Si se tratase de definir con una palabra el rasgo dominante de la masonería francesa del siglo XVIII, sólo una serviría: dilettantismo.
(René Le Forestier, La Franc-Maçonnerie Templière et Occultiste, Paris, Aubier, 1970, 2)
Esa tarde invitamos a Agliè a visitar el Pílades. Aunque los nuevos parroquianos hubiesen regresado a la chaqueta y la corbata, la presencia de nuestro invitado, con su traje azul y su camisa inmaculada, el alfiler de oro en la corbata, no dejó de causar sensación. Por suerte a las seis de la tarde el Pílades estaba bastante despoblado.
Agliè desconcertó a Pílades pidiéndole un coñac de marca. Había, claro, pero ocupaba, intacto, un sitial, detrás de la barra de zinc, quizás desde hacía años.
Agliè hablaba observando el licor a contraluz, luego lo calentaba entre las manos, exhibiendo unos gemelos de oro de estilo vagamente egipcio.
Le mostramos la lista, diciéndole que la habíamos compilado sobre la base de los textos de los diabólicos.
—Es verdad que los templarios estaban vinculados con las antiguas logias de maestros albañiles formadas durante la construcción del Templo de Salomón. También es cierto que desde entonces sus miembros invocaban el sacrificio del arquitecto del Templo, Hiram, víctima de un misterioso asesinato, y hacían votos de venganza. Después de la persecución, muchos caballeros del Temple se integraron, seguramente, en esas fraternidades de artesanos, fusionando el mito de la venganza de Hiram con el de la venganza de Jacques de Molay. En el siglo XVIII, existían en Londres logias de albañiles propiamente dichas, las llamadas logias operativas, pero poco a poco algunos caballeros aburridos, aunque muy respetables, atraídos por sus ritos tradicionales, empezaron a desvivirse por incorporarse a ellas. Así fue como la masonería operativa, historia de albañiles reales se transformó en masonería especulativa, historia de albañiles simbólicos. En esa atmósfera, un tal Desaguliers, divulgador de Newton, influye en un pastor protestante, Anderson, que redacta las constituciones de una logia de Hermanos Albañiles, de inspiración deísta, y empieza a decir que las confraternidades masónicas son corporaciones con cuatro mil años de antigüedad, cuyos orígenes se remontan a los fundadores del Templo de Salomón. De ahí la mascarada masónica, el mandil, la escuadra, el martillo. Pero quizá por eso mismo la masonería se pone de moda, atrae a los nobles, por los árboles genealógicos que deja entrever, pero gusta aún más a los burgueses, que, no sólo pueden tratarse de igual a igual con los nobles, sino que incluso adquieren el derecho a llevar espadín. Miseria del mundo moderno que está naciendo, los nobles necesitan un ambiente donde entrar en contacto con los nuevos productores de capital, éstos, claro, buscan una legitimación.
—Pero parece que los templarios salgan a relucir más tarde.
—El primero que establece una relación directa con los templarios es Ramsay, de quien, sin embargo, preferiría no hablar. Yo sospecho que estaba inspirado por los jesuitas. De su prédica nace el ala escocesa de la masonería.
—¿En qué sentido escocesa?
—El rito escocés es un invento francoalemán. La masonería londinense había instituido los tres grados de aprendiz, compañero y maestro. La masonería escocesa multiplica los grados, porque multiplicar los grados significa multiplicar los niveles de iniciación y de secreto… A los franceses, que son fatuos por naturaleza, aquello les enloquece…
—Pero, ¿de qué secreto se trata?
—De ninguno, por supuesto. Si hubiese existido un secreto, mejor dicho, si ellos lo hubiesen poseído, su complejidad habría justificado la complejidad de los grados de iniciación. En cambio, Ramsay multiplica los grados para que crean que tiene un secreto. Ya imaginarán ustedes la trepidación de aquellos simples comerciantes que finalmente podían convertirse en príncipes de la venganza…
Agliè fue pródigo en toda clase de cotilleos masónicos. Y, según su costumbre, mientras hablaba iba pasando poco a poco al recuerdo en primera persona.
—En aquella época, en Francia se escribían couplets sobre la nueva moda de los frimacons, las logias proliferaban y por ellas circulaban monseñores, frailes, marqueses y tenderos, y los miembros de la casa real se convertían en grandes maestres. En la Estricta Observancia Templaria, de ese indeseable de von Hund, ingresaban Goethe, Lessing, Mozart, Voltaire, surgían logias de militares, en los regimientos se confabulaba para vengar a Hiram y se discutía sobre la revolución inminente. Para los demás, la masonería era una société de plaisir, un club, un símbolo de status. Allí había de todo, Cagliostro, Mesmer, Casanova, el barón d’Holbach, d’Alembert… Enciclopedistas y alquimistas, libertinos y hermetistas. Resulta evidente al estallar la revolución, cuando los miembros de una misma logia se encuentran divididos, y parece que la gran fraternidad entra en una crisis definitiva…
—¿No había una oposición entre el Gran Oriente y la Logia Escocesa?
—Sólo de palabra. Le pondré un ejemplo: a la logia de las Neuf Soeurs había ingresado Franklin, al que naturalmente le interesaba que se transformara en una asociación laica; lo único que quería era que apoyase su revolución americana… Pero, al mismo tiempo, uno de los grandes maestros era el conde de Milly, que buscaba el elixir de la juventud. Y, como era un imbécil, mientras hacía sus experimentos se envenenó y murió. Por otra parte, piense en el caso de Cagliostro: se inventaba ritos egipcios, pero también estaba implicado en el asunto del collar de la reina, escándalo orquestado por los nuevos grupos dirigentes para desacreditar al ancien régime. También Cagliostro andaba metido en eso. ¿Entienden? Traten de imaginar con qué clase de gente había que convivir…
—Debe de haber sido duro —dijo Belbo comprensivo.
—Pero, ¿quiénes son —pregunté— esos barones von Hund que buscan a los Superiores Desconocidos…?
—Alrededor de la farsa burguesa habían surgido grupos con intenciones muy distintas, que a veces, para atraer adeptos, se identificaban con las logias masónicas, pero que perseguían unos fines más iniciáticos. Es entonces cuando surge el debate sobre los Superiores Desconocidos. Pero lamentablemente von Hund no era una persona seria. Al principio les hace creer a los adeptos que los Superiores Desconocidos son los Stuart. Después determina que el objetivo de la orden es rescatar los bienes que pertenecieron a los templarios, y saca fondos de todas partes. Como no le bastan, cae en manos de un tal Starck, que decía conocer el secreto de la fabricación del oro porque se lo habían confiado los verdaderos Superiores Desconocidos, que estaban en San Petersburgo. Alrededor de von Hund y de Starck se precipitan teósofos, alquimistas de medio pelo, rosacrucianos de último momento, y juntos eligen gran maestre a un caballero integérrimo, el duque de Brunswick. Este se da cuenta inmediatamente de que está muy mal acompañado. Uno de los miembros de la Observancia, el landgrave de Hesse, llama a su corte al conde de Saint-Germain, porque está convencido de que ese caballero es capaz de fabricarle oro, paciencia, en aquellas épocas había que plegarse a los caprichos de los poderosos. Pero es que, encima, se cree San Pedro. Se lo aseguro, en cierta ocasión, Lavater, que era huésped del landgrave, tuvo que ponerse firme con la duquesa de Devonshire, que se creía María Magdalena.
—Pero, y estos Willermoz, estos Martines de Pasqually, que fundan una secta tras otra…
—Pasqually era un aventurero. Realizaba operaciones teúrgicas, en una cámara secreta donde los espíritus angélicos se le aparecían en forma de estelas luminosas y caracteres jeroglíficos. Willermoz lo había tomado en serio, porque era un entusiasta, honesto pero ingenuo. Estaba fascinado por la alquimia, pensaba en una Gran Obra a la que los elegidos hubieran debido consagrarse, para descubrir el punto de aleación de los seis metales nobles estudiando las medidas contenidas en las seis letras del primer nombre de Dios, que Salomón había comunicado a sus elegidos.
—¿Y entonces?
—Willermoz funda muchas obediencias e ingresa en muchas logias al mismo tiempo, como era costumbre en la época, siempre en busca de una revelación definitiva, temiendo que la revelación se produjese siempre en otra parte, como en verdad sucedió, e incluso puede que ésa fuese la única verdad… Por ello se adhirió a los Elus Cohen de Pasqually. Pero, en 1772, Pasqually desaparece, parte hacia Santo Domingo, deja todo empantanado. ¿Por qué se eclipsa? Sospecho que porque había entrado en posesión de algún secreto y no quería compartirlo. De todas formas, que descanse en paz, desaparece en ese continente, oscuro como se lo había merecido…
—¿Y Willermoz?
—En aquellos años todos estaban afectados por la muerte de Swedenborg, un hombre que habría podido enseñar muchas cosas al Occidente enfermo, si el Occidente le hubiese prestado oídos, pero ya el siglo corría hacia la locura revolucionaria para satisfacer las ambiciones del Tercer Estado… Ahora bien, es entonces cuando Willermoz oye hablar de la Estricta Observancia Templaria de von Hund y queda fascinado. Le habían dicho que un templario que se declara, quiero decir, que funda una asociación pública, no es un templario, pero el siglo XVIII era una época de gran credulidad. Willermoz trata de establecer varias alianzas con von Hund, como consta en esta lista; hasta que von Hund es desenmascarado, digamos que se descubre que era uno de esos personajes que desaparecen llevándose la caja, y el duque de Brunswick lo separa de la organización.
Dio otra ojeada a la lista:
—¡Ah, sí! Me olvidaba de Weishaupt. Los iluminados de Baviera, con un nombre como ése en seguida atraen a muchos espíritus generosos. Pero el tal Weishaupt era un anarquista, hoy le llamaríamos comunista, y si supiesen ustedes los disparates que se decían en ese ambiente, golpes de Estado, derrocamiento de soberanos, baños de sangre… Y les diré que he admirado mucho a Weishaupt, no por sus ideas, sino por su clarísima concepción del funcionamiento de una sociedad secreta. Pero se pueden tener espléndidas ideas organizativas y unos objetivos bastante confusos. En suma, el duque de Brunswick tiene que administrar la confusión que ha dejado von Hund y descubre que a esas alturas en el universo masónico alemán se enfrentan al menos tres almas: la tendencia sapiencial y ocultista, incluidos algunos rosacruces, la tendencia racionalista y la tendencia anárquico revolucionaria de los iluminados de Baviera. Entonces propone a las varias órdenes y ritos que se reúnan en Wilhelmsbad para celebrar un «convento», como lo llamaban entonces, una especie de estados generales. Debían responder a las siguientes preguntas: ¿La orden deriva realmente de una sociedad antigua? ¿De cuál? ¿Existen realmente unos Superiores Desconocidos, guardianes de la tradición antigua? ¿Quiénes son? ¿Cuáles son los verdaderos objetivos de la orden? ¿Se propone lograr la restauración de la orden de los templarios? Y cosas por el estilo, incluido el problema del papel que debían desempeñar las ciencias ocultas entre las actividades de la orden. Willermoz se adhiere con entusiasmo, al fin encontraría respuestas a las preguntas que, honestamente, se había formulado durante toda la vida… Y aquí surge el caso de de Maistre.
—¿Qué de Maistre? —pregunté—. ¿Joseph o Xavier?
—Joseph.
—¿El reaccionario?
—Si lo fue, no lo fue bastante. Era un hombre extraño. Fíjense que este defensor de la iglesia católica, y en momentos en que los pontífices empezaban a emitir bulas contra la masonería, ingresa en una logia, donde toma el nombre de Josephus a Floribus. Más aún, se acerca a la masonería cuando, en 1773, un breve pontificio condena a los jesuitas. Naturalmente de Maistre se acerca a las logias de tipo escocés, porque, claro, no es un ilustrado burgués sino un iluminado.
Bebía con parsimonia su coñac, extraía de una cigarrera de metal casi blanco unos puritos de forma extraña («me los confecciona mi tabaquero de Londres», dijo, «al igual que los cigarros que vieron en mi casa, sírvanse, son excelentes…»), hablaba con la mirada perdida en los recuerdos.
—De Maistre… Un hombre de trato exquisito, oírle hablar era un placer espiritual. Y había adquirido mucha autoridad en los círculos de iniciados. Sin embargo, en Wilhelmsbad defrauda las expectativas de todos. Envía una carta al duque en la que niega rotundamente la filiación templaria, la existencia de los Superiores Desconocidos y la utilidad de las ciencias esotéricas. Lo hace por fidelidad a la iglesia católica, pero se vale de argumentos propios de un enciclopedista burgués. Cuando el duque leyó la carta en un cenáculo de íntimos, nadie podía darle crédito. Ahora de Maistre afirmaba que el objetivo de la orden sólo consistía en la reconstitución espiritual, y que la ceremonia y los ritos tradicionales sólo servían para mantener despierto el espíritu místico. Alababa todos los nuevos símbolos masónicos, pero decía que cuantas más cosas representa una imagen más cerca está de no representar nada. Lo cual, perdonen ustedes, va en contra de toda la tradición hermética, porque el símbolo es más pleno, revelador y poderoso cuanto más ambiguo y fugaz resulta, si no ¿dónde queda el espíritu de Hermes, el dios de los mil rostros? Y sobre los templarios de Maistre se limitaba a decir que la orden del Temple había sido creada por la avaricia y que la avaricia la había destruido. Ahí quedaba todo. El de Saboya no podía olvidar que la orden había sido destruida con el consentimiento papal. Jamás hay que confiar en los legitimistas católicos, por ardiente que sea su vocación hermética. También la respuesta sobre los Superiores Desconocidos era ridícula: no existen, y prueba de ello era que no les conocemos. Se le objetó que, desde luego, no les conocemos, porque, si no, no serían desconocidos. ¿Les parece una manera de razonar la suya? Es extraño que un creyente de su temple fuese tan impermeable al sentido del misterio. Y después de decir eso, de Maistre hacía un llamamiento final, volvamos al Evangelio y abandonemos las locuras de Menfis. Se limitaba a plantear una vez más la línea milenaria de la iglesia. Ya ven ustedes en qué clima se desarrolló la reunión de Wilhelmsbad. Con la deserción de una autoridad como de Maistre, Willermoz quedó en minoría, y todo lo que pudo lograrse fue una solución de compromiso. Se mantuvo el rito templario, hubo que diferir el tema de los orígenes, en suma, un fracaso. Fue entonces cuando el escocesismo perdió su ocasión: si las cosas hubiesen sido distintas, quizá también el siglo siguiente habría resultado muy distinto.
—¿Y después? —pregunté—. ¿La cosa ya no pudo remendarse?
—¿Qué cree usted que podía remendarse, para usar sus palabras? Tres años después, un predicador evangélico que se había unido a los iluminados de Baviera, un tal Lanze, muere fulminado en un bosque. En sus ropas se encuentran instrucciones de la orden, interviene el gobierno bávaro, se descubre que Weishaupt está confabulando contra el gobierno, y al año siguiente se suprime la orden. No es todo, se publican unos escritos de Weishaupt, con los supuestos proyectos de los iluminados, que desacreditan durante un siglo al neotemplarismo francés y alemán… Quisiera señalar que probablemente los iluminados de Weishaupt estaban de parte de la masonería jacobina y se habían infiltrado en la rama neotemplaria para destruirla. No por casualidad esa gentuza atrajo a un Mirabeau, el tribuno de la revolución. ¿Quieren que les diga algo?
—Adelante.
—A los hombres que, como yo, queremos volver a atar los hilos de una tradición perdida, un acontecimiento como el de Wilhelmsbad nos deja desconcertados. Alguien había intuido, y calló; alguien sabía y mintió. Y después ya fue demasiado tarde, primero el torbellino revolucionario, después el pandemónium del ocultismo decimonónico… Miren la lista, una verbena de mala fe y credulidad, de zancadillas, excomuniones recíprocas, secretos que están en boca de todos. El teatro del ocultismo.
—¿Está diciendo que los ocultistas no son gente de fiar? —preguntó Belbo.
—Hay que saber distinguir entre ocultismo y esoterismo. El esoterismo es la búsqueda de un saber que sólo se transmite por símbolos, unos símbolos que están sellados para los profanos. El ocultismo, en cambio, que se difunde en el siglo XIX, es la punta del iceberg, lo poco que aflora del secreto esotérico. Los templarios eran iniciados, y prueba de ello es el hecho de que cuando les someten a tortura prefieren morir con tal de salvar su secreto. La fuerza con que lo ocultaron nos asegura que eran iniciados, y hace que añoremos lo que deben de haber sabido. El ocultista es exhibicionista. Como decía Péladan, un secreto iniciático revelado no sirve para nada. Lamentablemente, Péladan no era un iniciado, sino un ocultista. El siglo XIX es el siglo de la delación. Todos se afanan por divulgar los secretos de la magia, de la teúrgia, de la Cábala, del tarot. Y es probable que estén convencidos de su verdad.
Agliè siguió recorriendo nuestra lista, con algún gesto de conmiseración.
—Helena Petrovna. Una buena mujer, en el fondo, pero no dijo nada que ya no estuviese escrito en todas las paredes… De Guaita, un bibliómano drogado. Papus: ese sí que era bueno. —De repente se detuvo—: Tres… ¿De dónde ha salido ese dato? ¿De qué original?
Muy bien, pensé, se ha dado cuenta de la interpolación. No le respondimos nada preciso:
—Sabe usted, la lista se compiló sobre la base de distintos textos, y la mayoría ya se ha devuelto, eran cosas bastante malas. ¿Recuerda de dónde procede este Tres, Belbo?
—No creo. ¿Y tú, Diotallevi?
—Ya han pasado muchos días… ¿Por qué? ¿Es importante?
—No es nada —nos aseguró Agliè—. Era porque nunca había oído hablar de él. ¿Realmente no recuerdan quién lo mencionaba?
Lo lamentábamos mucho, no recordábamos.
Agliè extrajo su reloj del chaleco.
—Dios mío, tenía otra cita. Perdonen, debo marcharme.
Nos dejó, y nosotros nos quedamos conversando.
—Ahora todo está claro. Los ingleses lanzan la propuesta masónica para coaligar a todos los iniciados de Europa en torno al proyecto baconiano.
—Pero el proyecto sólo resulta a medias: la idea de los baconianos es tan fascinante que produce unos resultados contrarios a sus expectativas. La llamada rama escocesa piensa que el nuevo conventículo es una manera de reconstruir la sucesión, y se pone en contacto con los templarios alemanes.
—Para Agliè todo esto es incomprensible. Lógico. Sólo nosotros podemos decir ahora qué es lo que sucedió, qué queremos que haya sucedido. En aquel momento los distintos grupos nacionales se pelean entre sí, y yo no excluiría que ese Martines de Pasqually haya sido un agente del grupo de Tomar. Los ingleses reniegan de los escoceses, que por lo demás son franceses, los franceses están divididos en dos grupos, el anglófilo y el germanófilo. La masonería es la fachada, el pretexto gracias al cual todos estos agentes de grupos distintos, sabe Dios qué habrá sido de los paulicianos y los jerosolimitanos, se encuentran y se enfrentan, tratando de arrancarse unos a otros algún fragmento de secreto.
—La masonería es como el Rick’s Café Americain de Casablanca —dijo Belbo—. Esto refuta la opinión general. La masonería no es una sociedad secreta.
—Qué va, si sólo es un puerto franco, como Macao. Una fachada. El secreto estaba en otra parte.
—Pobres masones.
—El progreso se cobra sus víctimas. Sin embargo, reconozcan que estamos redescubriendo una racionalidad inmanente a la historia.
—La racionalidad de la historia es el resultado de una correcta reescritura de la Torah —dijo Diotallevi—. Y eso es lo que estamos haciendo, bendito sea por siempre el nombre del Altísimo.
—De acuerdo —dijo Belbo—. Ahora los baconianos controlan Saint-Martin-des-Champs, el ala neotemplaria francoalemana se está disgregando en una infinidad de sectas… Pero aún no hemos decidido de qué secreto se trata.
—Aquí les quiero ver —dijo Diotallevi.
—¿Les? En esto estamos embarcados los tres, y si no encontramos una salida honorable vamos a quedar fatal.
—¿Ante quién?
—Pues ante la historia, ante el tribunal de la Verdad.
—¿Quid est veritas? —preguntó Belbo.
—Nosotros —dije.