La mañana mordía las mejillas de Ewert Grens. No le gustaban los malditos inviernos eternos, no había nada de ellos que le agradara, sobre todo a esas alturas de la estación; odiaba todos los gélidos días de principios de enero. El cuello, que le costaba mover; la pierna izquierda, que no le obedecía, esos defectos que solo parecían empeorar a medida que las temperaturas caían en picado. Ello le hacía sentirse viejo, más viejo de lo que correspondía a los cincuenta y siete años que iba a cumplir. Cada articulación, cada músculo que había perdido su juventud pedía a gritos que llegara la primavera, el calor.

En ese momento se hallaba enfrente del portal, en Sveavägen. La misma escalera que conducía al mismo piso de la tercera planta donde había vivido durante casi treinta años. Tres décadas en el mismo lugar, sin conocer siquiera a uno solo de sus vecinos.

Soltó un bufido.

Porque no le había dado la gana. Porque no había tenido tiempo. Eran de los que incordiaban, de los que ponían notas en el tablón de anuncios junto a la puerta principal pidiendo a la gente que no diera de comer a los pájaros en sus balcones. Los vecinos que solo hablaban entre sí cuando alguien ponía música demasiado alta y demasiado tarde, y que amenazaban con llamar a los agentes de contaminación acústica o a la policía. Pasaba olímpicamente de conocer a esa gente.

Atrapado en un atasco cuando iba a ver a Anni, de pronto recordó que su visita ese lunes en particular se había retrasado hasta la hora del almuerzo. Todos los lunes por la mañana, durante todos esos años, y de repente viene una auxiliar de clínica y la manda a fisioterapia. Cansado e irascible, había abandonado la cola de vehículos a fin de dar marcha atrás y aparcar en el sitio que acababa de dejar libre, solo para descubrir que ahora estaba ocupado. Soltó un improperio y aparcó en un lugar prohibido.

No le esperaban en Kronoberg hasta dentro de un par de horas, así que había empezado a subir la escalera cuando de pronto se detuvo en la primera planta. No quería entrar allí. En un espacio tan grande. Tan vacío. Llevaba un buen tiempo sin pasar por casa. El sofá de ese despacho, que había hecho tan suyo, situado en la otra punta de la jefatura de Policía, era muy estrecho y su corpulento cuerpo conseguía solo con dificultad acomodarse en él, era cierto, pero, a pesar de todo, dormía mejor allí. Y, de hecho, era lo que siempre hacía.

Así que empezó a caminar despacio por el asfalto. Cruzó Sveavägen, bajó Odengatan pasando por delante de la iglesia de Gustav Vasa, y luego torció en Dalagatan. La misma ruta, veinticinco minutos independientemente de la época del año, el fino pelo gris, las arrugadas facciones, la patente cojera cuando la pierna izquierda no le respondía; el comisario de la policía criminal Ewert Grens era el tipo de persona ante la cual se apartaba la gente que caminaba por la acera, la clase de hombre que se hace oír sin tener que abrir la boca.

Ahora se puso a cantar.

Una vez que dejaba atrás a los borrachuzos sentados en los bancos de Vasaparken y la deprimente entrada al hospital de Sabbatsberg, solía apretar el paso, sus pulmones necesitaban ese rato para ponerse en marcha; y cantó, en voz alta y desafinando, durante todo el camino hacia la jefatura de Policía, mientras la sangre bombeaba en su desgarbado cuerpo, sin inmutarse ante los viandantes que se volvían a mirarle. Siempre algo de Siw Malmkvist, siempre algo de un tiempo que ya no existía.

Querido Magnus, perdóname.

Ayer cometí un error.

Las líneas que te escribí,

hoy llegarán a tu buzón.

Esa mañana tocaba «No leas la carta que te escribí», orquesta de Harry Arnold, 1961: la versión sueca en voz de Siw de «Don’t read the letter», de Patti Page. Cantaba y recordaba aquellos días en los que la soledad no existía, una vida tan larga que costaba abarcarla.

Treinta y cuatro años en la policía. Lo había tenido todo. Treinta y cuatro años. No tenía nada.

En medio del puente Barnhusbron, el eslabón sobre la vía de ferrocarril que unía Norrmalm con Kungsholmen, levantó aún más la voz. Por encima del ruido del tráfico, del fuerte viento que siempre acechaba justo allí, cantó para todo Estocolmo, reprimiendo las preocupaciones y los pensamientos y esa sensación que a veces rayaba en la amargura.

Cierto que eres algo gordo,

pero no tanto como un cerdo.

Me pareces tan mono,

¿cómo iba a llamarte «lelo»?

Se desabrochó la chaqueta y se quitó la bufanda para que la letra de la anticuada canción flotara libremente entre los coches que iban en segunda, entre la gente que a toda prisa caminaba encorvada rumbo a alguna parte. Grens estaba a punto de llegar al estribillo cuando sintió una vibración impaciente en el bolsillo interior de su chaqueta. Una vez. Dos veces. Tres veces.

—¿Sí?

Mantuvo alto el tono al hablarle a aquel aparatejo electrónico. Un par de segundos, y luego la voz que aborrecía.

—¿Ewert?

—Sí.

—¿Qué haces?

«A ti qué coño te importa, pedazo de lameculos», Ewert Grens despreciaba a su jefe. Al igual que despreciaba, en principio, a todos sus compañeros de trabajo. No intentaba disimularlo. Nadie podía evitar advertirlo. Pero en especial le sacaba de sus casillas ese mequetrefe, un comisario jefe engreído, un jovenzuelo metomentodo que ni siquiera se sabía abrochar bien los zapatos.

—¿Qué quieres?

Oyó cómo su jefe tomaba aliento, preparándose.

—Ewert, tú y yo tenemos diferentes papeles que desempeñar. Diferentes áreas de responsabilidad. Por ejemplo, soy yo quien decide a quién contratar. Y qué puesto adjudicarle.

—Eso lo dirás tú.

—Así que me preguntaba cómo es posible que, según me acabo de enterar, tú hayas contratado a una persona para el puesto vacante de tu unidad. Una persona que, además, dista de tener la experiencia necesaria para ejercer como inspector de la policía criminal.

Debería colgar el puto teléfono, debería seguir cantando lo que le apetecía cantar. El sol acababa de levantarse y el lado más hermoso de Estocolmo estaba despertando, era su momento, su ritual, su condenado derecho a no tener que tratar con idiotas.

—Eso es lo que hay. Aquí el que no corre vuela.

Un tren pasó por debajo de él: el traqueteo, haciendo eco en el puente, ahogó la voz del teléfono. No le importó.

—No te oigo.

La voz volvió a intentarlo.

—No puedes contratar a Hermansson. Tengo otro candidato. Muy cualificado.

Ewert Grens estaba a punto de ponerse a cantar de nuevo.

—Qué se le va a hacer. Demasiado tarde. Ayer firmé todos los papeles. Porque me figuraba que ibas a meter la nariz en esto.

Colgó el teléfono y se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta.

Reanudó su paseo, se aclaró la garganta: iba a cantar la canción entera desde el principio.

Diez minutos más tarde abrió la pesada puerta de la entrada principal de Kungsholmgatan.

Todos esos chiflados ya estaban sentados allí, esperando.

Los papelitos con el número de turno para las denuncias matutinas, todos los lunes la misma historia, la jefatura a reventar, la maldición del fin de semana. Los contempló: a la mayoría de ellos se les veía cansados, un robo en un piso mientras sus habitantes estaban en el chalé, un coche sustraído de un garaje, un escaparate destrozado. Se dirigió hacia el pasillo y a la puerta cerrada electrónicamente detrás de la cual se hallaba su despacho, un par de pisos más arriba tras pasar ante unas cuantas puertas más allá de la máquina de café. Estaba a punto de marcar el código y entrar cuando vio a un hombre tendido en un sofá al fondo del pasillo. Un papel con el número de turno en la mano, la cara torcida a un lado, sangre coagulada saliendo de un oído. Un ruido confuso, como un balbuceo, un idioma que, Grens estaba seguro, era finés.

El oído de ella sangraba.

Se acercó. El hombre postrado apestaba a alcohol, un olor tan acre que Grens se detuvo en seco.

Su rostro. La cosa tenía muy mala pinta.

Grens comenzó a respirar solo por la boca. Dio dos pasos adelante y se inclinó hacia él.

El hombre estaba severamente magullado.

Las pupilas presentaban diferentes tamaños. Una era pequeña, la otra estaba dilatada.

Los ojos, los veía ante sí, la cabeza de ella en su regazo.

No lo sabía, no entonces.

Se dirigió rápidamente al mostrador de registro. Un breve intercambio verbal, Grens agitó los brazos con furia y el joven policía se levantó, corrió detrás del comisario hacia el borracho que había llegado media hora antes en un taxi y llevaba un rato tendido en el sofá.

—¡Que un coche patrulla lo lleve a urgencias neurológicas del Karolinska! ¡Ahora mismo!

Ewert Grens estaba fuera de sí.

—Lesiones graves en la cabeza. Pupilas de distinto tamaño. Un flujo de sangre procedente del oído. Balbucea.

Se preguntó si era demasiado tarde.

—Todo apunta a una hemorragia cerebral.

Si alguien sabía de eso, era él. Sabía que podía ser demasiado tarde. Que una lesión grave en la cabeza a veces es irreversible.

Lo sabía y había vivido con ese conocimiento durante más de veinticinco años.

—¿Has registrado su denuncia?

—Sí.

Buscó la placa de identificación del joven policía, dejó claro que la estaba escudriñando, estableció contacto visual de nuevo.

—Dámela.

Ewert Grens abrió la puerta de seguridad y caminó por el pasillo, pasando ante una silenciosa hilera de salas de espera.

Una persona que acababa de sangrar por los oídos: se había encontrado con su mirada, con sus pupilas de diferentes tamaños.

Eso era todo lo que había visto.

Eso era todo lo que en ese momento había podido ver.

No podía saber aún que eso, un delito grave de lesiones entre tantos otros, iba a ser la continuación de un proceso comenzado hacía varios años, en un remoto lugar, un brutal asesinato que daría lugar a otros, quizá la investigación criminal más extraordinaria a la que se enfrentaría en su carrera policial.