Ya era la hora del almuerzo cuando Ewert Grens llamó un taxi y corrió por los pasillos de la jefatura de Policía. Llegaba tarde y eso era algo que no soportaba, ella le estaba esperando, confiaba en él, la habían arreglado, la habían peinado como de costumbre, la habían ayudado a ponerse uno de sus vestidos azules. Después de recorrer despacio unas cuantas manzanas de Kungsholmen, Grens le pidió al conductor —un hombre bajito y flaco que se reía mucho y que se tiró todo el viaje hablando de Irán, su país, de lo bonito que era, de la vida que había tenido allí y que nunca recuperaría— que condujera un poco más rápido, le mostró su identificación, le explicó que se trataba de una misión policial.
Catorce minutos cruzando la ciudad y ciento diez kilómetros por hora al pasar por el puente de Lidingö.
Solicitó al taxista que lo dejase apearse a cierta distancia del gran edificio. Necesitaba poner en orden sus pensamientos dando un breve paseo. Al fin y al cabo, ella lo estaba esperando.
Le habían dado una buena paliza. Primero tenía que librarse del tipo que balbuceaba en finés. El flujo de sangre proveniente de su oído. Había pasado toda la mañana y Grens había sido incapaz de desprenderse de la imagen de la persona acostada sobre uno de los sofás de la policía. Ojos de distinto tono, una pupila pequeña, una pupila dilatada.
Delito grave de lesiones. Con eso no bastaba. Era más que eso.
Tentativa de homicidio.
Sacó su teléfono móvil y llamó a Sven Sundkvist, la única persona a la que de verdad aguantaba en la casa en la que había trabajado toda su vida. Le pidió que interrumpiera su tarea. Ewert Grens quería saber la identidad de la persona que pateaba la cabeza de otros, quería cogerlo para interrogarlo, ese tipo de cosas se pagaban con un largo tiempo entre rejas.
Caminó despacio los últimos cien metros que le separaban de la residencia.
Llevaba veinticinco años acudiendo allí, al menos una vez a la semana, para ver a la única persona que le importaba de verdad, la única persona a la que él de verdad importaba o había importado.
Enseguida entraría de nuevo en su habitación. Lo haría con dignidad.
Tenían toda la vida por delante.
Hasta que él la atropelló.
Hacía tiempo que había comprendido que las imágenes de ese día nunca dejarían de hacinarse en su recuerdo. Cada pensamiento, cada instante, en cualquier momento podía ponerse a revivir esos segundos.
El maldito y gigantesco neumático.
No le dio tiempo.
¡No le dio tiempo!
El viento soplaba desde el agua allá abajo, las temperaturas negativas del Báltico le azotaban en plena cara. Mantuvo la mirada fija en el suelo: el sendero de grava estaba parcialmente cubierto de hielo y era consciente de que el exceso de peso sobre su pierna sana le dificultaba mantener el equilibrio, un par de veces había estado a punto de caer al suelo de un resbalón y maldijo a gritos las absurdas estaciones del año y los caminos impracticables.
Notó cómo el coche se tambaleaba al chocar contra su cuerpo.
Grens cruzó el amplio aparcamiento ubicado en la parte delantera del edificio, buscando la ventana donde ella solía sentarse a mirar al infinito.
No la vio. Llegaba tarde. Ella confiaba en él.
Se apresuró a subir los escalones, nueve en total, prudencialmente cubiertos de sal. Una mujer de su misma edad se hallaba sentada en la recepción de dimensiones un tanto excesivas, una de las que los atendieron cuando llegaron por primera vez en el furgón de policía, un furgón que él había pedido expresamente para que ella se sintiera segura.
—Está dentro.
—No la he visto junto a la ventana.
—Está ahí. Esperando. Le hemos guardado el almuerzo.
—Llego tarde.
—Ella sabe que vienes.
Contempló su imagen en el espejo que colgaba fuera de los baños situados entre la recepción y las habitaciones de los pacientes. El pelo, la cara, los ojos; era viejo, tenía aspecto de cansado y chorreaba sudor a causa del endemoniado patinaje sobre hielo que acababa de ejecutar. Se detuvo unos instantes, hasta que su respiración se tranquilizó.
La cabeza de ella, sangrando, reposando sobre su regazo.
Grens recorrió el corto trecho del pasillo, pasando ante puertas cerradas, para detenerse frente a la número 14, las cifras en rojo por encima del nombre de ella en un rótulo al lado del pomo.
Sentada en medio de la habitación, lo miró al entrar.
—Anni.
Ella sonrió. A la voz. Tal vez al sonido de la puerta abriéndose. O a la luz de la habitación, ahora procedente de dos puntos.
—Llego tarde. Lo siento.
Ella se echó a reír. Esa risa estridente, burbujeante. Ewert Grens se acercó, la besó en la frente, sacó un pañuelo del bolsillo y le limpió la saliva que le corría por la barbilla.
Un vestido rojo con algunas rayas claras.
Estaba seguro de que nunca se lo había visto.
—Estás preciosa. Vestido nuevo. Te hace parecer tan joven…
Ella no había envejecido, al contrario que él. Sus mejillas lucían aún tersas, su pelo tenía el mismo cuerpo que antes. Él perdía la energía ahí fuera, cada día que pasaba. Ella, en cambio, parecía conservar la suya a base de pasar los días en una silla de ruedas frente a una ventana, era como si la retuviera íntegra.
La sangre de color rojo brillante no cesaba de brotar de sus oídos, nariz y boca.
Acariciándole con una mano la mejilla, con la otra soltó el freno que bloqueaba una de las ruedas traseras, empujó la silla para salir de la habitación y recorrieron el pasillo hasta el comedor vacío. Movió una de las sillas junto a la mesa que se hallaba más cerca de la ventana, la cual ofrecía una vista sobre el agua, y, tras colocarla a ella allí, fue por unos cubiertos, un vaso y un babero de plástico duro. La comida estaba en la nevera, un guiso de carne con arroz.
Se hallaban sentados el uno frente al otro.
Grens se sentía en la obligación de contárselo. Pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Y eso que, después de todo, no cambiaría en nada las cosas.
Le daba de comer a la misma velocidad a la que él mismo comía; el abundante guiso en el plato de ella se había reducido a unos revoltillos de color marrón, verde y blanco, hechos puré. Anni comía bien, tenía buen apetito, siempre lo había tenido. Estaba seguro de que esa era la razón de su buena salud. Todos aquellos años en una silla de ruedas, tan lejos del contacto con otras personas… Siempre y cuando comiera y tuviera energía, allí seguiría, con ganas de vivir y seguir viviendo.
Estaba nervioso. Tenía que contárselo.
Anni tragó saliva y algo se le fue por mal sitio, un fuerte ataque de tos; él se levantó, la abrazó hasta que su respiración volvió a la normalidad. Se sentó y le tomó la mano.
—He contratado a una mujer.
Le costaba mirarla a los ojos.
—Una mujer joven, como tú lo eras entonces. Es inteligente. Creo que lo va a hacer bien.
Se preguntó si le entendía. Quería saberlo. Ojalá fuera posible determinar si ella le escuchaba, si de verdad le estaba escuchando.
—No nos va a afectar. Para nada. Podría ser nuestra hija.
Ella quería comer más. Un par de cucharadas más del puré marrón, otra del blanco.
—Solo quería que lo supieras.
Caía aguanieve cuando Ewert Grens regresó al porche de la entrada. Se anudó la bufanda, se abotonó el abrigo hasta el cuello. Ya había bajado la escalera y caminaba por el aparcamiento cuando su móvil sonó.
Sven Sundkvist.
—¿Ewert?
—Sí.
—Lo hemos encontrado.
—Pues hay que traerlo para interrogarlo.
—Se trata de un extranjero.
—Le pateó la cabeza a un hombre.
—Pasaporte canadiense.
—Quiero que me lo traigas.
La lluvia se intensificó, las gotas mezcladas con la nieve parecían cada vez más grandes, cada vez más pesadas.
Ewert Grens sabía que no servía para nada, pero levantó la vista al cielo y maldijo el interminable invierno, mandándolo a tomar por saco.