Miró alrededor de la celda. Ese olor tan peculiar. Debería haberse acostumbrado. Debería haberlo integrado ya como parte de sí mismo.
Sabía que nunca se acostumbraría.
Su nombre era John Meyer Frey, y el suelo que tan fijamente miraba, de color orín, tenía un brillo extraño; los muros, que se le echaban encima, seguramente habían sido blancos en un principio; y el techo que sobre él se cernía gritaba ulcerado por la humedad, mientras unas manchas redondas se agolpaban sobre un fondo verdoso que lograba que un espacio de 5,2 metros cuadrados pareciera ser aún más pequeño de lo que era.
Inspiró profundamente.
Lo peor eran sin duda los relojes.
Podía soportar ese corredor hacia la eternidad en el que una verja de hierro tras otra encerraba aquello que solo anhelaba salir huyendo; podía soportar el tintineo incesante de las llaves que le trituraba los pensamientos y hacía que la cabeza estuviera a punto de estallarle; podía incluso soportar los gritos del colombiano de la celda número 9, cuyo volumen aumentaba según transcurría la noche.
Pero no los relojes.
Los guardias llevaban unos putos relojes de pulsera enormes, de oro falso, cuyas esferas parecían perseguirle cada vez que alguno de sus portadores pasaba cerca de la celda. En el otro extremo del corredor, de una de las tuberías de agua que iban del bloque Este al ala Oeste, colgaba otro reloj: nunca había entendido por qué, estaba fuera de lugar, pero ahí se hallaba haciendo tictac y bloqueando la vista. A veces —estaba seguro de ello— también oía las campanadas de la iglesia de Marcusville, de piedra blanca con su esbelta torre, en la plaza; conocía muy bien ese sonido, sobre todo al amanecer, cuando, mientras él aún yacía despierto en la litera mirando el techo verdoso, durante un rato casi reinaba el silencio, hasta que era rasgado por el tañido de las campanadas, que atravesaba los muros contando las horas.
Eso es lo que hacían. Contar las horas. En una cuenta atrás.
Hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo: odiaba saber cuánto tiempo se le había esfumado, saber que hacía dos horas le quedaba una vida un poco más larga.
Esa era una de esas mañanas.
Había permanecido despierto casi toda la noche, dando vueltas en la cama, tratando de conciliar el sueño, sudando mientras sentía los minutos pasar y seguía dando vueltas. Los gritos del colombiano se habían prolongado más de lo habitual: tras comenzar más o menos a medianoche no habían cesado hasta poco después de las cuatro, el estruendo causado por su angustia, con su tono de voz elevándose hora tras hora, superaba el estrépito incesante de las llaves; gritaba algo en español que John no entendía, la misma frase una y otra vez. Se había quedado adormilado hacia las cinco: no lo había comprobado en ningún reloj, pero sabía que era esa hora, llevaba el paso del tiempo dentro de sí, era como si su cuerpo contase las horas automáticamente incluso cuando intentaba pensar en otra cosa.
Durmió hasta las seis y media, no más tarde. Y se despertó de nuevo.
El hedor de la celda le asaltó de inmediato: ya la primera inspiración le produjo náuseas, haciéndole abalanzarse sobre la mugrienta taza del váter, que era más bien un agujero de loza sin tapa demasiado bajo para un tipo de uno setenta y cinco. De rodillas, trató de vomitar y, al no conseguirlo, se metió los dedos en la garganta.
Tenía que vaciarse.
Tenía que deshacerse de ese primer aliento, tenía que soltarlo; de lo contrario, era arduo levantarse, arduo tenerse en pie.
No había logrado dormir una noche entera desde que llegó allí hacía ahora cuatro años, y ya había perdido la esperanza de conseguirlo algún día. Pero esa noche, esa madrugada, había sido más larga que las anteriores.
Era la penúltima noche de Marvin Williams.
Hacia la hora de comer, el envejecido preso iba a ser conducido por el pasillo enrejado para ser recluido en una de las dos celdas del pabellón de la muerte.
Sus últimas veinticuatro horas.
Marv, su vecino y amigo. Marv, el reo más antiguo del corredor de la muerte. Marv, tan inteligente, tan orgulloso, tan diferente de los otros locos.
Un enema de diazepam: Marv estaría babeando en el momento en que vinieran a buscarlo. Drogado y dócil hacia el final, accedería, con movimientos lentos y soñolientos, a dejarse escoltar por los guardias uniformados, y cuando cerraran la puerta del bloque Este se habría olvidado del olor.
—¿John?
—¿Sí?
—¿Estás despierto?
Marv tampoco había dormido. John le había oído revolverse en la cama, dar vueltas y más vueltas en el reducido espacio, cantando algo que sonaba como una canción infantil.
—Sí, estoy despierto.
—No me atrevía a cerrar los ojos. ¿Lo entiendes, John?
—Marv…
—Miedo a quedarme dormido. Miedo a dormir.
—Marv…
—No hace falta que digas nada.
El enrejado era de color crema, dieciséis horribles barras de hierro que iban de una pared a la otra. Cuando John se levantó y se inclinó hacia adelante, hizo lo que siempre había hecho: rodeó uno de los barrotes con el dedo pulgar y el dedo índice, agarró el metal, se aferró a él. Siempre de la misma forma, con una mano, dos dedos, encerrando lo que le encerraba.
La voz de Marv de nuevo, en tono grave, de barítono, tranquila.
—Mejor así.
John esperó en silencio. Habían comenzado a hablar desde que a él lo internaron, ya la primera mañana la voz amable de Marv le hizo levantarse, le proporcionó fuerzas para ponerse de pie sin perder el equilibrio. Desde entonces, habían entablado una conversación que aún continuaba, que se propagaba por el aire a través de los barrotes hasta la pared opuesta, que había durado muchos años aunque no pudieran verse. Pero ahora… La voz se le quedó atascada en alguna parte de la garganta. Se la aclaró. ¿De qué se puede hablar con alguien que va a vivir una noche y un día para, a continuación, morir?
Marv respiraba fatigosamente.
—¿Lo entiendes, John? No puedo esperar más.
Cada día tenía una hora.
Eso era todo.
Fuera, el día duraba más. Pero ahí dentro, solo había una hora para respirar: en el patio de recreo rodeado de una cerca coronada con alambre de espino, con guardias armados vigilando desde las tapiadas torres.
Las restantes veintitrés horas se pasaban sobre un suelo de color orín de 5,2 metros cuadrados.
Leían mucho. John hasta entonces nunca había sido un gran lector. Al menos no por voluntad propia. Al cabo de unos meses, Marv le había encasquetado Las aventuras de Huckleberry Finn. Un puto libro infantil. Pero se lo había leído. Y luego otro. Ahora leía todos los días. Para no tener que pensar.
—¿Qué te toca hoy, John?
—Hoy quiero hablar contigo.
—Tienes que leer, ya lo sabes.
—Hoy no. Mañana. Mañana volveré a leer.
Marv, el único negro del pueblo.
Así es como solía presentarse a sí mismo. Eso es lo que le había dicho la primera mañana, cuando las piernas de John se negaban a funcionar. Una voz proveniente del otro lado de la pared de la celda a la que John había reaccionado como de costumbre: contestándole que se fuera a la mierda, a tomar por culo. El único negro del pueblo. John ya había reparado en ello por sí mismo la primera vez, cuando los cuatro guardias lo condujeron a la celda y le abrieron la puerta, para después cerrarla con llave. No había ningún otro blanco en el bloque Este. John estaba solo. Diecisiete años, más asustado que nunca, había escupido y le había dado patadas a la pared, hasta que su zapato quedó empolvado por pequeñas lascas de argamasa, y, después, se había puesto a gritar: «¡Voy a ir a por ti, puto negrata!», quebrándose la voz en el empeño.
La cosa no había quedado ahí, había continuado por la tarde. «Hola, me llamo Marv, el único negro del pueblo». John no tenía ya fuerzas para seguir pegando gritos. En cambio, Marv no paraba de hablar: acerca de su infancia en no sé qué villorrio de Louisiana, acerca de cómo hacia los treinta se había mudado a una aldea montañosa de Colorado, acerca de cómo, con cuarenta y cuatro años, había ido a visitar a una atractiva mujer en Columbus, Ohio, con la que fue a un restaurante chino: mal sitio y mal momento, ya que había acabado viendo morir a dos hombres a sus pies.
—¿Tienes miedo?
La muerte. Lo único en que no se les permitía pensar. Lo único en lo que pensaban.
—No lo sé, John. Ya no sé nada.
Conversaron sin interrupción toda la mañana: tenían tanto que decirse ahora que el tiempo se les acababa a toda velocidad…
Habían contemplado cómo los demás eran escoltados camino del exterior, conocían los procedimientos regulados en los manuales del Departamento de Rehabilitación y Corrección, las reglas que colgaban de las paredes y que te decían cómo habías de vivir cada hora de tu último día. Una doctora había acudido hacía un rato a suministrarle diazepam por vía rectal, de manera que Marv se iba colocando poco a poco, balbucía cuando intentaba pronunciar una frase coherente, sonaba como si babeara al hablar.
A John le gustaría poder verle en ese momento.
Pero aquello: estar a su lado y, sin embargo, no estarlo, sentir su cercanía pero no poder tocarlo, ni siquiera ponerle la mano en el hombro…
La puerta del fondo del pasillo se abrió.
Fuertes ruidos de pisadas en el suelo de color orín.
Las gorras altas con visera, los uniformes de color caqui, las botas negras relucientes: cuatro guardias que marchaban de dos en dos hacia la celda de Marv. John siguió cada uno de sus pasos, vio cómo se detenían a unos dos metros de distancia, los rostros vueltos hacia el interior de la celda.
—Extiende las manos.
La voz de Vernon Eriksen era bastante clara, tenía un acento típico del sur de Ohio, un chico de barrio que vino a trabajar un verano a la prisión a la edad de diecinueve años y acabó quedándose en ella, para después, solo un par de años más tarde, ser ascendido a jefe de guardias en el corredor de la muerte de Marcusville.
John ya no pudo ver nada más de lo que ocurría: los grandes uniformes le tapaban la vista.
Pero sabía qué era lo que estaba sucediendo.
Las manos de Marv emergían entre los barrotes y Eriksen le colocaba las esposas en las muñecas.
—¡Abran la celda número siete!
Vernon Eriksen era un guardia al que John poco a poco había aprendido a respetar. El único. Alguien que se implicaba en la vida cotidiana de los condenados, a pesar de no tener por qué hacerlo.
—¡Celda número siete abierta!
El altavoz de la unidad central de vigilancia chirrió, la puerta de la celda de Marv se deslizó hasta abrirse. Vernon Eriksen esperó, hizo una seña a sus compañeros y se quedó donde estaba mientras dos agentes entraban en la celda. John lo miró. Sabía que el jefe de guardias odiaba hacer eso: sacar de su celda a un preso con el que había trabado amistad, escoltarlo al pabellón de la muerte, prepararlo para morir. Eso era algo que jamás había dicho, y que nunca diría, pero John lo sabía, se había dado cuenta de ello hacía mucho tiempo. El tal Eriksen era alto, no demasiado musculoso pero de constitución recia; y su pelo, de textura fina y con un anticuado corte a tazón, sobresalía como un halo gris bajo su gorra. En ese momento contemplaba la celda de Marv, observaba los movimientos de sus colegas, al tiempo que toqueteaba con los guantes blancos los dos juegos de llaves que colgaban de su cinturón.
—Levántate, Williams.
—Ha llegado la hora, Williams.
—Sé que me estás oyendo, Williams, en pie, por el amor de Dios, que no tenga que levantarte a la fuerza.
John oyó cómo dos de los guardias obligaban a su vecino a salir de la litera, oyó las débiles protestas de un hombre de sesenta y cinco años drogado. Miró de nuevo a Vernon Eriksen, que seguía contemplando la celda. Quería gritar, pero no al jefe, quien curiosamente estaba de su parte: gritarle a él no tenía sentido. En su lugar, se dio la vuelta, se bajó los pantalones, y orinó en el agujero que se suponía que era un inodoro. Ya no había palabras, ya no había pensamientos. Mientras a Marv lo sacaban de su celda al otro lado de la pared, John se dedicó a perseguir un trozo de papel que había en el agujero lleno de agua. Con el chorro de orina hizo que el papel se arremolinara hasta por fin quedarse pegado en la blanca loza.
—John.
La voz de Marv, proveniente de algún lugar de detrás de él. Se subió los pantalones, se dio la vuelta.
—Quiero hablar contigo, John.
John miró al jefe: cuando este asintió levemente con la cabeza, se acercó a los barrotes, a las estacas de metal entre la cerradura de la puerta y las paredes de hormigón. Se inclinó hacia adelante, como siempre, con el pulgar y el dedo índice agarrando uno de los barrotes. De pronto se encontraba cara a cara con la persona que apenas conocía de vista, pero con la que había hablado varias veces al día durante los últimos cuatro años.
—Hola.
Esa voz que le resultaba tan familiar, amable, segura. Un hombre orgulloso, de postura erguida, de pelo negro encanecido hacía tiempo, bien afeitado, como John siempre lo imaginaba.
—Hola.
Marv babeaba. John se daba cuenta de que estaba tratando de concentrarse, de que los músculos de su cara no le obedecían. Un reo a punto de morir tiene que estar sedado, sin angustia innecesaria. John estaba seguro de que en realidad se hacía por el bien de los guardias, para paliar su propia angustia.
—Esto. Esto es para ti.
John contempló cómo Marv se llevaba la mano al cuello, cómo tanteaba torpemente con sus adormecidos dedos hasta por fin encontrar lo que buscaba.
—De todos modos me la voy a tener que quitar después.
Una cruz. Eso no significaba nada para John. Pero lo significaba todo para Marv. John lo sabía. Marv había encontrado la fe hacía un par de años, como tantos otros que esperaban en el corredor de la muerte.
—No.
El avejentado convicto agarró la cadena de plata, la enrolló alrededor del crucifijo y la puso en la mano de John.
—No tengo a nadie más a quien dársela.
John miró la cadena que ahora sostenía entre sus manos, y lanzó de nuevo una mirada inquieta a Vernon Eriksen.
John nunca había visto tal expresión en el rostro del jefe de guardias.
Estaba completamente rojo. Como invadido por un espasmo, como si ardiera. Y su voz: sonaba demasiado fuerte, demasiado alta.
—¡Abran la celda número ocho!
La celda de John.
Algo insólito. John miró a Marv, que no parecía reaccionar, y luego a los otros tres guardias, que, inmóviles, se lanzaban confusas miradas de reojo.
La puerta de la celda seguía cerrada.
—¿Puede repetir la orden, señor?
Una voz de la unidad central de vigilancia sonó a través de megafonía.
Vernon Eriksen levantó la barbilla irritado, recalcando con ese gesto que se dirigía al guardia que se encontraba al fondo del pasillo.
—He dicho que abran la celda número ocho. ¡Ahora!
Eriksen se quedó mirando fijamente los barrotes mientras esperaba que abrieran la puerta.
—Señor…
Uno de los tres guardias agitó los brazos para mostrar su extrañeza, pero apenas abrió la boca para hablar, su jefe le interrumpió.
—Soy consciente de que me estoy desviando del horario establecido. Si tiene algún problema con eso, por favor, presente su queja por escrito. Más tarde.
Una nueva mirada a la unidad central de vigilancia. Unos pocos segundos más de incertidumbre.
Todos permanecieron en silencio mientras la puerta de la celda se abría lentamente.
Vernon Eriksen esperó hasta que estuvo completamente abierta, luego se volvió a Marv y señaló con la cabeza el interior de la celda.
—Puedes entrar.
Marv no se movió.
—¿Quieres que yo…?
—Entra y despídete.
Más tarde llegó el frío, la humedad: por la ventana cercana al techo del corredor se colaba una corriente de aire, un silbido sordo que parecía buscar el suelo. John se abrochó el cuello del informe mono naranja que llevaba las iniciales DR[1] impresas en blanco en la espalda y las perneras.
Estaba temblando de frío.
Si es que era de frío.
O acaso era el dolor contra el que ya estaba empezando a luchar.