Una luz brillante procedente de una de las ventanas de la planta de arriba. Si en ese preciso instante alguien, al recorrer Mern Riffe Drive, hubiera echado una ojeada al chalé de lujo de doce habitaciones, habría visto detrás del marco de esa ventana a un hombre bajo, de unos cincuenta años, con bigote y pelo oscuro peinado hacia atrás. Habría visto su piel pálida, sus ojos cansados; habría visto cómo, completamente inmóvil y con su mirada abúlica perdida en la oscuridad, rompía a llorar, cómo las lágrimas le rodaban despacio por sus redondas mejillas.

Todavía era de noche en Marcusville, Ohio. Quedaban varias horas para el amanecer. El silencioso pueblecito dormía.

Menos él.

Menos él, que lloraba a causa del dolor, del odio y del sentimiento de pérdida, junto a la ventana de lo que una vez había sido la habitación de su hija.

Edward Finnigan había albergado la esperanza de que en algún momento se le pasaría, de que podría cesar en su angustiosa búsqueda, dejar de hurgar en el pasado, que podría acostarse junto a su mujer, desnudarla, hacerle el amor.

Dieciocho años. Y todo no hacía más que empeorar. Su dolor aumentaba, su odio aumentaba, su sentimiento de pérdida aumentaba.

Se estremeció.

Se arrebujó en su bata, dio un paso atrás para retirar sus pies descalzos del oscuro suelo de madera y posarlos en la gruesa alfombra. Apartó la vista del pueblo que descansaba ahí fuera, de las calles donde había crecido, de la gente que tan bien conocía, miró alrededor de la habitación: la cama de ella, su escritorio, sus paredes, su suelo, su techo.

Ella aún vivía allí.

Estaba muerta, pero ese dormitorio todavía le pertenecía.

1. Sobre la mesa de autopsias reposa el cuerpo desnudo de una persona de sexo femenino, de 65 kg de peso y 172 cm de altura.

2. Musculatura normal. Tejidos blandos normales. Crecimiento normal de vello en el cuerpo.

3. No hay signos de lesiones en la cara. Difuso sangrado de la fosa nasal derecha.

Había cerrado la puerta. Alice tenía el sueño ligero y quería estar solo; ahí en la habitación de Elizabeth podía llorar, odiar y añorar sin molestar a nadie. A veces se quedaba junto a la ventana, mirando al infinito. A veces se tumbaba en el suelo, o se inclinaba sobre la cama, en la que aún se encontraban los ositos de peluche y la almohada rosa de siempre. Esa noche iba a esperar en su escritorio, sentado en la silla que ella nunca había llegado a utilizar.

Se sentó.

Lápices y gomas de borrar en un montón ante él. Un diario, de esos que tienen cerradura. Tres libros. Los hojeó distraídamente; nunca había pasado de las novelas juveniles. Un tablón de corcho en la pared, una nota amarillenta en la esquina de la izquierda: su horario del Valley High School, uno de los dos institutos municipales de Marcusville. Había sido una decisión consciente: ella debía ir a una escuela pública. Que la hija del asesor de confianza del gobernador no aceptase acudir a la escuela local habría sido una señal de descontento, y, al fin y al cabo, en eso consistía la política, en enviar señales, en enviar las señales adecuadas. Sobre el horario de clases, otra hoja de papel amarillento, algunos números telefónicos garabateados en el borde con lápiz desgarbado. En la parte superior, un mensaje del entrenador del equipo de fútbol de Marcusville sobre una eliminatoria contra Otway F. C.; un recordatorio de una cita médica en el hospital del condado de Pike, en Waverly; la confirmación de una excursión escolar a la emisora de radio WPAY, 104.1 FM, en Portsmouth.

Ni siquiera había echado a andar.

Acababa de emprender su camino cuando él se lo había quitado todo.

14. Lividez post mórtem en la parte posterior del cuerpo: coloración rojiza-amoratada, propagación simétrica con signos de presión por contacto en espalda baja y glúteos.

15. Varios orificios de entrada de bala en la parte anterior y posterior del cuerpo.

Edward Finnigan lo odiaba. Se había llevado a Elizabeth para siempre, la había alejado del mañana, de la vida, de esa casa.

El pomo de la puerta giró. Finnigan volvió la cabeza rápidamente.

Ella lo miró con ojos resignados.

—No, esta noche también no.

Él suspiró.

—Alice, vuelve a la cama. Voy enseguida.

—Estarás sentado aquí toda la noche.

—Esta vez no.

—Siempre.

Ella entró en la habitación. Su esposa. Debería tocarla, abrazarla. Ya no podía. Era como si todo hubiera muerto dieciocho años atrás. Al cabo de un año o así, habían mantenido relaciones sexuales dos veces al día, todos los días, ella tenía que quedarse embarazada, debían tener otro hijo. Pero no había funcionado. ¿Era su dolor compartido el responsable? ¿O simplemente el hecho de que ella era ya algo mayor y el cuerpo de la mujer poco a poco se vuelve menos fértil? En todo caso, ya no importaba. Estaban solos. Y ya nunca se abrazaban.

Ella se sentó en la cama. Él se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que haga? ¿Olvidar?

—Sí. Quizá.

Finnigan se levantó bruscamente de lo que había sido la silla de su hija.

—¿Olvidar? ¿A Elizabeth?

—El odio.

Él negó con la cabeza.

—Nunca voy a olvidar. Y nunca voy a dejar de odiar. ¡Maldita sea, Alice, asesinó a nuestra hija!

Ella guardó silencio, esa resignación en sus ojos, le resultaba difícil mirarlo.

—No lo entiendes. Ya no se trata de Elizabeth. La has dejado fuera. Ya no sientes nada por ella.

Hizo una pausa, respiró hondo, armándose de valor para continuar.

—Tu odio. Tu odio excluye todo lo demás. No se puede amar y odiar al mismo tiempo. Así es. Y tú has elegido, Edward. Elegiste entre una cosa y otra hace mucho tiempo.

32. En la pleura izquierda de la mujer se hallan apenas cuatro litros de sangre, parcialmente coagulada.

33. En el pulmón izquierdo de la mujer se observan orificios de entrada en la parte anterior y orificios de salida en la parte posterior.

—Nunca llegué a verlo morir.

Caminó de un lado para otro de la habitación, la ira que palpitaba en su pecho lo obligaba a moverse.

—Esperamos. Esperamos doce años. ¡Y va y se muere! Antes de lo que le tocaba. Nunca lo llegamos a ver. Fue él quien decidió cuándo tenía que llegar su hora. ¡No nosotros!

Alice Finnigan se hallaba sentada en la cama de su hija. El único hijo que había tenido. Para ella el duelo tampoco acabaría nunca. Pero eso, el odio de Edward, su matrimonio, que ya no era un matrimonio… Estaba a punto de darse por vencida. Había olvidado lo que era vivir, vivir de verdad. Unos años más mancillada por aquella amargura y se marcharía, dejaría atrás todo lo que ya ni siquiera le era familiar.

—Me voy a la cama. Y quiero que vengas conmigo.

Él negó con la cabeza.

—Me quedo aquí, Alice.

Ella se levantó de la cama y se dirigía hacia la puerta cuando él le pidió que se detuviera.

—Es como…, es exactamente igual que cuando alguien rompe contigo. Alice, escúchame, solo un minuto. Quieres a alguien, por eso te sientes abandonado. Pero en realidad no es eso, eso no es lo que realmente te tortura, lo que te causa ese dolor tan lacerante que hace que todo tu maldito cuerpo se queme. Por favor, escúchame, Alice. Es el poder. Eso es lo que te falta. Verte obligado a depender de la decisión de otra persona. Perder el poder de decidir por ti mismo cuándo tu relación ha terminado. Es eso lo que siempre duele, más que la pérdida del amor. ¿Lo entiendes?

Él la miró con ojos suplicantes. Ella no respondió.

51. El hígado tiene un peso de aproximadamente 1750 g. En la pared posterior se observa una trayectoria de bala que continúa bajo la vesícula biliar.

—Eso es lo que siento. Así es como me he sentido desde que murió. Si tan solo pudiera haber estado allí para verlo morir, ver cómo lentamente dejaba de respirar; si hubiera podido estar allí y poner punto y final… entonces podría haber continuado con mi vida, lo sé, Alice. Pero ahora. Fue él quien lo decidió. Fue él quien puso punto y final. ¡Alice, por supuesto que lo entiendes, tienes que entenderlo, todo mi maldito cuerpo se quema, se quema!

57. El peso del riñón izquierdo es de aproximadamente 131 g. El riñón derecho presenta una trayectoria de bala de izquierda a derecha. Gran cráter en el polo superior, aproximadamente del tamaño de una pelota de golf, con hemorragia.

Alice no dijo nada.

Lo contempló, se dio la vuelta, salió de la habitación. Edward Finnigan se quedó en el centro de la estancia. Oyó cómo su mujer cerraba la puerta del dormitorio conyugal.

Escuchó el silencio, percibió una ligera brisa que soplaba fuera, una rama golpeó levemente la ventana. Se acercó y miró hacia la oscuridad. Marcusville dormía, seguiría durmiendo un buen rato, quedaban aún tres horas para el amanecer.