Afirma que el día antes había visto cómo llevaban a la hoguera a cincuenta y cuatro hermanos de la Orden porque no habían querido confesar los mencionados errores, y que había oído decir que los habían quemado, y que él, no estando seguro de poder resistir en caso de que lo quemaran, confesaría por miedo a la muerte, en presencia de los señores comisarios y de cualquier otra persona, si lo interrogaban, que todos los errores inputados a la Orden eran ciertos y que él, si se lo pedían, también acabaría confesado que había matado a Nuestro Señor.
(Declaraciones de Aimery de Villiers-le-Duc, 13 de mayo de 1310).
Un proceso lleno de silencios, contradicciones, enigmas y estupideces. Estas últimas eran las más evidentes, y por ser inexplicables coincidían casi siempre con los enigmas. En aquella época feliz, yo aún creía que la estupidez producía el enigma. La otra tarde en el periscopio pensaba que los enigmas más terribles, para no revelarse como tales, se disfrazan de locura. Ahora, en cambio, estoy persuadido de que el mundo es un enigma benigno, que nuestra locura vuelve terrible porque pretende interpretarlo con arreglo a su propia verdad.
Los templarios se habían quedado sin razón de ser. O más bien, habían transformado sus medios en fin y se dedicaban a administrar sus inmensas riquezas. Era lógico que un monarca centralista como Felipe el Hermoso los mirara con malos ojos. ¿Qué control podía ejercerse sobre una Orden soberana? El gran maestre tenía el rango de un príncipe de sangre, comandaba un ejército, administraba un patrimonio inmobiliario inmenso, era elegido al igual que el emperador y tenía una autoridad absoluta. El tesoro francés no estaba en manos del rey, sino en el Temple de París. Los templarios eran los depositarios, los procuradores, los administradores de una cuenta corriente cuyo titular, oficialmente, era el rey. Cobraban, pagaban jugaban con los intereses, se comportaban como un gran banco privado pero con todos los privilegios y franquicias de un banco estatal… Y el tesorero del rey era un templario. ¿Se puede reinar en esas condiciones?
Si no puedes derrotarles, únete a ellos. Felipe solicitó que le admitieran como miembro honorario de la Orden. Respuesta negativa. Ofensa que un rey no olvida. Entonces sugirió al papa que fusionase a los templarios y a los hospitalarios y creara una nueva Orden controlada por uno de sus hijos. El gran maestre del Temple, Jacques de Molay, llegó con gran pompa desde Chipre, donde ahora residía como un monarca en el exilio, y presentó al papa un memorial donde fingía analizar las ventajas de la fusión, pero en realidad acababa destacando todas sus desventajas. Sin pudor alguno, Molay señalaba, entre otras cosas, que los templarios eran más ricos que los hospitalarios, y que la fusión empobrecería a unos para enriquecer a los otros, lo que supondría un grave perjuicio para las almas de sus caballeros. Molay ganó la primera mano de aquella partida que sólo acababa de empezar, se archivó el expediente.
Sólo quedaba recurrir a la calumnia, y en eso el rey tenía buenas cartas. Rumores sobre los templarios hacía tiempo que circulaban. ¿Qué pensarían los buenos franceses de esos «coloniales», a los que se veía por ahí recogiendo diezmos sin dar nada a cambio, ni siquiera su sangre de guardianes del Santo Sepulcro? También ellos eran franceses, pero no del todo, una especie de pieds noirs, o, como se decía entonces, poulains. A lo mejor hacían gala de costumbres exóticas, quién sabe si entre ellos no hablarían el idioma de los moros, al que estaban tan avezados. Eran monjes, pero exhibían públicamente sus hábitos estrafalarios, y ya unos años antes el papa Inocencio III había tenido que emitir una bula De insolentia Templariorum. Habían hecho voto de pobreza, pero se presentaban con el fasto de una casta aristocrática, la avidez de las nuevas clases mercantiles, el descaro de un cuerpo de mosqueteros.
No se necesitaba mucho para pasar a las habladurías: homosexuales, herejes, idólatras que adoran una cabeza barbuda de origen desconocido, aunque, desde luego, ajena al panteón de los buenos creyentes, quizá conocen los secretos de los Ismailies, están en contacto con los Asesinos del Viejo de la Montaña. Felipe y sus consejeros aprovecharon de alguna manera estas habladurías.
Detrás de Felipe se mueven sus dos ángeles de las tinieblas, Marigny y Nogaret. Marigny es el que al final se apoderará del tesoro del Temple y lo administrará en nombre del rey, hasta que sea transferido a los hospitalarios, y no está claro quién se embolsa los intereses. Nogaret, canciller del rey, había sido en 1303 el estratega del incidente de Anagni, en que Sciarra Colonna había abofeteado a Bonifacio VIII, y el papa había muerto de humillación al cabo de un mes.
En determinado momento, entra en escena un tal Esquieu de Floyran. Parece que, mientras está en la cárcel por delitos desconocidos y a punto de ser condenado a muerte, comparte la celda con un templario renegado, también él a la espera del cadalso, y del que escucha terribles confesiones. A cambio del perdón y de una suma respetable, Floyran vende lo que ha llegado a saber. Que no es más que lo que ya está en boca de todos. Pero ahora lo que era rumor se ha convertido en declaración sumarial. El rey comunica las sensacionales revelaciones de Floyran al papa, que ahora es Clemente V, el que trasladará la sede papal a Aviñón. El papa no sabe qué pensar, y, además, sabe que no es fácil meter mano en los asuntos del Temple. Pero en 1307 autoriza una investigación oficial. Molay es informado y declara que se siente tranquilo. Continúa participando, junto al rey, en las ceremonias oficiales, príncipe entre príncipes. Clemente V da largas al asunto, el rey sospecha que el papa quiere dar tiempo a los templarios para que puedan eclipsarse. Totalmente falso, los templarios siguen bebiendo y blasfemando en sus capitanías sin enterarse de nada. Y ése es el primer enigma.
El 14 de septiembre de 1307, el rey envía mensajes sellados a todos sus bailes locales y senescales ordenando la detención en masa de los templarios y la confiscación de sus bienes. Entre el envio de la orden y la detención, que se produce el 13 de octubre, transcurre un mes. Los templarios no sospechan nada. La mañana de la detención caen todos en la red y, segundo enigma, se rinden sin hacer uso de las armas. Téngase en cuenta que en los días precedentes los oficiales del rey, para estar seguros de que nada escapara a la confiscación, habían llevado a cabo una especie de censo del patrimonio templario en todo el territorio nacional, valiéndose de pretextos administrativos pueriles. Pero los templarios nada, pase usted señor baile, mire donde quiera, como si estuviese en su casa.
El papa, en cuanto se entera de la detención, intenta protestar, pero ya es demasiado tarde. Los comisarios reales han empezado a trabajar con el hierro y la cuerda, y muchos caballeros, sometidos a tortura, han confesado. A esas alturas sólo queda transferirlos a los inquisidores, que aún no recurren al fuego, pero es igual. Los confesos confirman.
Y ése es el tercer misterio: es cierto que los torturaron, y con saña, puesto que treinta y seis caballeros mueren por ello, pero entre aquellos hombres de hierro, habituados a hacer frente al cruel turco, no hay ni uno capaz de hacer frente a los bailes. En Paris sólo cuatro de un total de ciento treinta y ocho caballeros se niegan a confesar. Los demás confiesan todos, entre ellos Jacques de Molay.
—Pero, ¿qué confiesan? —preguntó Belbo.
—Confiesan exactamente lo que estaba escrito en la orden de detención. Hay muy pocas diferencias entre las declaraciones, al menos en Francia e Italia. En Inglaterra, en cambio, donde nadie quiere realmente procesarlos, las declaraciones contienen las imputaciones consabidas, pero se las atribuye a testigos ajenos a la Orden, que sólo hablan por lo que han oído decir. Vamos, que los templarios sólo confiesan donde alguien quiere que confiesen, y sólo confiesan lo que se quiere que confiesen.
—El típico proceso inquisitorial. Conocemos otros ejemplos —observó Belbo.
—Sin embargo, los acusados se comportan de manera extraña. Los cargos son que los caballeros, en sus ritos de iniciación, renegaban tres veces de Cristo, escupían sobre el crucifijo, eran desvestidos y besados in posteriori parte spine dorsi o sea en el trasero, en el ombligo y después en la boca, in humane dignitatis opprobrium, por último, dice el texto, se entregaban a concúbito recíproco, uno con otro. La orgía. Después se les mostraba la cabeza de un ídolo barbudo, y debían adorarlo. Pues bien, ¿qué responden los acusados al escuchar estas acusaciones? Geoffroy de Charney, que luego morirá en la hoguera con Molay, dice que sí, que en cierta ocasión ha renegado de Cristo, pero con la boca, no con el corazón, y que no recuerda si ha escupido en el crucifijo porque aquella noche todo se hacía muy aprisa. En cuanto al beso en el trasero, dice que también eso le ha sucedido, y que ha oído decir al preceptor de Auvernia que en el fondo era mejor unirse con los hermanos que tratar con una mujer, pero que él, sin embargo, jamás ha cometido pecados carnales con otros caballeros. O sea que sí, pero era casi un juego, nadie creía realmente en ello, los otros lo hacían pero yo no, lo aceptaba por buena educación. Jacques de Molay, el gran maestre y, por tanto, no precisamente el último de la banda, dice que, cuando le presentaron el crucifijo para que escupiese, hizo como que si, pero escupió en el suelo. Admite que las ceremonias de iniciación eran así, pero, mira por dónde, no podía afirmarlo con exactitud, porque en toda su carrera sólo había iniciado a unos pocos hermanos. Otro dice que ha besado al maestre, pero no en el culo sino en la boca, pero que el maestre si le había besado el culo a él. Algunos confiesan más de lo necesario, no solo renegaban de Cristo sino que afirmaban que era un criminal, negaban la virginidad de María, el crucifijo, habían llegado a orinar encima, no sólo el día de su iniciación sino también durante la Semana Santa, no creían en los sacramentos, no se limitaban a adorar al Bafomet, adoraban incluso al diablo en forma de gato…
Igualmente grotesco, aunque no tan increíble, es el pulso que se inicia entonces entre el rey y el papa. El papa quiere hacerse cargo del proceso, el rey prefiere concluirlo solo, el papa querría suprimir sólo provisionalmente la Orden, condenando a los culpables y restaurándola luego en su pureza primitiva, el rey quiere que el escándalo se extienda, que el proceso implique a la Orden en conjunto y la conduzca a su desmembramiento definitivo, político y religioso, claro está, pero sobre todo financiero.
De pronto aparece un documento que es una obra maestra. Unos teólogos determinan que no debe concederse un defensor a los acusados, para impedir que se retracten: puesto que han confesado, ni siquiera es necesario instruir una causa, el rey debe proceder de oficio, el proceso se justifica cuando el caso es dudoso, pero aquí no hay ni sombra de duda. «¿Por qué darles entonces un defensor, como no sea para que defienda los errores que han confesado, puesto que de la evidencia de los hechos resulta palmaria la comisión del crimen?»
Pero, como hay peligro de que el proceso pase de las manos del rey a las del papa, Felipe y Nogaret montan un proceso escandaloso en el que se ve implicado el obispo de Troyes, acusado de brujería sobre la base de la delación de un misterioso intrigante, un tal Noffo Dei. Después se descubrirá que Dei había mentido, y acabará en la horca, pero entretanto el pobre obispo ha sido acusado públicamente de sodomía, sacrilegio, usura. Los mismos cargos que se hacen a los templarios. Quizá el rey quiere mostrar a los hijos de Francia que la Iglesia no tiene derecho a juzgar a los templarios porque no es inmune a esas manchas, o quizá sólo sea una advertencia dirigida al papa. Es una historia oscura, un juego de policías y servicios secretos, de infiltraciones y delaciones… El papa se ve entre la espada y la pared y acepta interrogar a setenta y dos templarios, que confirman las confesiones sacadas con torturas. Sin embargo, el papa toma en cuenta su arrepentimiento y juega la carta de la abjuración para poderles perdonar.
Y entonces sucede algo más; este era un punto que debía resolver en mi tesis, y estaba dividido entre fuentes contradictorias: el papa acaba de obtener, al fin y con mucho trabajo, la custodia de los caballeros, pero de pronto los devuelve al rey. Nunca he entendido qué fue lo que sucedió. Molay se retracta de lo confesado, Clemente le permite defenderse y envía tres cardenales para interrogarle, el 26 de noviembre, Molay asume una arrogante defensa de la Orden y de su pureza, y llega a amenazar a los acusadores, después se les acerca un enviado del rey, Guillaume de Plaisans, a quien cree su amigo, éste le da algún oscuro consejo y el 28 del mismo mes el gran maestre formula una declaración harto tímida y muy imprecisa, dice que es un caballero pobre e inculto, y se limita a enumerar los méritos (ya remotos) del Temple, las limosnas que ha distribuido, el tributo de sangre en Tierra Santa, y cosas por el estilo. Para colmo llega Nogaret, quien recuerda los contactos, más que amistosos, entre el Temple y Saladino: se insinúa ya un delito de alta traición. Las justificaciones de Molay son penosas, en esas declaraciones el hombre, que ya ha soportado dos años de cárcel, parece un trapo viejo, aunque bien es cierto que ya lo parecía al día siguiente de su detención. En una tercera declaración, que tuvo lugar en marzo del año siguiente, Molay adopta otra estrategia: no habla, y no hablará si no es ante el papa.
Un lance imprevisto, y esta vez se pasa al drama épico. En abril de 1310 quinientos cincuenta templarios piden que se les deje hablar en defensa de la Orden, denuncian las torturas a que han sido sometidos los que han confesado, lo niegan todo y demuestran que los cargos que se formulan en su contra son absurdos. Pero el rey y Nogaret conocen su oficio. ¿Algunos templarios se retractan? Mejor así, porque entonces hay que considerarles reincidentes y perjuros, es decir relapsos, acusación terrible en aquellos tiempos, porque niegan con soberbia lo que ya han reconocido. Se puede perdonar incluso al que confiesa y se arrepiente, pero no a quien no se arrepiente porque se retracta de lo confesado y dice, cometiendo perjurio, que no tiene nada de que arrepentirse. Cincuenta y cuatro retractantes perjuros son condenados a muerte.
No es difícil imaginar cuál sería la reacción psicológica de los otros detenidos. El que confiesa sigue vivo en la cárcel, y mientras hay vida hay esperanza. El que no confiesa, o, aún peor, se retracta, acaba en la hoguera. Los quinientos retractantes aún con vida se retractan de su retractación.
Resultó que tenían razón los arrepentidos, porque en 1312 los que no habían confesado fueron condenados a cadena perpetua, mientras que los confesos fueron perdonados. Felipe no quería una matanza, sólo le interesaba el desmembramiento de la Orden. Los caballeros liberados, destruidos en el cuerpo y en el espíritu al cabo de cuatro o cinco años de cárcel, recalan silenciosamente en otras órdenes, sólo desean que se les olvide, y esta desaparición, este olvido, pesarán durante mucho tiempo sobre la leyenda de la supervivencia clandestina de la Orden.
Molay sigue pidiendo que le escuche el papa. Clemente convoca un concilio en Vienne, en 1311, pero no llama a Molay. Confirma la supresión de la Orden y asigna sus bienes a los hospitalarios, aunque por el momento los administre el rey.
Transcurren otros tres años; al fin se alcanza un acuerdo con el papa y el 19 de marzo de 1314, en el recinto sagrado de Notre-Dame, Molay es condenado a cadena perpetua. Al escuchar esa sentencia, Molay tiene un arranque de dignidad. Había esperado que el papa le permitiese refutar los cargos formulados en su contra, se siente traicionado. Sabe perfectamente que si vuelve a retractarse también a él le considerarán perjuro y reincidente. ¿Qué sucede en el corazón de ese hombre que lleva casi siete años esperando que le juzguen? ¿Vuelve a encontrar el coraje de sus mayores? ¿Decide que ahora que está destruido y sólo le queda la perspectiva de pasar el resto de la vida entre cuatro paredes y deshonrado, lo mismo da afrontar una bella muerte? Proclama su inocencia y la de sus hermanos. Los templarios han cometido un solo delito dice: por cobardía han traicionado al Temple. Él no está dispuesto a hacerlo.
Nogaret se frota las manos: por público delito, pública condena y definitiva, procedimiento de urgencia. También el preceptor de Normandía, Geoffroy de Charney, se había comportado como Molay. El rey decide ese mismo día: se erige una hoguera en el extremo de la isla de la Cité. Al anochecer, Molay y Charney son quemados.
Según la tradición, el gran maestre, antes de morir, vaticinó la ruina de sus perseguidores. En efecto, el papa, el rey y Nogaret morirían antes de un año. En cuanto a Marigny, después de la muerte del rey se dirá que ha cometido malversación. Sus enemigos le acusarán de brujería y será ahorcado. Muchos empiezan a pensar en Molay como en un mártir. Dante se hace eco de la indignación que muchos sienten por la persecución de los templarios.
Aquí acaba la historia y comienza la leyenda. Según uno de sus capítulos, el día en que guillotinaron a Luis XVI un desconocido saltó sobre el patíbulo y gritó: «¡Jacques de Molay, estás vengado!»
Esta fue más o menos la historia que conté aquella noche en el Pílades entre continuas interrupciones.
Belbo me preguntaba: «¿Pero está seguro de que no lo ha leído en Orwell o en Koestler?» O bien: «Pero vamos. Si es como el caso de… ¿cómo se llama el de la revolución cultural?…» Entonces terciaba sentencioso Diotallevi, como un estribillo: «Historia magistra vitae.» Belbo le decía: «Vamos, un cabalista no cree en la historia.» Y él, invariablemente replicaba: «Justamente, todo se repite en círculo, la historia es maestra porque nos enseña que no existe. Lo que cuentan son las permutaciones.»
—Pero en definitiva —dijo Belbo al final—, ¿quiénes eran los templarios? Primero nos los ha presentado como sargentos de una película de John Ford, después como unos mugrientos, más tarde como caballeros de una miniatura, luego como banqueros de Dios dedicados a sus inmundos negocios, luego como un ejército derrotado, luego como adeptos de una secta satánica, y por último como mártires de la libertad de pensamiento… ¿Quiénes eran?
—También tenía que existir alguna razón para que se hayan convertido en un mito. Probablemente eran todas esas cosas al mismo tiempo. Quiénes eran los cristianos, podría preguntarse un marciano del año tres mil, ¿los que se dejaban comer por los leones o los que mataban herejes? Todo eso.
—Pero, bueno, ¿hacían o no aquello de que se les acusaba?
—Lo más divertido es que sus seguidores, quiero decir los neotemplaristas de diversas épocas, dicen que sí. Las justificaciones son muchas. Primera tesis, se trataba de novatadas: si quieres ser templario, has de demostrar que tienes un par de cojones, escupe en el crucifijo y a ver si Dios te fulmina; al entrar en esta milicia, tienes que entregarte en cuerpo entero a los hermanos, hazte besar en el culo. Segunda tesis, les invitaban a renegar de Cristo para ver cómo se las apañarían si caían en poder de los sarracenos. Esta explicación es idiota, porque no se educa a alguien para que resista a la tortura obligándole a hacer, aunque sólo sea simbólicamente, lo que el torturador desea que haga. Tercera tesis, en Oriente los templarios habían entrado en contacto con herejes maniqueos, que despreciaban la cruz porque era el instrumento con que habían torturado al Señor, y predicaban la necesidad de renunciar al mundo y de desalentar el matrimonio y la procreación. Una vieja idea, típica de muchas herejías de los primeros siglos, que luego pasará a los cátaros, y hay toda una tradición que afirma que los templarios estaban impregnados de catarismo. Entonces se entendería la razón de la sodomía, aunque sólo fuese simbólica. Supongamos que los caballeros hubiesen entrado en contacto con esos herejes: no eran unos intelectuales, claro, y un poco por ingenuidad, un poco por esnobismo y espíritu de cuerpo, se montan su propio folclor personal, que les distingue del resto de los cruzados. Practican los ritos como gestos de reconocimiento, sin preguntarse por su significado.
—Pero, ¿y ese Bafomet?
—Mire usted, en muchas declaraciones se habla de una figura Baffometi, pero podría tratarse de un error del primer escribiente, y, si las actas están manipuladas, ese primer error se habría reproducido en todos los documentos. En otros casos alguien ha hablado de Mahoma (istud caput vester deus est, et vester Mahumet), y ello significaría que los templarios se habían creado una liturgia propia, de tipo sincrético. En algunas declaraciones se dice también que fueron invitados a invocar a «yalla», que debía de ser Alá. Pero los musulmanes no veneraban imágenes de Mahoma y entonces ¿quiénes podían haber influido en los templarios? Las declaraciones afirman que muchos han visto esas cabezas, a veces en lugar de una cabeza, se trata de un ídolo entero, de madera, de cabellos rizados, cubierto de oro, y siempre con barba. Parece que los inquisidores encontraron esas cabezas y las mostraron a los interrogados, pero lo bueno es que no hay huella de las cabezas, todos las han visto, nadie las ha visto. Como la historia del gato, unos dicen que era gris, otros que era rojo y otros negro. Pero imagínense un interrogatorio con el hierro candente: ¿has visto un gato durante la iniciación? Cómo no, si una alquería de los templarios, donde había que defender las cosechas de las ratas, tenía que estar plagada de gatos. En aquella época en Europa, el gato no era un animal doméstico común, aunque sí lo era en Egipto. Quizá los templarios tenían gatos en sus casas, a diferencia de la gente honrada, que los consideraba animales sospechosos. Y lo mismo podía pasar con las cabezas de Bafomet, quizá fueran relicarios en forma de cabeza, entonces se usaban. Naturalmente, hay quien sostiene que el Bafomet era una figura alquímica.
—No podía faltar el ingrediente alquímico —dijo Diotallevi con convicción—, es probable que los templarios conocieran el secreto de la fabricación del oro.
—Claro que lo conocían —dijo Belbo—. Se asalta una ciudad sarracena, se deguella a las mujeres y a los niños, se arrambla con todo lo que se encuentra en el camino. La verdad es que toda esta historia es un gran barullo.
—Y quizá tenían un barullo en la cabeza: ¿qué podían importarles los debates doctrinales? La Historia está llena de historias de cuerpos de élite como éste que se crean un estilo propio, un poco fanfarrón, un poco místico, ni siquiera ellos sabían bien lo que hacían. Y naturalmente también está la interpretación esotérica: lo sabían todo perfectamente, eran adeptos a los misterios orientales, y hasta el beso en el culo tenía un significado iniciático.
—Explíqueme un poco el significado iniciático del beso en el trasero —dijo Diotallevi.
—Algunos esoteristas modernos consideran que los templarios se identificaban con determinadas doctrinas indias. El beso en el culo habría servido para despertar a la serpiente Kundalini, una fuerza cósmica que reside en la base de la espina dorsal, en las glándulas sexuales, y que una vez despierta asciende hasta la glándula pineal…
—¿La de Descartes?
—Creo que sí, y allí debería abrir un tercer ojo en la frente, el de la visión directa en el tiempo y en el espacio. Por eso aún se sigue buscando el secreto de los templarios.
—Felipe el Hermoso hubiese tenido que quemar a los esoteristas modernos, no a aquellos pobrecillos.
—Sí, pero los esoteristas modernos no tienen un real.
—La de cosas que hay que escuchar —concluyó Belbo—. Ahora entiendo por qué estos templarios obsesionan a tantos de mis locos.
—Creo que es un poco lo de la otra noche. Toda su historia es un silogismo retorcido. Compórtate como un estúpido y te harás impenetrable para toda la eternidad. Abracadabra, Mane Thecel Phares, Pape Satán Pape Satán Aleppe, le vierge le vivace et le bel aujourd’hui, siempre que un poeta, un predicador, un jefe, un mago han emitido borborigmos insignificantes, la humanidad se ha pasado siglos tratando de descifrar su mensaje. Los templarios siguen siendo indescifrables debido a su confusión mental. Por eso muchos los veneran.
—Explicación positivista —dijo Diotallevi.
—Sí —dije—, quizá sea un positivista. Con una buena operación quirúrgica en la glándula pineal, los templarios hubieran podido convertirse en hospitalarios, es decir, en personas normales. La guerra corroe los circuitos cerebrales, debe de ser el ruido de los cañonazos, o del fuego griego… Mire a los generales.
Era la una. Embriagado por la tónica, Diotallevi se bamboleaba. Nos despedimos, me había divertido. Ellos también. Todavía no sabíamos que estábamos empezando a jugar con fuego griego, que quema, y consume.