Era una mañana bastante bonita, con Estocolmo a lo lejos sumido en la bruma que el sol rasgaba, mientras vapores varios bailaban sobre el agua. Media hora más y luego el muelle, la ciudad, el hogar.

John miró por la claraboya de plástico. El enorme ferry se deslizaba lentamente por el canal, a no más de unos pocos nudos: las ondas que formaba la proa de metal al surcar las aguas eran tan leves como las que habría esbozado cualquier pequeña embarcación.

Había sido una larga noche. El cansancio le embargaba, había intentado acostarse ya pasadas las cuatro, pero no había logrado conciliar el sueño. Eso era lo que ocurría a veces, que el ahora se confundía y entremezclaba con el ayer. Sentía dolor en los ojos, en la cabeza, en todo el maldito cuerpo. Estaba asustado. Hacía mucho tiempo que no sentía miedo, se había acostumbrado a una rutina cotidiana, con Helena acostada a su lado y Oscar profundamente dormido en la habitación contigua. Tenían su vida, su piso —pequeño, pero suyo—, a veces le daba la sensación de que nunca había existido otra cosa, de que podía olvidar todo lo demás.

A través de la claraboya se filtraba una corriente de aire. Hacía frío en el camarote, como siempre en enero. Dos noches a bordo, un buen sueldo, camarote privado y comida gratis, no estaba mal, podía aguantarlo. La música de baile y la panda de borrachos asistentes a una conferencia constituían algo a lo que poco a poco había aprendido a hacer frente; al fin y al cabo, ahora era padre, y unos ingresos regulares casi le compensaban esa sensación que a veces se apoderaba de él a la mitad de una canción, ahí subido en el escenario con los demás. Un sentimiento de soledad, un sentimiento de, a pesar de todas las parejas sudorosas que reían en la pista de baile, no poder hablar con nadie, de no poder moverse.

Le había pateado la cara.

John cerró los ojos, apretó los párpados hasta que le dolieron y luego los abrió de nuevo. Estocolmo se acercaba, la línea del horizonte de Södermalm se veía como si estuviera a punto de derrumbarse sobre el muelle de Stadsgård.

No debería haber ocurrido.

Nunca iba a volver a pegar a nadie.

Pero ese cabrón tenía la mano bajo su falda, se apretaba contra ella, y esta había intentado escabullirse y retirar la mano que le tocaba el culo. John le había advertido, la gente había dejado de bailar, y cuando el hombre, tras soltarla, se colocó frente a él con su sonrisa burlona, le pareció que era otra persona la que actuaba, que él, John, era un mero espectador, y que la fuerza bruta provenía de otro lado.

Alguien llamó a la puerta del camarote. No lo oyó.

Lo habían denominado «trastorno del control de impulsos». En aquel entonces, hacía ya mucho tiempo. Lo habían examinado para darle el diagnóstico, a él, un adolescente temprano que golpeaba todo lo golpeable. Un terapeuta había mencionado a una madre fallecida prematuramente, y otro, determinados hechos ocurridos con posterioridad. Pero incluso en aquel entonces se había descojonado ante tales análisis. No creía que la explicación residiera en su infancia, no creía que sus tendencias agresivas fueran el resultado de que le hubieran enseñado a usar el váter mal ni de juguetes rotos; le pegaba a todo lo que se interponía en su camino porque no tenía otra opción, porque quería pegar.

El ruido en la puerta abierta del camarote continuó.

Estocolmo se veía cada vez más grande a través del ojo de buey, la línea del horizonte se convertía gradualmente en edificios bien definidos. Era uno de esos días de invierno que habían llegado a gustarle: Estocolmo bajo un cálido sol que templaba las mejillas antes de que el frío volviera con la oscuridad, la lucha entre la vida que esperaba y el pasado que debía desaparecer para siempre. Miró, según navegaban frente a él, hacia un embarcadero adjunto a un gran chalé que solía contemplar: se hallaba en una ubicación privilegiada, a la orilla del mar, y contaba con un bien cuidado jardín oculto bajo la fina capa de nieve. Vio el hielo que cubría el ancladero abandonado donde en verano solía estar amarrada una cara lancha motora. Stöpis. Una de las palabras suecas más hermosas que conocía. El agua que corría sobre el hielo cuando la temperatura aumentaba para, luego, congelarse de nuevo durante las gélidas noches. «Stöpis». Varias capas de hielo fino con agua entre medias. Ni siquiera sabía cómo se le llamaba a eso en inglés, nunca había conseguido averiguarlo, si es que existía un vocablo equivalente.

Otro golpe en la puerta.

Esta vez lo oyó. A lo lejos. Un golpe que se abría paso entre sus pensamientos. Se dio la vuelta para mirar el camarote: una cama, un armario, paredes blancas, una puerta al fondo de donde procedía el ruido.

—¿Molesto?

Un hombre con uniforme verde, alto, de hombros anchos, barba roja. John lo conocía. Uno de los guardias de seguridad.

—No.

—¿Puedo pasar?

Señaló el interior del camarote. John no sabía ni siquiera cómo se llamaba.

—Por supuesto.

El guardia de seguridad se acercó a la claraboya y miró, distraído, la ciudad que esperaba a lo lejos.

—Bonita vista.

—Sí.

—Qué ganas de llegar a tierra firme.

—¿Qué es lo que quiere?

El guardia de seguridad hizo un gesto hacia la cama, pero no esperó respuesta, se sentó sin más.

—El incidente de anoche.

John lo miró.

—¿Y bien?

—Sé quién es. Es de los que mete mano a las chicas. Ya lo ha hecho antes. Pero esa no es la cuestión. No es una buena idea patearle a alguien la cabeza aquí a bordo.

Sobre el estante que hacía las veces de mesilla de noche reposaba un paquete de cigarrillos. John sacó uno y lo encendió. El guardia de seguridad, en un gesto ostensivo, se apartó del humo.

—Te han denunciado. Cincuenta testigos no son precisamente pocos. La policía ya está esperando en el muelle.

«Eso no».

El miedo que durante mucho tiempo no había sentido, que casi había aprendido a olvidar.

—Lo siento, amigo.

El uniforme verde sobre la cama. John lo miró, dio una calada a su cigarrillo, no podía moverse.

«Eso no».

—John. Así es como te llamas, ¿no? Solo una cosa. A mí personalmente no me importa un carajo el cabrón finlandés al que le has pateado la cara: se lo merecía. Pero te han denunciado. Y la policía te va a interrogar.

John no gritó.

Estaba convencido de que lo estaba haciendo, pero de su garganta no salía ningún sonido.

Solo un grito silencioso hasta que sus pulmones se vaciaron.

Acto seguido, se sentó en la cama, con la cabeza gacha y agarrándose fuertemente las mejillas con las manos.

No entendía por qué, pero por un instante se hallaba en otro lugar, en otro tiempo, tenía quince años y acababa de aporrear a un profesor por la espalda con una silla, un único y violento golpe en la cara del señor Coverson con el dorso de la silla cuando este se dio la vuelta. Perdió la audición como resultado de ello, el señor Coverson, y John todavía podía recordar cómo se sintió al enfrentarse a él en el juicio, cuando por primera vez se percató de que cada golpe acarreaba consecuencias. Lloró como nunca antes había llorado, ni siquiera en el funeral de su madre. Había entendido, comprendido de verdad el alcance de su acto: había privado para siempre al maestro ya entrado en años de la facultad de utilizar un oído, y entonces fue consciente de que ese era el último golpe que asestaba. Tres meses en esa mierda de correccional de menores no habían cambiado las cosas.

—Van a detener vuestro autobús de gira.

El guardia de seguridad estaba todavía sentado. Le había sorprendido la intensidad de la reacción de John, el repentino terror que llenó el camarote. El pavor ante la perspectiva de ser interrogado por la policía. El riesgo de ser acusado de lesiones graves. Por supuesto, nadie querría hallarse en una situación así. Pero eso, las violentas sacudidas de su cabeza, su semblante casi blanco incapaz de hablar; el guardia no acertaba a comprenderlo.

—Van a estar esperándote allí fuera. En la salida de vehículos.

John lo oía por encima de su cabeza, la voz que fluía y desaparecía en el humo del cigarrillo.

—Pero si sales con los pasajeros que van a pie, podrías ganar un par de horas.

Abandonó el ferry entre una multitud de gente cargada con bolsas de las tiendas libres de impuestos y maletas con ruedas, mientras la capital vivía su hora punta matutina, y luego corrió por la acera que se alejaba del centro, en dirección a Nacka. El aire —cargado de humedad, dióxido de carbono y alguna cosa más— lo llevó a Danvikstull, donde con una mano sudorosa paró un taxi y pidió que lo llevara al 43 de Alphyddevägen. Durante más de seis años había estado temiendo que llegara ese día, y hacía tiempo que había decidido no escapar. Pero quería llegar a casa. Con Helena, con Oscar. Los abrazaría y ellos le hablarían del futuro y comerían arroz con leche y mermelada de arándanos, como si fuera su última comida.