No se trata de que vaya a morir. No se trata de que haya estado esperando la muerte durante cuatro años y medio. No se trata de eso.
El castigo, el verdadero castigo, es saber cuándo.
No más tarde. No cuando sea viejo. No mucho más adelante, en un futuro tan lejano que no hay por qué pensar en él.
Exactamente cuándo.
En qué año, en qué mes, en qué día, en qué minuto.
El momento en que dejará de respirar.
El momento en que sus sentidos se apagarán y ya no olerá, verá ni oirá nada.
Nunca más.
Solo aquellos condenados a morir en un minuto exacto pueden comprender lo espantoso de la situación.
Lo que hace que la muerte sea medianamente soportable para los demás es la incertidumbre, el no tener que pensar en ella, puesto que no se sabe cuándo llegará.
Pero él lo sabe.
Sabe que cesará de existir dentro de siete meses, dos semanas, un día, veintitrés horas y cuarenta y siete minutos.
Con exactitud.