Quedaba solo una hora, por lo que debía mirar hacia otro lado. Acababan de zarpar de Åbo y volvían a casa: solo un par de canciones más, algo animado que lograra levantar a los más curdas del suelo y luego una canción lenta para aquellos que no querían que la noche terminara, eso era todo; luego, algunas horas en el camarote y de nuevo en Estocolmo.

Pero era superior a sus fuerzas. No podía mirar hacia otro lado, otra vez no: el hombre que cogía por banda a las mujeres en la pista de baile apretaba su sexo contra la cadera de ella por segunda vez, y ella seguía sin darse cuenta.

John la había estado observando toda la noche.

El pelo oscuro, la risa que denotaba su alegría de poder bailar hasta sudar a chorros… Era hermosa. Era Elizabeth y Helena al mismo tiempo.

Su mujer.

—¿Qué coño estás haciendo?

De súbito había dejado de cantar, él mismo apenas era consciente de ello, la ira le impedía leer las notas y los músicos que se hallaban tras él continuaron durante unos cuantos compases para, luego, bajar sus instrumentos y esperar en silencio.

Debería mirar hacia otro lado.

Habló desde el escenario una vez más, dirigiéndose al hombre que seguía demasiado cerca de ella.

—Déjala en paz. ¡Ahora mismo!

Una copa tintineando levemente en algún lugar cerca de la entrada. El fuerte viento azotando los ventanales. Por lo demás, silencio. El silencio que se crea cuando hay una pausa repentina en la música, cuando el cantante interrumpe el estribillo.

Trece parejas permanecían inmóviles en la pista de baile.

Todos habían congelado sus movimientos en medio de un paso, sorprendidos mientras bailaban algo que reconocían como un popurrí ochentero, y todavía estaban sin aliento cuando, poco a poco, cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando. Se volvieron uno a uno en la dirección que John señalaba, hacia el tipo alto y rubio que se encontraba entre ellos en la pista de baile.

El micrófono distorsionó cuando John habló en voz muy alta:

—¿Es que no me entiendes o qué? Cuando te vayas, seguimos tocando.

El hombre dio un paso atrás, se tambaleó un poco, su sexo ya no rozaba la cadera de la mujer. Recuperó el equilibrio, se volvió hacia el escenario y hacia John, y levantó el dedo corazón en el aire. Así se quedó, sin decir nada, sin moverse.

Una persona abandonó la pista.

Otra se inclinó hacia su pareja para susurrarle algo al oído.

Una tercera levantó los brazos con impaciencia, como diciendo: «Venga, tocad, que estamos bailando».

El hombre mantenía el dedo corazón en el aire mientras se abría paso entre las inmóviles parejas, en dirección al escenario, en dirección a John.

La voz de Lenny sonó a sus espaldas: «Pasa de él, John, déjalo hasta que vengan los de seguridad»; y Gina suspiró: «Ya basta, deja al borrachuzo con sus groserías»; incluso el bajista, que hasta ese momento se había abstenido de intervenir: «No sirve de nada, mañana tendremos aquí a otro igual».

Los oía.

No los escuchaba.

El borracho estaba ahora al pie del escenario, riéndose con sorna, con un aliento apestoso y la cara más o menos a la altura de la cintura de John. Mantenía el dedo todavía en el aire, pero ahora lo bajó despacio, formó un círculo con el índice y el pulgar de la otra mano, miró a John a los ojos y luego metió el dedo en el círculo, dos veces, tres veces.

—Bailo con quien me da la gana.

A alguien se le cayó un tenedor.

Tal vez un altavoz emitió un sonido distorsionado.

John no percibió nada de eso. Más tarde no podría describir nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Estaba concentrado en contar, contar hacia atrás. Si alguien sabía hacerlo, era él. «Si sigo contando, esta rabieta de mierda se me pasará, me calmaré».

Y es que había aprendido a hacerlo.

A no pegar.

A no volver a pegar nunca a nadie.

Bajó la mirada hacia el hombre que se burlaba de él, que hacía un gesto de penetración con la mano, se pasó su propia mano por el pelo, que una vez llevó largo, y trató de recogérselo detrás de las orejas como solía hacer cuando la turbación y el miedo amenazaban con anular su autocontrol. Vio el rostro de dieciséis años de Elizabeth y el rostro de treinta y siete de Helena; miró a la mujer que hacía poco sudaba a chorros de tanto bailar pero que ahora estaba quieta en la pista, y luego a las ebrias zarpas que la habían manoseado; y de repente todo explotó: todos aquellos putos años de constante cuenta atrás y todos aquellos putos años reprimiendo la ira que le presionaba el pecho por dentro cuando intentaba dormir. Y sin ser consciente de ello levantó la pierna hacia atrás y, acto seguido, le pateó la cara con toda la fuerza acumulada por el tiempo, le golpeó esa mueca de burla sin, a continuación, oír prácticamente nada del jaleo provocado por la confusión y el agobio cuando la gente se agolpó alrededor del hombre al que acababa de embestir.