Caminaba lentamente contra el fuerte viento. No había un alma en la cubierta. Todos estaban dentro, en algún lugar de esa comunidad flotante integrada por restaurantes, pistas de baile y tiendas libres de impuestos. Oyó reír a alguien y, después, murmullos y tintineo de copas, así como la música electrónica bombeada de uno de los salones llenos de gente joven y guapa.

Se llamaba John Schwarz y estaba pensando en ella. Como siempre.

La primera persona a la que había sentido de cerca. La primera mujer que se había desnudado ante él; su piel: podía notarla, soñar con ella, añorarla.

Se cumplían dieciocho años de su muerte.

Ese día.

Se dirigió hacia la puerta, de nuevo aspiró profundamente el frío aire del Báltico para, acto seguido, adentrarse en el barco, que olía a combustible, alcohol y perfume barato.

Cinco minutos más tarde, se hallaba encima de un diminuto escenario en una sala enorme, contemplando a quienes iban a ser su público esa noche, a aquellos que buscaban divertirse entre cócteles adornados con diminutas sombrillas y cuencos de cacahuetes.

Dos parejas. En medio de la pista de baile, que, por lo demás, estaba vacía.

Negó con la cabeza. Él tampoco habría pasado una noche de jueves en un ferry en dirección a Åbo si hubiera podido evitarlo. Pero, teniendo a Oscar en casa, necesitaba dinero, lo necesitaba más que nunca.

Tres números rápidos a un zalamero compás de cuatro por cuatro solían servir para despertarlos; de hecho, ya habían salido algunos más: ocho parejas que bailaban bien pegadas, inclinándose los unos hacia los otros con la esperanza de que la canción siguiente se pareciera a la de ahora, que por primera vez esa noche era lenta, de las que requieren contacto corporal. Mientras cantaba, John echaba un vistazo a los que se hallaban en la pista de baile y a los que esperaban fuera a que alguien los sacase a bailar. Había una mujer, muy guapa, de pelo largo y oscuro, vestida de negro, que burbujeaba a carcajadas cuando su pareja la pisaba. John la siguió con la mirada y pensó en Elizabeth, muerta, y en Helena, que le esperaba en un piso de Nacka; esa mujer, que parecía reunir a ambas —el cuerpo de Helena y los movimientos de Elizabeth—, ¿cómo se llamaría?

Aprovechó el descanso para beber agua mineral. La camisa, de color turquesa y de otro tono de azul con un doblez negro en el cuello, rezumaba humedad en la zona de las axilas a causa del humo y los focos que lo acosaban. La mujer con la que aún intentaba establecer contacto visual seguía en la pista, pero había cambiado de pareja un par de veces, y se la veía, asimismo, sudorosa, la cara y el cuello relucientes.

Miró el reloj. Le quedaba una hora.

Un pasajero al cual conocía por haberlo visto en un par de ocasiones la Navidad pasada, se acercó a aquellos que estaban deseosos de bailar. Era de los que se emborrachaban y aprovechaban la ocasión para «accidentalmente» tocar los muslos de las mujeres siempre que podía. Se movía entre las parejas y ya había rozado los pechos de una de las jóvenes. John no estaba seguro de si la chica se había percatado, rara vez lo hacían, pues entre la música y el desfile de cuerpos una mano intrusa pasaba desapercibida.

John lo odiaba.

Obviamente, había visto a unos cuantos tipos como ese con anterioridad: atraídos por la música de orquesta y la cerveza de alta graduación, rociaban su angustia sobre cualquiera que se interpusiera en su camino. Una mujer que bailaba y se reía era también una mujer a la que, en la oscuridad, podías abrazar, meter mano, ultrajar.

De pronto la ultrajó también a ella.

A ella, que era a un tiempo Elizabeth y Helena.

A ella, que era la mujer de John.

El hombre le tocó las nalgas mientras ella se daba la vuelta para, luego, acercarse demasiado y terminar restregando su sexo contra la cadera de ella en lo que parecía ser un torpe paso de baile. La chica era como todas las demás, se lo estaba pasando demasiado bien y era demasiado agradable para darse cuenta del ultraje. John siguió cantando, mirando y temblando, en un arrebato de rabia tan lacerante que le empujaba a pelear. Durante mucho tiempo le había pegado a la gente, ahora se limitaba a golpear las paredes y los muebles. Pero ese individuo le había sacado de sus casillas, se había frotado contra su mujer, se había pasado de la raya.