Acostado en la cama, trató de leer. No había manera. Las palabras se entremezclaban ante sus ojos, su cabeza no lograba concentrarse. Todo era como al principio, cuando llegó allí, novato, los primerísimos días, después de dos semanas pateando las paredes y los barrotes se había dado cuenta de que era simplemente una cuestión de aguantar, de guardar la energía para seguir respirando mientras sus súplicas llenaban el espacio, de encontrar una manera de pasar las horas sin contarlas.
Pero hoy, hoy era diferente. Hoy no lo hacía por su propio bien. Lo sabía. Era en Marv en quien pensaba. Era para Marv para quien leía. «John, ¿qué toca hoy? —Todas las mañanas la misma pregunta. A Marv le importaba—. ¿Steinbeck? ¿Dostoievski?».
Cuatro guardias uniformados acababan de escoltar al hombre de sesenta y cinco años por el largo pasillo de celdas cerradas a cal y canto. Iba babeando a causa de las drogas que le habían inyectado, y las piernas habían estado a punto de fallarle varias veces, pero mantuvo la compostura, no gritó ni lloró, y el cortante alambre de espino que se cernía por encima de sus cabezas brillaba gracias a la tenue luz que lograba abrirse paso a través de las pequeñas claraboyas situadas aún más arriba.
Para John Meyer Frey, Marvin Williams era lo más similar a lo que suele llamarse «un buen amigo». Un hombre entrado en años que poco a poco había forzado a un agresivo y aterrorizado joven de diecisiete a hablar, a pensar, a anhelar. Tal vez eso era lo que el jefe de guardias había visto: un sentimiento de familia lo suficientemente fuerte como para saltarse a la torera las normas de seguridad. Habían estado cara a cara en la celda de John, hablando en voz baja, mientras Vernon Eriksen los observaba desde el pasillo, permitiéndoles compartir esos últimos minutos.
Ahora Marv iba a morir.
Se hallaba en el pabellón de la muerte, en una de las dos celdas de Marcusville destinadas a aquellos cuya ejecución era inminente, el final de trayecto para las últimas veinticuatro horas de vida, la celda número 4 y la celda número 5. Ninguna otra celda tenía esos números, los números de la muerte, ni en el bloque Este, ni en ningún otro lugar dentro del enorme presidio. Uno, dos, tres, seis, siete, ocho. Así es como se contaba en todas las plantas, en todos los corredores.
El único hombre negro del pueblo.
Él mismo se lo había contado después de varios meses de darle la tabarra, una vez que John se puso a leer los libros que no paraba de recomendarle. Marv, antes del incidente en el restaurante chino de Ohio en el que dos hombres muertos acabaron a sus pies, había vivido en las montañas de Colorado, en Telluride, un viejo pueblo minero que se quedó despoblado cuando las minas dejaron de producir, muriendo así por un tiempo hasta que los hippies fugados de las grandes urbes se mudaron allí en la década de los sesenta y lo transformaron para adaptarlo a su estilo de vida alternativo. Unos doscientos jóvenes estadounidenses, blancos, ilustrados, que creían en lo que se creía en aquel entonces: en la libertad, la igualdad, la fraternidad y el derecho de todos a liarse un porro.
Doscientos blancos y un negro.
Marv literalmente había sido el único negro del pueblo.
Y algunos años más tarde, ya fuera por pura provocación o para dar ejemplo de fraternidad, o debido a su constante necesidad de dinero, se había casado, en un matrimonio fraudulento, con una mujer de Sudáfrica que necesitaba el permiso de residencia. Había comparecido reglamentariamente frente a un grupo de burócratas para convencerlos de que, por supuesto, el único amor verdadero del único negro del pueblo era esa mujer blanca procedente de la cuna del apartheid, y lo había hecho tan bien que ella ya había obtenido la nacionalidad estadounidense cuando tiempo después se divorciaron.
Por ella precisamente había ido a Ohio, donde entró en el restaurante en el que nunca debería haber entrado.
John suspiró, agarró el libro con más fuerza, lo intentó de nuevo.
A lo largo de la tarde y de la noche leyó unas pocas líneas mientras veía ante sí a Marv en la cámara de la muerte, una celda sin litera, tal vez en ese momento él se hallaba sentado en un taburete azul en un rincón, o estaba tendido en el suelo, acurrucado, con la mirada fija en el techo.
Unas pocas líneas más, a veces una página entera, y luego Marv de nuevo.
La luz abandonaba poco a poco los ventanucos y la noche tomaba el relevo. Le costaba mucho yacer ahí, al lado de la celda vacía, sin escuchar la pesada respiración de Marv. Para su sorpresa, John logró dormir un par de horas: el colombiano hizo menos ruido de lo normal y le pudo el cansancio acumulado de la noche anterior. Despertó a eso de las siete, con el libro debajo de él, y, tras quedarse inmóvil en la misma posición un par de horas más, se dio la vuelta y se levantó, casi renovado.
Podía oír claramente a los visitantes.
Era fácil diferenciar las voces de personas libres de las de los convictos. Era fácil reconocer ese tono que solo se oye en la voz de quienes no conocen con precisión la fecha de su muerte, esa incertidumbre que les evita tener que contar las horas.
John miró hacia la unidad central de vigilancia. Contó quince personas que pasaron delante de su celda.
Llegaban pronto —quedaban todavía tres horas para la ejecución— y caminaban despacio, lanzando miradas curiosas al corredor. En la parte delantera, el alcaide, un hombre a quien John había visto solo una vez. Le seguían, en fila india, los testigos. Se imaginó que eran los de siempre: algunos parientes de la víctima, algún amigo del condenado, algunos periodistas. Llevaban los abrigos puestos aún con restos de nieve en los hombros, las mejillas se les veían enrojecidas, bien debido al frío, o bien por la excitación de ir a ver morir a alguien.
A través de los barrotes les escupió. Estaba a punto de darse la vuelta cuando de pronto oyó cómo se abría la puerta de la unidad central de vigilancia para permitir a alguien adentrarse en el pasillo del bloque Este.
Se trataba de un tipo bajo y rechoncho, con bigote y pelo negro peinado hacia atrás. Llevaba un abrigo de piel sobre su traje gris, la nieve se había derretido y los pelos del animal muerto estaban húmedos. Marchó con paso firme por el centro del pasillo, sus mocasines de goma negros aporreando el suelo de piedra, a pesar de que parecían blandos. No mostraba ninguna vacilación: sabía adónde iba, a qué celda se dirigía.
John se peinó con una mano nerviosa, metiéndose el pelo detrás de las orejas, como siempre, dejando que su coleta le colgara por la espalda. Cuando ingresó en la prisión llevaba el pelo corto, pero desde entonces se lo había dejado crecer, un centímetro cada mes, por si acaso en algún momento el reloj que hacía tictac en su interior se paraba.
En ese momento podía ver al visitante con toda claridad, puesto que este se había detenido enfrente de su celda: ese rostro del que huía en sueños que lo atormentaban constantemente, una cara en la que el acné una vez hizo estragos y que ahora mostraba las cicatrices que el tiempo y la sobrealimentación no habían conseguido borrar. Edward Finnigan esperaba en el pasillo, con su palidez invernal y sus ojos fatigados.
—Asesino.
Apretaba los labios. Tragó saliva y alzó la voz.
—¡Asesino!
Una rápida mirada hacia la unidad central de vigilancia, comprendió que debía bajar la voz si quería quedarse.
—Me quitaste a mi hija.
—Finnigan…
—Siete meses, tres semanas, cuatro días y tres horas. Exactamente. Puedes apelar todo lo que quieras. Ya me las apañaré para que te rechacen todos los recursos. Del mismo modo que me las he apañado yo para estar aquí ahora. Tú lo sabes, Frey.
—Váyase.
El hombre que estaba tratando sin éxito de hablar en voz baja se llevó la mano a la boca para colocar el dedo índice ante los labios.
—¡Chist!, no me interrumpas. No soporto que los asesinos me interrumpan.
Retiró el dedo. La contundencia volvió a su voz, una fuerza que solo el odio puede liberar.
—Hoy, Frey, voy a ver morir a Williams, por cortesía del gobernador. Y en octubre, te veré a ti. ¿Lo entiendes? Solo te queda una primavera y un verano.
Al hombre del abrigo de piel y los mocasines de goma le costaba estarse quieto. Basculaba el peso de un pie a otro, movía los brazos en círculos, mientras el odio almacenado en sus entrañas salía e invadía todo su cuerpo, sacudiendo las articulaciones y los músculos. John guardó silencio, como había hecho cuando se conocieron durante el juicio. El intercambio verbal había sido entonces similar: al principio había tratado de responder, pero enseguida desistió. El hombre frente a él no quería ninguna respuesta, ninguna explicación, no estaba preparado para eso y nunca lo estaría.
—Váyase. No tiene nada que decirme.
Edward Finnigan hurgó en uno de los bolsillos de la chaqueta y sacó algo que parecía un libro: cubierta roja, páginas con cantos dorados.
—Escucha, Frey.
Hojeó el tomo unos segundos, buscando una señal hasta que la encontró.
—Éxodo, capítulo veintiuno…
—Déjeme en paz, Finnigan.
—… versículos del veintitrés al veinticinco.
Miró hacia la unidad central de vigilancia de nuevo, tensó la mandíbula, agarró la Biblia con dedos que palidecían.
—«Mas si se causare daño, entonces lo pagarás: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente…».
Edward Finnigan leía el texto como si se tratara de un sermón.
—«… mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal».
Sonrió al cerrar de golpe el libro. John se dio la vuelta, se acostó de espaldas a los barrotes y al pasillo y fijó su mirada en la cochambrosa pared. Se quedó así hasta que los pasos desaparecieron y la puerta del fondo se abrió y cerró de nuevo.
Quince minutos para el final.
A John no le hacía falta ningún reloj.
Siempre sabía exactamente cuánto tiempo llevaba echado en la cama.
Miró el tubo fluorescente del techo; el cristal cubierto de pequeñas manchas negras; las moscas que, atraídas por la luz siempre encendida, se habían acercado tanto que el calor las frió instantáneamente. Las primeras noches había tenido que taparse los ojos con las manos, luchando no solo contra el miedo y todos los ruidos nuevos, sino también contra una luz que nunca se apagaba; era difícil relajarse mientras la luz conjuraba la oscuridad.
Ahora iba a seguir contemplándola, hasta que todo terminara.
A veces albergaba la esperanza de que hubiera algo más allá.
Cualquier cosa que fuese algo más que una breve e ignominiosa sensación de estarse muriendo, algo más que la constatación «ahora me muero» para un segundo después haber desaparecido definitivamente.
Ese sentimiento era más fuerte en momentos como ese, cuando alguien estaba a punto de morir, alguien que ya no iba a tener que contar las horas.
John solía entonces tumbarse y morderse la manga del mono de presidiario al tiempo que sentía su corazón latir con fuerza; era difícil respirar, muy difícil respirar, y luego sobrevenían esos temblores que le hacían retorcerse y, al final, vomitar en el suelo.
La cabeza ardiendo en llamas, las uñas arrancadas.
Como si él también se estuviera muriendo, cada vez que alguien moría.
John se agarró fuertemente a la litera cuando la luz se apagó de pronto. Luego parpadeó, se volvió a encender, se esfumó de nuevo. La luz y la oscuridad se alternaban en el bloque Este y en el ala Oeste, así como en todos los demás módulos de la prisión de Marcusville, mientras el cuerpo de Marv Williams durante un eterno minuto era sometido a descargas eléctricas de entre seiscientos y mil novecientos voltios. A buen seguro había vomitado ya durante la primera descarga para, luego, continuar vaciándose un poco más con cada nueva sacudida, hasta que no quedara nada en su interior.
La luz volvió y John sabía que el cuerpo devastado se habría desplomado en la silla unos segundos, aún con vida. Se mordió la manga y se preguntó si Marv sería capaz de pensar en esos momentos, si sus pensamientos ahogarían el dolor.
La segunda descarga siempre duraba siete segundos, mil voltios, cuando la solución salina en los electrodos de cobre acoplados a la cabeza y a la pierna derecha comenzaba a echar chispas.
John dejó de morder la tela naranja. Se desabrochó los dos botones del cuello y agarró la cadena de plata y la cruz que de ella colgaba. Mientras la apretaba en su mano, la lámpara se encendió y apagó varias veces: la tercera y última descarga solía durar más, doscientos voltios durante dos minutos.
Los globos oculares ya le habían estallado.
Ya chorreaba orina y excrementos.
Ya brotaba sangre de todos sus orificios corporales.
Aunque detestaba todo lo que tuviera que ver con la religión, hizo lo que habría hecho Marv: sostuvo el crucifijo en una mano y con la otra dibujó la señal de la cruz en el aire.