y que ahora, con más de cincuenta años, era demasiado tarde para abandonar. A veces iba a Columbus a bailar, ocasionalmente quedaba con alguna mujer para cenar a unos kilómetros al sur, en Wheelersburg, pero ahí acababa la cosa, no llegaba a un mayor grado de intimidad, siempre se marchaba antes.
Su vida, de alguna manera, había estado siempre vinculada a la muerte.
Pensaba en ello de vez en cuando, en su presencia constante, desde su más tierna infancia.
No es que le tuviera miedo, en absoluto, lo que ocurría era que siempre había estado allí, había vivido con ella, trabajado con ella. De pequeño, solía bajar a hurtadillas desde la planta de arriba y, por entre las barandillas de madera de la escalera, veía a su padre recibir a los clientes de la única funeraria de Marcusville. Luego, en su adolescencia, había colaborado en el negocio familiar, había echado una mano limpiando, peinando y vistiendo cuerpos sin vida. Había aprendido a insuflársela de nuevo, aunque fuera solo por un rato; el hijo del empresario de pompas fúnebres sabía que con maquillaje y dominio del oficio se podía crear la ilusión de una persona viviente. Eso era lo que querían los allegados del difunto, cuando, entre sollozos, lo miraban y se despedían de él.
Miró a su alrededor.
Las paredes, que tenían más de treinta años. La prisión comenzaba a acusar la erosión del tiempo.
Más de un millar de presos que iban a ser castigados, custodiados entre rejas, a veces puestos en libertad. Casi el mismo número de empleados, entre setecientos y ochocientos. Un presupuesto operativo de cincuenta y cinco millones de dólares, treinta y siete mil dólares en gastos por interno al año, ciento tres dólares con ochenta y dos centavos por interno al día.
Su mundo: lo conocía, se sentía seguro en él.
Vida, muerte, también ahí dentro, pero de otra manera.
Pasó ante la unidad central de vigilancia y saludó con una leve inclinación de cabeza a uno de los nuevos empleados, que, al estar leyendo una revista, se apresuró a dejarla a un lado cuando Vernon se acercó, y, con la espalda recta, se puso a examinar las imágenes de las diferentes cámaras de seguridad.
Vernon Eriksen abrió la puerta que daba al corredor del bloque Este.
El corredor de la muerte.
Veintidós años como jefe de guardias allí, entre personas declaradas culpables y condenadas a la pena capital, que contaban los días y que nunca vivirían en ningún otro lugar.
Había doscientos nueve presos que esperaban la muerte en Ohio.
Doscientos ocho hombres y una mujer.
Ciento cinco negros, noventa y siete blancos, tres hispanos y cuatro en una categoría estadística aparte: «Otros».
Tarde o temprano, la mayoría de ellos llegaban a ese lugar.
O bien ya cumplían su condena en alguna de las celdas de ese corredor, o bien habían sido transportados hasta allí, con solo veinticuatro horas de vida por delante. Era en Marcusville donde se ejecutaba a los condenados a muerte en el estado de Ohio.
«Están conmigo —pensó—. Los conozco a todos, a todos y cada uno de ellos. Mi vida, la familia que nunca tuve, todos los días, como un matrimonio cualquiera. Hasta que la muerte nos separe».
Vernon se estiró, estiró su largo cuerpo. Todavía era delgado, estaba en bastante buena forma, llevaba el pelo rubio muy corto, su rostro era enjuto, con profundas arrugas en el centro de las mejillas. Estaba cansado. Había sido una noche muy larga. Jaleo con el colombiano, que había metido más bulla de lo normal, y el chico nuevo de la celda número 22, que, lógicamente, no había podido dormir, sino que se había puesto a lloriquear como un bebé, como solían hacer al principio. Después, irrumpió el frío. Ese maldito invierno era el más duro que el sur de Ohio había vivido en muchos años y los radiadores no habían llegado a funcionar antes de estropearse; todo el sistema iba a ser reemplazado, pero los burócratas eran lentos y, sobre todo, no trabajaban allí, por lo que no pasaban frío.
Caminó lentamente por el centro del pasillo. Una especie de paz había envuelto el espacio, en varias celdas se oía una respiración acompasada, la prisión reposaba soñolienta justo antes de que la oscuridad se esfumase.
Se dirigía a donde solía dirigirse cuando la madrugada le convidaba a la fatiga y el hastío, cuando necesitaba fuerzas renovadas para ser capaz de volver a la noche siguiente.
Pasó celda tras celda. Un vistazo rápido, de izquierda a derecha, todo tranquilo en ambos lados.
A medida que llegaba a su destino, se alejaba de la línea pintada en el centro del suelo y, en su lugar, andaba bastante próximo a la larga hilera de barrotes de metal a la derecha del corredor; miró hacia la celda número 12, donde Brooks yacía tumbado sobre la espalda; hacia la celda número 10, donde Lewis dormía con un brazo debajo de la almohada y la cara pegada a la pared.
Entonces se detuvo.
Celda número 8.
Miró, como tantas otras veces.
Vacía.
Un reo había fallecido allí, y por eso habían decidido mantenerla vacía desde entonces. Superstición, cierto, eso es lo que era. Pero los presos no debían morir en su celda antes de tiempo, tenían que mantenerse sanos y salvos hasta el momento de su ejecución.
Vernon Eriksen buscó un momento en el vacío. «En la riqueza y en la pobreza». La luz del techo, siempre encendida; la litera sin ropa de cama. «Hasta que la muerte nos separe». Posó su mirada en las cochambrosas paredes que ya no despertaban el odio de nadie, oyó los sonidos del retrete que ya nadie usaba.
Sintió que la fuerza volvía a sus piernas, el dolor de cabeza remitió.
Esbozó una sonrisa.