¿Dónde terminar?
Una noche oscura de tormenta. Un carruaje, ya sin caballos, choca contra la precaria valla, que se revela inútil, y cae desfiladero abajo. Ni siquiera llega a chocar con un saliente rocoso antes de estrellarse en el cauce seco del río que hay al fondo y estallar en mil pedazos.
La señorita Trasero removió nerviosamente las redacciones.
Había una de la niña de seis años: «Lo Que Icimos En Nuestras Bacaciones: Lo que ice en mis bacaciones fue que me quedé con mi abuelo él tiene un henorme cavallo blanco y un jardín todo negro. Comimos uevo y patatas fritas».
Entonces prende el aceite de los fanales del carruaje y tiene lugar una segunda explosión, de la cual sale rodando —porque existen ciertas convenciones, incluso en la tragedia— una rueda en llamas.
Y otra hoja de papel, un dibujo hecho a la edad de siete años.
Todo en negro. La señorita Trasero tomó aire. No se trataba de que la niña solo hubiera podido utilizar lápiz negro. El Colegio de Quirm para Jóvenes Damas contaba de hecho con lápices muy caros de todos los colores.
Y luego, después de que la última ascua se extinga con un chisporroteo, llega el silencio.
Y el observador.
Que se vuelve y le dice a alguien en la oscuridad:
Sí. Yo habría podido hacer algo.
Y se aleja al galope.
La señorita Trasero volvió a rebuscar entre los papeles. Se sentía distraída y nerviosa, una sensación común a cualquier persona que tuviera mucho que ver con aquella jovencita. Normalmente el papel la hacía sentirse mejor. Era más fiable.
Luego había estado la cuestión del… accidente.
La señorita Trasero ya había dado noticias de ese tipo con anterioridad. Era uno de los riesgos ocasionales a los que se exponía todo aquel que dirigiera un gran internado. Los padres de muchas de las chicas solían estar lejos ocupándose de negocios de una u otra clase, y a veces se trataba de la clase de negocio en la que las posibilidades de obtener una rica recompensa van de la mano con los riesgos de terminar conociendo a hombres poco comprensivos.
La señorita Trasero sabía cómo manejar aquellas situaciones.
Resultaba doloroso, pero la cosa seguía un curso. Había conmoción y lágrimas, y luego, finalmente, todo cesaba. Las personas tenían maneras de afrontarlo. Había una especie de guión incorporado a la mente humana. La vida seguía.
Pero la niña se había limitado a permanecer inmóvil en su asiento. Lo que realmente asustó a la señorita Trasero fue la cortesía. La señorita Trasero no carecía de sentimientos, a pesar de que llevaran toda una vida secándose poco a poco en el horno de la educación, pero era muy concienzuda y opinaba que todo tenía que hacerse como es debido; creía saber cómo hubiese debido ir una cosa así y se sintió vagamente irritada al ver que no iba como debiera.
—Ejem… Si quieres estar sola, llorar un poco… —había sugerido, en un esfuerzo por conseguir que las cosas empezaran a seguir el curso apropiado.
—¿Eso ayudaría en algo? —había preguntado Susan.
Habría ayudado a la señorita Trasero.
Lo único que consiguió decir fue:
—Me pregunto si, quizá, has llegado a entender del todo lo que te he dicho.
La jovencita había mirado el techo como si estuviera tratando de resolver un problema difícil de álgebra y luego había dicho:
—Espero que llegaré a entenderlo.
Era como si ya lo hubiera sabido y de alguna manera lo hubiese afrontado. La señorita Trasero había pedido a las profesoras que no perdieran de vista a Susan. Ellas le habían comentado que no iba a ser fácil, porque…
En la puerta del despacho de la señorita Trasero sonó un golpe vacilante, como si quien llamaba prefiriese que no le oyeran. La señorita Trasero volvió al presente.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió.
Susan nunca hacía el menor ruido. Todo el cuadro académico lo había notado. Era extraño, decían. Siempre la tenías delante cuando menos te lo esperabas.
—Ah, Susan —dijo la señorita Trasero, con una tensa sonrisa correteándole por la cara como una garrapata nerviosa sobre una oveja preocupada—. Ten la bondad de sentarte.
—Claro, señorita Trasero.
La señorita Trasero removió los papeles.
—Susan…
—¿Sí, señorita Trasero?
—Lamento tener que decir que al parecer se te ha vuelto a echar de menos en las clases.
—No la entiendo, señorita Trasero.
La directora de la escuela se inclinó hacia delante. Se sentía vagamente disgustada consigo misma, pero… había algo como muy antipático en aquella jovencita. Era brillante en todas las materias que le gustaban, claro está, y ahí estaba el problema: Susan era brillante de la misma manera en que lo es un diamante, todo frialdad y aristas cortantes.
—¿Lo has estado… haciendo? —preguntó la señorita Trasero—. Prometiste que ibas a poner fin a todas esas tonterías.
—¿Señorita Trasero?
—Has estado haciéndote invisible otra vez, ¿verdad?
Susan se ruborizó. La señorita Trasero, si bien de una manera bastante menos sonrosada, hizo lo mismo. Bueno, pensó, esto es ridículo. Va contra toda lógica. Es… oh, no…
Volvió la cabeza y cerró los ojos.
—¿Sí, señorita Trasero? —preguntó Susan, justo antes de que la señorita Trasero dijera: «¿Susan?».
La señorita Trasero se estremeció. Aquello era otra cosa que había mencionado el profesorado. A veces Susan respondía a las preguntas justo antes de que se las formularan…
Hizo acopio de valor.
—Sigues sentada ahí, ¿verdad?
—Claro, señorita Trasero.
Ridículo.
No era invisibilidad, se dijo. Susan simplemente hace que su presencia pase inadvertida. Ella… quien…
Se concentró. Se había escrito un pequeño recordatorio precisamente en previsión de aquella eventualidad, y lo tenía sujeto al expediente con un clip.
Leyó: «Estás entrevistando a Susan Sto Helit. Procura no olvidarlo».
—¿Susan? —se aventuró a decir.
—¿Sí, señorita Trasero?
Si la señorita Trasero se concentraba, entonces Susan estaba sentada delante de ella. Si hacía un esfuerzo, podía oír la voz de la jovencita. Lo único que debía hacer era luchar contra una acuciante tendencia a creer que estaba sola.
—Me temo que la señorita Pepinal y la señorita Gruevos se han quejado —se las arregló para decir finalmente.
—Yo siempre estoy en clase, señorita Trasero.
—Sí, supongo que así es. La señorita Traidor y la señorita Sello dicen que te ven allí continuamente. —Había habido algunas discusiones entre el profesorado acerca de ello—. ¿Eso es porque te gustan la lógica y las matemáticas y en cambio no te gustan la lengua y la historia?
La señorita Trasero se concentró. Era imposible que la jovencita hubiera salido de la habitación. Si forzaba su mente al máximo, podía captar el eco de una voz diciendo: «No sé, señorita Trasero».
—Susan, te aseguro que resulta de lo más molesto cuando…
La señorita Trasero se calló. Recorrió el estudio con la mirada y luego contempló una nota sujeta con un clip a los papeles que tenía delante. Pareció leerla; luego puso cara de perplejidad durante un instante y, acto seguido, hizo una bola con ella y la dejó caer dentro de la papelera. Cogió una pluma estilográfica, se quedó mirando al vacío un momento y después centró su atención en los libros de contabilidad de la escuela.
Susan esperó con cortesía durante un rato, y luego se levantó y se fue tan silenciosamente como le era posible.
Ciertas cosas tienen que ocurrir antes que otras cosas. Los dioses juegan partidas con los destinos de los hombres. Pero antes han de colocar cada una de las fichas en el tablero y mirar por todas partes en busca de los dados.
Llovía en el pequeño y montañoso país de Nellofselek. Siempre llovía en Nellofselek. La lluvia era la principal exportación de aquellas tierras. Nellofselek tenía minas de lluvia.
Imp el bardo estaba sentado al pie de un árbol, más por costumbre que porque abrigara esperanzas de que le resguardase de la lluvia. El agua se escurría por las hojas con forma de aguja y creaba riachuelos ramitas abajo, así que funcionaba más bien como una especie de concentrador de lluvia. De cuando en cuando, las masas de agua se desplomaban sobre la cabeza de Imp.
Tenía dieciocho años, un talento extraordinario y, en aquellos momentos, no se sentía a gusto con su vida.
Imp afinó su arpa, su hermosa arpa nueva, y contempló la lluvia; lágrimas entremezcladas con gotas de lluvia se deslizaban por su cara.
A los dioses les encantan las personas así.
Se decía que si los dioses deseaban destruir a alguien, primero lo volvían loco. En realidad, cuando los dioses desean destruir a alguien lo primero que hacen es entregarle el equivalente de un cartucho grueso con una mecha encendida y «Acmé, Fabricantes de Dinamita» escrito en un lateral. Es más interesante, y lleva menos tiempo.
Susan deambulaba por los pasillos que olían a desinfectante. No estaba particularmente preocupada por lo que fuera a pensar la señorita Trasero. Por lo general, no se preocupaba por lo que pudiera pensar nadie. Susan ignoraba por qué las personas se olvidaban de ella siempre que ella quería, pero después siempre parecían encontrar un tanto embarazoso sacar a relucir el tema.
A veces, algunas profesoras tenían dificultades para verla. Perfecto. Susan solía llevarse un libro al aula y leía tranquilamente, mientras las Principales Exportaciones de Klatch ocurrían a otra gente…
Era, indudablemente, un arpa hermosa. Muy rara vez consigue un artesano que algo le salga tan bien que resulta imposible imaginar cómo mejorarlo. Esta vez ni se había molestado en añadir algún adorno. Habría sido como cometer un sacrilegio.
Y era nueva, algo muy poco habitual en Nellofselek. La mayoría de las arpas eran viejas. No es que se desgastasen. A veces necesitaban otro armazón, un cuello o cuerdas nuevas, pero el arpa en sí continuaba existiendo. Los bardos viejos decían que las arpas mejoraban con el tiempo, aunque los viejos siempre tienden a decir ese tipo de cosas a pesar de la experiencia cotidiana.
Imp tañó una cuerda. La nota flotó un tiempo en el aire y se extinguió. El arpa era nueva y reluciente y ya cantaba igual que una campana. Lo que podría llegar a ser dentro de cien años era inimaginable.
El padre de Imp había dicho que todo aquello eran sandeces, que el futuro estaba escrito en las piedras y no en las notas. Aquello solo había sido el inicio de la discusión.
Luego el padre de Imp había dicho cosas, y el joven Imp había dicho cosas, y de pronto el mundo pasó a ser un lugar nuevo y desagradable, porque uno no puede desdecirse de las cosas una vez han sido dichas.
—¡Tú no sabes nada! —había dicho Imp—. ¡No eres más que un viejo estúpido! ¡Pero yo le estoy dando mi vida a la música! ¡Pronto llegará el día en el que todos dirán que fui el músico más grande del mundo!
Palabras estúpidas. Como si a un bardo pudiera importarle cualquier opinión que no fuera la de otros bardos, que habían pasado una vida entera aprendiendo a escuchar la música.
Pero dichas, aun así. Y si son dichas con la pasión apropiada y en ese momento los dioses están aburridos, a veces el universo volverá a formarse alrededor de palabras como esas. Las palabras siempre han tenido el poder de cambiar el mundo.
Ten cuidado con lo que deseas. Nunca sabes quién estará escuchando.
O qué, ya puestos.
Porque, a lo mejor, algo podría estar flotando a la deriva entre los universos, y unas pocas palabras de la persona equivocada en el momento adecuado podrían hacerle variar el rumbo…
Muy lejos de allí, en la bulliciosa metrópolis de Ankh-Morpork, unas chispas corretearon por una pared desnuda, y luego…
… hubo una tienda. Una vieja tienda de instrumentos musicales. Nadie se dio cuenta de su llegada. Tan pronto como apareció, la tienda siempre había estado allí.
La Muerte estaba en su asiento contemplando la nada, con el hueso de la barbilla apoyado en las manos.
Albert se fue acercando con mucha cautela.
Una fuente de continuo desconcierto para la Muerte en sus momentos de mayor introspección, y estaba pasando por uno de ellos, era por qué su sirviente siempre pisaba el suelo por el mismo camino.
Quiero Decir Que, pensó, teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación…
… la cual se prolongaba hasta el infinito, o tan cerca de él como para que no hubiera diferencia. En realidad, medía cosa de un kilómetro y medio. Eso es grande para una habitación, pero sigue quedando lejos del infinito.
La Muerte se había dejado llevar por el entusiasmo cuando creó la casa. El tiempo y el espacio eran cosas para ser manipuladas, no obedecidas. Las dimensiones internas habían sido un poco demasiado generosas. Había olvidado que debía hacer el exterior más grande que el interior. Con el jardín había ocurrido lo mismo. Cuando empezó a interesarse algo más por aquellas cosas, reparó en el papel que las personas parecían atribuir al color en conceptos como, por ejemplo, las rosas. En cambio, la Muerte las había hecho negras. Le gustaba el negro. Iba bien con cualquier cosa. Tarde o temprano, el negro iba bien con todo.
Los humanos a los que había conocido —y eran unos cuantos— respondieron al tamaño imposible de las habitaciones de una manera extraña: no le hicieron el menor caso.
Por ejemplo, Albert. La gran puerta se había abierto, Albert había dado un paso, manteniendo en un cuidadoso equilibrio una taza y un platito…
… y al instante ya estaba muy adentro de la habitación, justo donde empezaba el cuadrado relativamente pequeño de alfombra que rodeaba el escritorio de la Muerte. La Muerte dejó de preguntarse cómo había recorrido Albert todo aquel espacio intermedio cuando cayó en la cuenta de que, para su sirviente, no existía absolutamente ningún espacio intermedio.
—Le he traído una infusión de manzanilla, amo —dijo Albert.
¿mmm?
—¿Amo?
Disculpa. Estaba pensando. ¿Qué has dicho?
—¿Manzanilla?
Creía que la manzanilla era un tipo de jabón.
—Se puede poner en el jabón o en una infusión, amo —aclaró Albert. Estaba preocupado. Siempre se preocupaba cuando la Muerte empezaba a pensar en cosas. Su trabajo no era el más apropiado para pensar en las cosas, y además la Muerte siempre pensaba en ellas de la peor manera posible.
Eso es de gran utilidad. Limpia por dentro y también por fuera.
La Muerte volvió a apoyar la barbilla en las manos.
—¿Amo? —dijo Albert pasado un rato.
¿Mmm?
—Si lo deja ahí se va a enfriar.
albert…
—¿Síseñor?
He ESTADO PREGUNTÁNDOME…
—¿Amo?
¿En qué consiste todo? ¿en serio? ¿cuando llegas al fondo del asunto?
—Oh. Ejem. Pues no sabría decirle, amo.
Yo no quería hacerlo, albert. Tú lo sabes. Ahora sé a qué se refería ella. Y no solo acerca de las rodillas.
—¿Quién, amo?
No hubo ninguna respuesta.
Albert miró atrás en cuanto llegó a la puerta. La Muerte volvía a contemplar el vacío. Nadie sabía hacerlo como él.
No ser vista no era un gran problema. Lo que resultaba un poco más preocupante eran las cosas que ella veía a todas horas.
Estaban los sueños. No eran más que sueños, desde luego. Susan sabía que según la teoría moderna los sueños solo eran imágenes que iban saliendo mientras el cerebro archivaba los sucesos del día. Se habría sentido un poco más tranquila si los sucesos del día hubieran incluido en alguna ocasión caballos blancos voladores, enormes habitaciones oscuras y montones de calaveras.
Al menos no eran más que sueños. Susan había visto otras cosas. Por ejemplo, nunca había hablado de aquella mujer tan extraña que vio en el dormitorio la noche que Rebecca Snell puso un diente debajo de la almohada. Susan la había visto entrar por la ventana abierta y detenerse junto a la cama. Se parecía un poquito a las chicas que ordeñaban a las vacas y no daba ningún miedo, y eso que había caminado atravesando los muebles. Hubo un suave tintineo de monedas. A la mañana siguiente, el diente había desaparecido y Rebecca era cincuenta peniques más rica.
Susan odiaba esa clase de cosas. Sabía que las personas mentalmente inestables solían hablar a los niños de las Hadas de los Dientes, pero eso no era motivo para que existieran. Indicaba un esquema mental confuso. A Susan le desagradaban los esquemas mentales confusos que, en cualquier caso, siempre suponían una falta grave bajo el régimen de vida establecido por la señorita Trasero.
Que, por lo demás, no era particularmente malo. La señorita Eulalie Trasero y su colega, la señorita Delcross, habían fundado el colegio basándose en la asombrosa idea de que, dado que las jovencitas no tenían gran cosa que hacer hasta que alguien se casara con ellas, bien podían mantenerse ocupadas aprendiendo cosas.
Había montones de escuelas en el mundo, pero todas estaban dirigidas por las distintas Iglesias o por los gremios. La señorita Trasero estaba en contra de las Iglesias por razones lógicas, y deploraba el hecho de que los únicos gremios que consideraban a las muchachas merecedoras de ser educadas fuesen el de Ladrones y el de Costureras. Pero allí fuera había un mundo muy grande y peligroso, y a ninguna jovencita podía perjudicarle salir a enfrentarse a él armada con unos buenos conocimientos de geometría y astronomía debajo del corpiño. Y es que la señorita Trasero estaba sinceramente convencida de que no existía ninguna diferencia básica entre los chicos y las chicas.
Al menos, ninguna de la cual valiese la pena hablar.
Ninguna de la que la señorita Trasero estuviera dispuesta a hablar, en todo caso.
Como consecuencia de ello, la señorita Trasero creía en alentar el pensamiento lógico y una saludable mente inquisitiva entre las jóvenes a su cargo, un curso de acción que, en lo que concierne a la prudencia, corría a la par con ir a cazar cocodrilos en una balsa de cartón durante la temporada de lluvias.
Por ejemplo, cuando la señorita Trasero aleccionó al alumnado, con su puntiaguda barbilla temblando, sobre los peligros que encontrarían en la ciudad, trescientas mentes impulsadas por una sana curiosidad decidieron que: 1) dichos peligros debían ser catados a la menor oportunidad, mientras que el pensamiento lógico se preguntó: 2) cómo conocía exactamente la señorita Trasero aquellos peligros. Los altos muros erizados de pinchos que circundaban el recinto del colegio parecían cosa fácil a cualquier poseedora de una mente fresca y repleta de trigonometría y de un cuerpo puesto a punto por la sana práctica de la esgrima, los ejercicios calisténicos y las duchas frías. La señorita Trasero podía hacer que el peligro pareciera verdaderamente interesante.
En cualquier caso, ese fue el incidente de la visitante de medianoche. Pasado un tiempo, Susan empezó a pensar que se lo había imaginado. Aquella era la única explicación lógica. Y a Susan se le daban muy bien las explicaciones lógicas.
Dicen que todo el mundo anda buscando algo.
Imp estaba buscando algún sitio adonde ir.
La carreta de granja que lo había transportado durante el último trecho del viaje se alejaba traqueteante por los campos.
Miró el indicador. Un brazo señalaba a Quirm y el otro hacia Ankh-Morpork. Imp sabía justo lo suficiente del mundo como para saber que Ankh-Morpork era una gran ciudad, pero estaba edificada sobre terreno margoso y, por tanto, no tenía ningún interés para los druidas de su familia. Imp disponía de tres dólares de Ankh-Morpork y algo de calderilla, lo cual quizá no fuese gran cosa allí.
No sabía nada acerca de Quirm, excepto que se encontraba en la costa. El camino que llevaba a Quirm no parecía, muy desgastado por el uso, mientras que en el que conducía a Ankh-Morpork se veían marcas profundas de roderas.
Lo más sensato habría sido ir a Quirm para tomarle el pulso a la vida en la ciudad. Lo más sensato habría sido enterarse un poco de cómo pensaba la gente de ciudad antes de dirigirse a Ankh-Morpork, que, según decían, era la ciudad más grande del mundo. Lo más sensato habría sido encontrar alguna clase de trabajo en Quirm y reunir un poco de efectivo extra. Lo más sensato habría sido aprender a andar antes de echar a correr.
El sentido común le dijo todas esas cosas a Imp, así que se encaminó decididamente hacia Ankh-Morpork.
En lo que concernía al aspecto, Susan siempre hacía pensar a la gente en un diente de león después de que alguien pidiera un deseo. El colegio vestía a sus jovencitas con una holgada bata azul marino, que cubría desde el cuello hasta justo por encima del tobillo: práctica, higiénica y tan atractiva como una tabla. La cinturilla le quedaba aproximadamente al nivel de la rodilla. Susan estaba empezando a llenarla, no obstante, de acuerdo con las antiguas reglas a las que la señorita Delcross aludía de manera errática y vacilante en las clases de biología e higiene. Las jovencitas salían de clase de la señorita Delcross con la vaga impresión de que debían acabar casándose con un conejo. (Susan había salido con la impresión de que el esqueleto de cartón que colgaba de un gancho en el rincón se parecía mucho a alguien que ella había conocido…)
Lo que hacía que la gente se detuviera y se volviese a mirarla era su pelo. Era del blanco más puro, salvo por un mechón negro. Las normas de la escuela exigían llevarlo recogido en dos trenzas, pero el pelo de Susan tenía una extraña tendencia a soltarse por sí solo y volver rápidamente a su forma preferida, como las serpientes de Medusa. [2]
Y luego estaba la marca de nacimiento, si es que lo era. Solo se hacía visible cuando Susan se ruborizaba; entonces aparecían tres tenues líneas muy pálidas que le cruzaban la mejilla y le daban el aspecto de que acabaran de abofetearla. En las ocasiones en que Susan se ponía furiosa —y Susan se enfurecía bastante a menudo, ante la profunda estupidez del mundo—, aquellas tres líneas relucían.
En teoría aquello era, en esos momentos, Literatura. Susan odiaba las clases de literatura. Prefería, con mucho, leer un buen libro. En aquel momento tenía abierto encima del pupitre Lógica y paradoja, de Wold, y estaba leyéndolo con la barbilla apoyada en las manos.
Prestaba medio oído a lo que estaba haciendo el resto de la clase.
Un poema sobre los narcisos.
Al parecer, al poeta le gustaban mucho.
Susan se lo tomó con estoicismo. Vivían en un país libre. La gente tenía todo el derecho a que le gustaran los narcisos. Solo que en la firme y precisa opinión de Susan, no debería permitírseles llenar más de una página para decirlo.
Susan prosiguió con su educación. En su opinión, la escuela no cesaba de interferir en ella.
A su alrededor, la visión del poeta iba siendo desmontada con herramientas inexpertas.
La cocina había sido construida siguiendo las mismas proporciones gargantuescas que el resto de la casa. Un ejército de cocineros entero podía perderse en su interior. Las paredes lejanas quedaban escondidas entre las sombras y el tubo del hornillo, sostenido a intervalos por cadenas recubiertas de hollín y trozos de cuerda grasienta, desaparecía en la penumbra a cosa de medio kilómetro por encima del suelo. Al menos, ese era el efecto que producía en el ojo de un visitante.
Albert pasaba su tiempo en un rinconcito embaldosado lo bastante grande para contener la cómoda, la mesa y el hornillo. Y una mecedora.
—Cuando un hombre te mira y dice: «¿En qué consiste todo, en serio, cuando llegas al fondo del asunto?», es que lo está pasando muy mal —dijo mientras liaba un cigarrillo—. Así que no sé lo qué significará cuando es el amo quien lo dice. Es otra de esas pájaras suyas que le dan de vez en cuando.
El otro único ocupante de la habitación asintió. Tenía la boca llena.
—Todo ese asunto con su hija —prosiguió Albert—. Quiero decir que, bueno…, ¿una hija? Y luego oyó hablar de los aprendices. ¡Y entonces resultó que tenía que encontrar uno enseguida! ¡Ja! Problemas y nada más que problemas, eso fue lo que consiguió. Y tú también, ahora que pienso en ello…, eres una de esas pájaras que le dan de vez en cuando. Sin ánimo de ofender —añadió, consciente de con quién estaba hablando—. Tú saliste bien. Haces un buen trabajo.
Otro asentimiento de cabeza.
—Él siempre lo entiende todo al revés —dijo Albert—. Ahí está el problema. Como cuando oyó hablar de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ya sabes. ¿Te acuerdas de eso? Tuvimos que hacer todo el montaje, el roble plantado en un tiesto, las salchichas de papel, la cena a base de cerdo; y él sentado allí luciendo un gorrito de papel mientras decía: «¿Es esto alegre?». Yo le hice un adornito para encima del escritorio y él me regaló un ladrillo.
Albert se llevó el cigarrillo a los labios. Había sido liado con mano experta. Solo un experto podía llegar a hacer un pitillo tan delgado y tan mullido a la vez.
—Era un buen ladrillo, eso sí. Todavía lo tengo en alguna parte.
Iiic, dijo la Muerte de las Ratas.
—Pues sí, acabas de poner el dedo en la llaga —convino Albert—. O al menos, lo habrías puesto si tuvieras un dedo como es debido. A él siempre se le pasa por alto lo principal. Verás, el problema es que no puede dejar atrás las cosas. No puede olvidar.
Chupó el lastimero pitillo de fabricación casera hasta que le lloraron los ojos.
«¿En qué consiste todo, en serio, cuando llegas al fondo del asunto?» —dijo al cabo de un rato—. Oh, cielos.
Alzó la mirada hacia el reloj de cocina, impelido por una clase de hábito humano especial. El reloj nunca había funcionado desde que Albert lo compró.
—A estas horas normalmente ya está en casa —dijo—. Bueno, más vale que le prepare la bandeja. No sé qué puede estar entreteniéndolo tanto rato.
El hombre santo estaba sentado al pie de un árbol sagrado, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Mantenía los ojos cerrados para así poder concentrarse mejor en el Infinito y solo llevaba un taparrabos para así poder demostrar su desdén por todas las cosas discoidales.
Había un cuenco de madera ante él.
Pasado un rato, se sintió observado. Abrió un ojo.
Había una figura indistinta sentada a un par de metros de él. Más tarde, el hombre santo estuvo seguro de que la figura había pertenecido a… alguien. No podía recordar bien su descripción, pero la persona ciertamente debía tenerla. Mediría más o menos… tanto de alto, y era algo así como…, decididamente…
Disculpe.
—¿Sí, hijo mío? —Frunció la frente—. Porque eres del género masculino, ¿verdad? —añadió.
Me ha costado mucho encontrarle. Pero eso es algo que siempre se me ha dado muy bien.
—¿En serio?
Me han dicho que usted lo sabe todo.
El hombre santo abrió el otro ojo.
—El secreto de la existencia consiste en desdeñar los lazos terrenales, dar la espalda a la quimera de los valores materiales y buscar la unicidad con el Infinito —dijo—. Y ni se te ocurra acercar tus manos ladronas a mi cuenco de las limosnas.
La visión del suplicante le estaba creando ciertos problemas.
Yo he visto el infinito, comentó el desconocido. No tiene nada de especial.
El hombre santo echó un vistazo alrededor.
—No seas idiota —dijo—. No se puede ver el Infinito. Precisamente porque es infinito, ¿comprendes?
Lo he visto.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Y qué aspecto tenía?
Es azul.
El hombre santo se removió intranquilo. Aquella no era la manera en que se suponía que tenían que ir las cosas. Una rápida entrada en el Infinito y un suave pero significativo empujoncito en dirección al cuenco de las limosnas: así era como tenían que ir las cosas.
—Es negro —musitó.
No cuando se lo ve desde el exterior, dijo el desconocido. El cielo nocturno es negro. Pero eso es mero espacio. El infinito, sin embargo, es azul.
—Y supongo que sabes cuál es el sonido que produce una mano al aplaudir, ¿verdad? —preguntó el hombre santo malévolamente.
Lo sé. «pl». La otra mano hace el «As».
—¡Ajajá! Pues no, ahí te equivocas —dijo el hombre santo, volviendo a pisar terreno más firme. Agitó una flaca mano—. Ningún sonido, ¿ves?
Eso no ha sido un aplauso. Solo ha sido un saludo.
—¡Pues claro que ha sido un aplauso! Lo que pasa es que no estaba utilizando las dos manos. ¿Qué clase de azul, de todas maneras?
Usted solamente ha saludado. No me parece que eso sea muy filosófico. Azul coral.
El hombre santo miró montaña abajo. Se estaban aproximando unas cuantas personas. Llevaban flores en el pelo y traían consigo algo que se parecía mucho a un cuenco de arroz.
O posiblemente eau-de-nil.
—Mira, hijo mío —se apresuró a decir el hombre santo—, ¿qué es lo que quieres exactamente? No tengo todo el día.
Desde luego que lo tiene. Puede creerme.
—¿Qué es lo que quieres?
¿Por qué las cosas tienen que ser como son?
—Bueno…
No lo sabe, ¿verdad?
—No exactamente. Se supone que todo el asunto tiene que ser un misterio, ¿comprendes?
El desconocido contempló en silencio al hombre santo durante un rato, hasta que este tuvo la sensación de que su cabeza se había vuelto transparente.
Entonces le formularé una pregunta más sencilla. ¿Cómo olvidan los humanos?
—¿Cómo olvidan el qué?
Cualquier cosa. Todo.
—Es algo que… ejem… sucede automáticamente.
Los acólitos en potencia acababan de doblar la curva en el sendero de la montaña. El hombre santo se apresuró a coger su cuenco de las limosnas.
—Digamos que este cuenco es tu memoria —dijo, agitándolo ligeramente—. Su capacidad es limitada, ¿ves? Cuando entran cosas nuevas, las viejas tienen que rebosar…
No. Yo lo recuerdo todo. Todo. Los picaportes de las puertas. El juego de la luz del sol sobre el cabello. El sonido de la risa. Las pisadas. Cada pequeño detalle. Como si hubiera ocurrido ayer mismo. Como si hubiera ocurrido mañana mismo. Todo. ¿entiende lo que quiero decir?
El hombre santo se rascó su reluciente calva.
—Tradicionalmente —dijo—, las maneras de olvidar son alistarse en la Legión Extranjera Klatchiana, beber las aguas de algún río mágico que nadie sabe dónde está e ingerir cantidades desorbitadas de alcohol.
Ah, claro, Sí.
—Pero el alcohol debilita el cuerpo y es un veneno para el alma.
Suena muy bien.
—¿Maestro?
El hombre santo giró la cabeza con aire irritado. Los acólitos habían llegado.
—Un momento, estoy hablando con…
El extraño había desaparecido.
—Oh, maestro, llevamos recorridos muchos kilómetros para… —empezó a decir el acólito.
—Que te estés callado un ratito, ¿de acuerdo?
El hombre santo extendió la mano ante él con la palma en posición vertical y la agitó unas cuantas veces mientras murmuraba algo.
Los acólitos se miraron. No habían esperado aquello. Finalmente, su líder se armó con una gota de valor.
—Maestro…
El hombre santo se volvió y le dio un capón en la oreja. El sonido producido por aquel acto fue, sin lugar a dudas, un «pías».
—¡Ah! ¡Ya lo tengo! —exclamó el hombre santo—. Bien, ¿qué puedo hacer por…?
Pero se calló cuando su cerebro por fin consiguió dar alcance a sus oídos.
—¿Qué quiso decir con eso de los humanos?
La Muerte subió pensativamente por la colina hasta el lugar donde un gran caballo blanco contemplaba plácidamente el paisaje.
Vete, dijo.
El caballo le miró con preocupación. Era considerablemente más inteligente que la mayoría de los caballos, aunque eso tampoco era muy difícil. Parecía haberse dado cuenta de que algo no iba del todo bien con su amo.
Puede que tarde algún tiempo en volver, informó la Muerte.
Y echó a andar.
En Ankh-Morpork no estaba lloviendo. Aquello había supuesto toda una sorpresa para Imp.
Lo que también había supuesto una sorpresa fue la rapidez con la que se esfumaba el dinero. Hasta el momento, Imp llevaba perdidos tres dólares y veintisiete peniques.
Los había perdido porque los puso dentro de un cuenco a sus pies mientras tocaba, de igual modo que un cazador pone señuelos para atraer a los patos. Cuando Imp volvió a mirar hacia abajo, el cuenco había volado.
La gente venía a Ankh-Morpork en busca de fortuna. Desgraciadamente, había otras personas que también la buscaban.
Y la gente no parecía querer que hubiera bardos cerca, ni siquiera aquellos que habían ganado el premio del muérdago y el arpa centenaria en el gran Eisteddfod de Nellofselek.
Imp había encontrado un lugar en una de las plazas principales, afinado su arpa y empezado a tocar. Nadie le había prestado la menor atención, excepto a veces para hacerlo a un lado cuando pasaban corriendo y, por lo visto, para birlarle el cuenco. Finalmente, cuando ya empezaba a dudar de que hubiera tomado la decisión correcta al venirse aquí, un par de guardias se le acercaron.
—Eso que está tocando es un arpa, Nobby —dijo uno de ellos, después de mirar a Imp durante un rato.
—Lo que es, es una gaita.
—No, estás confundido, es… —El guardia gordo frunció el ceño y bajó la mirada—. Llevabas toda la vida esperando el momento de poder decir eso, ¿verdad, Nobby? Apuesto a que naciste esperando que llegase el día en que alguien diría: «Es es un arpa», para así tú responder: «Lo que es, es una gaita», y hacer un retruécano o juego de palabras. Bueno, pues… jajajá.
Imp dejó de tocar. Dadas las circunstancias, era imposible seguir haciéndolo.
—No, reallmente es un arpa —dijo—. Y lia gané en…
—Ah, eres de Nellofselek, ¿verdad? —observó el guardia gordo—. Lo sé por tu acento. Un pueblo muy musical, el nellofselekiano.
—Pues a mí me suena como hacer gárgaras con gravilla —replicó el guardia que había sido identificado como Nobby—. ¿Tienes licencia, compañero?
—¿Llicencia? —preguntó Imp.
—El Gremio de Músicos está muy obsesionado con lo de las licencias —explicó Nobby—. Si te pillan tocando música sin licencia, cogen tu instrumento y lo meten…
—Vamos, vamos —dijo el otro guardia—. No asustes al muchacho.
—Digamos solo que si tocas el flautín, entonces la cosa no tiene ninguna gracia —dijo Nobby.
—Pero a buen seguro que lia música es tan llibre como ell aire y el ciello —comentó Imp.
—No, por aquí no lo es. Un aviso a navegantes, muchacho —declaró Nobby.
—Nunca he oído habllar de un Gremio de Músicos —dijo Imp.
—Está en el callejón de la Tapa de Hojalata —informó Nobby—. Si quieres ser músico, entonces tienes que ingresar en el Gremio de Músicos.
Imp había sido educado en la obediencia a las reglas. Los nellofselekianos eran muy respetuosos de la ley.
—Iré allllí sin más dillación —dijo.
Los guardias lo vieron alejarse.
—Lleva una camisa de dormir —comentó el cabo Nobbs.
—Una túnica bárdica, Nobby —aclaró el sargento Colon. Los guardias siguieron su camino—. Muy bárdicos, los nellofselekianos.
—¿Cuánto tiempo le da, sargento?
Colon agitó una mano en el gesto plano y ondulatorio de quien se dispone a hacer una conjetura basada en la experiencia.
—Dos, tres días —respondió.
Rodearon la mole de la Universidad Invisible y siguieron por Las Traseras, una callejuela polvorienta que veía muy poco tráfico o actividad comercial y que por ello era uno de los lugares favoritos de la Guardia a la hora de ocultarse, fumar y explorar los reinos de la mente.
—Usted conoce el salmón, sargento —dijo Nobby.
—Es un pez de cuya existencia estoy al corriente, sí.
—Ya sabe que venden una especie de filetes enlatados…
—Eso es lo que se me ha dado a entender, sí.
—Bueeeno…, ¿y cómo es que todas las latas tienen el mismo tamaño? El salmón se afirma por los extremos.
—Una observación muy interesante, Nobby. Me parece que…
El guardia se calló y miró al otro lado de la calle. El cabo Nobbs siguió la dirección de su mirada.
—Esa tienda —dijo el sargento Colon—. Esa tienda que hay ahí… ¿Estaba ahí ayer?
Nobby contempló la pintura que empezaba a desprenderse, el pequeño escaparate cubierto de mugre, la puerta desvencijada.
—Por supuesto —afirmó—. Siempre ha estado ahí. Lleva años ahí.
Colon cruzó la calle y frotó la suciedad. Había formas oscuras vagamente visibles en la penumbra.
—Sí, claro —farfulló—. Es solo que… quiero decir que… ¿Ayer ya llevaba años ahí?
—¿Se encuentra bien, sargento?
—Vamos, Nobby —apremió el sargento, empezando a alejarse de la tienda todo lo deprisa que podía.
—¿Adonde, sargento?
—A cualquier sitio que no sea aquí.
Entre los oscuros montículos de mercancía, algo notó su marcha.
Imp ya había admirado los edificios de los distintos gremios: la majestuosa fachada del Gremio de Asesinos, las espléndidas columnas del Gremio de Ladrones, el humeante pero todavía impresionante socavón donde había estado el Gremio de Alquimistas hasta el día anterior. Y, claro, le resultó decepcionante descubrir que el Gremio de Músicos, cuando por fin consiguió dar con él, ni siquiera era un edificio. No era más que un par de habitaciones diminutas situadas encima de una barbería.
Tomó asiento en la sala de espera de paredes marrones y esperó. En la pared que tenía delante había un letrero. Decía: «Por Su Bienestar y Comodidad, NO FUMARA». Imp no había fumado ni una sola vez en la vida, porque en Nellofselek todo estaba demasiado empapado para poder fumarlo. Pero de pronto se sintió inclinado a probarlo.
Los otros únicos ocupantes de la habitación eran un troll y un enano. Imp no se sentía muy a gusto en su compañía. El troll y el enano no paraban de mirarlo.
Finalmente el enano dijo:
—¿Eres elvish?
—¿Élfico? ¿Yo? ¡No!
—Pues llevas el pelo un poco a lo elvish.
—No tengo absolutamente nada de álfico, de veras.
—¿De dónde eres? —preguntó el troll.
—De Nellofselek —respondió Imp. Cerró los ojos. Sabía lo que les hacían tradicionalmente los trolls y los enanos a las personas sospechosas de ser elfos. El Gremio de Músicos habría podido aprender unas cuantas cosas.
—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó el troll. Delante de los ojos llevaba dos cuadrados grandes de un cristal oscuro, sostenidos por un par de alambres gruesos que se curvaban en sus orejas.
—Es un arpa, mira.
—¿Eso tocas?
—Sí.
—Entonces, ¿eres druida?
—¡No!
Volvió a haber silencio mientras el troll iba poniendo un poco de orden en sus pensamientos.
—Pues con esa camisa de dormir pareces druida —gruñó, pasado un rato.
El enano sentado al otro lado de Imp empezó a reír por lo bajo.
A los trolls tampoco les caían nada bien los druidas . Cualquier especie inteligente que pase montones de tiempo en una postura estacionaria que le hace parecer una roca verá con muy malos ojos a cualquier otra especie que la arrastre durante cien kilómetros rodando sobre troncos y luego la entierre hasta las rodillas en un círculo. La primera especie tiende a sentir que le sobran los motivos para disgustarse.
—Verás, en Nellofselek todo ell mundo se viste así —dijo Imp—. ¡Pero yo soy un bardo! No soy un druida. ¡Odio lias rocas!
—Ayayay —murmuró el enano.
El troll observó de arriba abajo a Imp, recorriéndolo con una mirada muy lenta y deliberada. Luego dijo, sin ninguna sombra particular de amenaza:
—¿Llevas poco en esta ciudad?
—Acabo de llllegar —repuso Imp. Ni siquiera llllegaré a lia puerta, pensó. Ahora van a apllastarme y me dejarán convertido en pullpa.
—Aquí tienes un poco de consejo gratis que deberías saber. Esto es un consejo gratis que te estoy dando a cambio de nada. En esta ciudad, «roca» es una palabra para decir troll. Una palabra mala para decir troll que usan los humanos estúpidos. Si llamas roca a un troll, tienes que estar preparado para pasar algún tiempo buscando tu cabeza. Especialmente si llevas el pelo un poco a lo elvish. Esto es un consejo gratis porque tú eres un bardo y un músico, igual que yo.
—¡Por supuesto! ¡Muchas gracias! ¡Sí! —dijo Imp, inundado por el alivio.
Cogió su arpa y tocó unas cuantas notas. Aquello pareció relajar un poquito el ambiente. Todo el mundo sabía que los elfos nunca habían sido capaces de tocar música.
—Lias Piedrazul —se presentó el troll, extendiendo algo descomunal en lo que había dedos.
—Imp y Celyn —dijo Imp—. ¡Nada que ver con Huevar rocas de un liado a otro de ninguna manera!
Una mano más pequeña y nudosa le fue ofrecida a Imp desde el otro lado. La mirada de Imp fue subiendo por el brazo que iba asociado a la mano, el cual era propiedad del enano. Era pequeño, incluso para ser un enano. Un gran cuerno de bronce reposaba encima de sus rodillas.
—Odro Hijodeodro —se presentó el enano—. ¿Solo tocas el arpa?
—Toco cuallquier cosa que tenga cuerdas —respondió Imp—. Pero, verás, ell arpa es lia reina de líos instrumentos.
—Yo puedo soplar cualquier cosa —dijo Odro.
—¿De veras? —inquirió Imp. Buscó alguna clase de comentario cortés—. Eso tiene que hacerte muy popullar.
El troll levantó del suelo un gran saco de cuero.
—Esto es lo que yo toco —dijo. Varias rocas grandes y redondas cayeron al suelo. Lias recogió una y le dio con un dedo. La roca hizo «bam».
—¿Música hecha con rocas? —preguntó Imp—. ¿Cómo lia llllamáis?
—La llamamos ggroohauga —dijo Lias—, que significa música hecha con rocas.
Las rocas eran de distintos tamaños y habían sido cuidadosamente afinadas aquí y allá mediante pequeñas muescas labradas en la piedra.
—¿Puedo? —dijo Imp.
—Adelante.
Imp seleccionó una roca pequeña y la golpeó suavemente con el dedo. La roca hizo «bop». Otra más pequeña hizo «bing».
—¿Qué haces con ellllas? —preguntó.
—Las hago entrechocar.
—¿Y lluego qué?
—¿A qué te refieres con «y luego qué»?
—¿Qué haces después de entrechocarllas?
—Las vuelvo a entrechocar —repuso Lias, batería nato.
La puerta de la otra habitación se abrió y un hombre con una nariz puntiaguda asomó la cabeza.
—¿Vais juntos? —preguntó secamente.
Es cierto que había un río, según la leyenda, una gota del cual le robaría la memoria a un hombre.
Muchas personas daban por sentado que dicho río era el Ankh, cuyas aguas se pueden beber o incluso cortarlas en trozos y masticarlas. Un sorbo del Ankh probablemente le robaría la memoria a un hombre, o al menos haría que le ocurrieran cosas que no desearía recordar bajo ninguna circunstancia.
De hecho, existía otro río que cumplía las condiciones que decía la leyenda. Solo había una pega. Nadie sabe dónde se halla ese río, porque cuando lo encuentran siempre están bastante sedientos.
La Muerte dirigió su atención hacia otro lugar.
—¿Setenta y cinco dóllares? —preguntó Imp—. ¿Sollo para tocar música?
—Son veinticinco dólares por la inscripción, más el veinte por ciento en concepto de tasas varias y quince dólares más por la suscripción anual voluntaria obligatoria al Fondo de Pensiones —dijo el señor Clete, secretario del Gremio de Músicos.
—¡Pero nosotros no tenemos tanto dinero!
El hombre se encogió de hombros en señal evidente de que, si bien era cierto que el mundo tenía muchos problemas, este precisamente no le concernía a él.
—Pero quizá podamos pagarlle cuando hayamos ganado aligo —dijo Imp con un hilo de voz—. Sollo con que usted pudiera, ya sabe, darnos una o dos semanas…
—No se os permite tocar en ningún sitio a menos que seáis miembros del Gremio —declaró el señor Clete.
—Pero no podemos ser miembros del Gremio hasta que hayamos tocado —objetó Odro.
—Así es —confirmó el señor Clete con voz jovial—. Jat. Jat. Jat.
Era una risa muy extraña, totalmente desprovista de alegría y ligeramente pajarraca. Se parecía mucho a su propietario, que era lo que se obtendría al extraer material genético de algo fosilizado en ámbar y luego ponerle un traje.
Lord Vetinari había alentado el desarrollo de los gremios. Eran los engranajes sobre los que se deslizaba el mecanismo de relojería de una ciudad bien organizada. Una gota de aceite por aquí… una varilla insertada allá, naturalmente… y a grandes rasgos, todo funcionaba.
Y dieron origen, de la misma manera que el estiércol utilizado como abono da origen a los gusanos, al señor Clete. No era, según los parámetros establecidos, un mal hombre; claro que, desde un punto de vista objetivo, una rata portadora de la peste tampoco es un mal bicho.
El señor Clete se desvivía trabajando en beneficio de su prójimo. Consagraba su existencia a ello. Porque en el mundo hay muchas cosas que necesitan hacerse pero nadie quiere hacer y la gente le agradecía al señor Clete que las hiciera. Como llevar las minutas, por ejemplo. Asegurarse de que la relación de miembros del gremio estuviera debidamente actualizada. Archivar. Organizar.
Se había desvivido trabajando en favor del Gremio de Ladrones, aunque él jamás hubiera sido un ladrón, al menos no en el sentido habitual del término. Luego quedó vacante un puesto bastante mejor en el Gremio de Bufones, y el señor Clete no era tan payaso como para dejarlo pasar. Y finalmente, llegó el secretariado en el Gremio de Músicos.
En teoría, el señor Clete habría tenido que ser músico. Así que se compró una caja de música y papel. Hasta aquel momento el Gremio de Músicos había sido gestionado por auténticos músicos, y en consecuencia la relación de miembros no guardaba ninguna relación con la realidad, casi nadie había pagado las cuotas últimamente y la organización le debía varios miles de dólares a Crysoprase el troll a un interés capital. El señor Clete ni siquiera tuvo que presentarse a una audición.
Cuando el señor Clete abrió el primero de aquellos libros de contabilidad que nadie anotaba y observó aquel desorden patas arriba, sintió una emoción tan profunda como maravillosa. Desde aquel preciso instante, el señor Clete nunca más miró atrás. Se pasó muchísimo tiempo mirando hacia abajo. Y aunque el Gremio de Músicos tenía un presidente y un consejo, también tenía al señor Clete, el cual se hizo cargo de las minutas y se aseguró de que todo funcionara como la seda mientras sonreía discretamente para sus adentros. Es un hecho extraño pero confirmado que, cada vez que los hombres se sacuden el yugo de los tiranos y deciden gobernarse por sí mismos, siempre termina apareciendo, como una seta después de la lluvia, el señor Clete.
Jat. Jat. Jat. La hilaridad del señor Clete era inversamente proporcional al grado humorístico de la situación.
—¡Pero eso no tiene ningún sentido!
—Bienvenidos al maravilloso mundo de la economía gremial —dijo el señor Clete—. Jat. Jat. Jat.
—¿Y entonces qué pasa si tocamos sin pertenecer all Gremio? —preguntó Imp—. ¿Nos confiscan líos instrumentos?
—Para empezar —respondió el secretario—. Y luego, bueno, digamos que nos encargamos de devolvéroslos. Jat. Jat. Jat. Por cierto… no serás élfico, ¿verdad?
—Setenta y cinco dóllares es criminall —dijo Imp mientras peregrinaban por las calles vespertinas.
—Peor que criminal —dijo Odro—. Tengo entendido que el Gremio de Ladrones solo cobra un porcentaje.
—Y te hacen miembro como es debido y todo lo demás —gruñó Lias—. Hasta tienes derecho a pensión. Y todos los años organizan una salida a Quirm con comida incluida.
—Lia música debería ser gratuita —opinó Imp.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Odro.
—¿Alguien tiene algo de dinero? —preguntó Odro.
—Yo tengo un dólar —respondió Lias.
—Yo tengo unos cuantos peniques —respondió Imp.
—Pues entonces vamos a tomar una comida decente —dijo Odro—. Aquí mismo —añadió, señalando un letrero.
—¿Dónde, en El Agujero de la Comida de Tal’Adr? —preguntó Lias—. ¿Tal’Adr? Suena a enano. ¿Habrá espaguetis a la alimaña y todo lo demás?
—Ahora también sirve comida de trolls —aclaró Odro—. Decidió prescindir de las diferencias étnicas en pro de la causa de ganar más dinero. Cinco tipos de carbón, siete tipos de ceniza, sedimentos suficientes para que se te caiga la baba… Y esas cocas, unas tortas que te rellenan de lo que prefieras. Pruébalas. Te gustarán.
—¿También tiene pan de enanos? —preguntó Imp.
—¿De veras te gusta el pan de los enanos? —quiso saber Odro.
—Me encanta —dijo Imp.
—¿Te refieres al auténtico pan de enanos hecho como es debido? —preguntó Odro—. ¿Estás… seguro?
—Sí. Verás, es sabroso y crujiente.
Odro se encogió de hombros.
—Eso lo demuestra —dijo—. Nadie a quien le guste el pan de los enanos puede ser elvish.
El local estaba casi vacío. Un enano con un delantal que le llegaba hasta los sobacos los contempló por encima del mostrador.
—¿Tienes rata frita? —preguntó Odro.
—La mejor rata frita de toda la maldita ciudad —dijo Tal’Adr.
—Perfecto. Entonces tráeme cuatro ratas fritas.
—Y pan de los enanos —dijo Imp.
—Y coca —dijo Lias pacientemente.
—¿Cabezas de rata o patas de rata?
—No. Cuatro ratas fritas.
—Y coca.
—¿Con ketchup en las ratas?
—No.
—¿Estás seguro?
—Nada de ketchup.
—Y coca.
—Y dos huevos duros —dijo Imp.
Los otros dos le lanzaron una mirada extrañada.
—¿Qué pasa? Es que me gustan líos huevos duros —dijo Imp.
—Y coca.
—Y dos huevos duros.
—Y coca.
—Setenta y cinco dólares —dijo Odro mientras se sentaban—. ¿Cuánto es tres veces setenta y cinco dólares?
—Muchos dólares —respondió Lias.
—Más de doscientos donares —precisó Imp.
—Creo que nunca he visto doscientos dólares —confesó Odro—. No mientras estaba despierto, al menos.
—¿Reunimos algo de dinero? —preguntó Lias.
—No podemos reunir dinero como músicos —dijo Imp—. Es lia lley del Gremio. Si te pillllan tocando, entonces cogen tu instrumento y lio meten… —Se calló—. Bueno, llimitémonos a decir que, si tocas el fllautín, entonces lia cosa no tiene ninguna gracia —añadió, después de rebuscar en su memoria.
—Pues tampoco creo que sea muy gracioso si tocas el trombón —opinó Odro, mientras echaba algo de pimienta en su rata.
—Ahora no puedo vollver a casa —repuso Imp—. Dije que… Todavía no puedo vollver a casa. Aunque pudiera hacerllo, tendría que llevantar monollitos igual que hacen mis hermanos. Ellllos sollo piensan en los círcullos de piedra.
—Y si yo vuelvo a casa ahora —dijo Lias—, me pondrán a aporrear druidas.
Los dos, muy poco a poco, se separaron algo más.
—Entonces toquemos en algún sitio donde el Gremio no pueda dar con nosotros —propuso Odro alegremente—. Seguro que encontraremos sitios a porrones…
—Yo tengo un porrón —anunció Lias, orgullosamente—. Muy grande, y con un clavo.
—No. Me refiero a que de noche podemos encontrar un porrón de…
—Bueno, de noche mi porra sigue teniendo un clavo.
—Da la casualidad —dijo Odro, dejando el tema por imposible— de que sé que en esta ciudad hay muchísimos clubes nocturnos a los que no les hace ninguna gracia pagar las tarifas del Gremio. Podríamos hacer unos cuantos bolos, y reunir el dinero sin problemas.
—¿Líos tres juntos? —preguntó Imp.
—Claro.
—Pero tocamos música de enanos y música de humanos y música de trolllls —dijo Imp—. No estoy muy seguro de que todas esas músicas combinen. Quiero decir que, bueno, líos enanos escuchan música de enanos, líos humanos escuchan música de humanos, y los trolllls escuchan música de trolllls. ¿Qué es lo que salle si se mezclla todo? Sonaría horriblle.
—Nosotros tres nos estamos llevando bastante bien-replicó Odro. Se levantó y fue a buscar la sal a la barra.
—Es que somos músicos —dijo Glod—. Con las personas de verdad no es lo mismo.
—Sí, claro —dijo el troll.
Lias tomó asiento de nuevo.
Hubo un ruido de algo que se rompía.
Lias se puso de pie.
—Uy —dijo.
Imp extendió el brazo. Despacio y con mucho cuidado, fue recogiendo los restos de su arpa del banco.
—Uy —dijo Lias.
Una cuerda se enroscó con un triste y suave tañido.
Era como presenciar la muerte de un gatito.
—La gané en el Eisteddfod —dijo Imp.
—¿No podrías volver a pegar los trozos? —preguntó finalmente Odro.
Imp sacudió la cabeza.
—Verás, en Nellofselek ya no queda nadie que sepa cómo hacerllo.
—Sí, pero en la calle de los Artesanos Habilidosos…
—Lo siento mucho. Lo siento mucho de verdad, no sé cómo es que estaba allí.
—No ha sido cullpa tuya.
Imp trató, sin ningún resultado, de unir un par de piezas. Pero no se podía reparar un instrumento musical. Imp recordaba habérselo oído decir a los bardos viejos. Los instrumentos tenían alma. Todos ellos la tenían. Si se rompían, el alma los abandonaba y se alejaba volando igual que un pájaro. Lo que se recomponía no era más que un objeto, un montón de madera y cuerdas. Sonaría, e incluso podría engañar a un oyente aficionado, pero… También podrías despeñar a alguien por un acantilado, coser luego los pedazos y esperar que cobraran vida.
—Eh… Tal vez podríamos conseguirte otra, ¿no? —le dijo Odro—. En Las Traseras hay una… tiendecita de música realmente preciosa que…
Se calló. Pues claro que en Las Traseras había una tiendecita de música realmente preciosa. Siempre había estado allí.
—En Las Traseras —repitió, solo para asegurarse—. Encontrarás una. En Las Traseras. Sí. Lleva años allí.
—No tendrán una como esta —dijo Imp—. Antes de que ell artesano se acerque, tiene que pasarse dos semanas envuellto en una piell de buey, dentro de una caverna detrás de una cascada.
—¿Porqué?
—No lo sé. Es tradicionall. Tiene que purificar su mente de todas lias distracciones.
—Pero tal vez haya otra cosa —dijo Odro—. Compraremos algo. No puedes ser músico sin un instrumento.
—No tengo nada de dinero —se lamentó Imp.
Odro le dio una palmada en la espalda.
—Eso no importa —dijo—. ¡Tienes amigos! ¡Te ayudaremos! Es lo menos que podemos hacer.
—Pero acabamos de gastar todo lio que teníamos en esta comida. Ya no queda más dinero —dijo Imp.
—Eso es una manera muy negativa de verlo —dijo Odro.
—Valle, sí. Pero es que no tenemos dinero.
—Ya se me ocurrirá alguna forma de salir del paso —dijo Odro—. Soy un enano. Nosotros, los enanos, entendemos de dinero. Entender de dinero es prácticamente mi segundo apellido.
—Vaya, qué segundo apellido más largo tienes.
Casi era noche cerrada cuando llegaron a la tienda, que quedaba justo enfrente de los altos muros de la Universidad Invisible. Parecía la clase de emporio de instrumentos musicales que desdobla su actividad en la de casa de empeños: cualquier músico, en algún momento de su vida, tiene que empeñar su instrumento si quiere cenar caliente y dormir a cubierto.
—¿Has comprado alguna vez algo aquí? —preguntó Lias.
—No… no que yo recuerde —dijo Odro.
—Está cerrado —anunció Lias.
Odro aporreó la puerta. Pasados unos instantes esta se abrió una rendija, justo lo suficiente para revelar una fina porción de rostro perteneciente a una anciana.
—Queremos comprar un instrumento, señora —dijo Imp.
Un ojo y un fragmento de boca lo recorrieron de arriba abajo.
—¿Eres humano?
—Sí, señora.
—De acuerdo, pasa.
La tienda estaba iluminada por un par de velas. La anciana se retiró a la seguridad del mostrador, desde donde los observó atentamente buscando cualquier señal de que pensaran asesinarla en su lecho.
El trío deambuló cautelosamente entre la mercancía. Parecía que las existencias de la tienda fueran el resultado de la acumulación, a lo largo de los siglos, de instrumentos no desempeñados. Los músicos solían ir cortos de dinero; de hecho, esta era una de las definiciones de la palabra «músico». Había cuernos de guerra. Había laúdes. Había tambores.
—Esto es una porquería —musitó Imp.
Odro sopló encima de un cromorno para quitarle el polvo, se lo llevó a los labios y le sacó un sonido muy parecido al espectro de una alubia refrita.
—Yo diría que hay un ratón muerto ahí dentro —murmuró mientras atisbaba en las profundidades del instrumento.
—Antes de que lo hicieras sonar se encontraba en perfecto estado —espetó la anciana.
En ese momento hubo una ráfaga de platillos procedente del otro extremo de la tienda.
—Lo siento —dijo Lias.
Odro abrió la tapa de un instrumento absolutamente desconocido para Imp, revelando así una hilera de teclas. El enano pasó sus dedos rechonchos por encima de ellas, produciendo una secuencia de tristes notas metálicas.
—¿Qué es? —susurró Imp.
—Una espineta —dijo Odro.
—¿Puede servirnos de aligo?
—Yo diría que no.
Imp se incorporó. Empezaba a sentirse observado. La vieja señora los estaba mirando, cierto, pero había algo más…
—Es inútil. Aquí no hay nada —dijo en voz alta.
—Eh, ¿qué ha sido eso? —preguntó Odro.
—He dicho que aquí…
—He oído algo.
—¿El qué?
—Ahí está otra vez.
Hubo una serie de golpes sordos detrás de ellos cuando Lias liberó un contrabajo de entre un montón de viejos atriles para partituras e intentó soplar por un extremo.
—Cuando hablaste se oyó un sonido muy raro —dijo Odro—. Di algo.
Imp titubeó, que es precisamente lo que suelen hacer las personas cuando se les pide que «digan algo» después de que haber estado utilizando un idioma toda la vida.
—¿Imp? —dijo finalmente.
Unm-Unm-unm.
—Venía de…
UAAA-Uetaa-uaaa.
Odro apartó un montón de partituras viejas. Detrás apareció un cementerio musical, que entre otras cosas contenía un tambor sin parche, una gaita completa de Lancre sin los tubos y una maraca solitaria, posiblemente a la espera de que la utilizara un bailarín de flamenco zen.
Y algo más.
El enano lo sacó de allí. Parecía, vagamente, una guitarra tallada a partir de un trozo de madera antigua con un cincel de piedra de punta roma. Aunque por regla general los enanos no tocaban instrumentos de cuerda, Odro sabía reconocer una guitarra en cuanto la veía. Se suponía que debían tener la forma de una mujer, pero solo se daba el caso si pensabas que las mujeres carecían de piernas y tenían un cuello muy largo y demasiadas orejas.
—¿Imp? —dijo.
—¿SÍ?
Uauauaum… El sonido poseía una resonancia apremiante y rasposa. Había doce cuerdas, pero la caja del instrumento era de madera maciza, para nada hueca… era simplemente una forma sobre la que pasar las cuerdas.
—Ha resonado con tu voz —dijo Odro.
—¿Cómo puede…?
Uaum-ua.
Odro puso la mano encima de las cuerdas e hizo señas para que los otros dos se acercaran.
—Estamos justo al lado de la Universidad —susurró—. Hay escapes de magia. Eso lo sabe todo el mundo. O quizá fuera algún mago quien la empeñó. A ratón regalado no le mires el dentado. ¿Sabes tocar la guitarra?
Imp palideció.
—¿Quieres decir… como en lla… música tradicionall?
Cogió el instrumento. En Nellofselek no se aprobaba la música tradicional, y se disuadía con vigor a quienes pretendieran cantarla: la opinión general era que cualquiera que decidiese espiar a una hermosa doncella durante una mañana de mayo estaba en su derecho de seguir el curso de acción que considerara más apropiado, pero sin que luego alguien lo pusiera por escrito. Las guitarras estaban especialmente mal vistas porque se las consideraba, bueno… demasiado fáciles.
Imp tocó un acorde. Y creó un sonido muy distinto a cuanto hubiera oído anteriormente: hubo resonancias y ecos extraños que parecieron correr a esconderse entre todos aquellos escombros instrumentales, donde recogieron armonías adicionales para luego rebotar de vuelta hacia la guitarra. A Imp le entró un escalofrío. Pero a menos que tuviera cualquier clase de instrumento, ni siquiera podía aspirar a ser el peor músico del mundo…
—De acuerdo —dijo Odro.
Se volvió hacia la anciana.
—No llamará instrumento musical a esto, ¿verdad? —quiso saber—. Mírelo. Falta más de la mitad.
—Odro, no creo que… —empezó a decir Imp. Las cuerdas temblaron bajo su mano.
La anciana contempló aquella cosa.
—Diez dólares —dijo.
—¿Diez dólares? ¿Cómo que diez dólares? —se quejó Odro—. ¡Pero si nadie le pagaría dos dólares por ella!
—Exactamente —dijo la anciana. Empezaba a animarse un poco de una manera desagradable, como si esperara iniciar una batalla en la que no se iban a ahorrar medios.
—Y es muy vieja —dijo Odro.
—Una antigüedad.
—¿Me haría el favor de escuchar ese tono? Se ha echado a perder.
—Melodioso. Hoy día ya no se encuentran semejantes obras de artesanía.
—¡Solo porque hemos aprendido de la experiencia!
Imp volvió a mirar aquella cosa. Las cuerdas resonaban por sí solas. Tenían un suave tinte azulado y un aspecto ligeramente borroso, como si nunca dejaran de vibrar del todo.
La levantó y, acercándosela a la boca, susurró: «Imp». Las cuerdas zumbaron suavemente.
En ese momento reparó en la señal hecha con tiza. Ya casi se había borrado. En realidad solo era una señal, un simple trazo de tiza…
Odro estaba funcionando a toda máquina. Se decía que los enanos eran los negociadores financieros más agudos del Mundodisco, solo superados en caradura y astucia por las ancianitas. Imp trató de prestar atención a lo que estaba ocurriendo.
—Bien —estaba diciendo Odro—; entonces, trato hecho, ¿de acuerdo?
—Trato hecho —dijo la ancianita—. Y que no se te ocurra escupirte en la mano antes de estrecharla conmigo. Eso es antihigiénico.
Odro se volvió hacia Imp.
—Bueno, me parece que lo he llevado bastante bien —dijo.
—Geniall. Oye, esta cosa es muy…
—¿Tienes doce dólares?
—¿Qué?
—Una auténtica ganga, diría yo.
Hubo un estruendo detrás de ellos. Lias apareció haciendo rodar un tambor muy grande y con un par de platillos debajo del brazo.
—¡Te dije que no tenía dinero! —siseó Imp.
—Sí, pero… Oye, todo el mundo dice que no tiene dinero. Es de sentido común. Nadie quiere ir por ahí diciendo que tiene dinero. ¿Quieres decir que de verdad no tienes nada de dinero?
—¡No!
—¿Ni siquiera doce dólares?
—¡No!
Lias descargó el tambor, los platillos y un montón de partituras encima del mostrador.
—¿Cuánto por todo? —preguntó.
—Quince dólares —dijo la anciana.
Lias suspiró y se irguió. Por un instante hubo una expresión distante en sus ojos y luego se atizó un puñetazo en la mandíbula. Rebuscó con un dedo dentro de su boca y después sacó de ella…
Imp puso unos ojos como platos.
—Espera, deja que le eche un vistazo —dijo Odro. Cogió el objeto de entre los dedos de Lias sin que estos ofrecieran resistencia y lo examinó minuciosamente—. ¡Eh! ¡Como mínimo tiene cincuenta quilates!
—No pienso aceptar eso como pago —declaró la anciana—. ¡Ha estado dentro de la boca de un troll!
—Usted come huevos, ¿verdad? —replicó Odro—. Y en cualquier caso, todo el mundo sabe que los dientes de un troll son puro diamante.
La anciana cogió el diente y lo examinó a la luz de una vela.
—Si se lo llevara a uno de esos joyeros que hay en la calle Noexiste me dirían que vale doscientos dólares —dijo Odro.
—Bueno, pues yo le digo que aquí y ahora vale quince —respondió la anciana, y el diamante desapareció por arte de magia en algún lugar de su persona. Luego los obsequió con una fresca y radiante sonrisa.
—¿Por qué no podíamos limitarnos a quitárselo de las manos? —preguntó Odro en cuanto salieron de la tienda.
—Porque es una pobre anciana indefensa —dijo Imp.
—¡Exactamente! ¡Exactamente ahí quería ir a parar yo!
Odro alzó la mirada hacia Lias.
—¿Tienes toda la boca llena de esas cosas?
—Ajá.
—Es solo que resulta que le debo dos meses de alquiler a mi casero y…
—Ni se te ocurra pensarlo —dijo el troll sin inmutarse.
La puerta se cerró con un golpe seco detrás de ellos.
—Venga, animaos un poco —dijo Odro—. Mañana buscaré una actuación. No os preocupéis. Conozco a todo el mundo en esta ciudad. Nosotros tres… eso es una auténtica banda.
—Ni siquiera hemos ensayado juntos como es debido —se lamentó Imp.
—Iremos practicando conforme nos abramos camino —dijo Odro—. Bienvenido al mundo de la música profesional.
Susan no sabía mucho de historia. Siempre le había parecido un tema particularmente aburrido. Distintas gentes tediosas repetían una y otra vez las mismas estupideces. ¿Cuál era la gracia? Todos los reyes eran bastante parecidos.
La clase estaba aprendiendo algo sobre una revuelta en la que algunos campesinos habían querido dejar de ser campesinos y, dado que los nobles salieron vencedores, habían dejado de ser campesinos con muchísima rapidez. Si se hubieran molestado en aprender a leer y hubiesen adquirido unos cuantos libros de historia, habrían descubierto lo dudosos que eran los méritos de cosas como las hoces y las horquillas cuando se miden en batalla contra las ballestas y los sables.
Susan puso medio sentido durante un rato hasta que el aburrimiento terminó adueñándose de ella; entonces sacó un libro y se permitió dejar de ser perceptible para el mundo.
¡Iiic!
Susan miró de soslayo.
Había una figura diminuta en el suelo, junto a su pupitre. Se parecía mucho al esqueleto de una rata ataviado con una túnica negra y empuñando una guadaña minúscula.
Susan devolvió la mirada a su libro. Ese tipo de cosas no existían. Estaba segurísima de ello.
¡Iiic!
Susan volvió a mirar hacia abajo. La aparición seguía allí. La cena de la noche anterior había consistido en una tostada con queso fundido. En los libros, al menos, se suponía que debías esperar encontrarte con cosas raras después de una cena semejante.
—No existes —dijo—. No eres más que un trozo de queso.
¿Iiic?
Cuando la criatura estuvo segura de haber atraído toda la atención de Susan, sacó de debajo de su túnica un diminuto reloj de arena suspendido de una cadena de plata y lo señaló apremiante-mente.
En contra de toda consideración racional, Susan se inclinó y abrió la mano. La cosa se subió a ella —al tacto sus pies parecían alfileres— y miró a Susan con expresión expectante.
Susan subió la mano hasta dejarla a la altura de los ojos. De acuerdo, quizá fuese producto de su imaginación. Debería tomárselo en serio.
—Supongo que no irás a decir nada del estilo de «¡Oh, mis patitas y mis bigotes!», ¿verdad? —murmuró—. Porque si lo haces, saldré ahora mismo de la clase y te tiraré retrete abajo.
La rata sacudió su cráneo.
—¿Y eres real?
Iiic. Iiiiciiiciiic…
—Oye, no te entiendo —dijo Susan pacientemente—. No hablo roedores. En lenguas modernas únicamente damos klatchiano y solo sé decir: «El camello de mi tía se ha caído dentro de un espejismo». Y si eres imaginario, podrías tratar de ser un poco más… simpático.
Un esqueleto, incluso uno muy pequeño, no es algo que tienda a inspirar mucha simpatía, incluso si muestra una sonrisa y una expresión franca y jovial. Pero la iba embargando la sensación… no, cayó en la cuenta… el recuerdo, salido de no sabía dónde, de que aquella criatura era real y además estaba de su lado. Aquello era un concepto extraño para ella. Normalmente el lado de Susan siempre había consistido en Susan.
La difunta rata contempló a Susan durante unos momentos y luego, de un solo movimiento, sujetó la diminuta guadaña entre los dientes y saltó de la mano de Susan, aterrizó sobre el suelo del aula y desapareció correteando entre los pupitres.
—Pero si ni siquiera tienes patitas y bigotes —dijo Susan—. No como es debido, en todo caso.
La rata esquelética atravesó la pared.
Susan volvió a concentrarse en su libro y leyó con feroz atención la Paradoja de la Divisibilidad de Nocivus, la cual demostraba la imposibilidad de caerse de un tronco.
Ensayaron aquella misma noche, en el alojamiento obsesivamente limpio y ordenado de Odro. Quedaba justo detrás de una curtiduría en el Camino de Fedre, y probablemente se hallara a salvo de los oídos errantes del Gremio de Músicos. También estaba recién pintado y muy bien fregado. El diminuto cuarto relucía. En el hogar de un enano nunca hay cucarachas o ratas ni ninguna clase de alimaña. Al menos, no mientras el propietario todavía sea capaz de empuñar una sartén.
Imp y Odro se sentaron y contemplaron cómo Lias, el troll, golpeaba sus rocas.
—¿Qué os parece? —preguntó en cuanto hubo terminado.
—¿Eso es todo lio que haces? —preguntó Imp pasado un momento.
—Son rocas —dijo el troll, pacientemente—. Eso es todo lo que puedes hacer. Pom, pom, pom.
—Hummm. ¿Puedo probar? —preguntó Odro.
Se sentó detrás de la hilera de piedras y las estuvo contemplando en silencio durante un rato. Luego cambió de sitio algunas de ellas, sacó un par de martillos de su caja de herramientas y le dio un golpecito experimental a una piedra.
—Bueno, vamos a ver… —dijo.
Bambam-bam.BAM.
Al lado de Imp, las cuerdas de la guitarra vibraron.
—«Claro que sí» —dijo Odro.
—¿Qué? —se extrañó Imp.
—Oh, no es más que una frasecita musical sin sentido —dijo Odro—. Igual que «una copita de ojén», ya sabes.
—¿Cómo dices?
Bam-bam-a-bambam, bam BAM.
—¿Qué es el ojén? —dijo Lias.
Imp clavó los ojos en las piedras. La percusión tampoco era algo que aprobasen en Nellofselek. Los bardos decían que cualquiera podía coger un palo y atizar con él a una roca o a un tronco hueco. Aquello no era música. Además, era… y al llegar a ese punto los bardos siempre bajaban la voz… demasiado… animal.
La guitarra zumbó. Parecía captar los sonidos.
De pronto Imp tuvo la punzante sensación de que era mucho lo que se podía llegar a hacer con la percusión.
—¿Puedo probar? —pidió.
Cogió los martillos. La guitarra emitió el más tenue de los tonos.
Cuarenta y cinco segundos después, Imp dejó los martillos. Los ecos se extinguieron.
—¿Se puede saber por qué terminaste el número dándome en el casco? —preguntó Odro, escogiendo sus palabras con mucho cuidado.
—Perdona —dijo Imp—. Me parece que me pudo ell entusiasmo. Pensé que eras un pllatillllo.
—Ha sido muy… insólito —observó el troll.
—Lia música está en… lias piedras —dijo Imp—. Lio único que tienes que hacer es dejadla rodar. Hay música en todo, si sabes cómo encontrarlla.
—¿Me dejas probar ese riff? —preguntó Lias. Cogió los martillos y volvió a instalarse detrás de las piedras.
A-bam-bop-a-re-bop-a-bim-bam-bum.
—¿Qué les has hecho a mis piedras? —preguntó—. Suenan… salvajes.
—Pues a mí me ha gustado —dijo Odro—. Suenan muchísimo mejor.
Aquella noche Imp durmió encajado entre la diminuta cama de Odro y la mole de Lias. Pasado un rato, roncaba.
A su lado, las cuerdas de la guitarra zumbaban suavemente en armonía. Arrullado por su sonido casi imperceptible, Imp ya se había olvidado por completo del arpa.
Susan se despertó. Algo estaba tirando de su oreja.
Abrió los ojos.
¿Iiic?
—Oh, nooo…
Se sentó en la cama. Las otras chicas dormían. La ventana estaba abierta, porque la escuela era partidaria del aire fresco: se hallaba disponible en grandes cantidades y era gratis.
La rata esquelética se subió de un salto a la repisa de la ventana y entonces, cuando se hubo asegurado de que Susan prestaba atención, saltó hacia la noche.
Tal como lo veía Susan, el mundo le ofrecía dos opciones. Podía volver a dormirse o podía seguir a la rata.
Lo cual sería una estupidez. En los libros siempre había gente sensiblera haciendo ese tipo de cosas, y luego terminaban en algún mundo idiota lleno de duendes y animales parlantes que no tenían dos dedos de frente. Además, eran unas chicas tan tristes y sosas. Siempre permitían que las cosas les fueran ocurriendo, sin hacer el menor esfuerzo por cambiarlas. Se limitaban a ir por ahí diciendo cosas como: «Oh, cielos, pobre de mí», cuando saltaba a la vista que cualquier ser humano con un poco de cerebro podía organizar adecuadamente el lugar en un pis pas.
De hecho, cuando lo pensabas desde este punto de vista, resultaba tentador… El mundo ya contenía demasiadas cabezas huecas. Susan siempre se decía que la misión de personas como ella, suponiendo que hubiera alguien más como ella, era poner algo de orden en él.
Se puso la bata y se encaramó al alféizar. Se agarró a él hasta el último momento para luego dejarse caer sobre un parterre de flores.
La rata era una silueta diminuta que se escabullía por el césped iluminado por la luna. Susan la siguió hasta las cuadras, donde la rata desapareció en algún lugar entre las sombras.
Susan seguía allí, sintiéndose ligeramente helada de frío y más que ligeramente estúpida, cuando la rata regresó arrastrando un objeto bastante más grande que ella. Parecía un ovillo de trapos viejos.
La rata esquelética rodeó el ovillo harapiento y le propinó una enérgica patada.
—De acuerdo, ¡de acuerdo!
El ovillo abrió un ojo, que giró frenéticamente en todas direcciones hasta que terminó centrándose en Susan.
—Te advierto que no hago el numerito de decir las palabras con la N y la M —dijo el ovillo.
—¿Cómo dices? —replicó Susan.
El ovillo rodó sobre sí mismo, se incorporó y extendió dos alas desastradas. La rata dejó de darle patadas.
—Soy un cuervo, ¿vale? —dijo—. El cuervo es uno de los pocos pájaros que pueden hablar. Lo primero que te dice la gente en cuanto te ve es: «Anda, pero si eres un cuervo, venga, di las palabras con la N y la M…». Si me dieran un penique cada vez que me lo sueltan, ahora sería…
Iiic…
—De acuerdo, de acuerdo. —El cuervo encrespó las plumas—. Eso de ahí es la Muerte de las Ratas. Fíjate en la capucha y la guadaña, ¿eh? La Muerte de las Ratas, sí señor. Una figura muy importante en el mundo de las ratas.
La Muerte de las Ratas hizo una pequeña inclinación.
—Suele pasar mucho tiempo debajo de los graneros y en cualquier sitio donde alguien haya dejado un plato de salvado condimentado con estricnina —explicó el cuervo—. Es muy concienzudo, créeme.
Iiic.
—Perfecto —dijo Susan—. ¿Y qué es lo que quiere de mí? Yo no soy una rata.
—Muy perspicaz por tu parte —dijo el cuervo—. Mira, yo no pedí hacer esto. Estaba dormido encima de mi calavera, y de pronto me encuentro con que la Muerte de las Ratas me tiene cogido por la pata. Siendo un cuervo, como ya he dicho, soy un pájaro oculto por naturaleza…
—Disculpa —le interrumpió Susan—. Sé que esto es uno de esos sueños, así que quiero asegurarme de que lo entiendo. ¿Has dicho que… estabas dormido encima de tu calavera?
—Oh, no en mi propia calavera —repuso el cuervo—. La calavera pertenece a otro.
—¿A quién?
Los ojos del cuervo giraron locamente en sus cuencas. Nunca conseguía que los dos ojos miraran en la misma dirección. Susan tuvo que resistir el impulso de moverse de un lado a otro para seguirlos.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? No vienen con una etiqueta pegada —dijo el cuervo—. No es más que una calavera. Mira… yo trabajo para un mago, ¿de acuerdo? Allá abajo en la ciudad. Me paso el día sentado encima de la calavera y grazno «craj» a la gente…
—¿Porqué?
—Porque un cuervo sentado encima de una calavera y graznando «craj» es una parte tan necesaria del modus operandi de la magia como las velas que gotean cera y el viejo caimán disecado que cuelga del techo. ¿Es que no sabes nada o qué? Yo pensaba que eso es algo que sabe cualquiera que sepa algo de algo. Caramba, un mago como es debido seguramente preferiría no tener botellas llenas de sustancias verdes burbujeando antes que dejarse sorprender sin su cuervo sentado encima de una calavera y graznando…
¡Iiic!
—Mira, con los humanos hay que ir paso a paso —dijo el cuervo hastiado. Un ojo volvió a clavarse en Susan—. Las sutilezas nunca han sido lo suyo, créeme. Las ratas nunca discuten cuestiones de naturaleza filosófica cuando están muertas. De todas maneras, soy la única persona que conoce de por aquí que puede hablar…
—Los humanos pueden hablar —observó Susan.
—Ya, desde luego —convino el cuervo—, pero el quid de la cuestión con los humanos, lo que podrías llamar una característica crucial, es que no están predispuestos a verse despertados en plena noche por una rata esquelética que necesita un intérprete con urgencia. Y en todo caso, los humanos no pueden verle.
—Yo puedo verle —dijo Susan.
—Ah. Me parece que acabas de poner el dedo justo en el centro, la parte esencial y el punto capital de todo el asunto —dijo el cuervo—. La llaga, como se suele decir.
—Oye —dijo Susan—, solo me gustaría hacerte saber que no me creo nada de todo esto. No creo que exista una Muerte de las Ratas encapuchada que va por ahí con una guadaña.
—Está delante de ti.
—Esa no es razón para creérmelo.
—Caramba, ya veo que se te ha educado como es debido —dijo el cuervo con acritud.
Susan bajó la mirada hacia la Muerte de las Ratas. Un suave resplandor azulado le brillaba dentro de las órbitas.
Iiic.
—El caso es que se ha vuelto a ir —dijo el cuervo.
—¿Quién?
—Tu… abuelo.
—¿El abuelo Lezek? ¿Cómo puede haberse vuelto a ir? ¡Está muerto!
—Me refería a tu… ejem… ¿otro abuelo? —dijo el cuervo.
—No tengo…
Las imágenes surgieron del barro acumulado en el fondo de la mente de Susan. Algo acerca de un caballo… y había una habitación llena de susurros. Y una bañera, que parecía encajar en algún lugar. Y los campos de trigo también venían incluidos en todo aquello.
—Esto es lo que pasa cuando la gente intenta educar a sus hijos —dijo el cuervo—, en vez de decirles las cosas.
—Yo pensaba que mi otro abuelo también estaba… muerto —confesó Susan.
Iiic.
—La rata dice que tienes que ir con él. Es muy importante —dijo el cuervo.
La imagen de la señorita Trasero se alzó como una valquiria dentro de la mente de Susan. Aquello no tenía absolutamente ningún sentido.
—Oh, no —dijo—. Ya debe de ser medianoche. Y mañana tenemos examen de geografía.
El cuervo se quedó con el pico abierto.
—No es posible que digas eso —dijo.
—¿Realmente esperas que acepte instrucciones de una… una rata huesuda y de un cuervo parlante? ¡Me vuelvo a la escuela!
—No, tú no te vas —dijo el cuervo—. Nadie que tenga una gota de sangre en las venas se iría ahora. Si te fueras ahora, nunca descubrirías cómo son las cosas realmente. Solo conseguirías recibir una educación.
—Pero es que no tengo tiempo —gimoteó Susan.
—Ah, tiempo… —dijo el cuervo—. El tiempo es una mera costumbre. Para ti, el tiempo no es una característica particular de las cosas.
—¿Cómo…?
—Eso tendrás que averiguarlo, ¿no crees?
Iiic.
El cuervo empezó a dar saltitos.
—¿Puedo decírselo? ¿Puedo decírselo? —graznó. Sus ojos se volvieron hacia Susan—. Tu abuelo… —empezó a decir— es… ta—tata CHÁN…la M…
¡Iiic!
—Algún día tiene que enterarse —dijo el cuervo.
—¿Lampiño? ¿Mi abuelo es lampiño? —exclamó Susan—. ¿Me habéis sacado de la cama en plena noche para hablar de problemas capilares?
—¡No estaba diciendo lampiño! Iba a decir que tu abuelo es… tatataCHAN… la M…
¡Iiic!
—¡De acuerdo! ¡Pues hazlo a tu manera!
Susan retrocedió mientras la rata y el cuervo discutían.
Luego se recogió la falda del camisón y echó a correr; salió del patio y cruzó la extensión de césped mojado. La ventana seguía estando abierta. Encaramándose al alféizar de la ventana que había debajo de la suya, Susan consiguió agarrarse a la repisa, impulsarse hacia arriba y entrar en el dormitorio. Se metió en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas…
Pasado un rato cayó en la cuenta de que aquella no era una reacción inteligente. Pero, aun así, dejó que las sábanas siguieran donde estaban.
Soñó con caballos y carruajes y un reloj sin manecillas.
—¿Crees que podríamos haberlo llevado mejor?
¿Iiic? ¿«Tatata CHÁN…» Iiic?
—Pues no sé cómo esperabas que se lo dijera. ¿«Tu abuelo es la Muerte»? ¿Así, tal cual? ¿Dónde está el sentido de la oportunidad? A los humanos les encanta el drama.
Iiic, observó la Muerte de las Ratas.
—Con las ratas es diferente.
Iiic.
—Bueno, supongo que ya está bien por hoy —dijo el cuervo—. Generalmente los cuervos no son nada nocturnos, ¿sabes? —Se rascó el pico con una pata—. ¿Solo te ocupas de las ratas, o también de los ratones, conejillos de indias, comadrejas y similares?
Iiic.
—¿Y los jerbos? ¿Qué me dices de los jerbos?
Iiic.
—Caramba, caramba… Eso sí que no lo sabía. ¿La Muerte de los Jerbos, también? Me asombra que consigas alcanzarlos encima de esas ruedas de ardilla que…
Iiic.
—Como quieras.
Están las personas del día y las criaturas de la noche.
Y es importante recordar que las criaturas de la noche no son simplemente las personas del día yéndose a acostar muy tarde porque piensan que así están a la moda y son más interesantes. Cruzar la frontera requiere mucho más que un montón de maquillaje y una complexión enclenque.
La cuestión hereditaria puede ayudar, naturalmente.
El cuervo se había criado en la Torre del Arte, aquella mole en sempiterno desmoronamiento y tapizada de yedra junto a la Universidad Invisible, allá en la lejana Ankh-Morpork. Los cuervos son unos pájaros inteligentes por naturaleza, y las filtraciones mágicas, que siempre tienen cierta tendencia a exagerar las cosas, habían hecho el resto.
No tenía un nombre. Normalmente los animales no se molestan en recurrir a los nombres. El mago que creía ser su dueño lo llamaba Dijo, pero eso se debía únicamente a que no tenía absolutamente ningún sentido del humor y, como les ocurre a la mayoría de las personas sin sentido del humor, se enorgullecía de ese sentido del humor del que en realidad carecía.
El cuervo voló de regreso a la casa del mago, se coló por la ventana abierta y se posó, como siempre, encima de la calavera.
—Pobre cría —se compadeció.
—El destino es así —dijo la calavera.
—No la culpo por tratar de ser normal. Dadas las circunstancias.
—Sí —dijo la calavera—. Personalmente, yo creo que nunca hay que perder la cabeza por nada.
El propietario de un silo de grano en Ankh-Morpork había organizado una especie de redada. La Muerte de las Ratas podía oír a lo lejos los gañidos de los terriers. Iba a ser una noche atareada.
Resultaría demasiado difícil describir los procesos mentales de la Muerte de las Ratas, o incluso estar seguros de que tenía alguno. Estaba empezando a tener la sensación de que no habría debido implicar al cuervo en el asunto, pero los humanos conceden mucha importancia a las palabras.
Las ratas no piensan demasiado en el futuro, salvo en términos generales. En términos generales, el pequeño esqueleto estaba muy, muy preocupado. No había esperado tener que hacer frente a la educación.
Susan pasó la mañana siguiente sin tener que volverse inexistente. El examen de geografía consistió en la flora de las llanuras Sto,[3] las principales exportaciones de las llanuras Sto,[4] y la fauna de las llanuras Sto.[5] Una vez dominado el denominador común, el resto era coser y cantar. Las jovencitas tenían que colorear un mapa, una tarea que requería montones de verde. El almuerzo consistió en Dedos de Muerto y Budín de Globos Oculares, un lastre muy sano para la actividad de la tarde, que era deporte.
Aquellos eran los dominios de Lirio de Hierro, de quien se rumoreaba que levantaba pesas con los dientes y se afeitaba, y cuyos gritos de aliento mientras galopaba con paso atronador a lo largo de la línea de lanzamiento tendían a adoptar la naturaleza de «¡Pillad bien esa pelota, pandilla de florecitas!».
La señorita Trasero y la señorita Delcross dejaban cerradas sus ventanas durante las tardes en que había partido. La señorita Trasero leía textos de lógica con una concentración feroz y la señorita Delcross, ataviada con su idea de una toga, practicaba la euritmia en el gimnasio.
Susan sorprendía a la gente por ser buena en los deportes o, al menos, en algunos de ellos. Hockey, lacrosse y pelota base, ciertamente. Cualquier juego donde le pusieran un palo en las manos y tuviera que hacerlo oscilar, decididamente. La visión de Susan avanzando hacia la portería con una expresión calculadora en sus ojos hacía que la guardameta perdiera la fe en todos los protectores acolchados y se tirase al suelo mientras la pelota pasaba como una exhalación a la altura de su cintura, emitiendo un zumbido.
Una prueba más de la estupidez general del resto de la humanidad, pensaba Susan, era que, aun siendo manifiestamente una de las mejores jugadoras de la escuela, nunca la seleccionaban para formar parte de los equipos. Incluso las chicas gordas y con granos salían elegidas antes que ella. Era irritantemente irracional, y Susan nunca consiguió entender por qué.
Les había explicado a las otras chicas lo buena que era, y demostrado su habilidad, y hecho hincapié en lo estúpidas que eran por no escogerla. Por alguna razón exasperante, aquello no parecía surtir ningún efecto.
Esa tarde decidió cambiar la clase por un paseo autorizado. Era una alternativa admisible, siempre y cuando fuera acompañada de otras chicas. Normalmente iban a la ciudad y compraban pescado frito un poco pasado acompañado con patatas en una tienda algo pestilente del callejón de las Tres Rosas. La señorita Trasero consideraba que los fritos no eran nada sanos y por tanto las chicas los compraban fuera de la escuela a la menor ocasión.
Las chicas tenían que salir en grupos de tres o más. El peligro, según la experiencia hipotética de la señorita Trasero, nunca acechaba a unidades de más de dos.
En cualquier caso, era muy improbable que acechara a ningún grupo en el que estuvieran la princesa Jade y Gloria Hijadethog.
A las propietarias de la escuela no les había hecho demasiada gracia tener que aceptar a una troll, pero el padre de Jade era rey de una montaña entera y siempre quedaba bien tener a un miembro de la realeza entre el alumnado. «Y además —había recalcado la señorita Trasero a la señorita Delcross—, tenemos el «deber» de alentarlos si muestran cualquier tipo de inclinación a convertirse en personas «de verdad» y de hecho el rey es realmente «encantador» y afirma que ni siquiera «recuerda» la última vez que se comió a alguien.» Jade tenía miopía, una nota que la excusaba de cualquier exposición innecesaria al sol y tejía cotas de malla a mano en la clase de labores.
Gloria, por su parte, tenía prohibidos los deportes por su tendencia a emplear el hacha de manera amenazadora. La señorita Trasero había señalado que el hacha no era un arma propia de una dama, ni siquiera para una enana, pero Gloria había indicado que, al contrario, aquella hacha era herencia de su abuela, quien la había tenido consigo durante toda su vida y la bruñía todos los sábados, aunque no la hubiera utilizado para nada aquella semana. Hubo algo en la manera en que Gloria aferraba su hacha mientras hablaba, que incluso la señorita Trasero terminó dando su brazo a torcer. Para demostrar su buena voluntad, Gloria prescindió de su yelmo de hierro y, si bien no llegó a afeitarse la barba —de hecho, no había ninguna norma que prohibiera a las chicas lucir medio metro de barba—, al menos se la trenzó. Y se ató las trenzas usando cintas con los colores de la escuela.
Susan se sentía extrañamente a gusto en su compañía y eso le había ganado las circunspectas alabanzas de la señorita Trasero. Qué encantador que fuera tan buena amiguita con ellas, le había dicho. Susan se había quedado atónita. Nunca se le habría ocurrido que alguien pudiera usar una palabra como «amiguita».
Las tres volvían a la escuela por el camino flanqueado de hayas que bordeaba el campo de deportes.
—No entiendo esto del deporte —dijo Gloria, mientras seguía con la mirada a la manada de jovencitas jadeantes que cruzaba en estampida el terreno de juego.
—Existe un deporte de trolls —dijo Jade—. Se llama aargrooha.
—¿Cómo se juega? —preguntó Susan.
—Ejem… Le arrancas la cabeza a un humano y la llevas de un lado a otro, dándole patadas con unas botas especiales hechas de obsidiana, hasta que marcas un gol o revienta. Pero ahora ya no se practica, claro —se apresuró a añadir.
—Ya me imaginaba que no —dijo Susan.
—Nadie sabe cómo hacer las botas, supongo —dijo Gloria.
—Supongo que si ahora se practicara, alguien como Lirio de Hierro correría de un extremo a otro de la línea de lanzamiento gritando: «¡Pillad bien esa cabeza, pandilla de florecitas!» —comentó Jade.
Siguieron caminando en silencio durante un rato.
—No creo que hiciera eso, en realidad —dijo Gloria cautelosamente.
—Estaba preguntándome si no habríais notado… algo raro últimamente —comentó Susan.
—¿Raro como qué? —preguntó Gloria.
—Bueno, pues como… ratas… —respondió Susan.
—No he visto ninguna rata en la escuela —dijo Gloria—. Y eso que he buscado bien.
—Me refería a… ratas raras —aclaró Susan.
Habían llegado a la altura de las cuadras. Las caballerizas eran el hogar permanente de los dos pencos que tiraban del carruaje de la escuela y la residencia a tiempo parcial (solo durante el curso lectivo) de unos cuantos caballos pertenecientes a jovencitas que no podían separarse de ellos.
Existe un tipo de chica que, incapaz de limpiar su dormitorio ni a punta de cuchillo, luchará por el privilegio de poder pasar el día manejando una pala para sacar el estiércol de una cuadra. La magia de todo aquello no se le había pegado a Susan. No tenía nada en contra de los caballos, pero no conseguía entender todo aquel asunto de los bocados, las bridas y las cernejas. Y no comprendía por qué sus medidas se daban en «palmos» cuando cualquiera de los centímetros que rondaba por allí podía hacer perfectamente el trabajo. Después de haber observado a las chicas ataviadas con pantalones trajinando por las caballerizas, llegó a la conclusión que lo hacían porque no podían comprender instrumentos complejos como las reglas. También lo había dicho en voz alta, por supuesto.
—De acuerdo —dijo—. ¿Y qué me decís de los cuervos? Algo sopló en su oreja. Susan se volvió en redondo.
El caballo blanco se alzaba en mitad del patio como un efecto especial barato. Era demasiado brillante. Relucía. Parecía la única cosa real en un mundo de siluetas pálidas. Comparado con los ponis rechonchos que normalmente ocupaban los compartimientos, el caballo era un gigante.
Un par de las chicas ataviadas con pantalones de montar daban vueltas alrededor, embelesadas. Susan reconoció a Cassandra Fox y lady Sara Grateful, dos jóvenes casi idénticas en su amor por todos los seres de cuatro patas que relincharan y su desdén hacia todo lo demás, su capacidad aparente para mirar al mundo con la dentadura, y su arte para alargar las vocales de ciertas palabras.
El caballo blanco relinchó al ver a Susan y empezó a acariciarle la mano con el hocico.
«Tú eres Binky —pensó ella—. Te conozco. He cabalgado sobre ti. Eres… mío. Creo.»
—Escuchad, ¿a quién pertenece? —dijo lady Sara.
Susan miró a su alrededor.
—¿Qué? ¿Es a mí? —preguntó—. Sí. Es mío… Supongo.
—¡No me digaaas! Estaba en el compartimiento contiguo al de Zainito. No sabíaaa que tuvieses un caballo aquí. Ya saaabes, necesitas el permisooo de la señorita Traseeero.
—Es un regalo —dijo Susan—. ¿De… alguien…?
El hipopótamo del recuerdo se agitó en las fangosas aguas de la mente. Susan se preguntó por qué había dicho aquello. No había pensado en su abuelo durante años. Hasta la noche anterior.
«Recuerdo la caballeriza —pensó—. Era tan enorme que no se veían las paredes. Y una vez dejaron que te montara. Alguien me sostenía para que no me cayera… Pero no podía caerme de este caballo. No si él no lo quería.»
—¡No me digaaas! No sabía que montabas.
—Bueno… solía hacerlo.
—Hay mensualidades extra, ya sabeees. Por tener alojado aquí a un caballo —comentó lady Sara.
Susan no dijo nada. Tenía la firme sospecha de que serían pagadas.
—¡Oooh!, y ademáaas no tienes arreos —añadió lady Sara.
Entonces Susan supo estar a la altura del desafío.
—No los necesito —dijo.
—Clarooo, y supongo que montarás a pelooo —dijo lady Sara—. Y lo dirigirás tirándole de las orejas, ¿verdad?
—Probablemente no pueda permitírselos, viviendo en esos andurriales —intervino Cassandra Fox—. Y haz que esa enana deje de mirar a mi poni. ¡Está mirando a mi poni!
—Solo lo estoy mirando —se defendió Gloria.
—Estabas… salivando —replicó Cassandra.
El sonido de unas pisadas ligeras sobre el empedrado, un brinco y Susan aterrizó en la grupa del caballo.
Miró hacia abajo, a las chicas boquiabiertas, y luego al frente, a la pista de ejercicio que había pasadas las cuadras. Allí había unos cuantos obstáculos para saltos, unos simples postes apoyados sobre barriles.
Sin que ella moviera un solo músculo, el caballo dio media vuelta, trotó hacia la pista y enfiló el obstáculo más alto. Hubo una sensación de energía acumulada, un momento de aceleración, y el obstáculo pasó por debajo de ellos…
Binky volvió grupas y se detuvo, desplazando el peso de su cuerpo de un casco al otro.
Las chicas estaban mirándoles. Las cuatro tenían una expresión de asombro absoluto.
—¿Debería hacer eso? —preguntó Jade.
—¿Qué pasa? —preguntó Susan—. ¿Es que ninguna de vosotras ha visto saltar antes a un caballo?
—Sí. Lo que pasa es… —empezó a decir Gloria, hablando en ese tono de voz muy lento y deliberado que utilizan las personas cuando no quieren que el universo estalle en pedazos—, es que, normalmente, luego vuelven a bajar.
Susan miró.
El caballo permanecía inmóvil en el aire.
¿Qué clase de orden había que darle a un caballo para que volviera a establecer contacto con el suelo? Fuera la que fuese, era una instrucción que la fraternidad ecuestre no había tenido que emplear hasta el momento.
Como si le leyera el pensamiento, el caballo trotó hacia delante y hacia abajo. Por un instante los cascos se hundieron bajo tierra, como si la superficie no tuviese mayor consistencia que una neblina. Luego Binky pareció determinar dónde debería estar el nivel del suelo y decidió colocarse encima de él.
Lady Sara fue la primera en recobrar la voz.
—Se lo diremos a la señorita Traseeero —consiguió farfullar al final.
Un miedo nada familiar casi dejó callada a Susan, pero la mezquindad de aquellas palabras la devolvió bruscamente a algo que se aproximaba a la cordura.
—¿Ah, sí? —se burló—. ¿Y qué le diréis?
—Que hiciste saltar al caballo y… —La joven enmudeció al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.
—Exactamente —dijo Susan—. Supongo que ver caballos flotando en el aire es ridículo, ¿verdad?
Bajó de la grupa del caballo y las obsequió a todas con una sonrisa resplandeciente.
—En todo caso, va contra las normas de la escuela —musitó lady Sara.
Susan llevó al caballo blanco de vuelta a las cuadras, lo cepilló y lo metió en un compartimiento vacío.
Por un instante se oyeron unos crujidos entre el heno del pesebre. Susan creyó entrever el destello marfileño de un hueso.
—Esas malditas ratas —dijo Cassandra, debatiéndose por regresar a la realidad—. Oí que la señorita Trasero le pedía al jardinero que pusiese veneno.
—Lástima —comentó Gloria.
Algo parecía estar cociéndose en la cabeza de lady Sara.
—Mira, en realidad ese caballo no se quedó flotando en el aire, ¿verdad? —quiso saber—. ¡Los caballos no pueden hacer eso!
—Entonces no pudo haberlo hecho —replicó Susan.
—Ha sido el tiempo de suspensión —dijo Gloria—. No es más que eso. Tiempo de suspensión en el aire. Igual que en el baloncesto.[6] Ha tenido que ser algo así.
—Sí.
—Fue solo eso.
—Sí.
La mente humana posee una notable capacidad para rehacerse. Al igual que las mentes de los trolls y los enanos. Susan las miró con franco asombro. Todas habían visto un caballo suspendido en el aire. Y entonces guardaron cuidadosamente esa visión en algún cajón de su memoria y rompieron la llave dentro de la cerradura.
—Solo por curiosidad —dijo, mirando todavía el heno del pesebre—. Supongo que ninguna de vosotras sabe dónde hay un mago en esta ciudad, ¿verdad?
—¡He encontrado un sitio para que toquemos! —anunció Odro.
—¿Dónde? —preguntó Lias.
Odro se lo dijo.
—¿El Tambor Remendado? —preguntó Lias—. ¡Pero si allí tiran hachas!
—Estaremos a salvo. El Gremio nunca toca allí —dijo Odro.
—Bueno, sí, allí pierden miembros. Incluso sus miembros pierden miembros —dijo Lias.
—Sacaremos cinco dólares —dijo Odro.
El troll titubeó.
—No me irían nada mal cinco dólares —admitió.
—Un tercio de cinco dólares —puntualizó Odro.
La frente de Lias se llenó de arrugas.
—¿Eso es más que cinco dólares o menos? —preguntó.
—Oye, nos dará a conocer —dijo Odro.
—No quiero darme a conocer en el Tambor —dijo Lias—. Lo último que quiero hacer en el Tambor es darme a conocer. En el Tambor, lo que quiero es tener algo para esconderme detrás.
—Lo único que tenemos que hacer es tocar algo —dijo Odro—. Cualquier cosa. El nuevo propietario está mortalmente interesado en ofrecer entretenimiento.
—Creía que tenían una tragaperras.
—Sí, pero la arrestaron.
En Quirm hay un reloj floral. Es toda una atracción para los turistas.
No es lo que se esperan.
Todas las autoridades municipales sin imaginación que hay en el multiverso han acabado creando relojes florales, que resultan ser grandes mecanismos de relojería enterrados en un parterre cívico en el que la esfera y los números están resaltados con flores.[7]
Pero el reloj de Quirm es un simple parterre redondo con veinticuatro tipos distintos de flores cuidadosamente escogidas por la regularidad con la que abren y cierran sus pétalos…
Cuando Susan pasó corriendo junto a él, la correhuela se estaba cerrando y la arañuela empezaba a abrirse. Eso quería decir que eran las diez y media.
Las calles estaban desiertas. Quirm no era una ciudad nocturna. Los que iban a Quirm esperando pasar un buen rato se iban a algún otro lugar. Quirm era tan respetable que hasta los perros pedían permiso antes de ir al lavabo.
Al menos, las calles no estaban desiertas del todo. Susan creyó oír que algo la seguía, pasitos ligeros y rápidos moviéndose y escabulléndose entre los adoquines a tal velocidad que nunca llegaba a ser más que la sospecha de una sombra.
Susan se detuvo enfrente del callejón de las Tres Rosas.
En algún lugar de las Tres Rosas, cerca del sitio donde vendían el pescado, había dicho Gloria. Los magos no tenían cabida en el universo de la señorita Trasero, y no se fomentaba que las jovencitas supieran de su existencia.
En la oscuridad, el callejón parecía distinto. En un extremo ardía una antorcha en un soporte. Solo servía para hacer que las sombras fueran más oscuras.
Y, hacia la mitad de la penumbra, había una escalera reclinada contra la pared y una joven se disponía a subir por ellas. Tenía un aire familiar.
La joven volvió la cabeza cuando Susan se acercó y pareció sentirse complacida de verla.
—Hola —saludó—. ¿Tiene cambio de un dólar, señorita?
—¿Cómo dice?
—Dos medios dólares servirían. La tarifa es medio dólar. O si no, también me sirve algo de calderilla. Cualquier cosa, la verdad.
—Hum. Lo siento. No. Y en todo caso, mi asignación semanal son solo cincuenta peniques.
—Maldición. Oh, bueno, qué se le va a hacer.
Por lo que tenía entendido Susan, la joven no parecía ser la clase de muchacha que se gana la vida en los callejones. Tenía una especie de corpulencia bien aseada; recordaba al tipo de enfermera que asiste a los médicos cuyos pacientes se confunden un poco a veces y declaran ser una colcha.
Y además, le resultaba familiar.
La joven sacó unas tenazas de un bolsillo de su vestido, trepó escalera arriba y entró por una ventana abierta.
Susan titubeó. La joven parecía muy segura y confiada, pero en la limitada experiencia de Susan, las personas que subían por escaleras para meterse en las casas durante la noche eran Malhechores a los que las Jovencitas Animosas deberían Capturar. Y Susan habría ido en busca de un guardia, de no haber sido porque entonces se abrió una puerta un poco más arriba del callejón.
Dos hombres cogidos del brazo salieron tambaleándose y zigzaguearon felices en dirección a la calle principal. Susan retrocedió un paso. Nadie la molestaba cuando quería pasar inadvertida.
Los hombres pasaron a través de la escalera.
O los hombres no eran exactamente sólidos, y ciertamente lo parecían bastante, o a aquella escalera le ocurría algo raro. Pero la joven había subido por ella…
… y en ese momento descendía y deslizaba algo en el bolsillo.
—El pequeño querubín ni siquiera se ha despertado —dijo.
—¿Cómo dices? —preguntó Susan.
—Pues que yo no llevaba encima cincuenta peniques —dijo la joven. Se echó la escalera al hombro sin ningún esfuerzo—. Y las normas son las normas, así que tuve que quitarle otro diente.
—Me temo que no te entiendo.
—Se guardan registros de todo, claro. Si los dólares y los dientes no se correspondieran, me vería en un buen lío. Tú ya sabes cómo son estas cosas.
—¿Lo sé?
—Bueno, no puedo quedarme aquí charlando toda la noche. Todavía me quedan sesenta más por hacer.
—¿Por qué debería saberlo yo? ¿Hacer qué? ¿A quién? —preguntó Susan.
—A los niños, por supuesto. No puedo fallarles, ¿verdad? Imagínate sus caritas cuando levanten sus pequeñas almohadas, benditos sean.
Escalera. Tenazas. Dientes. Dinero. Almohadas…
—No esperarás que crea que eres el Hada de los Dientes, ¿verdad? —preguntó Susan con suspicacia.
Tocó la escalera. Parecía lo bastante sólida al tacto.
—Nada de «el hada» —dijo la joven—. Soy una de las Hadas de los Dientes. Me sorprende que precisamente tú no lo sepas.
Dobló la esquina antes de que Susan preguntara:
—¿Por qué yo?
—Porque ella puede notar esas cosas —dijo una voz detrás de ella—. Una profesional siempre sabe reconocer a otra.
Susan se giró. El cuervo estaba posado en una pequeña ventana abierta.
—Será mejor que entres —dijo el cuervo—. Nunca se sabe con qué te puedes encontrar en este callejón.
—Sí, ya lo veo.
Al lado de la puerta había una placa de latón atornillada a la pared. La placa decía:
—D.V. Enquesador, Doctor en Magia (U. Invisible) Bach. en Taum., L. E
Era la primera vez que Susan oía hablar al metal.
—Un truco de lo más simple —dijo el cuervo despectivamente—. Percibe que la estás mirando. Y ahora bastará con que…
—D.V. Enquesador, Doctor en Magia (U. Invisible) Bach. en Taum, L. F.
—… cállate… con que empujes la puerta.
—Está cerrada.
El cuervo inclinó la cabeza hacia un lado para observarla con un ojillo que parecía una cuenta negra. Luego dijo:
—¿Y eso te detiene? Oh, bueno. Traeré la llave.
Un instante después reapareció y dejó caer una gran llave de metal en los adoquines.
—¿El mago no está en casa? —preguntó Susan.
—Sí, sí, está dentro. Dentro de la cama. Roncando como un descosido.
—¡Creía que los magos estaban levantados durante toda la noche!
—Este no. Su taza de cacao bien calentito alrededor de las nueve, y cinco minutos después ya está como un tronco.
—¡No puedo entrar así como si tal cosa!
—¿Por qué no? Has venido a verme a mí. Y de todas maneras, yo soy el cerebro del equipo. Él se limita a llevar el sombrero extraño y hacer los movimientos con la mano.
Susan hizo girar la llave.
Dentro se estaba calentito. Había toda la parafernalia habitual de los magos: una fragua, un banco con botellas y manojos de hierbas esparcidos encima, una estantería con libros embutidos de cualquier manera, un caimán disecado colgando del techo, unas cuantas velas muy grandes que habían quedado reducidas a restos volcánicos de cera, y un cuervo posado encima de una calavera.
—Lo compran todo por catálogo —dijo el cuervo—. Créeme. Viene todo dentro de una gran caja. ¿Piensas que en las velas se crean gotarrones como estos por sí solos? Eso son tres días de trabajo para un buen goteador de velas.
—Te lo estás inventando —replicó Susan—. Y de todas maneras, las calaveras no pueden comprarse.
—Seguro que tú lo sabes mejor que nadie, habiendo recibido una educación —dijo el cuervo.
—¿Qué estabas intentando decirme anoche?
—¿Decirte? —preguntó el cuervo, con una mueca de culpabilidad en el pico.
—Todo eso del tatataCHÁN…
El cuervo se rascó la cabeza.
—Él dijo que no debía decírtelo. Se suponía que solo debía advertirte acerca del caballo. Me dejé llevar por el entusiasmo. Ha aparecido, ¿verdad?
—¡Sí!
—Móntalo.
—Ya lo he hecho. ¡No puede ser real! Los caballos de verdad saben dónde está el suelo.
—Señorita, no hay caballo más real que ese.
—¡Sé su nombre! ¡Ya lo había montado antes!
El cuervo suspiró, o por lo menos emitió una especie de silbido que es lo más cercano a un suspiro que se puede producir con un pico.
—Monta el caballo. Él ha decidido que tú eres la elegida.
—¿Para ir adonde?
—Eso no me corresponde a mí saberlo y sí a ti averiguarlo.
—Y suponiendo que fuera lo bastante estúpida como para hacerlo… ¿podrías darme alguna pista acerca de lo que ocurrirá entonces?
—Bueno… ya veo que has leído libros. ¿Has leído alguna vez uno sobre niños que van a un lejano reino mágico y viven aventuras con trasgos, etcétera, etcétera?
—Sí, naturalmente —respondió Susan con expresión sombría.
—Pues probablemente sería mejor que empezaras a pensar siguiendo ese tipo de criterios —dijo el cuervo.
Susan cogió un manojo de hierbas y jugueteó con ellas.
—Ahí fuera he visto a alguien que decía que era el Hada de los Dientes —dijo.
—No, no podía ser «el Hada» de los Dientes —dijo el cuervo—. Al menos hay tres de ellas.
—Pero esa persona no existe. Quiero decir que… No lo sabía, pensaba que no era más que una… una historia. Como el Hombre de la Arena o el Papá Cerdo.[8]
—¡Ah! —exclamó el cuervo—. Estamos cambiando de tono, ¿eh? Ya no recurrimos tanto al declarativo enfático, ¿verdad? Un poquito menos del «Esas cosas no existen» y un poquito más del «No lo sabía», ¿verdad?
—Todo el mundo sabe que… Lo que quiero decir es que no es lógico que haya un viejo con barba que va por ahí regalando salchichas y tripas cocidas a todo el mundo la Noche de la Vigilia de los Puercos.
—Yo no entiendo de lógica. Nunca he estudiado lógica —repuso el cuervo—. Vivir encima de una calavera tampoco es muy lógico que digamos, pero eso es lo que hago.
—Y no puede existir un Hombre de la Arena que va por ahí echando arena a los ojos de los niños para hacer que les entre sueño —dijo Susan, pero en un tono de incertidumbre—. Nunca… nunca cabría tanta arena en un saco.
—Podría ser. Podría ser.
—Será mejor que me vaya —dijo Susan—. La señorita Trasero siempre examina los dormitorios a medianoche.
—¿Cuántos dormitorios hay? —preguntó el cuervo.
—Unos treinta, creo.
—¿Crees que la señorita Trasero comprueba absolutamente todos los dormitorios a medianoche y no crees en Papá Cerdo?
—De todas maneras será mejor que me vaya —dijo Susan—. Hum. Gracias.
—Cierra al salir y tira la llave por la ventana —le comentó el cuervo.
Después de irse Susan, la habitación quedó sumida en el silencio excepto por los leves crujidos de los carbones al enfriarse dentro del horno.
Pasado un rato la calavera dijo:
—La juventud de hoy día, ¿eh?
—La culpa la tiene la educación —dijo el cuervo.
—Un exceso de conocimientos es peligroso —dijo la calavera—. Mucho más peligroso que una carencia. Yo siempre solía decirlo cuando vivía.
—¿Cuándo fue eso, exactamente?
—No me acuerdo. Creo que yo tenía muchos conocimientos. Probablemente me dedicaba a la enseñanza, la filosofía o algo de ese palo. Y ahora estoy tirado en un banco con un pájaro cagando encima de mi cabeza.
—Muy alegórico —dijo el cuervo.
Nadie había enseñado a Susan el poder que tiene creer, o al menos el poder que tiene creer cuando se combina un potencial mágico elevado y una baja estabilidad del entorno real, como era el caso en el Mundodisco.
La creencia crea un hueco. Algo tiene que meterse en él para llenarlo.
Lo cual no quiere decir que el acto de creer niegue la lógica.
Por ejemplo, es evidente que el Hombre de la Arena solo necesita un saquito pequeño.
En el Mundodisco, no se molesta en sacar la arena antes de usarla.
Casi era medianoche.
Susan entró sigilosamente en las cuadras. Era una de esas personas que no pueden dejar un misterio sin resolver.
La presencia de Binky hacía que los ponis guardaran silencio. El caballo brillaba en la oscuridad.
Susan bajó del bastidor una silla de montar y luego se lo pensó mejor. Si realmente tenía que caerse, la silla de montar no le iba a servir de nada. Y las riendas resultarían aproximadamente tan útiles como instalarle un timón a una roca.
Abrió la puerta del compartimiento. La mayoría de los caballos no reculan voluntariamente, porque para ellos no existe aquello que no pueden ver. Pero Binky salió del compartimiento por sí solo y fue hacia el poyo, donde se volvió y miró a Susan con aire expectante.
Susan se le subió al lomo. Era como sentarse encima de una mesa.
—Muy bien —murmuró—. Pero te advierto que no tengo por qué creer en nada de esto.
Binky bajó la cabeza y relinchó. Luego salió trotando al patio y enfiló el campo. Al llegar a la puerta inició un medio galope y se dirigió hacia la valla.
Susan cerró los ojos.
Sintió tensarse los músculos bajo aquella piel aterciopelada y un instante después el caballo se elevaba por encima de la valla, por encima del campo.
Detrás de él, en la turba, dos huellas de cascos ardieron durante un par de segundos.
Cuando pasaron por encima de la escuela, Susan vio temblar una luz en una ventana. La señorita Trasero estaba llevando a cabo sus rondas.
Esto va a traer problemas, se dijo Susan.
Y luego pensó: «Estoy sentada en la grupa de un caballo a unos treinta metros por encima del suelo, y me lleva a algún lugar misterioso que es un poco como una tierra mágica con trasgos y animales parlantes. Ya no quedan muchos más líos en los que pueda meterme…
»Además, ¿acaso va contra las normas de la escuela montar un caballo volador? Apuesto a que eso no está escrito en ninguna parte».
Quirm quedó atrás, y ante ella se abrió el mundo en un motivo hecho de oscuridad y luz plateada de luna. Un ajedrezado de campos desfilaba con destellos estroboscópicos bajo el resplandor de la luna, con la luz ocasional de una granja aislada. Hilachas de nubes cruzaban raudas el cielo.
Las montañas del Carnero eran un frío muro blanco en la lejanía, a la izquierda de Susan. A su derecha, el océano Periférico era como un sendero hacia la luna. No había viento, ni siquiera una gran sensación de velocidad: solo la tierra que pasaba como una exhalación y las largas y lentas zancadas de Binky.
Y entonces alguien derramó oro sobre la noche. Las nubes se abrieron delante de Susan y allí, extendiéndose debajo, estaba Ankh-Morpork, una ciudad que encerraba más Peligro del que incluso la señorita Trasero sería capaz de imaginar.
La luz de las antorchas delineaba una red de calles en las que Quirm no solo se habría perdido, sino que también habría sido atracada y tirada al río.
Binky galopaba suavemente sobre los tejados. Susan podía oír los sonidos de las calles, incluso voces aisladas, pero también notaba el gran rugido de la ciudad, como una especie de colmena de insectos. Las ventanas de los últimos pisos desfilaban a su lado, cada una el resplandor de una luz de vela.
El caballo descendió a través del aire cargado de humo y tomó tierra elegantemente y al trote en un callejón que, por lo demás, estaba vacío salvo por una puerta cerrada y un letrero con una antorcha encima.
Susan lo leyó:
JARDINES DEL CURRY
Entlada de la Cosina - Ploibido el Paso. Hesto va pol ti.
Binky parecía estar aguardando algo.
Susan había esperado un destino más exótico.
Ya estaba familiarizada con el curry. Solían comerlo en la escuela, con el nombre de Arroz con Burillas. Era amarillo. Contenía guisantes y pasas reblandecidas.
Binky relinchó y escarbó el suelo con un casco.
Una mirilla rectangular se abrió súbitamente en la puerta. Susan tuvo una breve impresión de una cara que se recortaba contra la atmósfera abrasadora de la cocina.
—¡Ooorrh, nooorrrh! ¡Binkorrr!
La mirilla volvió a cerrarse de golpe.
Obviamente se suponía que debía ocurrir algo.
Susan fijó la vista en el menú que había clavado en la pared. Todo estaba mal escrito, naturalmente, porque el menú de los restaurantes de vertiente más étnica siempre ha de tener algún error de ortografía, para inducir en los clientes una falsa sensación de superioridad. Susan no pudo reconocer los nombres de la mayor parte de los platos, que consistía en:
Curry con berdura 8p
Curry con al boñigas de cerdo, hagridulce 10p
Curry con al bendigas de, pescado agridulce 10p
Curry con carne 10p
Curry con carne con nombre 15p
Extra de curry 5p
Gálletelas crujientes 4p
Cómelo Aquí o,
Llévatelo a casa
La mirilla volvió a abrirse y una gran bolsa de papel marrón, supuestamente impermeable aunque no del todo en la práctica, cayó encima de la repisa que había delante de la mirilla. Luego esta se cerró de nuevo con un golpe seco.
Susan extendió la mano con cautela. El olor que se elevaba de la bolsa tenía algo de lanza térmica que advertía contra el uso de cubiertos de metal. Pero ya había pasado mucho tiempo desde la hora de la merienda.
Entonces Susan reparó en que no llevaba dinero encima. Por otra parte, nadie le había pedido que pagara nada. Pero el mundo caería en la ruina y el caos si las personas no reconocieran sus responsabilidades.
Susan se inclinó hacia delante y llamó a la puerta.
—Disculpe… ¿no quiere nada por…?
Se oyeron gritos y un estrépito en el interior, como si media docena de personas estuvieran peleándose entre ellas por meterse debajo de la misma mesa.
—Vaya. Qué detalle tan encantador. Gracias. Muchísimas gracias —dijo Susan, educadamente.
Binky se alejó a paso lento. Esta vez no hubo ningún salto brusco que liberase la potencia muscular acumulada, sino que el caballo entró en el aire trotando con tanta cautela como si en el pasado lo hubieran reñido por derramar algo.
Susan probó el curry a unas cuantas decenas de metros por encima del paisaje que aceleraba, y luego lo tiró lo más cortésmente posible.
—Ha sido muy… insólito —repuso—. ¿Y esto es todo? ¿Me has traído hasta aquí porque querías que disfrutara de un poco de comida para llevar?
El suelo volaba bajo sus pies y entonces Susan se dio cuenta de que el caballo corría mucho más rápido, ya no a medio paso sino a galope tendido. Sus músculos se tensaron…
… y entonces, por un instante, el cielo que Susan tenía delante explotó en azul.
Detrás de ella, invisibles porque la luz se había detenido para enrojecer de vergüenza y preguntarse qué era lo que había sucedido, las huellas de un par de cascos ardieron en el aire durante un momento.
Era un paisaje, suspendido en el espacio.
Había una casita, con un jardín alrededor de ella. Había campos y montañas lejanas. Susan las contempló mientras Binky iba reduciendo el paso.
No había profundidad. Mientras el caballo viraba para tomar tierra, el paisaje quedó revelado como una mera superficie, una delgadísima película de… existencia… impuesta sobre la nada.
Susan esperaba que se rasgara al aterrizar el caballo, pero sólo hubo un tenue chasquido y un suave repiqueteo de grava.
Binky trotó alrededor de la casa y entró en el patio de montar, donde se detuvo y esperó.
Susan desmontó con reticencia. El suelo parecía bastante sólido bajo sus pies. Se inclinó y arañó la grava. Había más grava debajo de ella.
Había oído contar que el Hada de los Dientes coleccionaba dientes. Pensando en ello lógicamente… bueno, las únicas otras personas que coleccionaban cualquier clase de fragmentos corporales hacían tal cosa con propósitos muy sospechosos, habitualmente para hacer daño o controlar a otras personas. Las Hadas de los Dientes debían de tener a la mitad de los niños del mundo bajo control. Y esa clase de persona no viviría en una casa como aquella.
Aparentemente el Papá Cerdo vivía allá en las montañas, dentro de una especie de matadero horrible festoneado con salchichas y morcillas y pintado de un terrible color rojo sangre.
Todo lo cual indicaba estilo. Un estilo desagradable, cierto, pero al menos una especie de estilo. Aquel lugar no tenía estilo de ninguna especie.
El Pato del Martes del Pastel del Alma no tenía ninguna clase de hogar, que se supiera. Como tampoco lo tenían Viejo Hombre Problema o el Hombre de la Arena, al menos por lo que tenía entendido Susan.
Caminó alrededor de la estructura, que no era mucho más grande que una casita de campo. Sí, estaba muy claro. Quienquiera que viviese allí no tenía el menor gusto.
Encontró la puerta principal. Era negra, con un picaporte en forma de omega.
Susan extendió la mano hacia él, pero la puerta se abrió por sí sola.
Y el vestíbulo se prolongó ante ella, mucho más grande de lo que pudiera contener el exterior de la casa. Susan acertó a distinguir en la lejanía una escalera tan ancha como para acoger el número final de claque en un gran musical.
Había algo más que no encajaba en la perspectiva. Estaba claro que había una pared muy lejos de allí pero, al mismo tiempo, parecía como si estuviera pintada en el aire a unos meros tres o cuatro metros de allí. Era como si la distancia fuese opcional.
Había un gran reloj junto a una pared. Su lento tictac llenaba el inmenso espacio.
«Hay una habitación —pensó Susan—. Recuerdo la habitación de los susurros.»
El vestíbulo estaba jalonado por una serie de puertas a grandes intervalos. O cortos intervalos, si se miraba de otra manera.
Susan trató de ir hacia la más próxima y se dio por vencida después de tambalearse peligrosamente durante unos cuantos pasos. Finalmente consiguió llegar a ella tomando puntería y después cerrando los ojos.
La puerta era al mismo tiempo de tamaño aproximadamente humano así como inmensamente grande. Alrededor de ella había un marco adornado suntuosamente con un motivo de calaveras y huesos.
Susan abrió la puerta de un empujón.
La habitación que había detrás hubiese podido contener un pueblo pequeño.
Divisó una pequeña zona alfombrada a media distancia que cubría apenas una hectárea de terreno. Susan tardó varios minutos en llegar al borde.
Era una habitación dentro de una habitación. Había un gran escritorio de aspecto pesado encima de una tarima, con una silla giratoria de cuero detrás de él. Había una gran maqueta del Mundodisco encima de una especie de adorno compuesto por cuatro elefantes sobre el caparazón de una tortuga. Había varias estanterías, con los grandes tomos que sostenían amontonados de cualquier modo, a la manera de quienes están demasiado ocupados utilizando los libros como para molestarse nunca en ordenarlos como es debido.
Incluso había una ventana, suspendida en el aire a un par de metros por encima del suelo.
Pero no había paredes. Entre el borde de la alfombra y las paredes de la habitación no había nada excepto suelo, e incluso aquella era una palabra demasiado precisa para referirse a él. No parecía roca y ciertamente no era madera. No produjo absolutamente ningún sonido cuando Susan caminó sobre él. Era mera superficie, en el sentido puramente geométrico del término.
La alfombra tenía un motivo de calaveras y huesos.
También era negra. Todo era negro, o de algún tono gris. Aquí y allá, un tenue matiz evocaba un púrpura muy oscuro o el azul de las profundidades del océano.
En la lejanía, hacia las paredes de la habitación más amplia, la rnetahabitación o lo que quiera que fuese, se sugería… algo. Algo que estaba proyectando sombras complicadas, demasiado lejos para distinguirlas con claridad.
Susan se subió a la tarima.
Había algo extraño en las cosas que la rodeaban. Naturalmente, todo era. extraño en las cosas que la rodeaban, pero se trataba de la misma gran extrañeza que, simplemente, era parte de su esencia. Susan podía pasarla por alto. Pero también había rarezas a escala humana. Todo era ligeramente erróneo, como si lo hubiera creado alguien que no había logrado entender del todo cuál era su propósito.
Había un secante encima del gigantesco escritorio, pero formaba parte de él: se hallaba fusionado con la superficie. Los cajones no eran más que áreas de madera más elevada, imposibles de abrir. Quienquiera que hubiese hecho el escritorio había visto escritorios, pero no había entendido la escritoriedad.
Incluso había una especie de adorno de escritorio. No era más que una losa de plomo, con un cordón colgando de un lado y una reluciente bola metálica al final del cordón. Si levantabas la bola, se volvía a desplomar hacia abajo y golpeaba contra el plomo, una sola vez.
Susan no trató de sentarse en la silla. El cuero estaba marcado por un profundo hoyo. Alguien había pasado muchísimo tiempo sentado allí.
Miró los lomos de los libros. Estaban escritos en un lenguaje que no entendía.
Recorrió el largo camino de regreso a la lejana puerta, salió al pasillo y probó la puerta siguiente. En su mente se empezaba a formar una sospecha.
La puerta llevaba a otra habitación enorme, en este caso llena de estantes que iban desde el suelo hasta el lejano techo envuelto en nubes. Cada estante estaba atestado de relojes de arena.
La arena que fluía desde el pasado hacia el futuro llenaba la habitación con un sonido de oleaje, un ruido formado por un billón de sonidos pequeños.
Susan caminó entre los estantes. Era como avanzar a través de una multitud.
Un movimiento en un estante cercano atrajo su mirada. En la mayoría de los relojes la arena que caía era una sólida línea plateada, pero en aquel, mientras Susan lo contemplaba, la línea se interrumpió de repente. El último grano de arena cayó en el bulbo inferior.
El reloj de arena se desvaneció con un suave «pop».
Al instante otro reloj de arena apareció en su lugar, con el más tenue de los tintineos. La arena empezó a caer ante los ojos de Susan…
Y entonces fue consciente de que aquel proceso estaba teniendo lugar por toda la habitación. Los relojes viejos se desvanecían y su lugar era ocupado por otros nuevos.
Susan también sabía acerca de aquello.
Extendió la mano y cogió un reloj de arena, se mordió el labio con expresión pensativa y empezó a darle la vuelta…
¡Iiic!
Susan se volvió. La Muerte de las Ratas estaba sobre el estante que había detrás de ella y alzó un dedo de advertencia.
—Está bien —dijo Susan. Volvió a dejar el reloj de arena en su sitio.
Iiic.
—No. Todavía no he terminado de mirar.
Susan fue hacia la puerta, con la rata correteando por el suelo tras ella.
La tercera habitación resultó ser…
… el cuarto de baño.
Susan titubeó. Los relojes de arena eran justo lo que se podía esperar de aquel lugar. También te esperabas el motivo de calaveras y huesos. Pero lo que no te esperabas era la enorme bañera de porcelana blanca, colocada sobre su propio estrado igual que si fuera un trono, con gigantescos grifos de estaño y —escritas en letras azules ya un poco borrosas justo sobre el soporte del que colgaba el tapón— las palabras: C.H. Excusado e Hijo, calle Mollymog, Ankh-Morpork.
No te esperabas el patito de goma. Era amarillo.
No te esperabas el jabón. Su tono blanco hueso era el adecuado, pero parecía, sin estrenar. Junto a él había una pastilla de jabón anaranjado que sí había sido claramente utilizada, porque apenas si quedaba ya una rodajita de ella. Olía de una manera muy parecida a aquel producto terrible que utilizaban en la escuela.
El baño, aunque grande, era un entorno humano. Había un torbellino de señales amarronadas alrededor del desagüe y una mancha allí donde había goteado el grifo. Pero casi todo lo demás había sido diseñado por la persona que no había entendido la escritoriedad y que, según se veía, tampoco había entendido la ablucionología.
Habían creado un toallero que habría podido usar un equipo entero de atletismo para entrenarse. Las toallas negras que había en él formaban parte del toallero y eran bastante duras. Quienquiera que usase el cuarto de baño probablemente se secaba con la toalla blanca y azul, ya muy gastada, que lucía las iniciales A J A-R-D-S B-S, A-M.
Incluso había un retrete, otro magnífico ejemplo del arte porcelánico de C.H. Excusado, con un friso de flores verdes y azules en la cisterna. Y una vez más, al igual que con el baño y el jabón, su presencia señalaba que aquella habitación había sido construida por alguien… y que entonces alguien más había venido para añadir los pequeños detalles. Alguien con mejores conocimientos de fontanería, para empezar. Y alguien más que entendía, realmente entendía, que las toallas deberían ser suaves y capaces de secar a las personas, y que el jabón debería ser capaz de hacer burbujas.
No te esperabas nada de todo aquello hasta que lo veías. Y entonces era como verlo de nuevo.
La toalla llena de calvas cayó del toallero y se deslizó con rapidez por el suelo, hasta que cayó a un lado para revelar a la Muerte de las Ratas.
¿Iiic?
—Vale, está bien —aceptó Susan—. ¿Adonde quieres que vaya ahora?
La rata corrió hacia la puerta abierta y desapareció por el pasillo.
Susan la siguió hasta otra puerta. Hizo girar otro picaporte.
Detrás de la puerta se extendía otra habitación dentro de una habitación. En la oscuridad había un área diminuta de baldosas iluminadas que contenía la lejana visión de una mesa, unas cuantas sillas, un aparador…
… y alguien. Una figura encorvada estaba sentada a la mesa. Al acercarse con cuidado, Susan oyó un ajetreo de cubiertos moviéndose dentro de un plato.
Un anciano estaba cenando, muy ruidosamente. En las pausas entre bocado y bocado, el anciano hablaba solo con la boca llena. Era una especie de mala educación autoinfligida.
—¡Yo no he tenido la culpa! [lanzamiento de saliva] Estuve en contra desde el primer momento pero, claro, él tiene que ir y [recuperación de un fragmento de salchicha balística de la mesa] empezar a implicarse en todo; yo le dije: pero si usted ya se implica lo suficiente [pinchar objeto frito no identificado], pero no, él nunca hace las cosas de esa manera [lanzamiento de saliva, tenedor agitado en el aire], en cuanto uno se implica de esa manera, le dije, cómo podrá echarse atrás después, a ver si me puede responder a eso [preparación de un bocadillo provisional de huevo y ketchup], pero no, claro que no…
Susan dio un rodeo alrededor del retazo de alfombra. El anciano no se percató de su presencia.
La Muerte de las Ratas se encaramó por la pata de la mesa y se detuvo encima de una rebanada de pan frito.
—Vaya. Eres tú.
Iiic.
El anciano volvió la cabeza.
—¿Dónde? ¿Dónde?
Susan entró en la alfombra. El hombre se levantó tan deprisa que su silla se desplomó hacia atrás.
—¿Quién demonios eres tú?
—¿Le importaría dejar de apuntarme con ese beicon afilado?
—¡Te he hecho una pregunta, jovencita!
—Soy Susan. —Aquello no parecía suficiente, por lo que Susan añadió—: Duquesa de Sto Helit.
El rostro ya arrugado del anciano se arrugó todavía más al esforzarse por comprender aquello. Luego se volvió y alzó las manos hacia el techo distante.
—¡Oh, sí! —masculló, dirigiéndose a la habitación en general—. ¡Esto es justo la gota que colma el vaso, desde luego que sí!
Señaló con un dedo a la Muerte de las Ratas, que se inclinó hacia atrás.
—¡Pequeño roedor liante! ¡Ya lo creo que sí! ¡Aquí huele a rata!
¿Iiic?
El dedo tembloroso se detuvo de repente. El anciano se volvió en redondo.
—¿Cómo te las has arreglado para atravesar la pared?
—Me temo que no le entiendo —dijo Susan, retrocediendo—. No sabía que hubiese ninguna.
—¿Y entonces qué es esto, niebla klatchiana? —replicó el anciano, asestando una palmada al aire.
El hipopótamo de la memoria chapoteó…
—… Albert —dijo Susan—, ¿verdad?
Albert se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Esto se pone cada vez peor! ¿Qué le has estado diciendo?
—No me ha dicho nada excepto Iiic y no sé qué es lo que significa eso —dijo Susan—. Pero… mire, aquí no hay ninguna pared, solo hay…
Albert abrió un cajón.
—Observa —dijo secamente—. Martillo, ¿verdad? Clavo, ¿verdad? Mira.
Clavó el clavo en el aire a cosa de metro y medio por encima de donde terminaba el área embaldosada. El clavo quedó suspendido allí.
—Pared —dijo Albert.
Susan extendió con cuidado la mano y tocó el clavo. Estaba pegajoso al tacto y producía una sensación parecida a la de la electricidad estática.
—Bueno, pues a mí no me da la sensación de una pared —consiguió decir.
Iiic.
Albert dejó caer el martillo encima de la mesa.
Susan se dio cuenta de que no era un hombre bajito. Albert era bastante alto, pero andaba con el paso encorvado y sesgado que normalmente se asocia a los ayudantes de laboratorio del tipo Igor.
—Me rindo —dijo, volviendo a señalar a Susan con un dedo—. Yo ya le dije que no saldría nada bueno de aquello. Pero se empezó a entrometer y antes de que nadie se dé cuenta, ahora va y resulta que una miaja de chica… ¿Adonde has ido?
Susan fue hacia la mesa mientras Albert agitaba los brazos en el aire, tratando de dar con ella.
Encima de la mesa había una tabla de quesos y una cajita de rapé. Y una ristra de salchichas. No había ninguna verdura en absoluto.
La señorita Trasero abogaba por evitar los fritos y comer mucha verdura para poder disfrutar de lo que ella llamaba Salud Cotidiana. Atribuía muchos de los problemas del mundo a la falta de Salud Cotidiana. Albert parecía la encarnación de todos ellos mientras correteaba por la cocina lanzando manotazos al aire.
Susan se sentó mientras el anciano danzaba junto a ella.
Albert dejó de moverse y se tapó un ojo con la mano. Luego se volvió con mucho cuidado. El único ojo visible permanecía entornado en un frenético esfuerzo de concentración.
Torció la vista hacia la silla, con un ojo ligeramente lloroso por el esfuerzo.
—Sí, eso no ha estado nada mal —dijo con voz queda—. Muy bien. Estás aquí. La rata y el caballo te trajeron. Maldito par de bobos. Creen que eso es lo que hay que hacer.
—¿Qué es lo que hay que hacer? —preguntó Susan—. Y no soy una… lo que me has llamado.
Albert la miró fijamente.
—El amo podía hacer eso —terminó diciendo—. Forma parte del trabajo. Supongo que ya hace mucho tiempo que descubriste que tú también podías hacerlo, ¿verdad? Me refiero a lo de que nadie note tu presencia cuando tú no quieres.
Iiic, dijo la Muerte de las Ratas.
—¿Qué? —preguntó Albert.
Iiic.
—Dice que te diga —murmuró Albert con la voz cansada— que una miaja de chica significa una jovencita. Piensa que quizá no me hayas oído bien antes.
Susan se encorvó sobre su silla.
Albert cogió otra y se sentó.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—Oh, cielos. —Albert puso los ojos en blanco—. ¿Cuánto hace que tienes dieciséis años?
—Desde que tenía quince, naturalmente. ¿Es que eres idiota o qué?
—Vaya, vaya, cómo pasa el tiempo —comentó Albert—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—No… pero —Susan titubeó—, pero tiene algo que ver con… es algo así como… estoy viendo cosas que las personas no ven, y he conocido a alguien que no es más que una historia, y sé que he estado aquí antes… y todas esas calaveras y huesos que hay en las cosas…
La flaca silueta rapaz de Albert se alzó sobre ella.
—¿Te apetece un poco de cacao caliente? —preguntó. Resultó ser muy distinto del que se tomaba en la escuela, era como agua marrón caliente. El cacao de Albert tenía grasa flotando; si le dabas la vuelta al tazón, transcurriría un poco de tiempo antes de que empezara a caer algo.
—Tu mamá y tu papá —dijo Albert en cuanto Susan tuvo un bigote de cacao excesivamente infantil para ella—, ¿te… te explicaron alguna vez algo?
—La señorita Delcross se encargó de hacerlo en Biología —dijo Susan—. Nos lo explicó mal —añadió.
—Me refería a lo de tu abuelo —dijo Albert.
—Me acuerdo de cosas —confesó Susan—, pero no puedo recordarlas hasta que las veo. Como el cuarto de baño. Como tú.
—Tu mamá y tu papá pensaron que sería mejor que lo olvidaras todo —dijo Albert—. ¡Ja! ¡Pero eso es algo que se lleva en los huesos! ¡Temían que ocurriera y ha ocurrido! Has heredado.
—Ah, también sé algo acerca de eso —dijo Susan—. Tiene que ver con los ratones, las judías y cosas similares. Albert la miró con rostro inexpresivo.
—Mira, intentaré expresarlo con el mayor tacto posible —dijo finalmente.
Susan respondió con una mirada educada.
—Tu abuelo es la Muerte —dijo Albert—. Ya sabes, ¿no? ¿El esqueleto de la túnica negra? Llegaste aquí sobre su caballo y esta es su casa. Solo que tu abuelo… se ha ido. Para reflexionar un poco, o algo por el estilo. Lo que supongo que está ocurriendo ahora es que estás siendo absorbida. Se lleva en los huesos. Ahora ya eres lo bastante mayor. Hay un agujero, y ese agujero cree que tú tienes justo la forma apropiada para llenarlo. A mí me gusta tan poco como a ti.
—La Muerte —dijo Susan con voz neutra—. Bueno, no puedo decir que no tuviera mis sospechas. Como con lo del Papá Cerdo, el Hombre de la Arena y el Hada de los Dientes.
—Sí.
Iiic.
—Esperas que me crea todo eso, ¿verdad? —dijo Susan, tratando de invocar su desprecio más seco.
Albert le devolvió la mirada de alguien que llevaba toda una vida perfeccionando el arte del desprecio.
—Lo que usted crea o deje de creer no es asunto de mi incumbencia, señora —repuso.
—¿En serio te refieres a la figura alta con la guadaña y todo lo demás?
—Sí.
—Mira, Albert —dijo Susan, con la voz que se utiliza con los duros de mollera—, incluso suponiendo que existiera una «Muerte» así, y francamente es ridículo ponerse a antropomorfizar una simple función natural, nadie puede heredar nada de ella. Sé cómo funciona la herencia. Va sobre tener el pelo rojo y ese tipo de cosas. Se sacan de otras personas. No se sacan de… mitos y leyendas. Ejem.
La Muerte de las Ratas había gravitado hacia la tabla de quesos, donde estaba utilizando su guadaña para cortarse un trozo. Albert se recostó en su asiento.
—Me acuerdo de cuando tus padres te trajeron aquí —dijo—. El amo no paraba de pedírselo. Tenía curiosidad. Le gustan los crios. En realidad ve a muchos de ellos, pero… no como para llegar a conocerlos, ya me entiendes. Tu mamá y tu papá no querían, pero al final se dieron por vencidos y un día te trajeron a merendar para que el amo dejara de darles la tabarra. No querían hacerlo porque pensaban que te asustarías y que todo el lugar resonaría con tus gritos. Pero tú… tú no gritaste. Te reíste. Eso sí que le dio un susto de muerte a tu papá. Luego te trajeron un par de veces más cuando el amo se lo pedía, pero después empezaron a asustarse por lo que podía llegar a ocurrir y tu papá se negó en redondo a volver a traerte, y ahí terminó todo. Era casi el único que podía discutir con el amo, tu papá. Me parece que por aquel entonces tú debías de tener cuatro años.
Susan levantó la mano pensativamente y se tocó las pálidas líneas que había en su mejilla.
—El amo dijo que te estaban educando de acuerdo con… —Albert resopló con desprecio— los métodos modernos. La lógica. Y meterte en la cabeza que todo lo antiguo es una estupidez. No sé, pero… supongo que querían mantenerte alejada de… todo este tipo de ideas…
—Me llevó a dar una vuelta a caballo —dijo Susan, que no le estaba escuchando—. Me bañé en el cuarto de baño grande.
—Lo dejaste todo perdido de jabón —recordó Albert. Su rostro se desfiguró en algo que se aproximaba a una sonrisa—. Se oía al amo reírse desde aquí. Y también te hizo un columpio. O lo intentó, al menos. Sin magia ni nada. Con sus manos, así tal cual.
Susan permaneció sentada mientras los recuerdos se despertaban y bostezaban en su cabeza.
—Ahora me acuerdo del cuarto de baño —dijo—. Me está volviendo todo a la memoria.
—No, nunca se fue. Solo lo cubrieron de papeles.
—La fontanería no se le daba nada bien. ¿Qué significa A J A-R-D-S B-S, A-M?
—Asociación Juvenil de Adoradores-Reformados-del-Dios-Supurante-Bel-Shamharoth, Ankh-Morpork —aclaró Albert—. Es donde me alojo si he de volver allá abajo para traer algo. Jabón y ese tipo de cosas.
—Pero tú ya no eres… joven —dijo Susan, sin poder contenerse.
—Nadie protesta por ello —replicó él secamente.
Y Susan pensó que probablemente así fuese. Había una especie de fortaleza nervuda en Albert, como si todo su cuerpo fuera un nudillo.
—La Muerte puede crear prácticamente cualquier cosa —dijo, casi para sí misma—, pero hay algunas que no entiende, y la fontanería es una de ellas.
—Exacto. Tuvimos que contactar con un fontanero de Ankh-Morpork, ja, y él nos dijo que a lo mejor podría pasarse por aquí el martes de la semana siguiente, y uno no le dice ese tipo de cosas al amo —repuso Albert—. Nunca he visto a ningún mamón trabajar más deprisa. Luego, el amo le hizo olvidar todo. Puede hacerle olvidar las cosas a todo el mundo, excepto… —Albert se calló y frunció el ceño—. Bueno, parece ser que tendré que cargar con ello —dijo pasados unos instantes—. Parece ser que tienes derecho. Supongo que estarás cansada. Puedes quedarte aquí. Hay montones de habitaciones.
—¡No, he de regresar! Si no estoy en la escuela por la mañana se armará un lío terrible.
—Aquí no hay más Tiempo que el que las personas traen consigo. Las cosas simplemente van sucediendo unas después de otras. Binky te llevará de vuelta al momento en que te fuiste, si quieres. Pero antes deberías quedarte aquí un poco más.
—Dijiste que hay un agujero y que me está absorbiendo. No sé lo que significa eso.
—Te sentirás mejor después de dormir un poco —dijo Albert.
Allí no había día o noche que fueran dignos de ese nombre. Al principio eso le había creado ciertos problemas a Albert. Solo estaba el paisaje iluminado y, por encima, un cielo negro lleno de estrellas. La Muerte nunca había conseguido pillarle el tranquillo al día y la noche. Cuando la casa tenía habitantes humanos, tendía a mantener un día de veintiséis horas. Los humanos, abandonados a sus propios recursos, adoptan un ritmo diurno más largo que el de veinticuatro horas, así que se pueden reajustar como un montón de relojitos al anochecer. Los humanos tienen que cargar con el Tiempo, pero los días son una especie de opción personal.
Albert se iba a la cama cuando se acordaba de hacerlo.
Ahora estaba sentado, con una vela encendida, contemplando el vacío.
—Se acordaba del cuarto de baño —musitó—. Y sabe acerca de cosas que no puede haber visto. No se las pueden haber contado. Esa chica tiene la memoria del amo. Ha heredado.
Iiic, dijo la Muerte de las Ratas. Durante las noches solía sentarse al lado del fuego.
—La última vez que el amo se fue, la gente dejó de morirse —recordó Albert—. Pero esta vez no han dejado de morir. Y el caballo fue a ella. Sí, está llenando el agujero.
Albert clavó la mirada en la oscuridad. Se le notaba cuando estaba nervioso por una especie de incesante chupar y masticar, como si estuviera tratando de extraer de los recovecos de un diente algún fragmento olvidado de su merienda. Ahora Albert estaba produciendo un ruido parecido al del desagüe de una peluquería.
No podía recordar haber sido joven jamás. Tenía que haber ocurrido hacía millares de años. Albert tenía setenta y nueve años, Pero en la casa de la Muerte el Tiempo era un recurso reutilizable.
Era vagamente consciente de que la infancia tenía sus complicaciones, sobre todo hacia el final. Estaba toda la cuestión de los granitos y aquellas partes del cuerpo que tenían voluntad propia. Dirigir el brazo ejecutivo de la mortalidad ciertamente era un problema extra.
Pero lo importante, el hecho espantoso e ineludible, era que alguien tenía que hacerlo.
Porque, como se ha dicho antes, la Muerte operaba en términos más generales que particulares, igual que una monarquía.
Si eres un súbdito en una monarquía, te rige el monarca. Constantemente. Estés despierto o dormido, y sin importar lo que tú, o ellos, estéis haciendo en cada momento.
Forma parte de las condiciones generales de la situación. La reina no tiene por qué ir en persona a tu casa, hacerse con el sillón y el mando a distancia del televisor y empezar a dar órdenes acerca de lo reseca que una tiene la garganta y lo mucho que le gustaría a una tomar una taza de té. Todo ocurre de manera automática, igual que la gravedad. Salvo que, a diferencia de la gravedad, necesita que haya alguien en la cima. No es necesario que haga gran cosa. Lo único que debe hacer es estar ahí. Lo único que debe hacer es ser.
—¿Ella? —preguntó Albert.
Iiic.
—No tardará en desmoronarse —opinó Albert—. Ya lo creo. No se puede ser mortal e inmortal al mismo tiempo; eso te acaba partiendo en dos. Casi siento pena por ella.
Iiic, convino la Muerte de las Ratas.
—Y eso no es lo peor —replicó Albert—. Espera a que su memoria empiece a funcionar de verdad…
Iiic.
—Escúchame bien —dijo Albert—. Más vale que empieces a buscar al amo ahora mismo.
Susan despertó sin tener ni idea de la hora que era.
Había un reloj junto a la cabecera de la cama, porque la Muerte sabía que debería haber cosas como relojes de cabecera. El reloj tenía un motivo de calaveras y huesos y lucía el signo de la letra omega, y no funcionaba. En la casa no había relojes que funcionaran, excepto el especial que estaba en el vestíbulo. Cualquier otro reloj se deprimía y terminaba deteniéndose, o agotaba toda la cuerda de golpe.
Su habitación tenía el mismo aspecto que si la hubieran abandonado el día anterior. Había cepillos para el pelo sobre la cómoda y algunos productos de maquillaje. Incluso había una bata colgando de la puerta. La bata lucía un conejo bordado en el bolsillo. El efecto hogareño habría mejorado bastante si el conejo no hubiese sido un esqueleto.
Susan examinó el contenido de los cajones. Aquella tenía que haber sido la habitación de su madre. Había muchísimo color rosa. Susan no tenía nada contra el rosa empleado con moderación, pero aquello era pasarse; terminó poniéndose su viejo uniforme de la escuela.
Lo importante, decidió, era mantener la calma. Siempre había una explicación lógica para todo, incluso si había que inventársela.
Iiiuuf.
La Muerte de las Ratas se incorporó sobre el tocador, arañando frenéticamente la madera con sus garras en busca de asidero, y se quitó la diminuta guadaña de entre las mandíbulas.
—Me parece que ahora me gustaría irme a casa, muchísimas gracias —dijo Susan con cuidado.
La ratita asintió y saltó del tocador.
Aterrizó sobre el borde de la alfombra rosada y se alejó rápidamente por el suelo oscuro que se extendía más allá.
Cuando Susan salió de la alfombra, la rata se detuvo y volvió la cabeza para mirarla con aprobación. Una vez más, Susan tuvo la sensación de haber superado alguna clase de prueba.
Siguió a la Muerte de las Ratas primero al pasillo y después a la caverna humeante de la cocina. Albert estaba inclinado encima del fogón.
—Buenos días —dijo, más por la fuerza de la costumbre que porque tuviera alguna idea de qué hora era—. ¿Quieres pan frito con las salchichas? Luego hay gachas de avena.
Susan contempló el batiburrillo que siseaba dentro de la enorme sartén. No era una visión apropiada para un estómago vacío, aunque probablemente pudiera causar uno. Albert podía hacer que un huevo desease que nunca lo hubieran puesto.
—¿No tenéis un poco de muesli? —preguntó Susan.
—¿Qué es eso, alguna clase de salchicha? —replicó Albert con suspicacia.
—Son cereales y frutos secos.
—¿Contiene alguna clase de grasa?
—No lo creo.
—¿Y cómo se supone que lo fríes entonces?
—No se fríe.
—¿Y a eso lo llamas desayuno?
—No hace falta que algo esté frito para que sea un desayuno —dijo Susan—. Quiero decir que, bueno, mencionaste las gachas, y las gachas no se fríen…
—¿Quién dice que no?
—¿Un huevo pasado por agua, entonces?
—Ja, hervir las cosas no sirve de nada; no mata todos los gérmenes.
—HAZME UN HUEVO PASADO POR AGUA, ALBERT.
Mientras los ecos rebotaban de un lado a otro y se desvanecían, Susan se preguntó de dónde había salido aquella voz.
El cucharón de Albert cayó sobre las baldosas con un estrépito metálico.
—¿Por favor? —dijo Susan.
—Has puesto la voz —dijo Albert.
—No te molestes con el huevo —dijo Susan. La voz había hecho que le doliera la mandíbula y le preocupaba todavía más a ella que a Albert. Después de todo, la boca era suya—. Quiero irme a casa.
—Estás en casa —replicó Albert.
—¿Este sitio? ¡Esto no es mi casa!
—¿No? ¿Cuál es la inscripción que hay en el gran reloj?
—«Demasiado Tarde» —respondió Susan al instante.
—¿Dónde están las colmenas?
—En el huerto.
—¿Cuántas bandejas tenemos?
—Siete… —empezó a decir Susan, y luego cerró la boca con firmeza.
—¿Lo ves? Para una parte de ti, este sitio es el hogar —dijo Albert.
—Mira… Albert —dijo Susan, probando suerte con el razonamiento amable por si esta vez surtía algo más de efecto—, quizá hay… alguien… que digamos que… se encarga de las cosas, pero en realidad yo no soy nadie especial… Lo que quiero decir es que…
—¿Sí? ¿Y cómo es que el caballo te conoce?
—Ya, pero en realidad yo solo soy una chica normal que…
—¡Las chicas normales no reciben un juego completo de Mi Pequeño Binky para su tercer cumpleaños! —replicó Albert secamente—. Tu papá lo escondió enseguida. El amo se mostró muy afectado por aquello. Él trataba de hacer las cosas lo mejor posible.
—¡Quiero decir que soy una chica corriente!
—Oye, a las chicas corrientes les regalan un xilófono. ¡No les basta con pedirle a su abuelo que se quite la camisa!
—¡Quiero decir que no puedo evitarlo! ¡No es culpa mía! ¡No es justo!
—¿De veras? Vaya, ¿y por qué no lo habías dicho antes? —replicó Albert con amargura—. Eso lo aclara todo, desde luego que sí. Si fuera tú, yo saldría de aquí ahora mismo y le diría al universo que no es justo. Apuesto a que entonces el universo diría: «Ah, de acuerdo entonces, siento las molestias, ya puedes marcharte».
—¡Eso es sarcasmo! ¡No puedes hablarme de esa manera! ¡No eres más que un sirviente!
—Exacto. Y tú también. Así que si yo fuera tú, iría poniendo manos a la obra. La rata te ayudará. Básicamente se encarga de las ratas, pero el principio es el mismo.
Susan se quedó inmóvil con la boca abierta.
—Me voy afuera —dijo secamente.
—No seré yo quien te lo impida.
Susan salió por la puerta de atrás hecha una furia, cruzó las enormes extensiones de la habitación exterior, dejó atrás la piedra de moler que había en el patio y entró en el jardín.
—Hum —dijo.
Si alguien le hubiera dicho a Susan que la Muerte tenía una casa, Susan le hubiera llamado loco o, peor aún, estúpido. Pero si ella hubiera tenido que imaginarse la casa, entonces habría dibujado, empleando un sensato rotulador negro, alguna imponente mansión gótica repleta de torretas y baluartes. La mansión se alzaría ominosamente, y se le aplicarían otras palabras terminadas en «mente», como tenebrosamente y amenazadoramente. Habría millares de ventanas. Susan hubiese llenado todos los rincones del cielo de murciélagos. Habría quedado impresionante.
No sería una casita de campo. No tendría un jardín tan insulso. No tendría una esterilla que rezara «Bienvenidos» delante de la puerta.
Susan poseía unos muros inquebrantables de sentido común. Ahora estaban empezando a derretirse como la sal bajo un viento húmedo, y eso la ponía furiosa de verdad.
No era como el abuelo Lezek, desde luego, en su pequeña granja tan pobre que hasta los gorriones tenían que hacer cola para conseguir miguitas. El abuelo Lezek había sido un viejecito encantador, por lo que ella podía recordar; en ocasiones ponía ojos de cordero, ahora que pensaba en ello, especialmente cuando su padre estaba allí.
Su madre le había dicho a Susan que el padre de ella había sido…
Ahora que caía en la cuenta, no estaba demasiado segura de qué era lo que le había dicho su madre. Los padres eran muy hábiles a la hora de no decir nada a la gente, incluso cuando utilizaban un montón de palabras. Susan había terminado con la impresión de que su otro abuelo no estaba por allí.
Ahora se le estaba dando a entender que su otro abuelo era famoso por estar siempre ahí.
Era como tener un pariente en la profesión. Un dios, en cambio… un dios sí que habría sido algo. Lady Odile Flume, que estaba en el quinto curso, siempre andaba presumiendo de que su tatara-tatara-tatarabuela había sido seducida en una ocasión por el dios Ío el Ciego bajo la forma de un jarrón de margaritas, lo cual al parecer hacía de ella una demi-hemi-semidiosa. Decía que su madre lo encontraba muy útil a la hora de conseguir mesa en los restaurantes. Decir que eras pariente cercana de la Muerte probablemente no surtiría el mismo efecto. Probablemente ni siquiera conseguirías un asiento cerca de la cocina. Si todo era alguna clase de sueño, no parecía haber riesgo de despertar. Y en cualquier caso, ella no creía en aquella clase de cosas. Los sueños no eran así.
Del patio de los establos salía un camino que pasaba junto a un huerto y, descendiendo ligeramente, llegaba a un bosquecillo lleno de árboles de hojas negras. De sus ramas colgaban relucientes manzanas negras. Más allá, a un lado, había unas cuantas colmenas blancas.
Y Susan supo que había visto todo aquello antes.
Había un manzano que era muy, muy diferente a los demás.
Susan se quedó inmóvil delante de él y lo contempló mientras los recuerdos volvían a inundar su memoria.
Recordó tener justo la edad suficiente para ver cuan lógicamente estúpida era toda la idea, y que él había estado de pie allí, esperando nerviosamente para ver qué haría ella…
Las viejas certezas se fueron esfumando, para ser sustituidas por otras nuevas.
Ahora entendía de quién era nieta.
El Tambor Remendado se había decantado tradicionalmente por, bueno, juegos tradicionales de pub, como el dominó, los dardos y Apuñalar A Gente Por La Espalda Y Llevarse Todo Su Dinero. El nuevo propietario había decidido ampliar el mercado. Era la única opción posible.
Primero estuvo el Artilugio de las Preguntas, una monstruosidad hidráulica de tres toneladas, basada en un diseño de Leonardo de Quirm que se había descubierto recientemente. Había sido una mala idea. El capitán Zanahoria de la Guardia, que tenía una mente como una aguja bajo su rostro franco y sonriente, había sustituido a hurtadillas el rollo por otro nuevo con preguntas del estilo de «¿Estubiste cerca del Almacén de Diamantes de Vortin la Noche del 15?» y «¿Quién era el Tercer Ombre que Pegó el Palo en la Destilería de Abrazodeoso la semana Pasada?», y luego arrestó a tres clientes antes de que pudieran darse cuenta de lo que ocurría.
El propietario había prometido que el día menos pensado tendrían otra máquina. El Bibliotecario, uno de los habituales de la taberna, ya había empezado a hacer acopio de peniques.
Había un pequeño escenario a un extremo de la barra. El propietario había probado con una chica que bailara y se quitara la ropa durante la hora del almuerzo, pero lo hizo solo en una ocasión. La visión de un orangután enorme sentado en primera fila con una gran sonrisa inocente, una gran bolsa de peniques y un gran plátano había hecho huir a la pobre chica. Otro gremio más del entretenimiento que incluía al Tambor en su lista negra.
El nuevo propietario se llamaba Hibisco Negrolmo. Él no tenía la culpa. Quería hacer del Tambor, decía, un sitio divertido. Si alguien los quisiera, habría instalado parasoles a rayas enfrente del local. Hibisco bajó la mirada hacia Odro.
—¿Solo sois tres? —preguntó.
—Sí.
—Cuando accedí a pagar los cinco dólares, me dijiste que teníais un gran grupo. —Lias, di hola.
—¡Caramba, pues sí que es grande! —exclamó Negrolmo, dando un paso atrás—. Yo había pensado que hicierais unos cuantos temas que conozca todo el mundo —añadió después—. Solo para dar un poco de ambiente, ya sabes.
—Ambiente —dijo Imp, paseando la mirada por el Tambor. Estaba familiarizado con la palabra. Pero, en un sitio como aquel, la palabra se encontraba totalmente sola y perdida. A aquella hora temprana de la noche solo había tres o cuatro clientes. No estaban prestando ninguna atención al escenario.
No cabía duda de que la pared de detrás del escenario había visto bastante acción. Imp la contempló mientras Lias iba apilando pacientemente sus piedras.
—Venga, solo es un poco de fruta y unos cuantos huevos pasados —dijo Odro—. La gente probablemente se descontroló un poquito. Yo no me preocuparía por eso.
—No estoy preocupado por eso —dijo Imp.
—Ya me lo imaginaba.
—No, lio que me preocupa son lias señales de hachazos y líos agujeros de fllecha. ¡Odro, ni siquiera hemos ensayado! ¡No como es debido!
—Tú sabes tocar tu guitarra, ¿verdad? —Bueno, sí, supongo que…
Imp ya la había probado. Resultaba muy fácil de tocar. De hecho, era casi imposible tocarla mal. No parecía importar cómo tocara las cuerdas; hacían sonar siempre la melodía que Imp tuviera dentro de la cabeza. La guitarra era el sueño de cualquier intérprete primerizo, hecho sólido: aquel que se puede tocar sin aprender. Imp se acordó de la primera vez que había cogido un arpa y pulsado sus cuerdas, esperando confiadamente escuchar la clase de tonos suaves y delicados que los ancianos sabían arrancar de ellas. En vez de eso obtuvo una disonancia. Pero aquella guitarra era el instrumento con el cual había soñado…
—Nos ceñiremos a los temas que conoce todo el mundo —dijo el enano—. «El cayado del mago» y «Recogiendo ruibarbo», ese tipo de cosas. A la gente le gustan las canciones que puedan tararear entre risitas.
Imp bajó la mirada hacia la barra. Estaba empezando a llenarse un poco. Pero lo que atrajo su atención fue un orangután enorme que acababa de instalar su silla justo delante del escenario y sujetaba un saco lleno de fruta.
—Odro, hay un simio mirándonos.
—¿Y bien? —preguntó Odro, desplegando una malla de tiras.
—Qué es un simio.
—Esto es Ankh-Morpork. Aquí las cosas son así —explicó Odro, quitándose el casco y desdoblando algo que había en su interior.
—¿Por qué te has traído esa bollsa? —preguntó Imp.
—La fruta es fruta. A caballo regalado, no le mires el dentado. Si empiezan a tirar huevos, intenta cogerlos al vuelo.
Imp se pasó la correa de la guitarra por encima del hombro. Había intentado explicárselo al enano, pero ¿qué podía decirle? ¿Que aquella guitarra era demasiado fácil de tocar?
Esperaba que hubiera un dios de los músicos.
Y lo hay. Hay muchos, uno para casi cada tipo de música. Casi cada tipo. Pero el único al que le tocaba velar por Imp aquella noche era Reg, el dios de los músicos de club, quien no podía prestarle demasiada atención porque tenía que hacer otros tres bolos.
—¿Estamos preparados? —preguntó Lias, cogiendo sus martillos.
Los otros dos asintieron.
—Pues entonces empezaremos con «El cayado del mago» —dijo Odro—. Eso siempre rompe el hielo.
—Vale —convino el troll, y luego fue contando con los dedos—. Un, dos… un, dos, muchos, montones.
La primera manzana fue arrojada siete segundos después. Odro la cazó al vuelo sin saltarse ni una sola nota. Pero el primer plátano describió una curva malévola en el aire y se estrelló contra su oreja.
—¡Seguid tocando! —siseó Odro.
Imp obedeció, esquivando una salva de naranjas.
En la primera fila, el simio abrió su saco y extrajo de él un melón muy grande.
—¿Veis alguna pera? —preguntó Odro, tomando aire—. Me gustan las peras.
—¡Veo a un hombre con un hacha arrojadiza!
—¿Parece valiosa?
Una flecha vibró en la pared junto a la cabeza de Lias.
Eran las tres de la madrugada. El sargento Colon y el cabo Nobbs estaban llegando a la conclusión de que quienquiera que tuviese la intención de invadir Ankh-Morpork probablemente no iba a hacerlo en aquellos momentos. Y había un buen fuego ardiendo en la casa de la Guardia.
—Podríamos dejar una nota —dijo Nobby mientras se soplaba los dedos—. Ya sabes, ¿no? «Vuelva usted mañana», o algo como eso.
Alzó la mirada. Un caballo solitario estaba pasando por debajo del arco de la puerta. Un caballo blanco, con un sombrío jinete vestido de negro.
No hubo el menor intento de recurrir al «Alto, ¿quién va?». La guardia nocturna iba por las calles a horas extrañas y se había acostumbrado a ver cosas que generalmente no ven los mortales. El sargento Colon se llevó la mano al casco con respeto.
—Buenas noches, su señoría —dijo.
—EJEM… BUENAS NOCHES.
Los guardias contemplaron cómo el caballo se perdía de vista.
—Bueno, pues algún pobre mamón ha llegado al final de su camino —observó el sargento Colon.
—Se lo toma con mucha dedicación, eso hay que admitírselo —dijo Nobby—. Está disponible a todas horas y siempre tiene tiempo para la gente.
—Sí.
Los guardias contemplaron la aterciopelada oscuridad. «Hay algo que no está bien del todo», pensó el sargento Colon.
—¿Cómo se llama? —preguntó Nobby. Siguieron mirando un poco más. Entonces el sargento Colon, que todavía no había conseguido poner el dedo en la llaga, dijo:
—¿Qué quieres decir con lo de cómo se llama?
—Que cómo se llama.
—Es la Muerte —replicó el sargento—. La Muerte, ¿comprendes? Ese es su nombre completo ¿A qué venía esa pregunta? ¿Quieres decir que podría llamarse… Keith Muerte?
—Bueno, ¿por qué no?
—Es simplemente la Muerte, ¿no?
—No, eso solo es su trabajo. ¿Cómo le llaman sus amistades?
—¿Qué quieres decir con amistades?
—De acuerdo, de acuerdo. Como quieras.
—Vamos a tomarnos un ron caliente.
—Creo que tiene pinta de llamarse Leonard.
El sargento Colon se acordó de la voz. Sí, eso era. Aunque solo fuese por un instante, había habido…
—Debo de estar haciéndome viejo —dijo—. Por un momento me pareció que tenía pinta de llamarse Susan.
—Me parece que me han visto —susurró Susan, mientras el caballo doblaba una esquina.
La Muerte de las Ratas asomó la cabeza por el bolsillo de Susan.
Iiic.
—Creo que vamos a necesitar a ese cuervo —dijo Susan—. Quiero decir que… Mira, me parece que te entiendo, es solo que no sé lo que dices…
Binky se detuvo delante de una casa grande, un poco apartada del camino. Era una residencia ligeramente pretenciosa provista de muchos más gabletes y parteluces de los que en justicia debiera tener, y aquello daba una pista acerca de sus orígenes: era el tipo de casa que se construye un mercader rico cuando se vuelve respetable y necesita hacer algo con el botín.
—Esto no me gusta nada —dijo Susan—. No puede funcionar de ninguna manera. Yo soy humana. He de ir al lavabo y hacer cosas de ese estilo. ¡No puedo entrar en las casas de las personas como si tal cosa y matarlas!
Iiic.
—De acuerdo, no es matar. Pero lo mires como lo mires, no es de buena educación.
Un letrero que había encima de la puerta rezaba: «Repartidores por la puerta de atrás».
—¿Yo cuento como…?
¡Iiic!
Normalmente a Susan ni se le habría pasado por la cabeza preguntarlo. Siempre se había considerado una persona que entra por las puertas principales de la vida.
La Muerte de las Ratas corrió sendero arriba y atravesó la puerta.
—¡Eh, espera un momento! Yo no puedo…
Susan miró la madera. Sí podía. Por supuesto que podía. Cristalizaron más recuerdos delante de sus ojos. Después de todo, solo era madera. En unos cuantos centenares de años se pudriría. Tomando como escala el infinito, apenas si tenía existencia. Por regla general, consideradas sobre la duración del multiverso, la mayoría de cosas no la tenían.
Dio un paso adelante. La gruesa puerta de roble ofreció tanta resistencia como una sombra.
Los parientes afligidos estaban reunidos alrededor de la cama donde, casi perdido entre las almohadas, yacía un anciano lleno de arrugas. Al pie de la cama, impasible ante los llantos y gemidos que resonaban a su alrededor, había un gato enorme y muy gordo. Iiic.
Susan miró el reloj de arena. Los últimos granos cayeron a través de la boca.
Moviéndose con una cautela exagerada, la Muerte de las Ratas se colocó sigilosamente detrás del gato dormido y le dio una buena patada. El animal despertó, se volvió, pegó las orejas al cráneo sumido en el terror y saltó de la colcha.
La Muerte de las Ratas rió burlonamente.
Iiij, iiij, iiij.
Uno de los deudos, un hombre de rostro muy flaco, alzó la vista y miró al durmiente.
—Ya está —dijo—. Se ha ido.
—Pensaba que íbamos a tener que estar aquí todo el día —repuso la mujer que estaba junto a él, poniéndose en pie—. ¿Viste cómo se movió ese maldito gato viejo? Los animales lo notan, te lo digo yo. Tienen un sexto sentido.
Iiij, iiij, iiij.
—Bueno, a ver si sales de una vez. Sé que estás en alguna parte —se quejó el cadáver. Se incorporó en la cama.
Susan estaba familiarizada con la idea de los fantasmas. Pero no había esperado que las cosas fueran de aquella manera. No había esperado que los fantasmas fueran a ser los vivos, pero ahora aquellos eran esbozos pálidos en el aire comparados con el anciano que acababa de sentarse en la cama. El muerto parecía sólido, pero ribeteado por un resplandor azul.
—Ciento siete años, ¿eh? —graznó—. Apuesto a que al final te empezabas a preocupar. ¿Dónde estás?
—EJEM, AQUÍ —dijo Susan.
—Una hembra, ¿eh? —dijo el anciano—. Bueno, bueno, bueno. Se levantó de la cama, con el camisón espectral aleteando a su alrededor, y de pronto se detuvo tan bruscamente como si acabara de llegar al final de una cadena. Más o menos se trataba de eso, porque una delgada línea de luz azulada seguía atándolo a su antiguo habitáculo.
La Muerte de las Ratas empezó a dar saltitos encima de la almohada, haciendo apremiantes movimientos de corte con la guadaña.
—Oh, lo siento —se excusó Susan, y cortó. La línea azul se partió con un agudo tañido cristalino.
Alrededor de ellos, atravesándolos a veces, estaban los deudos. Las lamentaciones parecían haber cesado una vez que el viejo murió. El hombre del rostro flaco había metido la mano debajo del colchón y estaba buscando a tientas.
—Míralos —dijo el anciano hoscamente—. Pobrecito abuelo, sollozo, sollozo, cómo lo echaremos de menos, no habrá nunca nadie como él, ¿dónde habrá dejado su testamento el viejo cabrón? Ese de ahí es mi hijo pequeño, eso suponiendo que puedas llamar hijo a una tarjeta de felicitación cada Noche de la Vigilia de los Puercos. ¿Ves a su esposa? Tiene una sonrisa como una ola en un cubo de agua sucia. Y no es la peor de todos. ¿La familia? Ya te la puedes quedar. Solo seguía vivo para fastidiarlos.
Un par de personas estaban rebuscando debajo de la cama. Hubo un humorístico estrépito de porcelana. El anciano empezó a dar cabriolas detrás de ellos mientras hacía muecas.
—¡No lo conseguiréis! —canturreó—. ¡Je, je, je! ¡Está en la cesta del gato! ¡Le dejé todo el dinero al gato!
Susan miró a su alrededor. El gato los estaba observando con ansiedad desde detrás del aguamanil.
Susan sintió que la situación le exigía alguna respuesta.
—Eso ha sido… muy considerado por su parte… —dijo.
—¡Ja! ¡Condenado saco de pulgas! ¿Trece años durmiendo, cagando y esperando a la siguiente comida? Nunca ha hecho ni media hora de ejercicio en toda su gorda vida. Hasta que todos estos encuentren el testamento, al menos. Entonces va a ser el gato más rico y más rápido del mundo…
La voz se desvaneció. Su propietario hizo lo mismo.
—Qué viejo tan horrible —se estremeció Susan.
Bajó la mirada hacia la Muerte de las Ratas, que estaba intentando hacerle muecas al gato.
—¿Qué le ocurrirá?
Iiic.
—Oh.
Un ex doliente vació un cajón en el suelo detrás de ellos. El gato estaba empezando a temblar.
Susan salió de allí atravesando la pared.
Las nubes se iban acumulando como una estela detrás de Binky.
—Bueno, no ha sido demasiado terrible. No ha habido sangre ni nada de eso. Y él era muy viejo y no demasiado agradable.
—Entonces todo perfecto, ¿verdad? —dijo el cuervo, posándose en el hombro de Susan.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—La Rata Muerte dijo que me podría acercar a donde voy. Tengo una cita.
Iiic.
La Muerte de las Ratas sacó el hocico de la alforja.
—¿Ahora nos dedicamos al transporte de pasajeros? —preguntó Susan fríamente.
La rata se encogió de hombros y le puso un biómetro en la mano.
Susan leyó el nombre tallado en el cristal.
—¿Volf Hijodehijodehijodehijodevolf? Eso me suena a las tierras del Eje.
Iiic.
La Muerte de las Ratas subió por las crines de Binky y se instaló entre las orejas del caballo, con su diminuta túnica aleteando al viento.
Binky iba a medio galope, a poca altura sobre un campo de batalla. No había sido una gran guerra, solo una refriega entre tribus. Tampoco saltaba a la vista ningún ejército: los combatientes parecían ser dos grupos de individuos, algunos a caballo, que se encontraban por casualidad en el mismo bando. Todo el mundo iba vestido con la misma clase de pieles y excitantes atuendos de cuero, y Susan fue incapaz de imaginar cómo podían distinguir al amigo del enemigo. Todos parecían limitarse a gritar mucho y blandir al azar enormes espadas y hachas de guerra. Por otra parte, cualquiera a quien consiguieras golpear se convertía instantáneamente en tu enemigo, así que probablemente todo terminaba saliendo bien a largo plazo. Lo importante era que allí había personas muriendo y que se estaban llevando a cabo actos de heroísmo increíblemente estúpidos.
Iiic.
La Muerte de las Ratas señaló apremiantemente hacia abajo.
—Arre… hacia abajo.
Binky se posó en una pequeña elevación del terreno.
—Ejem…, perfecto —dijo Susan. Sacó la guadaña de su funda y la hoja cobró vida súbitamente.
Las almas de los muertos eran fáciles de localizar. Salían del campo de batalla cogidas del brazo, sin distinguir amigo de antiguo enemigo, riendo y tambaleándose para ir directamente hacia Susan.
Susan desmontó. Y se concentró.
—EJEM —dijo—. ¿HAY ALGUIEN AQUÍ A QUIEN HAYAN DADO MUERTE Y SE LLAME VOLF?
Detrás de ella, la Muerte de las Ratas se llevó las patas a la cabeza.
—EJEM… ¿HOLA?
Nadie le prestó la menor atención. Los guerreros fueron pasando junto a ella. Iban formando una cola en el linde del campo de batalla y parecían estar esperando algo.
Susan no tenía que… hacerlos… todos. Albert había tratado de explicárselo, pero ya se había desdoblado un recuerdo de todas maneras. Susan solo tenía que hacer algunos, determinados por el momento o por la importancia histórica, y eso implicaba que todos los demás ocurrían por sí mismos. Lo único que debía hacer Susan era mantener el impulso en marcha.
—Tienes que imponerte más —le aconsejó el cuervo, que se había posado encima de una roca—. Ese es el problema que tienen las mujeres en las profesiones. No se imponen lo suficiente.
—¿Y tú para qué querías venir aquí? —preguntó Susan.
—Esto es un campo de batalla, ¿no? —dijo el cuervo pacientemente—. Tiene que haber cuervos cuando todo acaba. —Sus ojos, que siempre estaban dando volteretas, rodaron en su cabeza—. Ya sabes, cría cuervos y todo eso.
—¿Quieres decir que os coméis a todo el mundo?
—Es parte del milagro de la naturaleza —repuso el cuervo.
—Eso es horrible —dijo Susan. Ya había pájaros negros describiendo círculos en el cielo.
—No, en realidad no —replicó el cuervo—. Cuando hay hambre no hay caballo viejo, podría decirse.
Un bando, si realmente se le podía llamar así, estaba huyendo del campo de batalla con el otro a sus espaldas.
Los pájaros empezaron a posarse encima de lo que, comprendió Susan con horror, era un desayuno para madrugadores: porciones tiernas, caras sonrientes.
—Será mejor que vayas en busca de tu muchacho —aconsejó el cuervo—. De otra manera se perderá la cabalgata. —¿Qué cabalgata? Los ojos volvieron a orbitar.
—¿Nunca has aprendido mitología? —preguntó el cuervo.
—No. La señorita Trasero dice que no son más que historias inventadas con escaso contenido literario…
—Ah. Vaya, vaya. Y eso sí que no podemos consentirlo, ¿verdad? En fin. No tardarás en verlo. Debo darme prisa. —El cuervo emprendió el vuelo—. Generalmente intento conseguir un asiento cerca de la cabecera.
—¿Qué es lo que tengo que…?
Y entonces alguien empezó a cantar. La voz surgió del cielo como un vendaval repentino. Era una mezzosoprano bastante buena…
—¡Hi-jo-to! ¡Ho! ¡Hi-jo-to! ¡Ho!
Y siguiendo a la voz, montando un caballo casi tan magnífico como Binky, apareció una mujer. Decididamente. Un montón de mujer. Era tanta mujer como se podía tener en un sitio sin que fueran dos mujeres. Lucía una cota de malla, una reluciente coraza con dos copas de la talla cien y un casco con cuernos.
Los muertos que se habían congregado prorrumpieron en aclamaciones cuando el caballo redujo el galope para tomar tierra. Había otras seis cantantes montadas surgiendo del cielo por detrás de él.
—Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? —dijo el cuervo, alejándose con un rápido aleteo—. Puedes pasarte horas sin ver ninguna y de pronto te salen siete de golpe.
Susan contempló con asombro cómo cada amazona recogía del suelo a un guerrero muerto y volvía a galopar hacia el cielo. Luego desaparecían bruscamente tras ascender algunos cientos de metros y volvían a aparecer casi al instante para recoger a otro pasajero. No tardó en haber un ajetreado servicio de lanzaderas en funcionamiento.
Pasados unos minutos, una de las mujeres hizo que su caballo trotara hacia Susan y sacó un rollo de pergamino del interior de su coraza.
—¡Hey! Aquí pone Volf —exclamó, hablando con la brusquedad que utilizan las personas a caballo cuando se dirigen a meros peatones—. ¿Volf el Afortunado…?
—Ejem. No sé… QUIERO DECIR QUE NO SÉ CUÁL ES ÉL —dijo Susan a la desesperada.
La mujer del casco se inclinó hacia delante. Había algo un tanto familiar en ella.
—¿Eres nueva?
—Sí. Quiero decir, SÍ.
—Bueno, pues no te quedes plantada ahí como un pasmarote. Vete directamente a por él. Sí señor, buena chica.
Susan miró desesperadamente a su alrededor y por fin lo vio. No estaba muy lejos de allí. Un hombre de apariencia joven, ribeteado por un pálido resplandor azul, era visible entre los caídos.
Susan se apresuró hacia él con la guadaña preparada. Una línea azul unía al guerrero con su antiguo cuerpo.
¡Iiic!, gritó la Muerte de las Ratas, dando saltitos y haciendo movimientos indicativos.
—¡Mano izquierda con el pulgar hacia arriba, mano derecha doblada por la muñeca y dale un poco de filo! —gritó la mujer del casco con cuernos.
Susan blandió la guadaña. La línea se partió.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Volf. Miró hacia abajo—. Soy yo el que está ahí abajo, ¿verdad? —Se volvió lentamente—. Y ahí también. Y por allí. Y…
Miró a la guerrera del casco con cuernos y su rostro se iluminó.
—¡Por Ío! —exclamó—. Entonces, ¿es cierto? ¿Las valquirias me llevarán a la sala de Ío el Ciego, donde el banquete es perpetuo y nunca se termina de beber?
—A mí… quiero decir, A MÍ NO ME PREGUNTES —dijo Susan. La valquiria se inclinó hacia el guerrero y lo subió a su silla.
—Ahora sé bueno y procura estarte calladito —dijo. Contempló a Susan con expresión pensativa.
—¿Eres una soprano? —preguntó.
—¿Cómo dices?
—¿Sabes cantar, aunque sea un poco, muchacha? Porque no nos iría nada mal otra soprano. Hoy día hay demasiadas mezzosopranos sueltas por ahí.
—No soy una persona muy musical. Lo siento.
—Ah, bueno. Solo era una idea. Tengo que irme. —Echó la cabeza hacia atrás. La impresionante coraza, se irguió—. ¡Ho-jo-to! ¡Ho!
El caballo se puso de manos y galopó hacia el cielo. Antes de alcanzar las nubes se encogió hasta quedar convertido en un puntito reluciente, que titiló.
—¿Se puede saber de qué iba todo esto? —preguntó Susan.
Hubo una agitación nerviosa de alas y el cuervo se posó en la cabeza del recientemente fallecido Volf.
—Bueno, estos tipos creen que si mueres en batalla entonces unas cuantas cantantes grandotas y gordas con cuernos en los cascos te llevan a una especie de sala gigantesca de banquetes, donde te pasas el resto de la eternidad poniéndote morado —dijo el cuervo. Eructó delicadamente—. Una idea condenadamente estúpida, en realidad.
—¡Pero acaba de ocurrir!
—Sigue siendo una idea idiota. —El cuervo paseó la mirada por el campo de batalla, ya vacío salvo por los caídos y las bandadas de sus congéneres los cuervos—. Menudo desperdicio —añadió—. Me refiero a que, bueno, fíjate en todo esto. Qué despilfarro tan horrible.
—¡Sí!
—Quiero decir que yo ya estoy a punto de reventar, y quedan cientos de ellos sin tocar. Me parece que veré si puedo hacerme con una bolsa para las sobras.
—¡Son cadáveres!
—¡Exacto!
—¿Qué estás comiendo?
—Eh, tranquila —repuso el cuervo, retrocediendo—. Hay suficiente para todos.
—¡Eso es repugnante!
—Yo no los he matado —replicó el cuervo.
Susan se dio por vencida.
—Esa mujer se parecía mucho a Lirio de Hierro —comentó mientras volvían donde los esperaba el caballo—. Es nuestra profesora de gimnasia. Y también hablaba igual que ella.
Susan se imaginó a las valquirias cantarínas corriendo pesadamente a través del cielo. «Pillad bien ese guerrero, pandilla de tímidas florecitas…»
—Evolución convergente —dijo el cuervo—. Suele ocurrir. En una ocasión leí que al parecer el pulpo común tiene un ojo que es casi idéntico al globo ocular humano excepto por… ¡craj!
—Ibas a decir algo como que es casi idéntico excepto por el sabor, ¿verdad? —dijo Susan.
—Ni fe me había pafado por la cabefa —logró farfullar el cuervo.
—¿Seguro?
—¿Me fueltaf el pico? ¿Pof favof?
Susan lo dejó libre.
—Todo esto es espantoso —se lamentó—. ¿Y esto es lo que él solía hacer? ¿No hay ningún elemento de elección?
Iiic.
—Pero ¿qué pasa si no merecen morir?
Iiic.
La Muerte de las Ratas consiguió indicar, de modo bastante efectivo, que en ese caso podían comparecer ante el universo y señalar que no merecían morir. En cuyo caso le correspondería al universo decir: «Ah, ¿no merecías morir?, vale, está bien, entonces puedes seguir viviendo». Fue un gesto notablemente sucinto.
—¿Así que… mi abuelo era la Muerte, y se limitaba a dejar que la naturaleza siguiera su curso? ¿Pudiendo haber hecho algún bien? Menuda estupidez.
La Muerte de las Ratas sacudió el cráneo.
—¿El bando de Volf era el bueno? —dijo Susan.
—Es difícil saberlo —dijo el cuervo—. Volf era un vasungo. Los del otro bando eran bergundos. Parece que todo empezó con un bergundo llevándose a una mujer vasunga hace unos cuantos siglos. O puede que fuera a la inversa. Bueno, el caso es que el otro bando invadió su aldea. Hubo un poquito de carnicería. Luego los otros fueron a la otra aldea y hubo otra carnicería. Después de eso, podrías decir que quedó cierto enfado residual.
—Vale, pues muy bien —dijo Susan—. ¿Quién es el siguiente?
Iiic.
La Muerte de las Ratas aterrizó sobre la silla de montar. Luego se inclinó y, con cierto esfuerzo, sacó otro reloj de arena de la alforja. Susan leyó la etiqueta.
Decía: Imp y Celyn.
Susan tuvo la sensación de estar cayendo hacia atrás.
—Conozco ese nombre —declaró.
Iiic.
—Lo… recuerdo de alguna parte —dijo Susan—. Es importante. Él es… importante…
La luna colgaba sobre el desierto de Klatch como una enorme bola de roca.
Una luna muy impresionante para un desierto que no era gran cosa.
Solo formaba parte del cinturón de desiertos, progresivamente más cálidos y resecos, que rodeaba el Gran Nef y el océano Deshidratado. Y nadie habría perdido el tiempo pensando en él si personas muy parecidas al señor Clete del Gremio de Músicos no hubieran ido por allí y levantado mapas y trazado una inocente línea de puntitos, cruzando aquella parte del desierto, que indicaba la existencia de una frontera entre Klatch y Hershebia.
Hasta aquel momento los h’eces, un grupo de tribus nómadas alegremente guerreras, habían recorrido el desierto a su antojo. Desde que había una línea, a veces eran h’eces klatchianos y a veces h’eces hershebianos, con todos los derechos correspondientes a los ciudadanos de ambos estados, particularmente el derecho a pagar todos los impuestos que se les pudieran exprimir y el de ser reclutados para combatir contra gente de la que nunca habían oído hablar. Así que, como resultado de la línea de puntos, Klatch acababa de entrar en guerra con Hershebia y con los h’eces, Hershebia estaba en guerra con los h’eces y con Klatch, y los h’eces estaban en guerra con todo el mundo, incluso unos con otros, y pasándoselo la mar de bien porque la palabra h’ez para «extranjero» era la misma que usaban para decir «diana».
El fuerte era uno de los legados de la línea de puntos.
Ahora era un rectángulo oscuro encima de las abrasadoras arenas plateadas. De él salía lo que podría calificarse con exactitud como el sonido de un acordeón, dado que alguien parecía querer sacarle una melodía pero siempre tropezaba con dificultades a los pocos compases y volvía a empezar.
Alguien llamó al portón.
Pasado un rato se oyó un chirrido al otro lado y una pequeña mirilla se abrió.
—¿Sí, ofendi?
¿ESTO ES LA LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
La cara del hombrecillo que había al otro lado de la puerta se vació de toda expresión.
—Ah, pues ahí sí que me ha pillado. Espere un momento.
La mirilla se cerró. Hubo una rápida discusión en susurros al otro lado de la puerta. La mirilla volvió a abrirse.
—Sí, al parecer somos la… la… ¿cómo has dicho que se llamaba? Ah, vale, ya lo tengo… la Legión Extranjera klatchiana. Sí. ¿Qué desea?
DESEO ALISTARME.
—¿Alistarse? ¿Alistarse en qué?
EN LA LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA.
—¿Dónde está eso? Hubo unos cuantos susurros más.
—Ah. Claro. Disculpe. Sí. Somos nosotros. Las puertas se abrieron. El visitante entró. Un legionario con galones de cabo en el brazo fue hacia él.
—Tendrá que comparecer usted ante… —sus ojos se vidriaron un poquito—… ya sabe… un hombretón enorme, tres galones… hace un momento lo tenía en la punta de la lengua…
¿EL SARGENTO?
—Eso —dijo el cabo, con alivio—. ¿Cómo se llama, soldado?
EJEM…
—En realidad no tiene por qué decirlo. En eso consiste precisamente la… la…
¿LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
—Exacto. La gente se alista para… para… con la mente, ya sabe, cuando uno no puede… cosas que han ocurrido…
¿OLVIDAR?
—Eso. Yo soy… —El hombre se quedó en blanco—. Espere un momento, ¿quiere?
Se miró la manga.
—Soy el cabo… —anunció.
Titubeó, parecía preocupado. Entonces se le ocurrió una idea y tiró del cuello de su chaqueta y retorció el pescuezo hasta que, entornando los ojos y con una dificultad considerable, pudo leer la etiqueta.
—El cabo.… ¿Talla Mediana? ¿Suena eso bien?
NO LO CREO.
—El cabo… ¿Lavar Siempre a Mano?
PROBABLEMENTE NO.
—El cabo… ¿Algodón?
ES UNA POSIBILIDAD.
—Eso. Bien, pues bienvenido a la… ejem…
LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA…
—Eso. La paga es tres dólares a la semana y toda la arena que pueda comer. Espero que le guste la arena.
YA VEO QUE PUEDE ACORDARSE DE LA ARENA.
—Nunca olvidará la arena, créame —dijo el cabo amargamente.
NUNCA LO HAGO.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
El desconocido guardó silencio.
—No es que eso importe —dijo el cabo Algodón—. En la…
¿LEGIÓN EXTRANJERA KLATCHIANA?
—… eso… le damos un nombre nuevo. Empieza partiendo de cero.
Llamó al otro hombre con un ademán.
—¿Legionario…?
—Legionario… ejem… uf… ejem… Talla Cuarenta y Cinco, señor.
—De acuerdo. Llévese a este… hombre y dele… —chasqueó los dedos con irritación—… ya sabe… esa cosa… ropas, todo el mundo las lleva… del color de la arena…
¿EL UNIFORME?
El cabo parpadeó. Por alguna razón inexplicable la palabra «hueso» seguía abriéndose paso a codazos por el desastre derretido y caudaloso que era su consciencia.
—Eso —dijo—. Ejem. El servicio dura veinte años, legionario. Espero que sea lo bastante hombre para aguantarlo.
YA ME GUSTA, dijo la Muerte.
—Supongo que no será ilegal que yo entre en un local público donde sirven licores, ¿verdad? —preguntó Susan, mientras Ankh-Morpork volvía a aparecer en el horizonte.
Iiic.
La ciudad se deslizó de nuevo por debajo de ellos. Susan podía distinguir figuras individuales en las calles más anchas y las plazas. Buf, pensó… ¡si solo supieran que estoy aquí arriba! Y, a pesar de todo, no pudo evitar sentirse superior. Las personas que había allí abajo solo tenían que pensar en, bueno, en las cosas que ocurrían al nivel del suelo. Cosas mundanas. Era como contemplar hormigas desde lo alto.
Susan siempre había sabido que era diferente. Obviamente era mucho más consciente del mundo que la mayoría de la gente, que pasaba por él con los ojos cerrados y el cerebro puesto a fuego lento. En cierta manera, saber que de verdad era diferente resultaba muy reconfortante. La sensación se extendía, envolviéndola como un gabán.
Binky se posó sobre un embarcadero grasiento. El río lamía los pilares de madera a un lado.
Susan bajó del caballo, desató la guadaña y entró en el Tambor Remendado.
Allí había una bronca en marcha. Los clientes del Tambor tendían a ser democráticos a la hora de plantearse la agresividad.
Les gustaba que todo el mundo recibiera algo de ella. Por eso, y aunque la audiencia ya había alcanzado el consenso de que aquel trío era malísimo (y en consecuencia un blanco apropiado), habían estallado varias peleas porque la gente había recibido impactos de proyectiles mal apuntados, o llevaba todo el día sin pelearse, o solo intentaba llegar a la puerta.
Susan no tuvo ninguna dificultad para localizar a Imp y Celyn. Estaba en la parte delantera del escenario, con el rostro convertido en una máscara de terror. Detrás de él había un troll, con un enano tratando de esconderse detrás de él.
Susan echó una mirada al reloj de arena. Solo unos cuantos segundos más…
Con sus oscuros cabellos rizados, Imp resultaba bastante atractivo. Tenía cierto aspecto élfico.
Y le resultaba familiar.
Susan había lamentado lo de Volf, pero al menos él estaba en un campo de batalla. Imp estaba en un escenario. Nadie esperaba morir en el escenario.
«Estoy aquí de pie con una guadaña y un reloj de arena esperando a que alguien muera. No es mucho mayor que yo, y se supone que no debo hacer nada al respecto. Es una estupidez. Y además estoy segura de que lo he visto… antes…»
Lo cierto era que nadie intentaba matar músicos en el Tambor. Las hachas se lanzaban y las ballestas se disparaban con alegre despreocupación y sin mal humor. Nadie se molestaba en afinar la puntería, ni siquiera quienes eran capaces de hacerlo. Era más divertido ver esquivar a la gente.
Un hombretón de barba rojiza le sonrió a Lias y seleccionó de su bandolera un hacha pequeña para lanzar. No pasaba nada por lanzar hachas a los trolls. Tendían a rebotar.
Susan lo vio todo claro. El hacha rebotaría y le daría a Imp. Nadie tendría la culpa, en realidad. Peores cosas ocurrían en el mar. Peores cosas ocurrían en Ankh-Morpork a todas horas, a menudo continuamente.
«Ese hombre ni siquiera tiene intención de matarlo —pensó—. Es algo casual por completo. No es así como deberían ir las cosas. Alguien debería hacer algo al respecto.»
Extendió el brazo para agarrar el mango del hacha.
¡Iiic!
—¡Calla!
Uáaauuum.
Imp se quedó inmóvil en la postura de un lanzador de disco mientras el acorde llenaba aquel local ruidoso.
Resonó como una barra de hierro tirada al suelo de una biblioteca a medianoche.
Los ecos rebotaron de vuelta en los rincones del local. Cada uno transportaba su propia carga de armónicos.
El sonido hizo explosión del mismo modo en que explota un cohete de la Noche de la Vigilia de los Puercos, con cada chispa explotando de nuevo a su vez al caer…
Los dedos de Imp acariciaron las cuerdas, desgranando tres acordes más. El lanzador de hacha bajó su arma.
Aquello era música que no solo había escapado, sino que había atracado un banco mientras se fugaba. Era música con los brazos arremangados y el primer botón desabrochado, que saludaba con el sombrero, sonreía y robaba la plata.
Era música que bajaba hasta los pies pasando por la pelvis sin avisar de su llegada al señor Cerebro.
El troll recogió sus martillos, contempló sus piedras con expresión vacía y luego empezó a golpearlas creando un ritmo.
El enano inspiró profundamente y extrajo del cuerno un sonido ronco y palpitante.
La gente tabaleaba con los dedos en los bordes de las mesas. El orangután estaba sentado con una enorme sonrisa extasiada en su cara, como si se hubiera tragado un plátano de lado.
Susan bajó la mirada hacia el reloj de arena marcado Imp y Celyn.
La cavidad superior ya estaba vacía de arena, pero algo azul parpadeaba allí dentro.
Susan sintió subir por su espalda unas garritas afiladas como agujas que enseguida encontraron asidero en su hombro.
La Muerte de las Ratas bajó la mirada hacia el reloj de arena.
Iiic, dijo en voz baja.
A Susan todavía no se le daba muy bien el roedores, pero creía saber reconocer un «oh-oh» cuando lo oía.
Los dedos de Imp danzaban sobre las cuerdas, pero el sonido que salía de ellas no guardaba ningún parentesco con los tonos del arpa o el laúd. La guitarra aullaba igual que un ángel que acabara de descubrir por qué se encontraba en el bando equivocado. Tenues chispazos relucían sobre las cuerdas.
Imp tenía los ojos cerrados y sostenía el instrumento junto a su pecho, como un soldado empuña una lanza en un desfile. Costaba saber quién estaba tocando a quién.
Y la música seguía manando.
El pelaje del Bibliotecario se había erizado por todo su cuerpo. Las puntas de los pelos crujían.
Hacía que quisieras tirar las paredes a patadas y ascender al cielo sobre escalones de fuego. Hacía que quisieras accionar todos los interruptores, tirar de todas las palancas y meter los dedos en el enchufe del Universo para ver qué ocurría a continuación. Hacía que quisieras pintar de negro la pared de tu dormitorio y cubrirla de pósters.
En el cuerpo del Bibliotecario varios músculos habían empezado a estremecerse, al ritmo mientras la música tomaba tierra a través de él.
Había un grupito de magos en el rincón. Estaban contemplando la actuación con la boca abierta.
El ritmo siguió su curso y fue chisporroteando de una mente a otra, chasqueando los dedos y frunciendo el labio.
Música viva. Música con rocas dentro, en estado salvaje…
¡Al fin libre! La, música saltó de una cabeza, a otra, entrando por las orejas con un chisporroteo y poniendo rumbo al cerebelo. Algunos eran más susceptibles que otros… más cercanos al ritmo…
Había transcurrido una hora.
El Bibliotecario saltaba y se impulsaba con los nudillos a través de la llovizna de medianoche, mientras la cabeza le estallaba de música.
Tomó tierra en los jardines de la Universidad Invisible y entró corriendo en la Gran Sala, agitando las manos frenéticamente por encima de la cabeza para conservar el equilibrio.
Se detuvo.
La luz de la luna se filtraba a través de los ventanales, iluminando lo que el archicanciller siempre llamaba «nuestro poderoso órgano», para vergüenza general del resto de la institución universitaria.
Una pared completa estaba ocupada por hileras e hileras de tubos, que parecían columnas en la penumbra o que posiblemente recordaban a las estalagmitas de alguna caverna monstruosamente antigua. Casi perdido entre ellos se hallaba el pulpito del organista, con sus tres teclados gigantes y el centenar de botones para los efectos especiales de sonido.
No se utilizaba con frecuencia, salvo para la ocasional reunión cívica o el Disculpe de los Magos.[9]
Pero el Bibliotecario, accionando enérgicamente los fuelles y soltando ocasionalmente pequeños «ooks» emocionados, tenía la impresión de que podía llegar a hacer mucho más.
Un orangután macho adulto puede parecer un afable montón de alfombras viejas, pero tiene una fuerza que haría que un humano equivalente en peso comiera montones de alfombrilla. El Bibliotecario solo dejó de dar fuelle cuando la palanca estuvo demasiado caliente para asirla y los depósitos de aire empezaron a soltar ventosidades y silbidos alrededor de los remaches.
Entonces se instaló de un salto en el asiento del organista.
El edificio entero zumbaba suavemente bajo la enorme presión acumulada.
El Bibliotecario entrelazó las manos e hizo crujir los nudillos, algo que siempre resulta impresionante cuando se tienen tantos nudillos como un orangután.
Levantó las manos.
Titubeó.
Volvió a bajar las manos y tiró de la Vox Humana, la Vox Dei y la Vox Diabólica.
El gemido del órgano adquirió un tono más apremiante.
Levantó las manos.
Titubeó.
Luego bajó las manos y tiró del resto de los cierres, incluidos los doce botones marcados con «¿?» y los dos que llevaban etiquetas envejecidas donde se advertía en varios idiomas que no debían tocarse en modo alguno jamás, bajo ninguna circunstancia.
Levantó las manos.
También levantó los pies, colocándolos encima de algunos de los pedales más peligrosos.
Cerró los ojos.
Permaneció inmóvil durante unos instantes en un silencio contemplativo, un piloto de pruebas listo para rasgar el borde de la funda a bordo de la nave espacial Melodía.
Dejó que el vibrante recuerdo de la música llenara su cabeza y bajara fluyendo por sus brazos y llenara sus dedos.
Sus manos cayeron.
—¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? —dijo Imp.
La emoción hacía carreras con los pies descalzos a lo largo de su columna vertebral.
Los tres estaban sentados en la diminuta habitación atestada que había detrás de la barra.
Odro se quitó el casco y limpió el interior.
—¿Me creerías si te dijera que hicimos un compás de dos por cuatro, con ritmo a corcheas, siguiendo la melodía, con el bajo adelantado? —murmuró después.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Lias—. ¿Qué significan todas esas palabras?
—Eres músico, ¿no? —dijo Odro—. ¿Qué es lo que crees que haces?
—Yo les doy con los martillos —dijo Lias, batería nato.
—Pero esa parte que tocaste… —dijo Imp—. Ya sabes, hacia la mitad… ya sabes, bam-ba bam-ba bambamBA… ¿cómo supiste hacer esa parte?
—Solo era la parte que tenía que ir allí —dijo Lias.
Imp miró la guitarra. La había dejado encima de la mesa. Todavía estaba tocando suavemente para sí misma, como un gato que ronronea.
—Esa guitarra no es un instrumento normall —dijo, señalándola con un dedo tembloroso—. ¡Yo sollo estaba de pie allllí y entonces elllla empezó a tocar por sí solía!
—Probablemente perteneció a un mago, tal como dije —repuso Odro.
—No —dijo Lias—. Nunca he conocido a ningún mago que fuera musical. La música no pega con la magia.
Los tres miraron la guitarra.
Imp nunca había oído hablar de un instrumento que se tocara solo, excepto la legendaria arpa de Owen Mwnyy, que cantaba cuando amenazaba el peligro. Y eso había sido en los tiempos en que había dragones. Las arpas que cantaban combinaban muy bien con los dragones, pero parecían fuera de lugar en una ciudad con gremios y todo lo demás.
La puerta se abrió.
—Ha sido… asombroso, muchachos —exclamó Hibisco Negrolmo—. ¡Nunca había oído nada semejante! ¿Podéis volver mañana por la noche? Aquí están vuestros cinco dólares.
Odro contó las monedas.
—Hemos hecho cuatro bises —dijo sombríamente.
—Si estuviera en tu lugar, yo me quejaría al Gremio —dijo Hibisco.
El trío contempló el dinero. Tenía un aspecto muy impresionante para unas personas cuya última comida había sido hacía veinticuatro horas. No era la tarifa del Gremio ni de lejos. Por otra parte, habían sido unas veinticuatro horas muy largas.
—Si volvéis mañana —repuso Hibisco—, subiré a… seis dólares. ¿Qué os parece?
—Vaya, uau —dijo Odro.
Mustrum Ridcully tuvo que incorporarse bruscamente en la cama, porque la propia cama estaba moviéndose con una ligera vibración a lo largo del suelo.
¡Con que por fin había ocurrido!
Querían quitarlo de en medio.
La tradición de ascender dentro de la Universidad Invisible ocupando los zapatos de los muertos, empezando a veces por asegurar la muerte del propietario de los zapatos, había cesado en los últimos tiempos. Eso se debía principalmente al propio Ridcully, que era robusto y se mantenía en forma y, como habían descubierto tres aspirantes nocturnos a la archicancillería, también tenía muy buen oído. Los aspirantes habían sido consecutivamente suspendidos de la ventana por los tobillos, dejados inconscientes con una pala y obsequiados con un brazo roto por dos sitios. Además, se sabía que Ridcully dormía con dos ballestas cargadas junto a la cama. El archicanciller era un buen hombre y probablemente no te dispararía en ambos oídos.
Esa clase de consideraciones tendían a favorecer una actitud más paciente entre los magos. Tarde o temprano, todo el mundo muere. Podían esperar.
Ridcully hizo inventario de la situación y descubrió que su primera impresión había estado equivocada. No parecía haber ninguna magia asesina en curso. Solo había sonido, atiborrando hasta el último rincón de la habitación.
Ridcully se puso las zapatillas y salió al pasillo, donde otros miembros del cuadro académico formaban corros y se preguntaban unos a otros con voz adormilada qué demonios estaba sucediendo. El yeso llovía sobre ellos desde el techo en una espesa neblina.
—¿Quién está armando todo ese jaleo? —gritó Ridcully.
Hubo un mudo coro de réplicas que no oyó y mucho encogimiento de hombros.
—Bueno, pues voy a averiguarlo —gruñó el archicanciller, y se dirigió hacia la escalera con los demás detrás de él.
Ridcully caminaba sin doblar mucho las rodillas o los codos, una clara señal de que un hombre enérgico se ha puesto de muy mal humor.
El trío no dijo nada mientras salía del Tambor. Tampoco dijeron nada durante todo el trayecto hasta la delicatessen de Tal’Adr.
No dijeron nada mientras esperaban en la cola, y entonces lo único que dijeron fue: «Bien… pues… serán una Cuatro Roedores con extra de tritones, quítale los pimientos picantes, una de Ardores Klatchianos con doble de salami y una Cuatro Estratos, sin pecblenda».
Se sentaron a esperar. La guitarra tocó un pequeño riff de cuatro notas. Intentaron no pensar en ello. Intentaron pensar en otras cosas.
—Creo que yo me cambio el nombre —le terminó diciendo Lias—. Es que… bueno… ¿Lias? No es buen nombre para el negocio de la música.
—¿Por qué nombre te lo vas a cambiar? —preguntó Odro.
—He pensado… no te rías… he pensado… ¿Cliff? —dijo Lias.
—¿Cliff?
—Buen nombre de troll. Significa «risco». Muy pétreo. Muy rocoso. No tiene nada de malo —repuso Cliff né Lias, a la defensiva.
—Bueno… sí… pero, no sé, quiero decir que… bueno… ¿Cliff? Por mucho que lo intente, no me imagino a alguien con un nombre como Cliff durando mucho en este negocio.
—Pues es mejor que Odro.
—Me quedo con Odro —dijo Odro—. Y Imp se queda con Imp, ¿verdad?
Imp miró la guitarra. «Esto no es normal —pensó—. Apenas si la he tocado. Yo solo… Y estoy tan cansado… Yo…»
—No estoy seguro —dijo con voz abatida—. No estoy seguro de si Imp está bien para… esta música —añadió; luego se calló y bostezó.
—¿Imp? —dijo Odro al cabo de unos momentos.
—¿Hummmm? —murmuró Imp.
Había tenido la sensación de que alguien le observaba allá fuera. Lo cual era ridículo, por supuesto. No le podía decir a alguien: «En el escenario me pareció que alguien me observaba». Porque entonces le dirían: «¿En serio? Vaya, eso sí que es misterioso, ya lo creo…».
—¿Imp? —dijo Odro—. ¿Por qué estás chasqueando los dedos de esa manera?
Imp se miró las manos.
—¿Estaba chasqueando?
—Sí.
—Estaba pensando. Mi nombre… tampoco es apropiado para esta música.
—¿Qué significa en lenguaje de verdad? —quiso saber Odro.
—Bueno, toda mi famillia son «y Cellyns» —explicó Imp, pasando por alto el insulto a una lengua antigua—. Significa «dell acebo».[10] Porque verás, eso es llo único que crece en Nellofselek. Todo lio demás sencillllamente se pudre.
—No iba a decirlo —dijo Cliff—, pero a mí «Imp» me suena un poco a elfo.
—Sollo significa «pequeño brote» —aclaró Imp—. Ya sabes. Creo que aquí líos llllaman «budines», por esa forma tan rara que tienen.
—¿Budín Celyn? —dijo Odro—. ¿Buddy? Peor que Risco, en mi opinión.
—Yo… creo que suena bien —opinó Imp.
Odro se encogió de hombros y sacó un puñado de monedas de su bolsillo.
—Todavía nos quedan más de cuatro dólares —dijo—. Y ya sé lo que deberíamos hacer con ellos.
—Deberíamos guardarlos para la cuota del Gremio —propuso el nuevo Buddy.
Odro clavó los ojos en la nada.
—No —dijo—. El sonido no está bien trabajado. Me refiero a que sí, estuvo muy bien y era muy… nuevo —miró fijamente a Imp-más-Buddy—, pero todavía falta algo…
El enano dirigió otra mirada penetrante a Buddy né Imp.
—¿Sabes que tiemblas por todas partes? —dijo después—. Te meneas en tu asiento como si tuvieras el pantalón lleno de hormigas.
—No puedo evitarlo —replicó Buddy. Tenía mucho sueño, pero había un ritmo rebotando dentro de su cabeza.
—Yo también lo vi —dijo Cliff—. Cuando andábamos hacia aquí, dabas saltitos. —Miró bajo la mesa—. Y ahora das pataditas al suelo.
—Y sigues chasqueando los dedos —dijo Odro.
—No puedo dejar de pensar en la música —dijo Buddy—. Sí, tienes razón. Necesitamos… —tabaleó con los dedos encima de la mesa—. Necesitamos un sonido como…pang-pang-pang-PANG-Pang…
—¿Te refieres a un teclado? —preguntó Odro.
—No lo sé.
—Justo al otro lado del río tienen uno de esos nuevos fortepianos en el Edificio de la Ópera —dijo Odro.
—Ya, pero esa clase de cosa no es para nuestro tipo de música —repuso Cliff—. Esa clase de cosa es para viejos gordos con pelucas empolvadas.
—Supongo —dijo Odro, dirigiendo otra mirada de soslayo a Buddy— que si lo ponemos un momento cerca de Im… cerca de Buddy, quiero decir, servirá para nuestra clase de música bien pronto. Así que id ahora mismo a por él.
—He oído que cuesta cuatrocientos dólares —dijo Cliff—. Nadie tiene tantos dientes.
—No me refería a comprarlo —dijo Odro—. Solo a… tomarlo prestado durante algún tiempo.
—Eso es robar —repuso Cliff.
—No lo es —dijo el enano—. Dejaremos que vuelvan a llevárselo en cuanto terminemos de usarlo.
—Ah. Bueno, entonces vale.
Buddy no era un batería ni un troll y podía ver el fallo técnico que había en el argumento de Odro. Y, unas semanas antes, así lo hubiera dicho. Pero en aquel entonces era un buen chico de los valles que iba al círculo los domingos, no bebía, no decía palabrotas y tocaba el arpa en cada sacrificio druídico.
Ahora necesitaba de verdad ese piano. El sonido había sido casi perfecto.
Chasqueó los dedos al compás de sus pensamientos.
—Pero no tenemos a nadie para tocarlo —dijo Cliff.
—Vosotros conseguid el piano y yo conseguiré al pianista —dijo Odro.
Y durante todo el tiempo no habían dejado de echar miradas a la guitarra.
Los magos se dirigieron hacia el órgano como un solo hombre. El aire vibraba alrededor del instrumento como si estuviera superrecalentado.
—¡Qué ruido tan impío! —gritó el catedrático de Runas Recientes.
—¡Pues no sé qué decirle! —aulló el decano—. ¡Es más bien pegadizo!
Entre los tubos del órgano destellaban chispas azules. Apenas se entreveía al Bibliotecario en lo alto de la temblorosa estructura.
—¿Quién está manejando los fuelles? —gritó el prefecto mayor.
Ridcully se inclinó y miró a un lado. La palanca parecía estar subiendo y bajando por sí sola.
—No pienso consentir esto —musitó—. No en mi maldita universidad. Es peor que los estudiantes.
Alzó su ballesta y disparó, directamente contra los fuelles principales.
Hubo un gemido muy prolongado en tono de la y luego el órgano estalló.
La historia de los segundos subsiguientes fue recompuesta durante una discusión en la Sala No-Común donde los magos se reunieron poco después para tomarse una copa o, en el caso del tesorero, un vaso de leche caliente.
El catedrático de Runas Recientes juró que los catorce metros que medía el tubo de Gravissima del órgano habían salido disparados hacia el cielo encima de una columna de llamas.
El catedrático de Estudios Indefinidos y el prefecto mayor dijeron que cuando encontraron al Bibliotecario cabeza abajo en una de las fuentes de la plaza Sator, fuera de la Universidad, estaba murmurando «ook ook» y sonreía.
El tesorero dijo que había visto a una docena de jóvenes desnudas dando saltitos encima de su cama, pero de todas maneras el tesorero ya decía ese tipo de cosas de vez en cuando, sobre todo cuando llevaba mucho tiempo sin salir al aire libre.
El decano no dijo absolutamente nada.
Tenía los ojos vidriosos.
Había chispas crujiendo en sus cabellos.
Se preguntaba si se le permitiría pintar de negro su dormitorio…
… el ritmo seguía…
El biómetro de Imp estaba en el centro del enorme escritorio. La Muerte de las Ratas iba caminando alrededor de él, dando grititos en voz baja.
Susan también lo miraba. No cabía duda de que toda la arena se hallaba en la cámara inferior. Pero alguna otra cosa había llenado la cámara de arriba y se estaba derramando a través de la boca. Era de un azul pálido y se enroscaba frenéticamente sobre sí mismo, como si fuese humo excitado.
—¿Habías visto alguna vez algo semejante? —preguntó.
Iiic.
—Yo tampoco.
Susan se levantó. Las sombras de las paredes, una vez que se hubo acostumbrado a ellas, parecían sombras de cosas; no exactamente maquinaria, pero tampoco exactamente muebles. Sobre el césped del colegio había habido un planetario mecánico. Aquellas formas lejanas se lo recordaban, aunque no hubiese podido decir qué estrellas medía en qué oscuros rumbos. Parecían ser proyecciones de cosas que eran demasiado extrañas incluso para aquella dimensión extraña.
Ella había querido salvar la vida del muchacho y eso estaba bien. Susan lo sabía. Tan pronto como vio su nombre, supo… bueno, supo que era importante. Susan había heredado una parte de la memoria de la Muerte. No podía haber conocido al muchacho, pero quizá él sí lo conocía. Susan sentía que el nombre y la cara ya se habían establecido tan profundamente en su mente que ahora los demás pensamientos se veían obligados a orbitar alrededor.
Alguna otra cosa lo había salvado primero.
Susan cogió el reloj de arena y volvió a llevárselo a la oreja.
Descubrió que estaba golpeando suavemente el suelo con el pie.
Entonces reparó en que las sombras lejanas se estaban moviendo.
Cruzó corriendo el suelo, el suelo real, el de fuera de los límites de la alfombra.
Las sombras se parecían al aspecto que tendrían las matemáticas si fueran sólidas. Había vastas curvas de… algo. Unos indicadores como manecillas de reloj pero más largos que un árbol se movían lentamente en el aire.
La Muerte de las Ratas se encaramó a su hombro.
—Supongo que no sabes qué es lo que está sucediendo, ¿verdad?
Iiic.
Susan asintió. Las ratas, supuso, morían cuando debían hacerlo. No intentaban hacer trampa o regresar de entre los muertos. Nadie había visto jamás una rata zombi. Las ratas sabían cuándo había que darse por vencido.
Volvió a contemplar el reloj. El chico —y Susan utilizaba el término de la manera en que las jovencitas se refieren a los varones jóvenes de unos pocos años más que ellas—, el chico había tocado un acorde en la guitarra o lo que fuese aquello, y la historia se había torcido. O había resbalado, o alguna cosa por el estilo.
Algo aparte de ella no quería ver muerto a aquel muchacho.
Eran las dos de la madrugada, y llovía.
El agente Detritus, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, estaba custodiando el Edificio de la Ópera. Era una actitud hacia el trabajo policial que Detritus había copiado del sargento Colon. Cuando te encuentres solo a altas horas de una noche lluviosa, ve a custodiar algo grande que tenga buenos aleros. Colon había seguido aquella política durante años, como resultado de lo cual ni un solo edificio emblemático había sido robado jamás.[11]
La noche iba transcurriendo sin incidentes dignos de mención. Cosa de una hora antes, un tubo de órgano de catorce metros había caído del cielo. Detritus había ido a inspeccionar el cráter, pero no estaba seguro de que aquello fuese una actividad criminal. Además, por lo que él sabía, era así como se obtenían los tubos de órgano.
Durante los últimos cinco minutos también había estado oyendo golpes sordos y algún que otro tintineo en el interior del Edificio de la Ópera. Detritus había tomado nota de ello. No quería parecer estúpido. Detritus nunca había estado dentro del Edificio de la Ópera. No sabía qué clase de sonidos producía normalmente a las dos de la madrugada.
Las puertas principales se abrieron y una caja plana que tenía una forma muy rara salió vacilantemente por ellas. Avanzaba de una manera curiosa: unos cuantos pasos hacia delante, un par de pasos hacia atrás. Y además hablaba consigo misma.
Detritus miró hacia abajo. Pudo ver… se paró a pensárselo un poco… al menos siete piernas de distintos tamaños, solo cuatro de las cuales tenían pies.
Fue hacia la caja y la palmeó en un costado.
—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos por… aquí? —dijo, concentrándose para que le saliera bien la frase.
La caja se detuvo.
Luego dijo:
—Somos un piano.
Detritus se lo pensó un poco. No estaba muy seguro de qué era exactamente un piano.
—¿Los pianos van de un lado a otro, entonces? —terminó diciendo.
—Tiene… tenemos piernas —declaró el piano.
Detritus admitió que aquello era cierto.
—Pero es de noche —dijo Detritus.
—Hasta los pianos han de tener sus ratos de descanso —dijo el piano.
Detritus se rascó la cabeza. Sí, aquello parecía explicarlo todo.
—Bueno… está bien —aceptó.
Vio cómo el piano bajaba con oscilaciones temblorosas por los escalones de mármol y doblaba la esquina.
El piano siguió hablando consigo mismo:
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
—Deberíamos poder llegar hasta el puente. Ese no es lo bastante listo para ser un batería.
—Pero es un policía.
—¿Y?
—¿Cliff?
—¿Sí?
—Podrían cogernos.
—No podrán pescarnos. Estamos en una misión de dos.
—Claro.
El piano siguió avanzando a trompicones a través de los charcos durante un momento y entonces se preguntó:
—¿Buddy?
—¿Sí?
—¿Por qué he dicho eso?
—¿Por qué has dicho qué?
—Lo de que estábamos en una misión… ya sabes… de dos.
—Bueeeeno… el enano nos dijo que viniéramos y nos lleváramos el piano, y tú y yo somos dos, así que…
—Sí. Sí. Claro… pero… el caso es que podría habernos detenido. Vamos, que no hay nada de especial en una misión para dos personas…
—Quizá estabas un poco cansado.
—Quizá era eso, sí —dijo el piano con gratitud.
—Y en todo caso, estamos en una misión de dos.
—Ajá.
Odro estaba sentado en sus alojamientos y contemplaba la guitarra.
El instrumento había dejado de tocar cuando Buddy salió de allí, aunque si acercaba la oreja a las cuerdas Odro podría jurar que continuaban zumbando muy suavemente.
Entonces extendió la mano con muchísimo cuidado y tocó las…
Llamar disonante al súbito chasqueo que se produjo sería quedarse muy corto. El sonido gruñía, tenía garras.
Odro volvió a su asiento. De acuerdo. De acuerdo. Era el instrumento de Buddy. Un instrumento tocado por la misma persona a lo largo de los años podía adaptarse mucho a esa persona, aunque en la experiencia de Odro nunca hasta el punto de morder a los demás. Todavía no hacía, ni un día que Buddy tenía la guitarra, pero quizá el principio fuera el mismo.
Los enanos tenían una vieja leyenda acerca del famoso Cuerno de Furgle, que sonaba por sí solo cuando el peligro se acercaba y también, por alguna extraña razón, en presencia de rábanos picantes.
¿Y no había incluso una leyenda de Ankh-Morpork sobre un viejo tambor, en el Palacio o en algún otro sitio, que supuestamente se batía por sí mismo cuando una flota enemiga subiera por el río Ankh? La leyenda había ido muriendo durante los últimos siglos, en parte porque estábamos en la Era de la Razón y también porque ninguna flota enemiga podía subir por el Ankh sin que la precediera una cuadrilla de hombres con palas.
Y había una historia de trolls acerca de unas piedras que, durante las noches de escarcha…
Lo que estaba claro era que de vez en cuando aparecían instrumentos mágicos.
Odro volvió a extender la mano. CHUD-Adud-adud-du.
—De acuerdo, de acuerdo…
Después de todo la vieja tienda de música estaba justo enfrente de la Universidad Invisible, y la magia se filtraba pese a que los magos dijeran siempre que las ratas parlantes y los árboles que caminaban no eran más que caprichos estadísticos. Pero aquello no parecía magia. La sensación era de algo mucho más viejo que eso. La sensación era de música.
Odro se preguntó si no debería convencer a Im… Buddy de que la devolviera a la tienda, consiguiera una guitarra normal y corriente y…
Por otra parte, seis dólares eran seis dólares. Como mínimo.
Algo aporreó la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Odro, levantando la vista.
La pausa que hubo al otro lado fue lo bastante larga como para que Odro pudiera adivinarlo. Decidió echar una mano.
—¿Cliff? —dijo.
—Ajá. Traigo un piano.
—Éntralo.
—Tuve que romperle las patas y la tapa y unos cuantos trozos más, pero básicamente está bien.
—Bueno, pues entonces éntralo.
—La puerta es demasiado estrecha.
Buddy, que subía por la escalera detrás del troll, oyó el crujido de la madera.
—Vuelve a intentarlo.
—Encaja perfectamente.
Había un agujero con forma de piano alrededor de la puerta. Odro estaba esperando junto a él, empuñando su hacha. Buddy contempló los trozos de madera esparcidos por todo el rellano.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó—. ¡Esa pared no es tuya!
—¿Y bien? Este piano tampoco es mío.
—Ya, pero… no puedes ir por ahí haciendo agujeros en las paredes…
—¿Qué es más importante? ¿Una pared o dar con el sonido correcto? —preguntó Odro.
Buddy titubeó. Una parte de él pensó: «Todo esto es ridículo, no es más que música». Otra parte de él pensó, con bastante más claridad: «Todo esto es ridículo, no es más que una pared». Todo él dijo:
—Bueno, ya que lo planteas de esa manera… pero ¿qué pasa con el pianista?
—Ya os dije que sé dónde encontrar a uno —respondió Odro.
Una parte muy diminuta de él estaba asombrada: «¡Acabo de abrir un agujero en mi propia pared! Tardé días en empapelarla. Por no hablar de la cantidad de clavos que tuve que usar».
Albert estaba en los establos, con una pala y una carretilla.
—¿Todo bien? —preguntó en cuanto la sombra de Susan apareció sobre la portilla.
—Pues… sí… supongo…
—Me alegro —dijo Albert, sin levantar la vista. La pala chocó con la carretilla.
—Solo que… ocurrió algo que seguramente no es muy habitual…
—Siento oír eso.
Albert empuñó los varales de la carretilla y empezó a llevarla hacia el jardín.
Susan sabía lo que se suponía que debía hacer. Se suponía que debía pedirle disculpas y al hacerlo resultaría que Albert, el viejo irritable, tenía un corazón de oro; y entonces se harían amigos después de todo, y él la ayudaría y le contaría cosas, y…
Y ella sería una jovencita estúpida que no sabía arreglárselas sola.
No.
Volvió a entrar en el establo, donde Binky estaba investigando el contenido de un cubo.
El Colegio de Quirm para Jóvenes Damas trataba de estimular la autoconfianza y el pensamiento lógico. Los padres de Susan la habían enviado allí por esa razón.
Habían pensado que aislarla de los contornos más borrosos del mundo era lo mejor que podían hacer. Dadas las circunstancias, aquello era como no hablarle a alguien de la autodefensa porque así nadie le atacaría jamás.
La Universidad Invisible estaba acostumbrada a la excentricidad entre los miembros del cuadro académico. Después de todo, los humanos extraen sus nociones de lo que significa ser un humano normal de la referencia continua a los humanos que tienen alrededor, y cuando esos humanos son otros magos entonces la espiral solo puede ir hacia abajo. El Bibliotecario era un orangután, y nadie pensaba que hubiera nada raro en eso. El catedrático de Estudios Esotéricos pasaba tanto tiempo leyendo en el lugar al que el tesorero se refería como «la habitación más pequeña»[12] que generalmente los demás se referían a él llamándolo el catedrático del Lavabo, incluso en los documentos oficiales. En cualquier sociedad normal se consideraría que el propio tesorero estaba tan ido que debería escribir postales a casa. El decano había pasado diecisiete años escribiendo un tratado sobre El uso de la sílaba «ENK» en los hechizos de levitación del Primer Período Confuso. El archicanciller, que utilizaba con frecuencia la galería que discurría sobre la gran sala para practicar el tiro con arco y ya le había dado accidentalmente dos veces al tesorero, pensaba que todo el cuadro académico estaba como una regadera aun sin saber por qué estaban locas las regaderas. «Poco aire fresco —solía decir—. Demasiado tiempo sentados dentro de una habitación. Eso pudre el cerebro.» Aunque más a menudo solía decir: «¡Agáchese!».
Aparte de Ridcully y el Bibliotecario, ninguno de ellos acostumbraba a levantarse temprano. El desayuno, suponiendo que llegase a tener lugar, tenía lugar a media mañana. Los magos iban circulando alrededor del bufet, levantando las grandes tapaderas plateadas de las bandejas y torciendo el gesto ante cada tañido metálico. A Ridcully le gustaban los desayunos abundantes y grasientos, sobre todo si incluían esas salchichas ligeramente traslúcidas con puntitos verdes de los que solo cabe esperar que sean alguna clase de hierba. Como era prerrogativa del archicanciller escoger el menú, muchos de los magos más aprensivos habían dejado de desayunar y pasaban el día solo con el almuerzo, té con pastas, merienda, cena y algún que otro tentempié ocasional.
Por eso aquella mañana no había muchos magos en la Gran Sala. Además, había bastantes corrientes de aire. Los obreros trabajaban en algún lugar del techo.
Ridcully dejó su tenedor encima de la mesa.
—Muy bien, ¿quién lo está haciendo? —recriminó—. Que confiese ahora mismo.
—¿Haciendo qué, archicanciller? —preguntó el prefecto mayor.
—Alguien está dando golpecitos en el suelo con el pie.
Las miradas de los magos recorrieron la mesa. El decano estaba contemplando la nada con expresión de felicidad.
—¿Decano? —dijo el prefecto mayor.
La mano izquierda del decano permanecía inmóvil no muy lejos de su boca. La otra estaba llevando a cabo movimientos rítmicos arriba y abajo en algún punto del área de sus riñones.
—No sé qué se pensará que está haciendo —dijo Ridcully—, pero a mí me parece antihigiénico.
—Creo que está tocando un banjo invisible, archicanciller —dijo el catedrático de Runas Recientes.
—Bueno, al menos no hace ruido —repuso Ridcully. Contempló el agujero que había en el techo, que dejaba entrar una claridad diurna desacostumbrada en la sala—. ¿Alguien ha visto al Bibliotecario?
El orangután estaba ocupado.
Se había encerrado en uno de los sótanos de la biblioteca, que actualmente utilizaba como taller general y hospital de libros. Había varias prensas y guillotinas, un banco de trabajo lleno de latas repletas de sustancias desagradables donde el Bibliotecario preparaba su propia cola, y todos los otros tediosos productos cosméticos de la musa de la literatura.
Se había traído consigo un libro. Incluso él había tardado varias horas en encontrarlo.
La biblioteca no solo contenía libros mágicos, encadenados a sus estantes y muy peligrosos. También contenía libros totalmente corrientes, impresos con tinta mundana sobre papel común. Sería un error pensar que esos libros no eran peligrosos por el mero hecho de que al leerlos no se encendiesen fuegos artificiales en el cielo. A veces leerlos surtía el efecto mucho más peligroso de encender fuegos artificiales en la intimidad del cerebro del lector.
Por ejemplo, el gran volumen abierto ante él contenía algunos de los dibujos reunidos de Leonardo de Quirm, artista de gran habilidad, genio homologado y dotado de una mente tan dada a viajar que volvía a casa con souvenirs.
Los libros de Leonardo estaban llenos de bocetos: de gatitos, de la manera en que fluye el agua, de las esposas de los mercaderes influyentes de Ankh-Morpork cuyos retratos le habían proporcionado su medio de ganarse el sustento. Pero Leonardo había sido un genio y era profundamente sensible a las maravillas del mundo, por lo que los márgenes estaban llenos de garabatos detallados de lo que quiera que le pasara por la cabeza en aquel momento: vastos artilugios accionados por el agua para derribar las murallas de la ciudad sobre las cabezas del enemigo, nuevos tipos de armas de asedio para bombear aceite en llamas sobre el enemigo, cohetes de pólvora que duchaban al enemigo con fósforo ardiente y otras manufacturas de la Era de la Razón.
Y había algo más. El Bibliotecario lo había visto de pasada hacía tiempo, y se había quedado ligeramente perplejo. Parecía fuera de lugar allí.[13]
Su mano peluda pasó las páginas. Ah… allí estaba…
Sí. Oh, Sí.
… le hablaba, en el lenguaje del Ritmo…
El archicanciller se acomodó detrás de su mesa de billar.
Ya hacía mucho tiempo que se había librado del escritorio oficial. Una mesa de billar era infinitamente preferible. Las cosas no se caían por el borde, había unas cuantas troneras muy útiles para guardar dulces y demás, y cuando estaba aburrido siempre podía barrer el papeleo de encima de la mesa y dedicarse a intentar tiros con efecto.[14] Luego nunca se molestaba en volver a dejar el papeleo encima de la mesa. El archicanciller sabía por experiencia que cualquier cosa importante de verdad nunca se llegaba a poner porescrito, porque a esas alturas la gente ya estaba demasiado ocupada gritando.
Cogió su pluma y empezó a escribir.
Estaba componiendo sus memorias. Ya había conseguido llegar al título: A lo largo del Ankh con arco, caña de pescar y cayado con un nudo en la-punta.
«Pocas personas son conscientes —escribió— de que el río Ankh cuenta con una numerosa y variada población piscatera…»[15]
Soltó la pluma y fue por el pasillo echando chispas hasta el despacho del decano.
—¿Qué cuernos es eso? —gritó.
El decano dio un salto.
—Es, es, es una guitarra, archicanciller —dijo después, apresurándose a retroceder ante el avance de Ridcully—. Acabo de comprarla.
—Ya lo veo, incluso lo oigo, ¿qué era lo que estaba intentando hacer?
—Estaba practicando, ejem, nffs —explicó el decano, agitando defensivamente un grabado bastante mal impreso ante la cara de Ridcully.
El archicanciller lo cogió.
—«Manual para Guitarra de Blert Wheedown» —leyó—. «Interpreta tu Camino hacia el Éxito en Tres Lecsiones Fáciles y Dieciocho Lecsiones Difíciles.» ¿Y bien? No tengo nada contra las guitarras, las agradables melodías, rondar a las jóvenes doncellas una mañana de mayo y todo eso, pero lo suyo no era tocar. Era solo ruido. ¿Qué se supone que era exactamente?
—¿Un lick basado en la escala pentatónica de mi utilizando la séptima mayor como tono de paso? —dijo el decano.
El archicanciller contempló la página abierta.
—Pero aquí pone: «Primera Lección: Pasos de Hada» —dijo.
—Hum, hum, hum, estaba empezando a impacientarme un poco —dijo el decano.
—Usted nunca ha sido una persona musical, decano —observó Ridcully—. Esa es una de sus virtudes. ¿Por qué ese interés repentino… qué es eso que lleva en los pies?
El decano miró hacia abajo.
—Ya me parecía a mí que estaba usted un poquito más alto —dijo Ridcully—. ¿Se ha subido encima de un par de tablones o que?
—No son más que suelas gruesas —dijo el decano—. Solo es… algo que inventaron los enanos, supongo… no sé… las encontré en mi armario… Modo, el jardinero, dice que le parece que son de gorrión.
—Modo no suele usar un lenguaje tan fuerte, pero yo diría que ha dado en el blanco.
—No… es algo parecido al caucho… —explicó el decano, con un hilillo de voz.
—Ejem… disculpe, archicanciller…
Era el tesorero, hablando desde el hueco de la puerta. Había un hombretón de cara enrojecida detrás de él, estirando el cuello para ver por encima de su hombro.
—¿De qué se trata, tesorero?
—Ejem, este caballero tiene una…
—Es acerca de su mono —dijo el hombre.
El rostro de Ridcully se iluminó.
—¿Ah, sí?
—Al parecer, ejem, rob… quitó unas cuantas ruedas del carruaje de este caballero —dijo el tesorero, que se encontraba en la fase depresiva de su ciclo mental.
—¿Está seguro de que fue el Bibliotecario? —preguntó el archicanciller.
—¿Gordo, pelo rojizo, suelta muchos «ook»?
—Sí, es él. Oh, cielos. Me pregunto por qué haría eso —dijo Ridcully—. Con todo, ya sabe lo que se dice… un gorila de doscientos treinta kilos puede dormir donde le apetezca.
—Pero un mono de ciento treinta kilos puede devolverme mis jodidas ruedas —dijo el hombre sin inmutarse—. Si no recupero mis ruedas, va a haber jaleo.
—¿Jaleo? —se extrañó Ridcully.
—Sí. Y no piense que me asusta. Los magos no me dan miedo. Todo el mundo sabe que hay una regla que les prohibe utilizar la magia contra los civiles —dijo el hombre, acercando su cara a la de Ridcully y levantando un puño.
Ridcully chasqueó los dedos. Hubo una ráfaga de viento y entonces algo croó.
—Siempre he pensado que era más bien una pauta general —dijo el archicanciller apaciblemente—. Tesorero, vaya a dejar esta rana en el parterre de las flores y cuando vuelva a ser su antiguo yo dele diez dólares. Diez dólares serán suficientes, ¿verdad?
—Croac —se apresuró a decir la rana.
—Estupendo. Y ahora, ¿tendrá alguien la amabilidad de explicarme qué es lo que está ocurriendo?
Hubo una serie de estruendos procedentes del piso de abajo.
—¿Por qué pienso que esto no va a ser la respuesta? —se lamentó Ridcully, dirigiéndose al mundo en general.
Las sirvientas habían estado poniendo las mesas para el almuerzo. Generalmente aquello requería algún tiempo. Como los magos se tomaban muy en serio sus comidas y siempre dejaban un desorden considerable tras de sí, las mesas estaban siempre poniéndose, limpiándose u ocupadas. Solo la preparación de cada cubierto ya ocupaba muchísimo tiempo. Cada mago requería nueve cuchillos, trece tenedores, doce cucharas y un embutidor, aparte de todas las copas para el vino.
Los magos solían llegar con tiempo de sobra para la siguiente comida. De hecho, solían presentarse con la antelación suficiente para volver a servirse de la anterior.
En aquel momento había un mago sentado allí.
—Ese de ahí es Runas Recientes, ¿no? —dijo Ridcully.
Runas Recientes tenía un cuchillo en cada mano. También tenía los recipientes de la sal, la pimienta y la mostaza delante de él. Y el soporte para los pasteles. Y un par de tapas de sopera. Todo lo cual estaba golpeando vigorosamente con los cuchillos que empuñaba.
—¿Para qué está haciendo eso? —preguntó Ridcully—. Y usted, decano, ¿quiere hacer el favor de dejar de dar pataditas en el suelo?
—Bueno, es pegadizo —repuso el decano.
—Yo diría que es contagioso —dijo Ridcully. El catedrático de Runas Recientes tenía el ceño fruncido por la concentración. Los tenedores repiqueteaban encima de la madera. Una cuchara recibió un golpe desviado, voló por los aires y le dio en la oreja al tesorero.
—¿Qué cuernos se cree que está haciendo?
—¡Eso me ha dolido de verdad!
Los magos hicieron corro alrededor del catedrático de Runas Recientes. Este no les prestó la menor atención. El sudor le caía por la barba.
—Acaba de romper las vinagreras —dijo Ridcully.
—Me va a doler durante horas.
—Sí, es más ardiente que la guindilla —observó el decano.
—Pero tiene menos fe que un grano de mostaza —dijo el prefecto mayor.
Ridcully se irguió y levantó una mano.
—Y ahora alguien va a decir algo como «Acabará más molido que la pimienta» —dijo—. O «Menudo salero tiene», o apuesto a que todos están intentando pensar en algo estúpido que decir sobre la nuez moscada. Bien, pues a mí me gustaría saber qué diferencia hay entre esta institución académica y una pandilla de idiotas con el cerebro de un guisante.
—Jajajá —masculló nerviosamente el tesorero, que todavía se estaba frotando la oreja.
—No era una pregunta retórica.
Ridcully le quitó los cuchillos de las manos al catedrático. Este siguió golpeando el aire durante unos instantes y luego pareció despertar.
—Ah, hola, archicanciller. ¿Hay algún problema?
—¿Qué estaba haciendo?
Runas Recientes bajó la mirada hacia la mesa.
—Estaba sincopando —respondió el decano por él.
—¡Yo nunca he hecho eso!
Ridcully frunció el ceño. El archicanciller era un hombre nido, resuelto, con el tacto de un martillo pilón y aproximadamente el mismo sentido del humor, pero no era idiota. Sabía que los magos eran como las veletas, o los canarios que utilizaban los mineros para detectar bolsas de gas. Estaban sintonizados por naturaleza con una frecuencia oculta. Si ocurría algo extraño, entonces tendía a ocurrirles a los magos. Por así decirlo, se giraban de cara a ello. O se caían de su percha.
—¿Por qué de repente todo el mundo se ha vuelto tan musical? —dijo—. Utilizando el término en su sentido más amplio, desde luego. —Contempló a los magos reunidos ante él. Y luego bajó la mirada hacia el suelo—. ¡Todos tienen gomón en los zapatos!
Los magos se miraron los pies con cierta sorpresa.
—Vaya, ya me parecía a mí que había crecido un poquito —comentó el prefecto mayor—. Yo lo había atribuido a la dieta del apio.[16]
—El calzado apropiado para un mago son los zapatos puntiagudos o unas buenas botas resistentes —dijo Ridcully—. Cuando el calzado de uno se engamona, es que algo va mal.
—Es gomón —aclaró el decano—. Con O, no con…
Ridcully respiró pesadamente.
—Cuando tus botas cambian por sí solas… —gruñó.
—¿Es que la magia anda suelta?
—Jajajá, muy buena, prefecto mayor —se regocijó el decano.
—Quiero saber qué es lo que está pasando —dijo Ridcully en voz baja y pausada—, y si no se callan todos ahora mismo va a haber problemas.
Metió la mano en los bolsillos de su túnica y, tras unos comienzos en falso, sacó un taumómetro de bolsillo. Lo alzó. En la Universidad Invisible siempre había un alto nivel de magia de fondo, pero la pequeña aguja se encontraba en la zona de «Normal». Como promedio, al menos. La cruzaba hacia atrás y hacia delante como un metrónomo.
Ridcully inclinó el taumómetro para que todos pudieran verlo.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Un compás de cuatro por cuatro? —dijo el decano.
—La música no es magia —dijo Ridcully—. No sea bobo, hombre. La música no es más que tañidos y golpes y…
Se calló.
—¿Alguien se está callando algo que debería contarme?
Los magos se miraron con nerviosismo los pies de gamuza azul.
—Bueno —dijo el prefecto mayor—, es cierto que anoche, ejem, yo, es decir, algunos de nosotros, nos pasamos casualmente por el Tambor Remendado…
—Viajeros Bona Fide —intervino Runas Recientes—. Los Viajeros Bona Fide tienen permitido Tomarse una Copa en los Establecimientos Autorizados a cualquier Hora del Día o de la Noche. Estatutos de la ciudad, ya sabe.
—¿Y desde dónde viajaban ustedes? —preguntó Ridcully.
—Desde el Puñado de Uvas.
—Eso queda justo al doblar la esquina.
—Sí, pero estábamos… cansados.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Ridcully, con la voz de quien sabe que seguir tirando del hilo hará que se deshaga toda la chaqueta—. ¿Y el Bibliotecario estaba con ustedes?
—Ya lo creo.
—Sigan.
—Bueno, estaba esa música…
—Era como… elástica —dijo el prefecto mayor.
—Siguiendo a la melodía —dijo el decano.
—Era… —… algo así como…
—… en cierta manera hace…
—… es como si se te metiera bajo la piel y te hiciera sentir efervescente —dijo el decano—. Por cierto, ¿alguien tiene un poco de pintura negra? He mirado en todas partes.
—Bajo la piel —murmuró Ridcully. Se rascó la barbilla—. Oh, cielos. Una de esas cosas. Se está volviendo a filtrar algo dentro del universo, ¿eh? Influencias llegadas del Exterior, ¿no? ¿Recuerdan lo que sucedió cuando el señor Hong abrió su puesto de pescado para llevar en el solar del viejo templo en la calle Dagón? Y luego también pasó todo aquello de las imágenes en acción. Yo estuve en contra desde el primer momento. Y lo de aquellas cosas de alambre sobre ruedas. Este universo tiene más condenados agujeros que un queso de Quirm. Bueno, en…
—Queso de Lancre —dijo el prefecto mayor servicialmente—. El que tiene agujeros es el de Lancre. El de Quirm es el que tiene las hebras azules.
Ridcully lo miró fijamente.
—En realidad, la sensación no era de magia —observó el decano.
Suspiró. Tenía setenta y dos años. Aquella música le había hecho sentir que volvía a tener diecisiete. El decano no recordaba haber tenido diecisiete años; aquello era algo que debía de haberle ocurrido mientras estaba ocupado en otra cosa. Pero aquella música le había hecho sentir tal como se imaginaba que se sentía uno a los diecisiete años, que era como llevar siempre una chaqueta al rojo vivo bajo la piel.
Quería volver a oírla.
—Creo que esta noche volverán a tenerlos actuando —se atrevió a decir—. Podríamos, ejem, pasar por allí y escuchar. Para averiguar algo más acerca de ello, por si representase una amenaza para la sociedad —añadió virtuosamente.
—Exacto, decano —aplaudió Runas Recientes—. Es nuestro deber cívico. Somos la primera línea de defensa sobrenatural de la ciudad. Por ejemplo, supongamos que empezaran a salir horribles criaturas de la nada.
—¿Qué ocurriría entonces? —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Bueno, que estaríamos allí.
—¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno?
Ridcully miró a los magos. Dos de ellos estaban golpeando a hurtadillas el suelo con los pies. Y varios de ellos parecían estar crispándose, muy tenuemente. El tesorero siempre se estaba crispando tenuemente, claro está, pero eso era solo su manera de ser.
Como canarios, pensó. O como pararrayos.
—Muy bien —dijo de mala gana—. Iremos. Pero no llamaremos la atención.
—Ciertamente, archicanciller.
—Y cada uno se pagará su copa.
—Oh.
El cabo (posiblemente) Algodón saludó ante el sargento del fuerte, que estaba intentando afeitarse.
—Es el nuevo recluta, señor —dijo—. No quiere obedecer las órdenes.
El sargento asintió y luego contempló con expresión extrañada lo que sujetaba en su propia mano.
—Es una navaja, señor —aclaró el cabo en actitud servicial—. No para de decir cosas como TODAVÍA NO ESTÁ SUCEDIENDO.
—¿Ha probado a enterrarlo hasta el cuello en la arena? Por lo general da resultado.
—Eso es un poco… hummm… estooo… desagradable para la gente… hace un momento lo tenía en la punta de la lengua… —El cabo chasqueó los dedos—. Ah, sí. Cruel, eso es. Hoy día ya no le damos nunca el… Pozo… a la gente.
—Esto es la… —el sargento se miró la palma de la mano izquierda, donde había varias líneas de escritura—, la Legión Extranjera.
—Sí, señor. Tiene usted razón, señor. Es un tipo raro. Se sienta y luego ya no se mueve del sitio. Lo llamamos Veau Carcasse, señor.
El sargento contempló el espejo con ojos llenos de perplejidad.
—Es su cara, señor —dijo el cabo.
Susan se observó con mirada crítica.
Susan… no era un buen nombre, ¿verdad? Tampoco era que fuese un nombre espantoso como el de la pobre Betadina en el cuarto curso, o Ernestina, un nombre que significa «vaya, queríamos un chico». Pero era muy soso. Susan. Sue. La buena de Sue. Era un nombre que preparaba bocadillos, nunca perdía la cabeza en circunstancias difíciles y en el que se podía confiar para que cuidara a los hijos de otras personas.
No era el nombre de ninguna rema o diosa en ninguna parte.
Ni siquiera se podía hacer gran cosa con la manera de escribirlo. Podías convertirlo en Suzi, y entonces sonaba como si bailaras encima de las mesas para ganarte la vida. Podías añadirle una zeta y un par de enes y una e, pero seguía pareciendo un nombre con anexos. Tenía tan poco arreglo como Sara, un nombre que pedía a gritos una H prostética.
Bueno, al menos podía hacer algo acerca de su aspecto.
Era la túnica. La túnica podía ser todo lo tradicional que quisiera, pero… Susan no lo era. La alternativa era su uniforme de la escuela o una de las creaciones en rosa de su madre. El holgado vestido del Colegio de Quirm para Jóvenes Damas era un atuendo orgulloso y, al menos en la mente de la señorita Trasero, a prueba de todas las tentaciones de la carne; pero como vestimenta para la Realidad Final le faltaba cierta prestancia. Y el rosa estaba descartado del todo.
Por primera vez en la historia del universo, una Muerte se estaba preguntando qué debía ponerse.
—Espera un momento —le dijo Susan a su reflejo—. Aquí… yo puedo crear cosas, ¿verdad?
Extendió la mano y pensó: copa. Apareció una copa. Tenía un motivo de calavera y huesos alrededor del borde.
—Ah —dijo Susan—. Me figuro que un motivo de rosas está fuera de discusión, ¿no? Probablemente no casaría con el ambiente, supongo.
Dejó la copa en el tocador y la golpeó suavemente con la uña. La copa hizo «plink» de manera bastante sólida.
—Bueno, en ese caso no quiero nada sensiblero ni pretencioso —dijo Susan—. Nada de ridículos encajes negros ni cualquier cosa que lleven esas idiotas que escriben poesía en sus habitaciones y se visten como vampiras cuando en realidad son vegetarianas.
Las imágenes de prendas fueron flotando a través de su reflejo. Estaba claro que el negro era la única opción, pero Susan se decantó por algo práctico y sin adornos. Luego ladeó la cabeza para observarlo con ojos críticos.
—Bueno, quizá un poquito de encaje —dijo—. Y… quizá un poquito más de… corpiño.
Asintió hacia su reflejo en el espejo. No cabía duda de que era un vestido que ninguna Susan llevaría jamás, aunque ella se sospechaba en posesión de cierta susanidad básica que lo impregnaría pasado un tiempo.
—Es una suerte que estés aquí —declaró—, o si no me volvería totalmente loca. Jajajá.
Luego fue a ver a su abuel… a la Muerte.
Había un sitio en el que tenía que estar.
Odro entró en la biblioteca de la Universidad Invisible sin hacer ruido. Los enanos respetaban la instrucción académica, siempre que no tuvieran que experimentarla ellos.
Tiró de la túnica de un mago joven que pasaba por allí.
—Este sitio lo lleva un mono, ¿verdad? —dijo—. ¿Un mono grande, gordo y peludo con las manos de un par de octavas de ancho?
El mago, un posgraduado de cara pálida, bajó la mirada hacia Odro con el aire desdeñoso que cierto tipo de persona siempre reserva para los enanos.
Ser estudiante en la Universidad Invisible no era muy divertido. Tenías que encontrar tus placeres donde pudieras. Los labios del posgraduado se curvaron en una gran, ancha sonrisa inocente.
—Pues sí —respondió—. Creo que en este preciso instante se encuentra en su taller del sótano. Pero tienes que ir con mucho cuidado a la hora de dirigirte a él.
—¿Sí? —dijo Odro.
—Sí, tienes que asegurarte de que le dices: «¿Quiere usted un cacahuete, señor Mono?» —explicó el estudiante de magia mientras hacía una seña a un par de sus colegas—. Es así, ¿verdad? Tiene que decir señor Mono.
—Sí, desde luego —dijo un estudiante—. En realidad, si no quieres que se enfade, más vale que tomes la precaución de rascarte debajo de los brazos. Eso siempre lo tranquiliza.
—Y haz uh-uh-uh —intervino un tercer estudiante—. Le gusta que la gente haga eso.
—Vaya, muchísimas gracias —dijo Odro—. ¿Por dónde he de ir?
—Te lo enseñaremos —dijo el primer estudiante.
—Son ustedes muy amables.
—No, si no es molestia. Nos encanta poder ayudar.
Los tres magos guiaron a Odro por un tramo descendente de escaleras, hacia el interior de un túnel. La luz se filtraba por la ocasional baldosa de vidrio verde del piso de arriba. Cada cierto tiempo Odro oía risitas a sus espaldas.
El Bibliotecario estaba acuclillado en un largo sótano de techo muy alto. Había diversos objetos esparcidos por el suelo delante de él: una carretilla, trocitos de madera y hueso, y varias cañerías, varillas y rollos de alambre que de alguna manera indicaban que, por toda la ciudad, en esos momentos muchas personas contemplaban perplejas sus bombas rotas y sus vallas llenas de agujeros. El Bibliotecario estaba masticando el extremo de un trozo de cañería sin apartar la mirada del montón de objetos.
—Ahí lo tienes —dijo uno de los magos, dando un empujón a Odro.
El enano arrastró los pies en esa dirección. Hubo otro estallido de risitas ahogadas detrás de él.
Tocó al Bibliotecario en el hombro.
—Disculpe…
—¿Ook?
—Esos tipos de ahí acaban de llamarle mono —dijo Odro, señalando la puerta con un pulgar—. Si yo fuera usted, los obligaría a disculparse.
Hubo un crujido metálico, seguido muy de cerca por un rápido correteo en el exterior mientras los magos se pisaban unos a otros en su esfuerzo por desaparecer.
El Bibliotecario había doblado la cañería en forma de U, aparentemente sin ningún esfuerzo.
Odro fue a la puerta y miró fuera. Había un sombrero puntiagudo sobre las losas, aplastado a pisotones.
—Eso ha sido divertido —se dijo—. Si les hubiera preguntado dónde estaba el Bibliotecario me habrían dicho: «Vete a la mierda, enano». Hay que saber cómo tratar con la gente en este juego.
Volvió por donde había venido y se sentó al lado del Bibliotecario. El simio añadió otro recodo más pequeño a la cañería.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Odro.
—¡Oook-oook-ooíd
—Mi primo Modo es el jardinero de la Universidad —dijo Odro—. Me dijo que no lo haces nada mal tocando los teclados. —Contempló las manos del orangután, muy ocupadas doblando cañerías. Eran realmente grandes. Y, naturalmente, había cuatro—. Me parece que más bien se quedó corto.
El simio cogió un trozo de madera de deriva y lo cató.
—Hemos pensado que quizá, te gustaría tocar el piano con nosotros en el Tambor esta noche —propuso Odro—. Conmigo y con Chff y Buddy, quiero decir.
El Bibliotecario volvió un ojo marrón hacia él y luego cogió un trozo de madera, empuñó un extremo y empezó a rasguearlo.
—¿Ook?
—Exactamente —dijo Odro—. El chico de la guitarra.
—Eeek.
El Bibliotecario dio una voltereta hacia atrás.
—¡Oook oook—ooka-ooka-OOOK-OOK!
—Vaya, veo que ya le has cogido el ritmo —dijo Odro.
Susan ensilló el caballo y montó.
Más allá del jardín de la Muerte había campos de trigo cuyo resplandor dorado era el único color del paisaje. A la Muerte quizá no se le diera bien la hierba (negra) o los manzanos (negro reluciente sobre negro), pero toda la profundidad de color que no había puesto en otros lugares la había reservado para los campos. Ondulaban como si les diera el viento, salvo que no había viento.
Susan no podía imaginarse por qué la Muerte había hecho aquello.
Pero había un sendero. Discurría a través de los campos durante cosa de un kilómetro y luego desaparecía abruptamente. Parecía como si alguien fuera hasta allí de vez en cuando y luego se limitara a quedarse en pie, mirando a su alrededor.
Binky siguió el sendero y se detuvo al final. Luego se volvió, consiguiendo que ni una sola mazorca se moviera.
—No sé cómo se hace esto —murmuró Susan—, pero tú tienes que ser capaz de hacerlo, y sabes muy bien adonde quiero ir.
El caballo pareció asentir. Albert había dicho que Binky era un caballo auténtico de carne y hueso, pero quizá no se pudiera tener a la Muerte como jinete durante cientos de años sin aprender algunas cosas. Y Binky ya parecía haber sido un caballo bastante despierto para empezar.
Binky inició un trote, y luego un medio galope, y luego un galope completo. Y luego el cielo parpadeó, una sola vez.
Susan había esperado algo más que eso. Estrellas que destellaran, alguna clase de explosión de los colores del arco iris… no un simple parpadeo. Parecía una manera bastante despectiva de viajar casi diecisiete años.
Los campos de trigo habían desaparecido, pero el jardín era más o menos el mismo. Estaba el extraño parterre ornamental y el estanque con los peces esqueléticos. Allí también había, empujando alegres carretillas y llevando diminutas guadañas, lo que en un jardín mortal hubieran podido ser gnomos de jardín, pero que allí eran joviales esqueletitos envueltos en túnicas negras. Las cosas tendían a no cambiar.
Pero los establos sí que eran un poco distintos. Para empezar, Binky se encontraba dentro de ellos.
El caballo relinchó suavemente cuando Susan lo llevó a un compartimiento vacío junto a sí mismo.
—Estoy segura de que ya os conocéis —dijo.
Nunca había esperado que funcionara, pero tenía que funcionar, ¿verdad? El tiempo era algo que ocurría a otra gente, ¿no?
Entró en la casa.
NO. A MÍ NO SE ME PUEDEN DAR ÓRDENES. NADIE PUEDE OBLIGARME. SOLO HARÉ LO QUE SÉ QUE ES CORRECTO…
Susan caminó sigilosamente por detrás de los estantes llenos de biómetros. Nadie reparó en ella.
Cuando se está viendo a la Muerte luchar, nadie se fija en las sombras del fondo.
Nunca le habían hablado de aquello. Los padres nunca lo hacen. Tu padre podía ser el aprendiz de la Muerte y tu madre la hija adoptiva de la Muerte, pero todo pasa a ser meros detalles cuando se convierten en Padres. Los Padres nunca fueron jóvenes. Solo estaban esperando a convertirse en Padres. Susan llegó al final de los estantes. La Muerte estaba inmóvil encima de su padre… del muchacho que llegaría a ser su padre, se corrigió a sí misma.
En la mejilla del muchacho ardían tres señales rojas allí donde la Muerte lo había abofeteado. Susan se llevó la mano a las marcas pálidas de su propia cara.
«Pero la herencia no funciona así. »A1 menos… no la herencia normal…»
La madre de Susan… la chica que se convertiría en su madre… estaba sujeta contra una columna. Susan pensó que Ysabell realmente había mejorado con la edad. Su manera de vestir, al menos, lo había hecho. Y luego se sacudió mentalmente a sí misma. ¿Comentarios sobre la moda? ¿Precisamente ahora?
La Muerte se alzó sobre Mort, con la espada en una mano y el biómetro del propio Mort en la otra.
NO SABES CÓMO SIENTO TODO ESTO, dijo.
—Tal vez sí —dijo Mort.
La Muerte levantó la vista y miró directamente a Susan. Por un instante las cuencas de sus ojos ardieron con un destello azul. Susan trató de fundirse con las sombras.
La Muerte volvió a bajar la mirada hacia Mort por un instante, y luego miró a Ysabell, luego miró nuevamente a Susan, luego volvió a bajar la mirada hacia Mort. Y rió.
Y le dio la vuelta al reloj de arena.
Y chasqueó los dedos.
Mort se desvaneció, con un pequeño «pop» de aire en implosión. Lo mismo hicieron Ysabell y los demás.
De pronto todo quedó muy silencioso.
La Muerte dejó el reloj de arena en la mesa con muchísimo cuidado, y después contempló el techo durante un rato. Finalmente dijo:
¿ALBERT?
Albert apareció de detrás de una columna.
¿TENDRÍAS LA AMABILIDAD DE PREPARARME UNA TAZA DE TÉ, POR FAVOR?
—Sí, amo. Jeje, le ha dado una buena lección…
GRACIAS.
Albert se apresuró a desaparecer en dirección a la cocina.
De nuevo la sala de los biómetros se llenó de lo más parecido al silencio que pudiera haber allí jamás.
SERÁ MEJOR QUE SALGAS.
Susan así lo hizo y se detuvo ante la Realidad Final.
La Muerte medía dos metros. Parecía más alto. Susan tenía vagos recuerdos de una figura que la llevaba a hombros por las inmensas habitaciones oscuras, pero en el recuerdo había sido una figura humana: huesuda, pero ciertamente humana para Susan, aunque de una manera que no podía definir del todo.
Aquella figura no era humana. Era alta, arrogante y terrible. Podía llegar a relajarse lo suficiente como para relajar las Reglas, pensó Susan, pero eso no lo hacía humano. Aquí está el guardián de la puerta del mundo. Inmortal, por definición. El fin de todo.
Es mi abuelo.
Lo será, en cualquier caso. Lo es. Lo fue.
Pero… estaba el asunto del manzano. La mente de Susan no paraba de balancearse de vuelta hacia aquello. Alzabas la mirada hacia la figura y pensabas en el árbol. Resultaba casi imposible mantener las dos imágenes dentro de una sola mente.
BIEN, BIEN, BIEN. TE PARECES MUCHO A TU MADRE, dijo la Muerte. Y A TU PADRE.
—¿Cómo has sabido quién soy? —preguntó Susan.
TENGO UNA MEMORIA ÚNICA.
—¿Cómo puedes acordarte de mí? ¡Ni siquiera he sido concebida todavía!
HE DICHO ÚNICA. TU MADRE ES…
—Susan, pero…
¿SUSAN?, dijo la Muerte con amargura. QUISIERON ASEGURARSE POR COMPLETO, ¿VERDAD?
Se sentó en su sillón, formó un puente con los dedos y contempló a Susan por encima de ellos.
Susan lo observó a su vez, encajando su mirada fija con la de la Muerte.
DIME UNA COSA, dijo la Muerte pasado un rato. ¿FUI… SERÉ… SOY UN BUEN ABUELO?
Susan se mordió el labio con expresión pensativa.
—Si te lo digo, ¿no será una paradoja?
NO PARA NOSOTROS.
—Bueno… tienes las rodillas huesudas.
La Muerte la miró.
¿RODILLAS HUESUDAS?
—Lo siento.
¿HAS VENIDO AQUÍ PARA DECIRME ESO?
—Es que allí has… desaparecido. Estoy teniendo que cumplir con el Servicio. Albert está muy preocupado. He venido aquí para… averiguar ciertas cosas. No sabía que mi padre trabajaba para ti.
NO SE LE DABA NADA BIEN.
—¿Qué has hecho con él?
POR EL MOMENTO SE ENCUENTRAN A SALVO. ME ALEGRO DE QUE TODO HAYA TERMINADO. TENER GENTE RONDANDO POR ESTE LUGAR EMPEZABA A AFECTARME EL JUICIO. AH, ALBERT…
Albert acababa de aparecer en el borde de la alfombra, trayendo una bandeja con el té.
OTRA TAZA, SI ERES TAN AMABLE.
Albert miró a su alrededor y fue totalmente incapaz de ver a Susan. Si podías ser invisible para la señorita Trasero, todos los demás eran facilísimos.
—Si usted lo dice, amo.
BIEN, dijo la Muerte en cuanto Albert se hubo marchado, CONQUE HE DESAPARECIDO. Y CREES HABER HEREDADO EL NEGOCIO FAMILIAR. ¿TÚ?
—¡Yo no quería! ¡El caballo y la rata simplemente aparecieron!
¿LA RATA?
—Ejem… creo que eso es algo que aún está por ocurrir.
AH, CLARO. LO RECUERDO. HUMM. ¿UN SER HUMANO HACIENDO MI TRABAJO? EN TEORÍA ES POSIBLE, POR SUPUESTO, PERO ¿POR QUÉ?
—Me parece que Albert sabe algo, pero cuando se lo pregunto cambia de tema.
Albert reapareció, trayendo consigo otra taza y un platillo. Los puso encima del escritorio de la Muerte de manera ruidosa y significativa, con el aire de alguien de quien se está abusando.
—¿Eso será todo, amo? —preguntó después.
ESO ES TODO. GRACIAS, ALBERT
Albert volvió a irse, más lentamente de lo normal. Se paraba a cada momento para mirar sobre su hombro.
—No cambia, ¿verdad? —dijo Susan—. Claro que eso es precisamente lo que define a este lugar…
¿QUÉ OPINAS DE LOS GATOS?
—¿Cómo dices?
LOS GATOS. ¿TE GUSTAN?
—Son… —Susan titubeó—. Bueno, no están mal. Pero un gato solo es un gato.
EL CHOCOLATE, dijo la Muerte. ¿TE GUSTA EL CHOCOLATE?
—Creo que es posible llegar a tomar demasiado —declaró Susan.
EN ESO NO HAS SALIDO A YSABELL.
Susan asintió. El Genocidio por Chocolate siempre había sido el plato favorito de su madre.
¿Y TU MEMORIA? ¿TIENES BUENA MEMORIA?
—Oh, sí. Recuerdo… cosas. Sobre cómo ser la Muerte. Sobre cómo se supone que funciona todo eso. Mira, hace un momento dijiste que te acordabas de lo de la rata, y ni siquiera ha ocurr…
La Muerte se levantó y se acercó a la maqueta del Mundodisco.
RESONANCIA MÓRFICA, dijo sin mirar a Susan. MALDITA SEA. LA GENTE NI SIQUIERA HA EMPEZADO A ENTENDERLA. LOS ARMÓNICOS DEL ALMA. SON RESPONSABLES DE TANTAS COSAS…
Susan sacó de su bolsillo el biómetro de Imp. El humo azul continuaba derramándose a través de la conexión.
—¿Puedes ayudarme con esto? —preguntó.
La Muerte se volvió en redondo.
NUNCA HUBIESE DEBIDO ADOPTAR A TU MADRE.
—¿Por qué lo hiciste?
La Muerte se encogió de hombros.
¿QUÉ ES LO QUE TIENES AHÍ?
Cogió el biómetro de Buddy y lo sostuvo ante sus cuencas.
AH. INTERESANTE.
—¿Sabes lo que significa, abuelito?
NUNCA LO HABÍA VISTO, PERO SUPONGO QUE ES POSIBLE. EN CIERTAS CIRCUNSTANCIAS. SIGNIFICA… DE ALGUNA MANERA… QUE LLEVA EL RITMO DEL ALMA… ¿ABUELITO?
—Oh, no. Eso no puede ser cierto. No es más que una figura retórica. ¿Y qué tiene de malo «abuelito»?
ABUELO ES UNA PALABRA CON LA QUE PUEDO VIVIR. ¿ABUELITO? A UN PASO DE DISTANCIA DE YAYO, EN MI OPINIÓN. Y EN CUALQUIER CASO, PENSABA QUE CREÍAS EN LA LÓGICA. LLAMAR A ALGO UNA FIGURA RETÓRICA NO SIGNIFICA QUE NO SEA CIERTO.
La Muerte agitó vagamente el reloj de arena.
POR EJEMPLO, dijo, HAY MUCHAS COSAS PEORES QUE REMOVER EN UNA HERIDA. NUNCA HE ENTENDIDO LA FRASE. SEGURAMENTE TIRARLE ÁCIDO ENCIMA SERÍA AÚN PEOR…
La Muerte se calló.
¡YA LO ESTOY VOLVIENDO A HACER! ¿POR QUÉ DEBERÍA IMPORTARME LO QUE SIGNIFIQUE LA DICHOSA FRASE? ¿O CÓMO ME LLAMES? ¡TODO ESO CARECE DE IMPORTANCIA! ENREDARSE CON LOS HUMANOS TE NUBLA LA MENTE. CRÉEME, MUCHACHA. MANTENTE ALEJADA DE ELLOS.
—Pero es que yo soy humana.
NO DIJE QUE FUERA A SER SENCILLO, ¿VERDAD? NO PIENSES EN ELLO. NO SIENTAS.
—Tú eres experto en eso, ¿no? —preguntó Susan apasionadamente.
PUEDE QUE ME HAYA PERMITIDO CIERTOS DESTELLOS EMOTIVOS EN EL PASADO RECIENTE, dijo la Muerte, PERO TE ASEGURO QUE PUEDO DEJARLO EN CUANTO QUIERA.
Volvió a alzar el reloj de arena.
ES UN HECHO INTERESANTE QUE LA MÚSICA, INMORTAL POR NATURALEZA, A VECES PUEDE PROLONGAR LA VIDA DE QUIENES SE ENCUENTRAN ESTRECHAMENTE ASOCIADOS A ELLA, dijo. ME HE DADO CUENTA DE QUE LOS COMPOSITORES FAMOSOS, EN PARTICULAR, SUELEN AGARRARSE A LA VIDA DURANTE MUCHO TIEMPO. LA MAYORÍA ESTÁN SORDOS COMO UNA TAPIA CUANDO VOY A VERLOS. SUPONGO QUE EN ALGUNA PARTE DEBE DE HABER UN DIOS QUE LO ENCUENTRA MUY DIVERTIDO. LA MUERTE SE LAS ARREGLÓ PARA ADOPTAR UNA EXPRESIÓN DESDEÑOSA. ES JUSTO LA CLASE DE BROMA QUE LES ENCANTA GASTAR.[17]
Volvió a dejar el reloj de arena encima de la mesa y lo tocó con un dígito huesudo.
El cristal hizo uauuummmmiiii-chida-chida-chida.
ÉL NO TIENE VIDA. TIENE MÚSICA.
—¿La música ha tomado posesión de él?
SE PODRÍA DECIR ASÍ.
—¿Prolongando su vida?
LA VIDA ES EXTENSIBLE. ESO ES ALGO QUE OCURRE OCASIONALMENTE ENTRE LOS HUMANOS. NO MUY A MENUDO, CLARO. HABITUALMENTE OCURRE EN FORMA DE TRAGEDIA, DE MANERA TEATRAL. PERO ESTO NO ES OTRO HUMANO CUALQUIERA. ESTO ES MÚSICA.
—Él tocó algo, en alguna clase de instrumento de cuerda parecido a una guitarra…
La Muerte se volvió.
¿DE VERAS? VAYA, VAYA, VAYA…
—¿Eso es importante?
ES… INTERESANTE.
—¿Es algo que yo debería saber?
NO ES NADA IMPORTANTE. UN TROCITO DE ESCOMBRO MITOLÓGICO. TODO SE RESOLVERÁ POR SÍ MISMO, DE ESO PUEDES ESTAR SEGURA.
—¿Qué quieres decir con que todo se resolverá por sí mismo?
PROBABLEMENTE ESTARÁ MUERTO EN CUESTIÓN DE DÍAS.
Susan contempló el biómetro.
—¡Pero eso es espantoso!
¿MANTIENES ALGÚN TIPO DE RELACIÓN SENTIMENTAL CON ESE JOVEN?
—¿Qué? ¡No! ¡Solo lo he visto una vez!
¿VUESTROS OJOS NO SE HAN ENCONTRADO A TRAVÉS DE UNA HABITACIÓN LLENA DE GENTE O ALGO DE ESA NATURALEZA?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
¿Y ENTONCES POR QUÉ DEBERÍA IMPORTARTE?
—Porque él import… porque es un ser humano, por eso —dijo Susan, sorprendiéndose a sí misma—. No veo por qué se debería jugar con la gente de esa manera —añadió sin mucha convicción—. Eso es todo. Oh, no lo sé.
La Muerte volvió a inclinarse hasta que su cráneo quedó a la altura de la cara de Susan.
PERO LA MAYORÍA DE LAS PERSONAS SON BASTANTE IMBÉCILES Y MALGASTAN SUS VIDAS. ¿ACASO NO LO HAS VISTO? ¿NO HAS CONTEMPLADO UNA CIUDAD DESDE LAS ALTURAS CUANDO IBAS ENCIMA DEL CABALLO Y PENSADO EN LO MUCHO QUE SE ASEMEJABA A UN HORMIGUERO, LLENO DE CIEGAS CRIATURAS QUE PIENSAN QUE SU PEQUEÑO MUNDO COTIDIANO ES REAL? MIRAS LAS VENTANAS ILUMINADAS, Y LO QUE QUIERES PENSAR ES QUE HABRÁ MUCHAS HISTORIAS INTERESANTES AL OTRO LADO. PERO LO QUE SABES ES QUE EN REALIDAD SOLO HAY ALMAS SOSAS, SOSAS, MERAS CONSUMIDORAS DE COMIDA, QUE CREEN QUE SUS INSTINTOS SON EMOCIONES Y SUS DIMINUTAS VIDAS SON DE MAYOR IMPORTANCIA QUE UN SUSURRO DEL VIENTO.
El resplandor azul carecía de fondo. Parecía estar aspirando los propios pensamientos de Susan, sacándolos de su mente.
—No —susurró—, no, yo nunca he pensado de esa manera.
La Muerte se levantó bruscamente y le dio la espalda.
PUEDE QUE DESCUBRAS QUE AYUDA, dijo.
—Pero no hay más que caos —replicó Susan—. La manera en que muere la gente no tiene sentido. ¡No hay justicia!
JA.
—Tú has intervenido —insistió Susan—. Acabas de salvar a mi padre.
LO CUAL HA SIDO UNA INSENSATEZ POR MI PARTE. CAMBIAR EL DESTINO DE UN INDIVIDUO ES CAMBIAR EL MUNDO. YO SIEMPRE ME ACUERDO DE ESO. TÚ TAMBIÉN DEBERÍAS HACERLO.
La Muerte seguía dándole la espalda.
—No entiendo por qué no deberíamos cambiar las cosas si eso hace que el mundo sea mejor —protestó Susan.
JA.
—¿O es que la idea de cambiar el mundo te asusta demasiado?
La Muerte se volvió. A Susan le bastó con ver su expresión para empezar a retroceder.
La Muerte caminó lentamente hacia ella. Su voz, cuando por fin llegó, fue un siseo.
¿Y TE ATREVES A DECIRME ESO A MÍ? ¿TE PLANTAS AHÍ CON TU BONITO VESTIDO Y ME DICES ESO A MÍ ¿TÚ? ¿TÚ HABLAS Y HABLAS DE CAMBIAR EL MUNDO? ¿PODRÍAS ENCONTRAR EL VALOR NECESARIO PARA ACEPTARLO? ¿PARA SABER LO QUE DEBE HACERSE Y HACERLO, CUESTE LO QUE CUESTE? ¿ACASO HAY EN ALGUNA PARTE DEL MUNDO UN SOLO HUMANO QUE CONOZCA EL SIGNIFICADO DE LA PALABRA DEBER?
Sus manos se abrían y se cerraban convulsivamente.
HE DICHO QUE DEBES RECORDAR… PARA NOSOTROS, EL TIEMPO SOLO ES UN LUGAR. SE EXTIENDE POR TODAS PARTES. TENEMOS LO QUE ES, Y LO QUE SERÁ. SI CAMBIAS ESO, TIENES QUE CARGAR CON LA RESPONSABILIDAD DEL CAMBIO. Y ESA CARGA ES DEMASIADO PESADA.
—¡Eso no es más que una excusa!
Susan miró fijamente a la alta figura. Luego dio media vuelta y se dispuso a salir de la habitación.
¿SUSAN?
Susan se detuvo a mitad de camino, pero no se volvió.
—¿Sí?
¿REALMENTE… TENGO LAS RODILLAS HUESUDAS?
—¡Sí!
Probablemente fuera el primer estuche para pianos que se hubiera hecho jamás, y encima estaba hecho con una alfombra. Cliff se lo colgó del hombro sin ningún esfuerzo y cogió su saco de rocas con la otra mano.
—¿Pesa mucho? —preguntó Buddy.
Cliff levantó el piano con una mano y lo sopesó reflexivamente.
—Un poco —confesó. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies—. ¿Creéis que deberíamos haberle quitado todos esos trozos?
—Tiene que funcionar —dijo Odro—. Es como… una diligencia. Cuantos más trozos le quites, más deprisa va. Bueno, vamos. Se pusieron en camino. Buddy intentó pasar tan inadvertido como le resulta posible a un humano cuando va acompañado de un enano con un gran cuerno, un simio y un troll que lleva un piano en una bolsa.
—A mí me gustaría tener una diligencia —declaró Cliff, mientras iban hacia el Tambor—. Una gran carroza negra con todos esos libros encima.
—¿Libros? —se extrañó Buddy. Estaba empezando a acostumbrarse al nombre.
—Escudos y todo eso.
—Ah. Libreas.
—Sí, eso también.
—¿Qué te comprarías tú si tuvieras un montón de oro, Odro? —preguntó Buddy. La guitarra vibró suavemente dentro de su bolsa al sonido de su voz.
Odro titubeó. Hubiese querido decir que para un enano el único objeto de tener un montón de oro era, bueno, tener un montón de oro. El oro no tenía que hacer nada aparte de ser tan áureo como pudiera serlo.
—Pues no sé —dijo—. Nunca he pensado que algún día fuera a tener un montón de oro. ¿Y qué me dices de ti?
—Juré que sería el músico más famoso del mundo.
—Eso es peligroso, esa clase de juramento —opinó Cliff.
—Oook.
—¿No es lo que quiere cualquier artista? —dijo Buddy.
—Si he de hacer caso a la voz de mi experiencia —declaró Odro—, lo que quiere un auténtico artista, lo que quiere por encima de todo, es que le paguen.
—Y ser famoso —dijo Buddy.
—Pues de la fama ya no sabría qué decirte —replicó Odro—. Es difícil ser famoso y estar vivo al mismo tiempo. Yo solo quiero tocar música cada día y oírle decir a alguien: «Gracias, ha estado muy bien, aquí tienes un poco de dinero, mañana a la misma hora, ¿de acuerdo?».
—¿Eso es todo?
—Es mucho. Me gustaría que la gente dijera: «Necesitamos a un buen cuernista. ¡Id a buscar a Odro Hijodeodro!».
—Suena un poco soso —dijo Buddy.
—Me gusta lo soso. Dura.
Llegaron a la puerta lateral del Tambor y entraron en una habitación sumida en la penumbra que olía a ratas y cerveza de segunda mano. Había un murmullo lejano de voces procedentes de la barra.
—Suena como si hubiera un montón de gente —observó Odro.
Hibisco llegó corriendo.
—Bueno, chicos, ¿estáis listos? —preguntó.
—Espera un momento —dijo Risco—. No hemos hablado de nuestra paga.
—Dije seis dólares —repuso Hibisco—. ¿Qué esperabais? No sois del Gremio, y la tarifa del Gremio es ocho dólares.
—Nunca se nos ocurriría pedirte ocho dólares —protestó Odro.
—¡Bien!
—Aceptaremos dieciséis.
—¿Dieciséis? ¡No podéis hacer eso! ¡Eso es casi el doble de la tarifa del Gremio!
—Pero hay un montón de gente ahí fuera —dijo Odro—. Apuesto a que estás alquilando un montón de cerveza. Si quieres, nos vamos a casa.
—Vamos a hablar de esto —dijo Hibisco, pasando el brazo alrededor de la cabeza de Odro y llevándoselo a un rincón de la habitación.
Buddy observó al Bibliotecario mientras este inspeccionaba el piano. Nunca había visto a ningún músico empezar el examen tratando de comerse su instrumento. Luego el simio levantó la tapa y contempló el teclado. Probó unas cuantas notas, aparentemente para cogerles el gusto.
Odro regresó, frotándose las manos.
—Esto le habrá servido de lección —dijo—. ¡Ja!
—¿Cuánto? —preguntó Cliff.
—¡Seis dólares! —exclamó Odro.
Hubo un poco de silencio.
—Lo siento —dijo Buddy—. Esperábamos oír un «dieci» antes del seis.
—Tuve que ponerme firme —repuso Odro—. Hubo un momento en el que bajó hasta dos dólares.
Algunas religiones dicen que el universo se inició con una palabra, una canción, una danza, una pieza musical. Los Monjes Oyentes de las Montañas del Carnero han adiestrado sus oídos hasta tal punto que pueden adivinar el valor de un naipe con solo oírlo, y han asumido la tarea de escuchar atentamente los sutiles ruidos del universo para recomponer, a partir de los ecos fósiles, los sonidos primigenios.
Esos monjes afirman que, sin duda, hubo un ruido muy extraño al principio de todo.
Pero los oídos más agudos (los que ganan más dinero jugando al póquer), que escuchan los ecos congelados dentro de los amonites y el ámbar, juran que pueden detectar algunos sonidos diminutos anteriores a ese.
Sonaba, dicen, como alguien que estuviera contando: Un, Dos, Tres, Cuatro.
El mejor de todos aquellos monjes, que se dedicaba a escuchar el basalto, dijo que le parecía distinguir, muy tenuemente, algunos números anteriores incluso a eso.
Cuando le preguntaron cuáles eran, dijo: «Suena como Un, Dos».
Nadie ha preguntado jamás, si es que realmente hubo un sonido que confirió su existencia al universo, qué fue de él después. Eso es mitología. Se supone que no se debe hacer esa clase de pregunta.
Por otra parte, Ridcully creía que todo había cobrado existencia debido al azar o, en el caso particular del decano, por despecho.
Normalmente los magos veteranos no iban a beber al Tambor Remendado excepto cuando estaban fuera de servicio. Eran conscientes de que aquella noche se encontraban allí en alguna clase de función oficial poco definida, y estaban sentados frente a sus bebidas con una actitud más bien estirada.
Había un anillo de asientos vacíos a su alrededor, pero no era muy grande porque el Tambor se encontraba desusadamente lleno.
—Aquí dentro hay un montón de ambiente —dijo Ridcully, mirando a su alrededor—. Ah, veo que ya vuelven a tener cerveza negra. Yo tomaré una pinta de Turbot Realmente Rara, por favor.
Los magos contemplaron al archicanciller mientras este vaciaba la jarra. La cerveza de Ankh-Morpork tiene un sabor muy propio, y eso tiene algo que ver con el agua. Algunas personas dicen que es como el consomé, pero se equivocan. El consomé es más fresco.
Ridcully chasqueó los labios alegremente.
—Ah, en Ankh-Morpork sí que sabemos con qué se hace la buena cerveza —dijo.
Los magos asintieron. Desde luego que lo sabían. Por eso estaban bebiendo ginebra con tónica.
Ridcully miró a su alrededor. A aquellas horas de la noche normalmente había una pelea en curso por alguna parte, o al menos un leve apuñalamiento. Pero allí solo había un zumbido general de conversaciones y todo el mundo observaba el pequeño escenario que había al fondo de la sala, donde ocurrían grandes cantidades de nada. Teóricamente había un telón que atravesaba el escenario; en realidad solamente era una vieja sábana, y tras ella resonaba una sucesión de golpes sordos.
Los magos se hallaban muy cerca del escenario. Los magos siempre tienden a conseguir buenos asientos. A Ridcully le pareció distinguir unos murmullos y ver algunas sombras moviéndose detrás de la sábana.
—Ha preguntado que cómo nos llamamos.
—Cliff, Buddy, Odro y el Bibliotecario. Creía que eso ya lo sabía.
—No, hemos de tener un nombre para todos nosotros.
—¿Están racionados, entonces?
—Algo así como Los Alegres Trovadores, quizá.
—¡Oook!
—¿Odro y las Odrettes?
—¿Ah, sí? ¿Qué tal Cliff y las Clifettes?
—¿Oook ook Oook-ook?
—No. Necesitamos un tipo de nombre diferente. Como la música.
—¿Qué os parece Oro? Es un buen nombre enano.
—No. Algo diferente a eso.
—Plata, entonces.
—¡Ook!
—Me parece que no deberíamos llamarnos igual que ninguna clase de metal pesado, Odro.
—¿Qué hay de especial en esto? Somos una banda de gente que toca música.
—Los nombres son importantes.
—La guitarra es especial. ¿Qué os parecería. La Banda Con La Guitarra De Buddy Dentro De Ella?
—Oook.
—Algo un poquito más corto.
—Ejem…
El universo contuvo el aliento.
—¿La Banda Con Rocas Dentro?
—Me gusta. Corto y ligeramente sucio, igualito que yo.
—Oook.
—También deberíamos pensar un nombre para la música.
—Tiene que ocurrírsenos tarde o temprano.
Ridcully paseó la mirada por la barra.
En el extremo opuesto de la sala estaba Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, el hombre de negocios más espectacularmente fracasado de Ankh-Morpork. Escurridizo estaba intentando venderle a alguien uno de sus criminales perritos calientes, señal de que alguna aventura empresarial reciente de éxito garantizado se acababa de derrumbar. Escurridizo solo vendía sus salchichas calientes cuando todo lo demás fallaba.[18]
Envió a Ridcully un saludo gratis con la mano.
La siguiente mesa estaba ocupada por Satchelmouth Lemon, un encargado de reclutamiento del Gremio de Músicos, junto a un par de colaboradores cuyo conocimiento aparente de la música terminaba en la cantidad de percusión que ofrecía el cráneo humano. La expresión resuelta de Lemon indicaba que no se encontraba allí por placer, aunque el hecho de que los otros oficiales del Gremio tuvieran cara de malas pulgas más bien daba a entender que estaba allí por el placer de otras personas, básicamente a fin de despojarlas de él.
Ridcully empezó a animarse. La velada quizá pudiera ser más interesante de lo que había esperado.
Había otra mesa cerca del escenario. Ridcully casi la pasó de largo, pero de pronto su mirada volvió a aquella mesa por voluntad propia.
Había una joven sentada allí, completamente sola. Por supuesto, no era raro ver mujeres jóvenes en el Tambor. Ni siquiera cuando se trataba de mujeres jóvenes sin compañía. Generalmente se encontraban allí para conseguir esa compañía.
Lo extraño era que, si bien la clientela se amontonaba a lo largo de los bancos, aquella joven tenía espacio libre a su alrededor. Ridcully pensó que era bastante atractiva dentro del género delgadito. ¿Cuál era la palabra que utilizaban los jóvenes para referirse a ellas? Picareta, o algo por el estilo. Llevaba la clase de vestido de encaje negro que lucían las jóvenes sanas que querían parecer tísicas, y tenía un cuervo posado en el hombro.
La joven volvió la cabeza, vio que Ridcully la estaba mirando y se desvaneció. Más o menos.
Después de todo, Ridcully era un mago. El archicanciller sintió que le empezaban a llorar los ojos mientras la imagen de la joven parpadeaba en su visión.
Ah. Bueno, Ridcully había oído decir que las Hadas de los Dientes andaban por la ciudad. Aquella chica sería una de las habitantes de la noche. Probablemente tendrían días libres, igual que todo el mundo.
Un movimiento en la mesa hizo que bajara la vista. La Muerte de las Ratas pasó corriendo junto a él, llevando un cuenco de cacahuetes.
Se volvió hacia los magos. El decano todavía llevaba su sombrero puntiagudo. También había algo ligeramente reluciente en su rostro.
—Parece que tiene usted un poco de calor, decano —dijo Ridcully.
—Oh, le aseguro que estoy muy fresco y a gusto, archicanciller-declaró el decano.
Algo fluyó lentamente junto a su nariz.
El catedrático de Runas Recientes olisqueó el aire con suspicacia.
—¿Alguien está cocinando beicon? —preguntó.
—Quíteselo, decano. Se sentirá mucho mejor —aconsejó Ridcully.
—Pues a mí más bien me recuerda al olor de la Casa del Afecto Negociable de la señora Palma —dijo el prefecto mayor.
Todos lo miraron con sorpresa.
—Una vez pasé casualmente por delante —se apresuró a añadir.
—Runas, ¿querría hacer el favor de quitarle el sombrero al decano? —pidió Ridcully.
—Le aseguro que…
El sombrero salió. Algo largo, grasiento y casi con la misma forma puntiaguda del sombrero cayó pesadamente hacia delante.
—¿Qué le ha hecho a su pelo, decano? —terminó preguntando Ridcully—. Parece un pincho por delante y el culo de un pato, disculpe mi klatchiano, en la parte de atrás. Y todo él reluce.
—Manteca de cerdo. De ahí el olor a beicon —dijo el catedrático.
—Cierto —aceptó Ridcully—, pero ¿qué me dice del olor floral?
—… farfullofarfullofarfullolavandafarfullo… —dijo el decano hoscamente.
—¿Cómo ha dicho, decano?
—He dicho que es porque le añadí aceite de lavanda —respondió el decano alzando la voz—. Y da la casualidad de que algunos de nosotros pensamos que es un peinado de lo más elegante, muchísimas gracias. ¡Su problema, archicanciller, es que no entiende a la gente de nuestra edad!
—¿Qué…? ¿Se refiere a quienes tienen siete meses más que yo? —se escandalizó Ridcully.
Esta vez el decano titubeó
—¿Qué acabo de decir? —dijo después.
—¿Ha estado tomando píldoras de extracto de rana, amigo? —preguntó Ridcully.—¡Por supuesto que no! ¡Esas píldoras son para los que padecen inestabilidad mental! —declaró el decano.
—Ah. Ahí está el problema, entonces.
El telón subió o, más bien, fue apartado a trompicones hacia un lado.
La Banda Con Rocas Dentro parpadeó bajo el resplandor de las antorchas.
Nadie aplaudió. Por otra parte, tampoco nadie tiró nada. Para lo que se estilaba en el Tambor, aquello era una cálida bienvenida. Ridcully vio a un joven alto y de cabellos rizados que aferraba lo que parecía una guitarra desnutrida, o posiblemente un banjo que se hubiera utilizado en alguna pelea. Junto a él había un enano que empuñaba un cuerno de batalla. Detrás había un troll, con un martillo en cada manaza, sentado detrás de un montón de rocas. Y a un lado del escenario estaba el Bibliotecario, de pie ante… Ridcully se inclinó hacia delante… lo que parecía ser el esqueleto de un piano, colocado encima de unos barriles de cerveza. El muchacho parecía paralizado por la atención. Dijo:
—Hola… ejem… Ankh-Morpork.
Y, como si aquella cantidad de conversación lo hubiera agotado, empezó a tocar.
Era un ritmo muy simple, que podrías haber pasado por alto sin ninguna dificultad en caso de encontrarte con él en la calle. Le siguió una secuencia de estruendosos acordes y entonces Ridcully reparó en que de hecho los acordes no le siguieron, ya que el ritmo continuaba allí todo el tiempo. Lo cual era imposible. Ninguna guitarra se podía tocar de esa manera.
El enano sopló una secuencia de notas en el cuerno. El troll se unió al compás. El Bibliotecario dejó caer ambas manos sobre el teclado del piano, aparentemente al azar.
Ridcully nunca había oído semejante estrépito. Y de pronto…, de pronto…, ya no fue un estrépito. Era como todas aquellas insensateces acerca de la luz blanca de las que siempre hablaban los magos jóvenes del Edificio de Magia de Altas Energías. Decían que todos los colores unidos creaban el blanco, lo cual según Ridcully era una puta estupidez porque todo el mundo sabía que si mezclabas todos los colores a los que pudieras echar mano, se obtenía una especie de pasta marrón verdosa que ciertamente no era ninguna clase de blanco. Pero en esos momentos Ridcully tuvo una vaga idea de lo que querían decir.
El tupé del decano estaba temblando. Toda la multitud se estaba moviendo.
Ridcully se dio cuenta de que un pie suyo estaba golpeando el suelo rítmicamente. Se lo pisó con su otro pie.
Luego contempló cómo el troll acentuaba el ritmo y martilleaba las rocas hasta que temblaron las paredes. Las manos del Bibliotecario volaban sobre el teclado. Luego sus pies hicieron lo mismo. Y durante todo ese tiempo la guitarra aullaba y chillaba y cantaba con fuerza la melodía.
Los magos daban botes en sus asientos y hacían girar los dedos en el aire.
Ridcully se levantó, se inclinó sobre el tesorero y le habló a gritos.
—¿Qué? —gritó el tesorero.
—¡He dicho que todos se han vuelto locos excepto usted y yo!
—¿Qué?
—¡Es la música!
—¡Sí! ¡Es magnífica! —dijo el tesorero, agitando sus flacas manos en el aire.
—¡Y no estoy demasiado seguro acerca de usted!
Ridcully volvió a sentarse y sacó el taumómetro. Estaba vibrando frenéticamente, lo cual no era de ninguna ayuda. El instrumento no parecía ser capaz de decidir si aquello era magia o no.
Asestó un fuerte codazo al tesorero.
—¡Esto no es magia! ¡Esto es otra cosa!
—¡Ya lo creo!
Ridcully tuvo la sensación de que de pronto no estaba hablando el lenguaje correcto.
—¡Quiero decir que es demasiado!
—¡Sí!
Ridcully suspiró.
—¿No va siendo hora de que se tome su píldora de extracto de rana?
Brotaban nubes de humo del piano destrozado. Las manos del Bibliotecario se movían por las teclas como Casavieja en un convento de monjas.
Ridcully miró a su alrededor. Se sentía absolutamente solo.
Había alguien más que no se había rendido a la música. Sat-chelmouth acababa de levantarse, al igual que sus dos colaboradores.
Habían sacado de alguna parte varios garrotes nudosos. Ridcully conocía las leyes gremiales. Había que hacerlas cumplir, naturalmente. No se podía administrar una ciudad sin ellas. Estaba claro que aquella música no tenía licencia; si alguna vez hubo una música sin licencia, tenía que ser aquella. Aun así… Ridcully se subió la manga y preparó una bola de fuego rápida, solo por si acaso.
Uno de los hombres soltó su garrote y se cogió el pie. El otro dio media vuelta como si algo acabara de darle en la oreja. El sombrero de Satchelmouth se curvó hacia dentro, como si alguien acabara de atizarle en la cabeza.
Ridcully, con un ojo llorándole terriblemente, creyó entrever al Hada de los Dientes golpeando con el mango de la guadaña la cabeza de Satchelmouth.
El archicanciller era un hombre bastante inteligente, pero solía tener problemas para obligar a su tren de pensamientos a cambiar de vía. En esos momentos estaba teniendo serias dificultades con la idea de una guadaña, porque después de todo la hierba no tenía dientes… y entonces la bola de fuego le quemó los dedos y justo entonces, mientras el archicanciller se los chupaba frenéticamente, se dio cuenta de que había algo en el sonido. Algo extraordinario.
—Oh, no —dijo mientras la bola de fuego flotaba hacia el suelo e inflamaba la bota del tesorero—, está viva.
Cogió la jarra de cerveza, se terminó apresuradamente su contenido y, dándole la vuelta, la incrustó en el tablero de la mesa.
La luna brillaba sobre el desierto klatchiano, en la vecindad de la línea de puntos. Ambos lados de ella recibían exactamente la misma cantidad de luz lunar, aunque mentes como la del señor Clete deploraran esa situación.
El sargento paseaba por la arena compacta de la plaza de armas. Se detuvo, se sentó y sacó un purito de su bolsillo. Luego sacó una cerilla, se inclinó y la rascó en algo que sobresalía de la arena, lo cual dijo:
BUENAS NOCHES.
—Supongo que ya habrás tenido suficiente, ¿eh, soldado? —dijo el sargento.
¿SUFICIENTE DE QUÉ, SARGENTO?
—Dos días al sol, sin comida, sin agua… Supongo que estarás delirando de sed y suplicando que te saquen de la arena, ¿eh?
SÍ. CIERTAMENTE ESTO ES MUY ABURRIDO.
—¿Aburrido?
ME TEMO QUE SÍ.
—¿Aburrido? ¡No se pretende que sea aburrido! ¡Esto es el Pozo! ¡Se pretende que sea una horrible tortura física y mental! Después de un día en él se supone que eres un… —El sargento miró a hurtadillas algo que llevaba escrito en la muñeca—. ¡… Un loco rabioso! ¡Llevo todo el día observándote! ¡Ni siquiera has gemido! No puedo estar sentado en mi… cosa, te sientas allí, hay papeles y demás…
DESPACHO.
—¡… Trabajando, contigo fuera de esta manera! ¡No puedo soportarlo!
Veau Carcasse miró hacia arriba. Le pareció que iba siendo hora de tener un gesto amable.
SOCORRO, SOCORRO. SOCORRO, SOCORRO, dijo.
El sargento se estremeció por el alivio.
¿ESTO AYUDA A LA GENTE A OLVIDAR, ENTONCES?
—¿Olvidar? La gente lo olvida todo cuando se les da el… ejem…
EL POZO.
—¡Sí! ¡Eso es!
AH. ¿LE IMPORTA QUE LE HAGA UNA PREGUNTA?
—¿Cuál?
¿SERÍA MUCHA MOLESTIA QUE ME QUEDARA OTRO DÍA?
El sargento abrió la boca para replicar, y entonces los h’eces atacaron surgiendo por encima de la duna más próxima.
—¿Música? —dijo el patricio—. Ah. Cuéntame más.
Se recostó en su asiento adoptando una actitud que indicaba una escucha atenta. Escuchar se le daba extremadamente bien. El patricio creaba una especie de succión mental. Las personas le decían cosas con tal de evitar el silencio.
Además, a lord Vetinari, el gobernante supremo de Ankh-Morpork, le gustaba bastante la música.
La gente se preguntaba qué clase de música atraería a semejante hombre. Música de cámara muy formalizada, posiblemente, o las óperas llenas de ímpetu y furia.
De hecho, la clase de música que realmente le gustaba al patricio era aquella que nunca se llegaba, a interpretar. En su opinión, atormentar a la música relacionándola con pieles curadas, trozos de gato muerto y metales amartillados en forma de cables y tubos la echaba a perder. La música debería permanecer escrita, en la página, en hileras de puntitos y corcheas, pulcramente atrapada entre líneas. Solo allí era pura. Cuando las personas empezaban a hacer cosas con ella era cuando surgía la podredumbre. Era mucho mejor sentarse tranquilamente en una habitación y leer la partitura, sin nada más que un poquito de tinta entre la mente del compositor y tú. Que la tocaran gordos sudorosos y personas con pelos saliéndoles de las orejas y saliva goteando del extremo de su oboe… bueno, la mera idea lo hacía estremecer. Aunque no mucho, porque el patricio nunca hacía nada de manera extrema.
Así pues…
—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó.
—Y entonces él empezó a cantar, suseñoría —explicó Colmante Michael, mendigo con licencia e informador informal—. Se puso a cantar una canción que hablaba de Grandes Bolas Fogosas.
El patricio enarcó una ceja.
—¿Cómo has dicho?
—O algo así, no sé. En realidad no pude distinguir las palabras porque entonces el piano explotó.
—¿Ah? Supongo que eso debió de interrumpir un tanto los procedimientos.
—Qué va, el mono siguió tocando con lo que quedaba —dijo Colmante Michael—. La gente se puso de pie y empezó a aplaudir, a bailar y a dar patadas en el suelo como si hubiera una plaga de cucarachas.
—¿Y dices que los hombres del Gremio de Músicos salieron heridos?
—Fue rarísimo. Luego estaban blancos como sábanas. Al menos —añadió Colmante Michael, pensando en el estado de su propio lecho—, blancos como algunas sábanas…
El patricio echó una mirada a sus informes mientras el mendigo hablaba. Ciertamente había sido una velada extraña. Una bronca en el Tambor… bueno, eso era normal, aunque no sonaba exactamente como la típica bronca y el patricio nunca había oído hablar de magos bailando. Tuvo la impresión de que reconocía las señales… Solo había una cosa que pudiera empeorarlo.
—Dime una cosa —dijo—. ¿Cuál fue la reacción del señor Escurridizo a todo eso?
—¿Cómo dice, suseñoría?
—Me parece que es una pregunta bastante simple.
Colmante Michael se encontró con que las palabras «Pero ¿cómo sabía usted que el viejo Escurridizo estaba allí? Yo nunca dije que…» se ordenaban para ponerse a disposición de su laringe, y luego se pensó por segunda, tercera y cuarta vez si debía decirlas en voz alta.
—Lo único que hizo fue quedarse sentado y mirar, suseñoría. Con la boca abierta. Luego se fue corriendo.
—Ya veo. Oh, cielos. Gracias, Colmante Michael. Eres libre de marchar.
El mendigo titubeó.
—Viejo Apestoso Ron dijo que suseñoría a veces paga por la información —comentó.
—¿Lo dijo? ¿De veras? Con que dijo eso, ¿eh? Bueno, eso sí que es interesante. —Vetinari hizo una anotación en el margen de un informe—. Gracias.
—Ejem…
—No quiero entretenerte más.
—Ejem. No. Que los dioses bendigan a suseñoría —dijo Colmante Michael y salió a la carrera.
Cuando el sonido de las botas del mendigo se desvaneció en la lejanía, el patricio se acercó a la ventana, se quedó ante ella con las manos entrelazadas a la espalda y suspiró.
Probablemente había ciudades-estado, razonó, en las que los gobernantes solo tenían que preocuparse de las cosas pequeñas… invasiones bárbaras, la balanza de pagos, asesinatos, el volcán local que entraba en erupción. No había personas que se dedicaran a abrir la puerta de la realidad y decir metafóricamente: «Hola, adelante, encantado de verlo, qué hacha tan bonita tiene usted ahí, por cierto, ¿puedo sacarle algún dinero ya que está aquí?».
A veces lord Vetinari se preguntaba qué le había ocurrido de verdad al señor Hong. Todo el mundo estaba al tanto de la historia, por supuesto. En términos generales. Pero no sabían exactamente el qué.
Menuda ciudad. En primavera, el río se incendiaba. Aproximadamente una vez al mes, el Gremio de Alquimistas estallaba.
El patricio volvió a su escritorio e hizo otra breve anotación. Empezaba a temer que se vería obligado a hacer matar a alguien.
Después cogió el tercer movimiento del Preludio en Sol Mayor de Fondel y se sentó a leer.
Susan volvió al callejón donde había dejado a Binky. Había media docena de hombres que yacían sobre los adoquines, agarrándose partes de sí mismos y gimiendo. Susan no les prestó atención. Cualquiera que intentase robar el caballo de la Muerte no tardaba en comprender la expresión «todo el dolor del mundo». Binky tenía buena puntería. El mundo en cuestión sería muy pequeño y muy íntimo.
—La música lo estaba tocando a él, no al revés —dijo Susan—. Podía verse. Ni siquiera estoy segura de que sus dedos tocaron las cuerdas.
Iiic.
Susan se frotó la mano. Satchelmouth había resultado tener la cabeza bastante dura.
—¿Puedo matarla sin matarlo a él?
Iiic.
—No hay manera —tradujo el cuervo—. Es lo único que le mantiene con vida.
—Pero el abue… ¡pero él dijo que terminaría matándolo de todas maneras!
—Sí, desde luego el universo es un lugar enorme y maravilloso —repuso el cuervo.
Iiic.
—Pero… mira, si es un… un parásito, o algo por el estilo —dijo Susan, mientras Binky trotaba hacia el cielo—, ¿de qué le va a servir matar a su anfitrión?
Iiic.
—Dice que ahí sí que le has pillado —dijo el cuervo—. Déjame cerca de Quirm, ¿quieres?
—¿Para qué necesita a ese muchacho? —preguntó Susan—. Lo está utilizando, pero ¿para qué?
—¡Veintisiete dólares! —exclamó Ridcully—. ¡Veintisiete dólares para sacarlos a ustedes de allí! ¡Y el sargento no paró de sonreír durante todo el rato! ¡Magos arrestados! Recorrió la hilera de figuras cariacontecidas.
—Lo que me gustaría saber es con qué frecuencia se avisa a la Guardia desde el Tambor —dijo Ridcully—. ¿Qué creían estar haciendo ustedes?
—farfullofarfullofarfullo —dijo el decano mirando al suelo.
—¿Cómo ha dicho?
—farfullofarfullobailarfarfullo.
—Bailar —dijo Ridcully sin inmutarse, volviendo sobre sus pasos a lo largo de la fila—. Así que eso es bailar, ¿verdad? ¿Chocar con la gente? ¿Lanzarse unos a otros por encima de los hombros? ¿Ir girando como una peonza por todo el lugar? Ni siquiera los trolls actúan así (y no es que yo tenga nada contra los trolls, cuidado, una gente maravillosa, una gente maravillosa) y se supone que ustedes son magos. Se supone que están por encima del resto, y no porque anden ustedes dando vueltas de campana, sobre sus cabezas, Runas, no crea que no reparé en esa pequeña exhibición, me sentí francamente disgustado. El pobre tesorero ha tenido que ir a acostarse un rato. Bailar es… moverse en círculo, ya saben, las fiestas de mayo y similares, un sano ejercicio, quizá un alegre baile de cuadrilla… y no voltear a la gente como hace un enano con su hacha de guerra (ojo, que los enanos son la sal de la tierra y yo siempre lo he dicho). ¿Me he explicado con suficiente claridad?
—farfullofarfullofarfulloesloquehacíatodoelmundofarfullo —respondió el decano, todavía mirando el suelo.
—¡Nunca pensé que le diría esto a ningún mago que tuviera más de dieciocho años, pero todos tienen prohibido salir hasta nuevo aviso! —gritó Ridcully.
Quedar confinado dentro del campus universitario no suponía un castigo muy severo. Los magos solían desconfiar de cualquier atmósfera que no hubiera pasado una buena temporada bajo techo, y básicamente vivían en una especie de surco entre sus habitaciones y la mesa del comedor. Pero se estaban sintiendo bastante raros.
—farfullofarfullonoentiendoporquéfarfullo —farfulló el decano.
Mucho más tarde, el día en que murió la música, el decano dijo que tenía que haber sido porque él nunca fue realmente joven, o por lo menos joven con el grado suficiente de vejez como para saber que lo era. Como la mayoría de los magos, el decano había iniciado su adiestramiento siendo todavía tan pequeño que el sombrero puntiagudo oficial le cubría las orejas. Después de eso solo había sido, bueno, un mago.
Tuvo la sensación, una vez más, de que se le había escapado algo en algún lugar. El decano no se había dado cuenta de ello hasta el último par de días. No sabía de qué se trataba. Él sólo quería hacer cosas. No sabía cuáles eran esas cosas. Pero quería hacerlas pronto. Quería… se sentía como alguien que llevara toda la vida morando en la tundra y de pronto se despertara una mañana con un profundo impulso de hacer esquí acuático. Lo cierto era que no pensaba quedarse entre cuatro paredes mientras había música en el aire…
—farfullofarfullofarfullonopiensoquedarmeaquídentrofarfullo…
Unos sentimientos desacostumbrados le recorrieron en oleadas. ¡Quería desobedecer! ¡Desobedecerlo todo, la ley de la gravedad incluida! No iba a doblar su ropa antes de ir a la cama. Ridcully diría. «Ah, eres un rebelde, ¿verdad? ¿Y se puede saber contra qué te rebelas?», y entonces él le diría… ¡le diría algo condenadamente memorable, eso era lo que haría! Iba a…
Pero el archicanciller ya se había ido.
—farfullofarfullofarfullo —dijo desafiantemente el decano, rebelde sin pausa.
Hubo una llamada a la puerta, apenas audible por encima del estrépito. Cliff la entreabrió una cautelosa rendija.
—Soy yo, Hibisco. Aquí están vuestras cervezas. ¡Bebedlas y largaos!
—¿Y cómo vamos a salir de aquí? —quiso saber Odro— ¡Cada vez que nos ven, nos obligan a tocar un poco más!
Hibisco se encogió de hombros.
—Eso a mí me da igual —replicó—. Pero me debéis un dólar por la cerveza y veinticinco dólares por el mobiliario roto…
Cliff le cerró la puerta.
—Podría negociar con él —dijo Odro.
—No, no nos lo podemos permitir —intervino Buddy.
Se miraron el uno al otro.
—Bueno, el público ha quedado encantado con nosotros —dijo Buddy—. Creo que tuvimos un gran éxito. Ejem.
En el silencio que siguió a sus palabras, Cliff arrancó de un mordisco el extremo de una botella de cerveza y derramó el contenido sobre su cabeza.[19]
—Lo que todos queremos saber —dijo Odro— es qué creías que estabas haciendo ahí fuera.
—Oook.
—¿Y cómo es que todos sabíamos lo que había que tocar? —preguntó Cliff, masticando el resto de la botella.
—Oook.
—Y también lo que estabas cantando —añadió Odro.
—Ejem…
—¿«No pises mis nuevas botas azules»? —dijo Cliff.
—Oook.
—¿«La finoli señorita Polly»? —dijo Odro.
—Ejem…
—¿«Encaje de Sto Helit»? —dijo Cliff.
—¿Oook?
—Es un tipo de encaje muy fino que hacen en la ciudad de Sto Helit —explicó Odro.
Odro miró a Buddy de soslayo.
—Y ese momento en el que dijiste: «Hola, nena» —dijo después—. ¿Por qué lo hiciste?
—Ejem…
—Quiero decir que, bueno, en el Tambor ni siquiera dejan entrar a niñas pequeñas.
—No lo sé. Las palabras simplemente estaban ahí —dijo Buddy—. Era como si formaran parte de la música…
—Y te movías… de una manera muy rara. Como si tuvieras ciertos problemas con tus pantalones —dijo Odro—. No soy ningún experto en humanos, desde luego, pero vi cómo algunas señoras del público te miraban igual que un enano mira a una chica cuando sabe que su padre tiene una mina grande con buenas vetas.
—Sí —confirmó Cliff—, y como cuando un troll está pensando: «Eh, fijaos en los estratos que tiene esa de ahí…».
—Tú estás seguro de que no tienes ni una gota de sangre élfica, ¿verdad? —insistió Odro—. Porque en una o dos ocasiones me pareció que estabas actuando un poco como… elvish.
—¡No sé qué es lo que está pasando! —exclamó Buddy.
La guitarra gimió.
Todos la miraron.
—Lo que haremos es coger esa cosa y tirarla al río —dijo Cliff—. Que todos los que estén a favor digan: «Sí». O «Oook», si se da la circunstancia.
Hubo otro silencio. Nadie se abalanzó para coger el instrumento.
—Pero el caso es —dijo Odro—, el caso es… que de verdad les encantamos.
Todos pensaron en ello.
—La verdad es que no me sentí nada… mal —reconoció Buddy.
—He de admitir que… nunca he tenido tanto público en toda la vida —dijo Cliff.
—Oook.
—Si tan buenos somos —dijo Odro—, ¿por qué no somos ricos?
—Porque eres tú el que hace las negociaciones —dijo Cliff—. Si tenemos que pagar el mobiliario, pronto tendré que comerme lacena conpajita.
—¿Estás diciendo que no lo hago bien? —protestó Odro, poniéndose en pie muy enfadado.
—Tocas bien el cuerno. Pero no eres un mago de las finanzas.
—Ja, me gustaría ver…
Llamaron a la puerta. Cliff suspiró.
—Será otra vez Hibisco —dijo—. Pasadme ese espejo. Intentaré lanzarlo contra el que hay al otro lado.
Buddy abrió la puerta. Hibisco estaba allí, pero detrás de un hombre no tan alto como él que lucía una chaqueta muy larga y una amplia, afable sonrisa.
—Ah —dijo la sonrisa—. Tú eres Buddy, ¿verdad?
—Ejem, sí.
Un instante después el hombre ya estaba dentro, sin que pareciera haberse movido de verdad, y cerraba de una patada la puerta en las narices del patrón.
—El nombre es Escurridizo —siguió diciendo la sonrisa—. Y. V. A. L. R. Escurridizo. ¿No habéis oído hablar de mí?
—¡Oook!
—¡No te estoy hablando a ti! Os estoy hablando a vosotros, muchachos.
—No —repuso Buddy—. Me parece que no hemos oído hablar de usted.
La sonrisa pareció ensancharse.
—He oído decir que os habéis metido en un pequeño lío —comentó Escurridizo—. Unos cuantos muebles rotos y no sé qué más.
—Ni siquiera nos van a pagar —se quejó Cliff, lanzando a Odro una mirada feroz.
—Bueno, pues a lo mejor yo podría ayudaros en eso —dijo Escurridizo—. Soy un hombre de negocios. Hago negocios. Ya he podido ver que sois músicos. Tocáis música. No queréis perder el tiempo preocupándoos por cuestiones de dinero, ¿verdad? Si no me equivoco, eso estorba los procesos creativos. ¿Qué tal si dejarais que yo me ocupe de eso?
—Hum —dijo Odro, dolido todavía por el insulto a su agudeza financiera—. ¿Y qué es lo que puede hacer usted?
—Bueno —repuso Escurridizo—, pues para empezar puedo hacer que os paguen por lo de esta noche.
—¿Qué pasa con el mobiliario? —preguntó Buddy.
—Oh, aquí se rompen cosas todas las noches —dijo Escurridizo alegremente—. Hibisco os estaba tomando el pelo. Yo me encargaré de arreglarlo con él. En confianza, os diré que debéis tener mucho cuidado con la gente como él.
Se inclinó hacia delante. Si su sonrisa hubiera sido un milímetro más ancha, se le habría desprendido la coronilla.
—Esta ciudad es una jungla, muchachos —sentenció.
—Si puede hacer que nos paguen, entonces confío en él —dijo Odro.
—¿Así de sencillo? —preguntó Cliff.
—Yo confío en cualquiera que me dé dinero.
Buddy miró la mesa. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que si algo no andara bien, entonces la guitarra haría algo. Quizá soltar una disonancia. Pero el instrumento ronroneaba suavemente, como para sí mismo.
—Bueno, está bien. Si significa que voy a conservar todos mis dientes, yo estoy a favor —concluyó Cliff.
—Vale —dijo Buddy.
—¡Estupendo! ¡Estupendo! ¡Podemos hacer una música muy hermosa juntos! Al menos… vosotros podéis hacerla, ¿eh, muchachos?
Se sacó del bolsillo un lápiz y una hoja de papel. El león rugió en los ojos de Escurridizo.
En algún lugar muy alto de las Montañas del Carnero, Susan guiaba a Binky por encima de un banco de nubes.
—¿Cómo puede decir esas cosas? —dijo—. ¿Jugar con las vidas de las personas, y luego hablar del deber?
En el Gremio de Músicos todas las luces estaban encendidas.
Una botella de ginebra tamborileó contra el borde de un vaso. Luego traqueteó brevemente sobre el escritorio cuando Satchelmouth la dejó allí.
—¿Es que nadie sabe quién demonios son? —preguntó el señor Clete, mientras Satchelmouth conseguía agarrar el vaso al segundo intento—. ¡Alguien tiene que saber quiénes son!
—No sé nada del chico —murmuró Satchelmouth—. Nadie lo había visto antes. Y… y… bueno, usted ya conoce a los trolls… podría ser cualquiera…
—Está claro que uno de ellos era el Bibliotecario de la Universidad —observó Herbert «Señor Clavicordio» Baraja, el bibliotecario del Gremio de Músicos.
—A él podemos dejarlo fuera del asunto por el momento —dijo Clete.
Los demás asintieron. Nadie quería tratar de ponerle la mano encima al Bibliotecario si había alguien más pequeño disponible.
—¿Y qué me dicen del enano?
—Eso.
—Alguien dijo que le parecía que era Odro Hijodeodro. Vive en algún lugar del Camino de Fedre…
Clete gruñó.
—Que algunos de los chicos vayan allí ahora mismo. Quiero que se les explique inmediatamente cuál es la posición que corresponde a los músicos en esta ciudad. Jat. Jat. Jat.
Los músicos salieron a la noche y se apresuraron a dejar atrás el estrépito del Tambor Remendado.
—Se ha portado muy bien con nosotros, ¿verdad? —dijo Odro—. Quiero decir que, bueno, no solo hemos recibido nuestra paga. ¡Estaba tan interesado que nos dio veinte dólares de su propio dinero!
—Creo que lo que dijo fue que nos prestaba veinte dólares con intereses —comentó Cliff.
—Es lo mismo, ¿no? Y dijo que podía conseguirnos más trabajos. ¿Te leíste el contrato?
—¿Y tú?
—Estaba escrito en letra muy pequeña —dijo Odro, y se animó—. Pero había montones de ella —añadió—. Con tanta letra, seguro que tiene que ser un buen contrato.
—El Bibliotecario se ha ido —dijo Buddy—. Soltó un montón de oooks y luego salió corriendo.
—¡Ja! Bueno, luego lo lamentará —afirmó Odro—. Luego la gente hablará con él y entonces él dirá: «Sabes, les dejé antes de que se hicieran famosos».
—Dirá ook.
—Bueno, de todas maneras ese piano va a necesitar un poco de trabajo.
—Sí —dijo Cliff—. Una vez vi a un tipo que hacía cosas con cerillas. El podría repararlo.
Un par de dólares se convirtieron en dos kormas de cordero y un vindaloo de pecblenda en los Jardines del Curry, junto con una botella de vino tan químico que hasta los trolls podían beberlo.
—Y después de esto —le dijo Odro mientras se sentaban a esperar la comida—, encontraremos algún otro sitio donde alojarnos.
—¿Qué tiene de malo el tuyo? —preguntó Cliff.
—Hay demasiadas corrientes de aire. Tiene un agujero con forma de piano en la puerta.
—Sí, pero fuiste tú quien lo puso allí.
—¿Y qué?
—Que si el casero no protestará.
—Por supuesto que protestará. Para eso están los caseros. De todas maneras esto va viento en popa, muchachos. Lo noto en mis aguas.
—Creía que ya te dabas por satisfecho con que te pagaran —le recordó Buddy.
—Claro. Claro. Pero me pongo todavía más contento si me pagan mucho.
La guitarra emitió un murmullo. Buddy la cogió y pellizcó una cuerda.
Odro dejó caer su cuchillo.
—¡Eso sonaba igual que un piano! —exclamó.
—Creo que puede sonar como cualquier cosa —dijo Buddy—. Y ahora conoce los pianos.
—Magia —dijo Cliff.
—Pues claro que es magia —repuso Odro—. Eso es lo que he estado diciendo yo desde el primer momento. Algo extraño y antiguo, encontrado en una vieja tienda llena de polvo durante una noche de tormenta…
—No había tormenta-objetó Cliff.
—… tiene que ser… sí, de acuerdo, pero llovía un poco… tiene que ser un poco especial. Apuesto a que si volviéramos ahora, la tienda ya no estaría allí. Eso lo demostraría. Todo el mundo sabe que las cosas compradas en tiendas que ya no están allí al día siguiente son tremendamente misteriosas y auténticos utensilios del Destino. Puede que el Destino nos esté sonriendo.
—Que nos esté haciendo algo —dijo Cliff—. Espero que sea sonreír.
—Y el señor Escurridizo dijo que nos encontraría algún sitio realmente especial para tocar mañana.
—Estupendo —dijo Buddy—. Tenemos que tocar.
—Claro que sí —dijo Cliff—. Nosotros tocamos. Es nuestro trabajo.
—La gente debería oír nuestra música.
—Desde luego. —Cliff parecía un poco perplejo—. Claro. Por supuesto. Eso es lo que queremos. Y un poco de paga, también.
—El señor Escurridizo nos ayudará —afirmó Odro, que estaba demasiado absorto como para notar el matiz ansioso en la voz de Buddy—. Tiene que estar triunfando a lo grande. Tiene un despacho en la plaza Sator. Solo los negocios más boyantes pueden permitirse algo así.
Amaneció un nuevo día.
Apenas había terminado de hacerlo cuando Ridcully caminó a toda prisa por la hierba rociada de los jardines de la universidad y aporreó la puerta del Edificio de Magia de Altas Energías.
Generalmente el archicanciller nunca se acercaba a aquel sitio. No era que Ridcully no entendiese lo que hacían los magos jóvenes que trabajaban allí, sino más bien que sospechaba que ellos mismos tampoco lo entendían. Parecían pasarlo en grande estando cada vez menos seguros acerca de todo, y luego iban a cenar diciendo cosas como «¡Vaya, hoy hemos echado por tierra la Teoría de la Imponderabilidad Táumica de Hoja Medular! ¡Asombroso!», como si eso fuera algo para sentirse orgulloso en vez de una vulgar falta de cortesía.
Además siempre estaban hablando de dividir el taumo, la unidad de magia más pequeña que se conocía. El archicanciller no le veía el sentido a todo aquello. De acuerdo, habría trochos de taumo esparcidos por todas partes; ¿de qué iba a servir eso a nadie? El universo ya estaba bastante mal sin gente que se dedicara a hurgar en él.
La puerta se abrió.
—Ah, es usted, archicanciller.
Ridcully abrió un poco más la puerta.
—Buenos días, Stibbons. Me alegro de ver que se ha levantado temprano.
Ponder Stibbons, el miembro más joven del cuadro académico, le hizo guiños al cielo.
—¿Ya es de día? —preguntó.
Ridcully pasó junto a él y entró en el EMAE, un terreno muy poco familiar para un mago tradicional. No se veía ni una sola calavera o vela que gotease cera, y aquella habitación en concreto tenía el aspecto de un laboratorio de alquimista que hubiera sufrido la inevitable explosión y acabara de aterrizar en una herrería.
El archicanciller tampoco aprobaba la túnica de Stibbons. Era del largo apropiado pero de un color gris verdoso deslucido, con bolsillos y cazonetes y una capucha ribeteada por un poquito de piel de conejo. No contaba con una sola lentejuela, joya o símbolo místico en ninguna parte. Solo había una mancha allí donde la estilográfica de Stibbons perdía tinta.
—¿No ha salido últimamente? —preguntó Ridcully.
—No, señor. Ejem. ¿Debería haberlo hecho? He estado muy ocupado trabajando en mi artilugio para Hacerlo-Más-Grande. Ya sabe, se lo enseñé…[20]
—Claro, claro —dijo Ridcully, mirando a su alrededor—. ¿Hay alguien más trabajando aquí?
—Bueno… estoy yo, y Tez el Terrible y Skazz y Gran Loco Drongo, creo…
Ridcully parpadeó.
—¿Qué son todos esos…? —empezó a preguntar.
Entonces, desde las profundidades de la memoria, se sugirió una horrible respuesta. Solo existía una especie muy concreta con unos nombres como aquellos.
—¿Estudiantes?
—Ejem. ¿Sí? —dijo Ponder, empezando a retroceder—. No le parecerá mal, ¿verdad? Esto es una universidad, al fin y al cabo…
Ridcully se rascó la oreja. Ponder tenía razón, por supuesto. Había que tener a algunos de aquellos mamones por allí, no había forma de evitarlo. Personalmente, Ridcully procuraba mantenerse alejado de ellos siempre que le era posible, al igual que hacía elresto del cuadro académico, en ocasiones echando a correr en dirección opuesta o escondiéndose detrás de una puerta cada vez que los veía. Se sabía que el catedrático de Runas Recientes había llegado a encerrarse en su armario para no tener que encargarse de una tutoría.
—Más vale que los vaya a buscar —dijo Ridcully—. Porque me parece que he perdido toda la facultad.
—¿De qué, archicanciller? —le preguntó Ponder, educadamente.
—¿Qué?
—¿Cómo?
Se miraron el uno al otro sin comprenderse, dos mentes conduciendo en sentido opuesto por un callejón estrecho y esperando a que la otra recule primero.
—La facultad. El cuadro académico —explicó Ridcully, dándose por vencido—. El decano y todos esos. Se han vuelto majaras. Han pasado toda la noche levantados tocando guitarras y no sé qué otras cosas. El decano se ha hecho una chaqueta de cuero.
—Bueno, el cuero es un material muy práctico y funcional…
—No de la manera en que él lo está usando —replicó Ridcully sombríamente.
[…el decano retrocedió un poco. Había cogido prestado un maniquí de modista de la señora Panadizo, el ama de llaves.
Luego había introducido unos cuantos cambios en el diseño original que le había estado zumbando por el cerebro. Para empezar, el alma de cualquier mago encuentra aborrecible la mera idea de llevar cualquier prenda que no le llegue como mínimo hasta los tobillos, por lo que había una considerable cantidad de cuero. Eso dejaba montones de espacio para las tachas.
Había comenzado por: DECANO.
Aquello apenas sirvió para empezar a llenar el espacio. Pasado un rato había añadido: NACIDO PARA, y dejado un espacio en blanco porque no estaba demasiado seguro de para qué había nacido exactamente. NACIDO PARA TRAGAR GRANDES CENAS no resultaría apropiado.
Después de un rato de perpleja meditación, había seguido: VIVE DE PISAR Y MUERE JEVON. Enseguida se dio cuenta de que no estaba bien del todo, seguramente porque le había dado la vuelta al cuero mientras hacía los agujeros para los tachones y terminó perdiendo la pista a la dirección que seguía en un principio.
Naturalmente, la dirección que estuvieras siguiendo no importaba mientras continuaras siguiéndola. La música con rocas dentro consistía precisamente en eso…]
—… y ahora Runas Recientes está en su habitación tocando la batería, y todos los demás tienen guitarras, y lo que le ha hecho el tesorero al dobladillo de su túnica es realmente extraño —expuso Ridcully—. Y el Bibliotecario va por ahí llevándose cosas y nadie escucha ni una sola palabra de lo que digo.
Miró a los estudiantes. Era una visión bastante preocupante, y no solo por el aspecto natural de los estudiantes. Allí había unas cuantas personas que, mientras aquella maldita música hacía que todo el mundo siguiera el ritmo con los pies, se habían pasado toda la noche dentro de aquel edificio… trabajando.
—¿Qué estaban haciendo todos aquí dentro? —dijo—. Usted… ¿cómo se llama?
El estudiante de magia atrapado por el dedo con el que señalaba Ridcully se removió inquieto.
—Ejem. Hum. Gran Loco Drongo —respondió, estrujando el ala de su sombrero entre las manos.
—Gran. Loco. Drongo —dijo Ridcully—. Conque ese es su nombre, ¿verdad? ¿Eso es lo que lleva cosido en su chaqueta?
—Hum. No, archicanciller.
—¿Lo que lleva cosido es…?
—Adrián Turnipseed, archicanciller.
—¿Y entonces por qué lo llaman Gran Loco Drongo, señor Turnipseed? —quiso saber Ridcully.
—Hum… esto…
—En una ocasión se bebió una pinta entera de cerveza con limonada —explicó Stibbons, quien tuvo la decencia de mostrar cierto embarazo.
Ridcully le dirigió una mirada cuidadosamente neutra. Bueno en fin. Tendrían que servir.
—De acuerdo, pandilla —dijo—. ¿Qué pueden decirme acerca de esto?
Sacó de su túnica una jarra de cerveza del Tambor Remendado con un posavasos sujeto a la parte de arriba mediante un trozo de cordel.
—¿Qué es lo que tiene ahí dentro, archicanciller? —preguntó Ponder Stibbons.
—Un poquito de música, muchacho.
—¿Música? Pero la música no puede capturarse de esa manera.
—Ojalá fuera tan jodidamente listo como usted y lo supiera absolutamente todo —dijo Ridcully—. Ese frasco grande que hay ahí… Usted, Gran Loco Adrián, quítele la tapa y esté listo para volver a ponérsela en cuanto yo se lo diga. Preparado con esa tapa, Loco Adrián…, ¡ya!
Hubo un breve acorde rabioso cuando Ridcully sacó el posavasos de la jarra y vertió rápidamente su contenido en el frasco. Loco Drongo Adrián, que le tenía un pánico mortal al archicanciller, se apresuró a poner la tapa al frasco.
Entonces pudieron oírlo… un compás tenue y persistente que rebotaba dentro de las paredes del frasco de cristal.
Los estudiantes miraron el recipiente.
Había algo allí dentro. Una especie de movimiento en el aire…
—Lo capturé anoche en el Tambor.
—Eso no es posible —replicó Ponder—. No se puede capturar la música.
—Eso no es niebla klatchiana, muchacho.
—¿Y ha estado en esa jarra desde anoche? —preguntó Ponder.
—Sí.
—¡Pero eso no es posible!
Ponder parecía totalmente hundido. Algunas personas nacen con la sensación instintiva de que el universo puede resolverse.
Ridcully le dio unas palmaditas en el hombro.
—Nunca pensó que ser un mago iba a ser fácil, ¿verdad?
Ponder contempló el recipiente unos instantes, y entonces su boca se cerró de golpe formando una delgada línea de determinación.
—¡Bien! ¡Vamos a aclarar todo esto! ¡Tiene que ser algo relacionado con la frecuencia! ¡Eso es! ¡Tez el Terrible, vete a coger la bola de cristal! ¡Skazz, trae el rollo de cable de acero! ¡Tiene que ser la frecuencia!
La Banda Con Rocas Dentro pasó la noche en un albergue para hombres solteros que había en un callejón al lado de la calle Brillo, un hecho que hubiese interesado a los cuatro matones del Gremio de Músicos que esperaban sentados ante un agujero en forma de piano allá en el Camino de Fedre.
Susan andaba a zancadas por las habitaciones de la Muerte, hirviendo suavemente de ira y con apenas una sombra de miedo, que solo servía para empeorar la ira.
¿Cómo era posible que alguien pudiera pensar de aquella manera? ¿Cómo era posible que alguien se conformara con ser la mera personificación de una fuerza ciega? Bueno, iba a haber algunos cambios…
Susan sabía que su padre había intentado cambiar las cosas. Pero solo porque su padre era, bueno, siendo francos, un poco sensiblero.
La reina Keli de Sto Lat lo había hecho duque. Susan sabía lo que significaba el título: duque significaba «caudillo de guerra». Pero su padre nunca había luchado con nadie. Parecía pasar todo su tiempo yendo de una desdichada ciudad-estado a otra, por todas las llanuras Sto, sin hacer otra cosa que hablar con personas e intentar convencerlas de que hablaran con otras personas. Nunca había matado a nadie, al menos que Susan supiera, aunque tal vez hubiera aburrido a unos cuantos políticos hasta la muerte. Eso no parecía un trabajo muy importante para un caudillo de guerra. Había que admitir que en esos días ya no se declaraban tantas pequeñas guerras como solían, pero seguía sin ser… bueno… sin ser una clase de vida de la que sentirse orgulloso.
Susan cruzó la sala de los biómetros. Incluso los que estaban en los estantes más altos se agitaron levemente cuando pasó por debajo.
Ella salvaría vidas. Los buenos podrían seguir viviendo, y los malos morirían jóvenes. Le enseñaría a su abuelo cómo había que hacer las cosas. En cuanto a la responsabilidad, bueno… los humanos siempre introducían cambios. Ser humano consistía precisamente en eso.
Susan abrió otra puerta y entró en la biblioteca. Era una habitación todavía más grande que la sala de los biómetros. Las estanterías se elevaban como acantilados y una neblina oscurecía el techo.
Pero naturalmente sería de lo más infantil, se dijo Susan, pensar que podía ir al mundo agitando la guadaña como si fuera una varita mágica y convertirlo en un sitio mejor de la noche a la mañana. Le podría llevar algún tiempo, así que lo que debía hacer era empezar por algo pequeño y luego ir progresando poco a poco. Extendió una mano.
—No voy a hacer la voz —dijo—. Eso no es más que melodrama innecesario, y en realidad un poco estúpido. Solo quiero el libro de Imp y Celyn, muchísimas gracias.
El ajetreo de la biblioteca continuó a su alrededor. Los millones de libros continuaron escribiéndose a sí mismos calmadamente, con un tenue crujido parecido al que hacen las cucarachas.
Susan recordó haber estado sentada encima de una rodilla o, mejor dicho, haber estado sentada encima de un cojín colocado sobre una rodilla, porque sentarse en la rodilla en sí estaba totalmente descartado. Viendo cómo un dedo huesudo iba siguiendo las letras a medida que estas se formaban sobre la página. Había aprendido a leer su propia vida…
—Estoy esperando —dijo significativamente. Apretó los puños.
IMP Y CELYN, dijo.
El libro apareció ante ella. Susan apenas consiguió cogerlo antes de que cayera al suelo.
—Gracias —dijo.
Fue pasando las páginas de la vida de Imp y Celyn hasta que llegó a la última, y se la quedó mirando. Luego se apresuró a volver atrás hasta que encontró, escrita con una caligrafía impecable, su muerte en el Tambor. Todo estaba allí… y nada era cierto. Imp no había muerto. El libro estaba mintiendo. O —y Susan sabía que aquello era una forma mucho más certera de verlo—, el libro decía la verdad y la realidad estaba mintiendo.
Pero lo más significativo era que, desde el momento de la muerte de Imp, el libro estaba escribiendo música. Había páginas y más páginas cubiertas de pulcros pentagramas. Mientras Susan miraba, una clave se dibujó a sí misma en una serie de minuciosas curvas.
¿Qué quería la música? ¿Por qué tendría que salvarle la vida a Imp?
Era vitalmente importante que fuera Susan la que lo salvara. Susan sentía la certeza como un cojinete metálico en su mente. Era absolutamente imperativo. Ella no conocía de nada a Imp, nunca habían cruzado una sola palabra y él no era más que una persona, pero era a él a quien tenía que salvar.
El abuelo le había dicho que no debía hacer esa clase de cosas. ¿Qué sabía su abuelo acerca de nada? Él nunca había vivido.
Blert Wheedown hacía guitarras. Era un trabajo tranquilo y satisfactorio. Él y su aprendiz, Gibbsson, tardaban unos cinco días en hacer un instrumento decente, si la madera estaba disponible y bien envejecida. Blert era un hombre concienzudo que había dedicado muchos años a la perfección de un tipo de instrumento musical, del que él mismo era un excelente intérprete.
La experiencia le había enseñado que los guitarristas se repartían en tres categorías. Estaban aquellos en los que Blert pensaba como auténticos músicos, que trabajaban en el Edificio de la Ópera o para una de las pequeñas orquestas privadas. Estaban los cantantes tradicionales, que no sabían tocar pero no pasaba nada porque la mayoría de ellos tampoco sabía cantar. Luego estaban los —ejem, ejem— trovadores y demás tipos atezados que pensaban que una guitarra era, al igual que una rosa roja entre los dientes, una caja de bombones y un par de calcetines colocados estratégicamente, otra arma en la batalla de los sexos. Aquellos no tocaban en absoluto, salvo uno o dos acordes, pero eran clientes regulares. Cuando tiene que saltar por la ventana de un dormitorio llevándole muy poca ventaja a un marido furioso, lo que menos preocupa dejar atrás a un galante enamorado es su instrumento.
Blert creía haberlos visto a todos.
Cuidado, lo primero que había hecho aquella mañana fue venderles guitarras a unos cuantos magos. Eso no era habitual. Algunos de ellos incluso habían comprado el manual para guitarra que editaba Blert.
La campanilla sonó.
—¿Sí…? —Blert miró al cliente e hizo un enorme esfuerzo mental—. ¿Sí… señor?
No era solo el jubón de cuero. No eran solo las muñequeras con tachones. No era solo el espadón. No era solo el yelmo con sus pinchos. Era el cuero y los tachones y el espadón y el yelmo. Blert decidió que aquel cliente no podía pertenecer de ningún modo a las categorías uno o dos.
La figura se quedó inmóvil, con aspecto inseguro y las manos apretadas convulsivamente, claramente incómoda con las situaciones de diálogo.
—¿Esto es una tienda de guitarras? —preguntó.
Blert paseó la mirada por la mercancía que colgaba de las paredes y el techo.
—Ejem. ¿Sí? —dijo.
—Yo quiero una.
En cuanto a la categoría tres, aquel cliente no parecía, alguien muy acostumbrado a tomarse la molestia de recurrir a bombones o rosas. O ni siquiera a un «hola».
—Ejem… —Blert cogió una guitarra al azar y la sostuvo ante él—. ¿Una como esta?
—Quiero una que haga blam-Blam-blama-BLAM-blammmm-uíiiiiiii. Ya sabe, ¿no?
Blert bajó la mirada hacia la guitarra.
—No estoy muy seguro de que esta haga eso —dijo.
Dos enormes manos de uñas negras se la quitaron de entre los dedos.
—Ejem, la está sosteniendo del rev…
—¿Tienes un espejo?
—Ejem, no…
Una mano peluda se alzó hacia el techo y luego se precipitó sobre las cuerdas.
Los diez segundos siguientes fueron algo que Blert nunca querría repetir. No debería estar permitido que la gente hiciera aquello a un instrumento musical indefenso. Era como criar un pequeño poni, darle de comer y cepillarlo como era debido, trenzarle cintas en la cola, proporcionarle un hermoso campo con conejitos y margaritas, y luego ver cómo el primer jinete se lo lleva con espuelas y un látigo.
Aquel bruto tocaba como si estuviera buscando algo. No lo encontró, pero mientras las últimas disonancias se desvanecían en el silencio, sus facciones se fruncieron en la mueca resuelta de alguien que está decidido a seguir buscando.
—Sí, vale. ¿Cuánto? —preguntó.
La guitarra se vendía por quince dólares. Pero el alma musical de Blert se rebeló. No pudo contenerse.
—Veinticinco dólares —espetó.
—Sí, vale. Entonces bastará con esto, ¿verdad?
Un pequeño rubí salió de las profundidades de un bolsillo.
—¡No puedo darte cambio de eso!
El alma musical de Blert seguía protestando, pero su cabeza de hombre de negocios dio un paso adelante y flexionó los codos.
—Pero, pero, pero por ese precio incluiré mi manual para guitarra y una correa y un par de púas, ¿de acuerdo? —dijo—. Tiene dibujos para saber dónde tienes que poner los dedos y todo lo demás, ¿de acuerdo?
—Sí, vale.
El bárbaro salió de la tienda, Blert contempló el rubí que tenía en la mano.
La campanilla de la puerta sonó. Blert alzó la mirada.
Este no era tan terrible. Había menos tachones y el yelmo solo tenía dos pinchos.
La mano de Blert se cerró alrededor de la joya.
—No me diga que quiere una guitarra —murmuró.
—Sí. Una de esas que hacen uíiiiuíiiiuuuuuuungungung.
Blert miró frenéticamente alrededor.
—Bueno, tengo esta —dijo, cogiendo el instrumento más cercano—. Lo del uuuíiiuuuíii no lo tengo muy claro, pero aquí tiene también mi manual para aprender a tocar, una correa y unas cuantas púas, serán treinta dólares y le diré lo que voy a hacer, le regalo el espacio que hay entre las cuerdas por el mismo precio. ¿Le parece bien?
—Ajá. Ejem. ¿Tiene un espejo?
La campanilla sonó.
Y sonó.
Una hora después, Blert estaba apoyado en el quicio de la puerta del taller con una sonrisa enloquecida en la cara y las manos sobre el cinturón para impedir que el peso del dinero que llevaba en los bolsillos le bajara los pantalones.
—¿Gibbsson?
—¿Sí, jefe?
—¿Te acuerdas de todas esas guitarras que hiciste cuando estabas aprendiendo el oficio?
—¿Las que usted dijo que sonaban como un gato yendo al lavabo con el culo cosido, jefe?
—¿Las tiraste?
—No, jefe. Pensé: las guardaré, porque así cuando sepa hacer instrumentos como es debido dentro de cinco años, podré sacarlas y echarme unas risas.
Blert se secó la frente. Varias moneditas de oro cayeron al suelo cuando se sacó el pañuelo del bolsillo.
—¿Dónde las guardaste, por puro interés?
—Las amontoné en un cobertizo, jefe. Junto con toda esa madera mal cortada que usted decía que iba a ser tan útil como una sirena en una fila de constas.
—Pues haz el favor de ir allí y traerlas. Y tráete también la madera.
—Pero usted dijo que…
—Y tráeme una sierra. Y luego sal un momento y tráeme, oh, unos diez litros de pintura negra. Y unas cuantas lentejuelas.
—¿Lentejuelas, jefe?
—Puedes conseguirlas en la tienda de modas de la señora Cosmopilita. Y pregúntale si tiene algunas de esas piedras de ankh que relucen. Y algún tejido con adornos para hacer correas. Ah… y pregúntale si puede prestarnos el espejo más grande que tenga…
Blert volvió a subirse los pantalones.
—Y luego baja a los muelles y contrata a un troll, y dile que se coloque en la esquina y que si alguien más entra aquí e intenta tocar… —hizo una pausa, y entonces se acordó—, «Sendero al paraíso», creo que dijeron que se llamaba… tiene que arrancarles la cabeza.
—¿No debería hacerles antes una advertencia? —dijo Gibbsson.
—Esa será la advertencia.
Había transcurrido una hora.
Ridcully se aburría y había enviado a Tez el Terrible a las cocinas para que trajese algo de picar. Ponder y los otros dos habían estado muy ocupados alrededor del recipiente, haciendo cosas raras con alambres y bolas de cristal. Y ahora…
Había un alambre estirado entre dos clavos encima del banco. El cable, hecho un borrón, tañía un ritmo muy interesante. Había unas grandes líneas curvas de color verde suspendidas en el aire por encima de él.
—¿Qué es eso? —preguntó Ridcully.
—Eso es el aspecto que tiene el sonido —dijo Ponder.
—El aspecto que tiene el sonido, ¿eh? —dijo Ridcully—. Vaya, eso sí que es nuevo. Nunca me había fijado en que el sonido tuviera ese aspecto. Conque para esto es para lo que utilizan ustedes la magia, ¿eh, muchachos? ¿Para mirar el sonido? Oigan, en la cocina tenemos un queso bastante bueno. ¿Qué le parece si vamos a allí y escuchamos cómo huele? Ponder suspiró.
—Esto es lo que sería el sonido si sus orejas fueran ojos, archicanciller —repuso.
—¿De veras? —soltó Ridcully alegremente—. ¡Asombroso!
—Parece muy complicado —dijo Ponder—. Simple cuando lo miras desde cierta distancia y muy complicado cuando te acercas. Es casi como si…
—Como si estuviera vivo —dijo Ridcully con firmeza.
—Ejem…
Era aquel al que llamaban Skazz. Parecía pesar cosa de unos cuarenta kilos y lucía el corte de pelo más interesante que Ridcully hubiera visto jamás, ya que consistía en un flequillo largo hasta los hombros que le circundaba toda la cabeza. La punta de su nariz asomando era lo único que le decía al mundo hacia dónde tenía vuelta la cara Skazz. Si alguna vez le salía un furúnculo en la nuca, la gente pensaría que andaba al revés.
—¿Sí, señor Skazz? —dijo Ridcully.
—Ejem. En una ocasión leí algo acerca de esto —dijo Skazz.
—Extraordinario. ¿Cómo se las arregló para hacerlo?
—¿Ha oído hablar de los Monjes Oyentes que viven allá arriba en las Montañas del Carnero? Pues dicen que en el universo hay un ruido de fondo, una especie de eco de algún sonido.
—Me parece razonable. Cuando todo el universo se puso en marcha, seguro que hubo un gran «bang» —expuso Ridcully.
—El ruido tampoco tuvo que ser tan intenso —dijo Ponder—. Bastaría con que estuviera en todas partes al mismo tiempo. Yo también leí ese libro. Lo escribió el viejo Riktor el Contador. Decía que los monjes todavía lo están escuchando, que el sonido nunca se desvanece del todo.
—Pues a mí me suena a muy ruidoso —protestó Ridcully—. Tiene que ser fuerte para que se oiga a cualquier distancia. Si el viento sopla en la dirección equivocada, aquí ni siquiera se oyen las campanas del Gremio de Asesinos.
—No es necesario que fuera un ruido muy intenso para que se oyera en todas partes —dijo Ponder—. La razón es que en ese momento «todas partes» se encontraba en un solo lugar.
Ridcully le lanzó la clase de mirada que reciben los ilusionistas cuando acaban de sacarse un huevo de la oreja.
—¿«Todas partes» estaba en un solo lugar?
—Sí.
—Y entonces, ¿dónde estaba todo lo demás?
—Eso también se encontraba en un solo lugar.
—¿El mismo lugar?
—Sí.
—¿Comprimido hasta dejarlo muy pequeño?
Ridcully estaba empezando a mostrar ciertos signos. Si el archicanciller hubiera sido un volcán, los nativos de la zona ya estarían buscando a la virgen más próxima.
—Ja, ja, de hecho podría decirse que estaba comprimido hasta dejarlo muy grande —dijo Ponder, que siempre metía la pata—. La razón es que el espacio no existió hasta que hubo un universo, por lo que cualquier cosa que hubiera se hallaba en todas partes.
—¿Se refiere al mismo «todas partes» que decíamos antes?
—Sí.
—Muy bien. Continúe.
—Riktor dijo que él pensaba que lo primero que llegó fue el sonido. Fue un acorde muy grande y complicado, el sonido más enorme y complicado que haya existido jamás. Fue un sonido tan complejo que nunca se podría reproducir dentro de un universo, de la misma manera en que no se puede abrir una caja con la palanqueta que lleva dentro. Fue un gran acorde que… por así decirlo… dio existencia a todas las cosas. Que dio comienzo a la música, si lo prefiere.
—¿Una especie de tachaaaaan? —propuso Ridcully.
—Supongo que sí.
—Yo pensaba que el universo empezó a existir porque un dios le quitó el pastel de su boda a otro dios y luego hizo el universo a partir de él —dijo Ridcully—. Siempre me había parecido una explicación sensata. Quiero decir que, bueno, es la clase de cosa que te puedes imaginar que ocurra.
—Bueno…
—¿Y ahora usted me está diciendo que alguien tocó una bocina enorme y por eso estamos aquí?
—No he dicho nada de «alguien» —dijo Ponder.
—Lo que yo sí sé es que los ruidos no se hacen solos —replicó Ridcully.
Se relajó un poco, seguro en su fuero interno de que la razón se había impuesto, y le dio una palmadita en la espalda a Ponder.
—Esa teoría necesita algunos retoques, muchacho —dijo—. El viejo Riktor estaba un poquito… ido, ya sabe. Él pensaba que todo se reducía a números.
—La verdad es que el universo sí tiene un ritmo —observó Ponder—. Día y noche, luz y oscuridad, vida y muerte…
—Caldo de gallina y picatostes —añadió Ridcully.
—Bueno, no todas las metáforas aguantan un examen a fondo.
Llamaron a la puerta y entró Tez el Terrible llevando una bandeja. Iba seguido por la señora Panadizo, el ama de llaves.
La mandíbula de Ridcully descendió bruscamente.
La señora Panadizo hizo una reverencia.
—Buenos días, suseñoría —dijo.
Su cola de caballo subió y bajó, y hubo un susurro de enaguas almidonadas.
La mandíbula de Ridcully volvió a subir, pero solo para que su propietario pudiera decir:
—¿Qué le ha hecho usted a su…?
—Discúlpeme, señora Panadizo —interrumpió enseguida Ponder—, pero ¿le ha servido usted el desayuno a alguien del cuadro académico esta mañana?
—Pues sí, señor Stibbons —respondió la señora Panadizo. Su amplio y misterioso seno cambió de posición bajo su jersey—. Ninguno de los caballeros bajó a desayunar, así que hice que les subieran bandejas a todos.
La mirada de Ridcully siguió descendiendo. Antes nunca había pensado que la señora Panadizo tuviera piernas. Naturalmente, en teoría la mujer necesitaba algo sobre lo que desplazarse, pero…, bueno…
Pero ahora había dos rodillas regordetas que sobresalían del enorme champiñón de faldas. Un poco por debajo de ellas había unos calcetines blancos.
—Su pelo… —empezó a decir Ridcully con voz enronquecida.
—¿Le ocurre algo? —preguntó la señora Panadizo.
—Nada, nada —dijo Ponder—. Muchísimas gracias.
La puerta se cerró tras el ama de llaves.
—Cuando salió estaba castañeando los dedos, tal como dijo usted —murmuró Ponder.
—No era lo único que castañeaba —dijo Ridcully, que no había dejado de estremecerse.
—¿Se ha fijado en sus zapatos?
—Creo que mis ojos se cerraron como medida de protección antes de llegar a ellos.
—Si esa música realmente está viva —dijo Ponder—, entonces es muy contagiosa.
Esta escena en concreto tuvo lugar en la cochera del padre de Crash, pero fue un eco de una escena que se estaba desarrollando por toda la ciudad.
Crash no había sido bautizado como Crash. Era el hijo de un rico tratante en heno y piensos, pero despreciaba a su padre por estar muerto de cuello para arriba, interesarse únicamente por las cosas materiales, carecer de imaginación y, también, por entregarle una asignación semanal de tres ridículos dólares.
El padre de Crash había dejado sus caballos en la cochera. En aquel momento ambos estaban tratando de acurrucarse en un rincón, tras un intento infructuoso de abrir un agujero en las paredes a base de coces.
—Bueno, me parece que esta vez casi le he pillado el truco —dijo Crash, mientras el polvillo de heno caía del techo y la carcoma huía de allí en busca de un hogar mejor.
—No es tan ínter… quiero decir, no mola tanto como el sonido que oímos en el Tambor —dijo Jimbo, poniéndose crítico—. Se le parece un poco, pero no acaba de cuaj… No mola.
Jimbo era el mejor amigo de Crash y deseaba formar parte de la gente que estaba en la onda.
—Es lo bastante bueno para empezar —dijo Crash—. Así que tú y Noddy, vosotros dos os conseguís unas guitarras. Y tú, Escoria… tú puedes tocar la batería.
—No sé cómo se toca —dijo Escoria, quien realmente se llamaba así.
—Nadie sabe cómo se toca la batería —repuso Crash pacientemente—. No hay nada que saber. Solo hay que dar golpes con las baquetas.
—Sí, pero ¿qué pasa si fallo?
—Siéntate más cerca —respondió Crash, apoyándose en la pared—. Bueno… lo importante, lo importante de verdad es… ¿cómo nos vamos a llamar?
Cliff miró a su alrededor.
—Bueno, creo que ya hemos mirado cada casa y que me aspen si veo el nombre Escurridizo en ningún sitio —gruñó.
Buddy asintió. La mayor parte de la plaza Sator era la fachada de la universidad, pero quedaba espacio para unos pocos edificios más. Era la clase de edificio con una docena de placas de latón junto a la puerta. La clase de edificio que daba a entender que tan solo limpiarte los pies en la esterilla te iba a costar muy caro.
—Hola, chicos.
Se volvieron. Escurridizo les sonrió desde encima de una bandeja de posibles salchichas y panecillos. Detrás de él había un par de sacos.
—Sentimos llegar tarde —dijo Odro—, pero no encontrábamos su oficina en ninguna parte.
Escurridizo extendió los brazos cuan largos eran.
—Esta es mi oficina —anunció, en un tono igualmente expansivo—. ¡La plaza Sator! ¡Cientos de metros cuadrados de espacio! ¡Muy bien comunicada! ¡Ocasiones comerciales! Probaos esto —añadió, cogiendo uno de los sacos y abriéndolo—. Tuve que escoger las tallas a ojo.
Eran negras, y estaban hechas de algodón barato. Una de ellas era de la talla XXXXL.
—¿Una camiseta con palabras escritas? —preguntó Buddy.
—«La Banda Con Rocas Dentro» —leyó Cliff, lentamente—. Eh, esos somos nosotros, ¿verdad?
—¿Para qué las queremos? —quiso saber Odro—. Ya sabemos quiénes somos.
—Publicidad —explicó Escurridizo—. Confiad en mí. —Se puso en la boca un cilindro marrón y encendió el extremo—. Llevadlas esta noche. ¡Que si tengo un bolo listo para vosotros!
—¿Lo tiene? —preguntó Buddy.
—¡Eso es lo que he dicho!
—No, nos lo estaba preguntando —dijo Odro—. ¿Cómo quiere que lo sepamos?
—¿No hacen falta varios para poder jugar? —preguntó Cliff.
Escurridizo empezó de nuevo.
—¡Es un sitio muy grande y vais a tener un montón de público! Y además os llevaréis… —contempló sus rostros abiertos y confiados— diez dólares por encima de la tarifa del Gremio. ¿Qué os parece eso?
Una enorme sonrisa partió en dos el rostro de Odro.
—¿Por cabeza? —preguntó.
Escurridizo volvió a evaluarlos con la mirada.
—Pues…, no —dijo—. Seamos justos. Diez dólares entre todos. En fin, seamos serios. Necesitáis daros a conocer.
—Otra vez esa frase —intervino Cliff—. El Gremio de Músicos se nos echará al cuello.
—En ese sitio no —les aseguró Escurridizo—. Garantizado.
—¿Dónde es, entonces? —preguntó Odro.
—¿Estáis preparados para esto?
Lo miraron parpadeando. Escurridizo sonrió de oreja a oreja, y sopló una nube de humo grasiento.
—¡La Caverna!
El ritmo continuó…
Naturalmente, tiene que haber unas cuantas mutaciones… Gortlick y Hammerjug eran compositores y miembros de pleno derecho del Gremio de Músicos.
Escribían canciones de enanos para cualquier ocasión.
Se suele decir que eso no es algo muy difícil de hacer mientras uno se acuerde de cómo se escribe la palabra «Oro», pero esa manera de ver las cosas es un poco cínica. Muchas canciones de enanos[21] son alguna variación sobre «Oro, oro, oro», pero todo radica en la inflexión: los enanos tienen millares de palabras para decir «oro» pero utilizarán la primera que se les ocurra en caso de emergencia, como por ejemplo cuando ven algo de oro que no les pertenece.
Gortlick y Hammerjug tenían un despacho pequeño en el callejón de la Tapa de Hojalata, donde se sentaban a ambos lados de un yunque y escribían canciones populares para cantar en la mina.
—¿Gort?
—¿Qué?
—¿Qué opinas de esta?
Hammerjug se aclaró la garganta.
Soy duro y legal y soy duro y legal
y soy duro y legal
y soy duro y legal, y yo y mis amigos podemos ir hacia ti con nuestros
sombreros puestos del revés de manera amenazadora,
¡yo!
Gortlick mordisqueó pensativamente el extremo de su martillo de componer.
—El ritmo está bien —comentó—, pero habría que trabajar un poco más la letra.
—¿Te refieres a añadir más oro, oro, oro?
—Sí, creo que sí. ¿Cómo estás pensando llamarla?
—Ejem… música r… rat.
—¿Por qué música rat?
Hammerjug puso cara de perplejidad.
—Pues la verdad es que no sabría decírtelo —murmuró—. Solo ha sido una idea que he tenido en el cerebro.
Gortlick sacudió la cabeza.
Los enanos eran una raza minera y Gortlick sabía qué era lo que les gustaba.
—La buena música ha de tener agujero —dijo—. Si no tienes agujero, entonces no tienes nada.
—Calma, calma —rogó Escurridizo—. Es el local más grande de todo Ankh-Morpork, esa es la razón. No entiendo el problema…
—¿La Caverna? —gritó Odro—. ¡Pues que es propiedad de Crysoprase el troll, ese es el problema!
—Dicen que es padrino en la Breccia —dijo Cliff.
—Venga, venga, eso nunca ha sido probado…
—¡Solo porque es muy difícil probar las cosas cuando alguien te ha hecho un agujero en la cabeza y te ha enterrado los pies en él!
—No veo que haya ninguna razón para tantos prejuicios, solo porque sea un troll —protestó Escurridizo.
—¡Yo soy un troll! Así que puedo tener prejuicios contra los trolls, ¿de acuerdo? ¡Crysoprase es un vil hijo de veta! Dicen que cuando encontraron a la banda de los DeSecho, ninguno de ellos tenía un solo diente…
—¿Qué es la Caverna? —preguntó Buddy.
—Un sitio de trolls —explicó Cliff—. Dicen que…
—¡Será estupendo! ¿Por qué preocuparse? —dijo Escurridizo.
—¡También es un garito de apuestas![22]
—Pero los del Gremio nunca entrarán ahí —dijo Escurridizo—. No, si saben lo que les conviene.
—¡Y yo también sé lo que me conviene! —gritó Odro—. ¡Siempre se me ha dado muy bien saberlo! ¡Lo que me conviene es no entrar en un tugurio de trolls!
—En el Tambor te tiraron hachas —recordó Escurridizo, tratando de ser razonable.
—Sí, pero solo para divertirse. Tampoco es que estuvieran apuntando.
—De todas maneras —dijo Cliff—, allí solo van trolls y humanos jóvenes tan condenadamente idiotas como para creer que ir a beber a un bar de trolls es buena idea. No tendremos público.
Escurridizo golpeteó un lado de su nariz con un dedo.
—Vosotros tocad —dijo—. Tendréis un público. Eso es trabajo mío.
—¡Las puertas no son lo bastante grandes como para que yo entre por ellas! —estalló Odro.
—Son unas puertas enormes —dijo Escurridizo.
—¡Pues no son lo bastante grandes para mí porque si alguien intenta meterme ahí dentro tendrá que meter también la calle, debido a que yo me estaré agarrando a ella!
—Venga, sé un poco sensato…
—¡No! —gritó Odro—. ¡Y estoy gritando en nombre de los tres!
La guitarra gimoteó.
Buddy se la pasó por alrededor hasta que pudo sostenerla y tocó un par de acordes. Aquello pareció calmarla.
—Me parece que…, ejem…, le gusta la idea —anunció.
—Le gusta la idea —dijo Odro, calmándose un ápice—. Vaya, estupendo. Bueno, ¿sabéis lo que les hacen a los enanos que entran en la Caverna?
—Necesitamos el dinero, y probablemente no será peor que lo que nos hará el Gremio si tocamos en cualquier otro sitio —repuso Buddy—. Y tenemos que tocar.
Se miraron el uno al otro.
—Bueno, muchachos, lo que deberíais hacer ahora —dijo Escurridizo, exhalando un anillo de humo— es encontrar algún sitio tranquilo y agradable donde pasar el día. Descansad un poco.
—En eso tiene toda la maldita razón —dijo Cliff—. No tenía pensado cargar con estas rocas todo el tiempo…
Escurridizo alzó un dedo.
—Ah —dijo—, también he pensado en eso. Me dije a mí mismo que no querríais desperdiciar vuestro talento cargando cosas de un lado a otro, así que os contraté un ayudante. Muy barato, solo un dólar al día. Lo descontaré directamente de vuestra paga para que no tengáis que preocuparos por ello. Os presento a Asfalto.
—¿A quién? —preguntó Buddy.
—A mí —dijo uno de los sacos que había al lado de Escurridizo.
El saco se abrió un poco y resultó no ser un saco, sino una… una especie de cosa arrugada… algo así como un montón móvil de…
Buddy sintió que le lloraban los ojos. Aquella cosa parecía un troll, salvo que era más bajo que un enano. Pero no era más pequeño que un enano: Asfalto compensaba con anchura lo que le faltaba en altura y, por cierto, también con olor.
—¿Cómo es que es tan corto? —preguntó Cliff.
—Un elefante se me sentó encima —explicó Asfalto con voz enfurruñada.
Odro se sonó la nariz.
—¿Solo se sentó?
Asfalto ya llevaba una camiseta de «La Banda Con Rocas Dentro». Le quedaba bastante apretada de pecho, pero le llegaba hasta el suelo.
—Asfalto cuidará de vosotros —dijo Escurridizo—. No hay nada que él no sepa sobre el negocio del espectáculo.
Asfalto los obsequió con una gran sonrisa.
—Conmigo estaréis bien —dijo—. He trabajado con todos ellos, sí señor. Ya estoy de vuelta de todo.
—Podríamos ir a los Frentes —propuso Cliff—. Cuando son vacaciones en la Universidad Invisible nunca hay nadie por allí.
—Estupendo. Bueno, tengo muchas cosas que organizar —dijo Escurridizo—. Nos veremos esta noche. La Caverna. Siete en punto.
Se marchó a grandes zancadas.
—¿Sabéis qué es lo que no acabo de entender de él? —dijo Odro.
—¿Qué?
—La manera en que se estaba fumando esa salchicha. ¿Creéis que lo sabía?
Asfalto cogió la bolsa de Cliff y se la echó al hombro sin ningún esfuerzo.
—Vamos, jefe —dijo.
—¿Un elefante se te sentó encima? —le preguntó Buddy mientras cruzaban la plaza.
—Ajá. En el circo —dijo Asfalto—. Yo solía limpiarles los traseros.
—¿Y fue así como terminaste de esta manera?
—Qué va. No me quedé así hasta la tercera o cuarta vez que los elefantes se me sentaron encima —dijo el pequeño troll aplanado—. No sé por qué lo hacían. Yo iba detrás de ellos limpiando y de pronto todo se volvía oscuro.
—Pues yo lo hubiese dejado después de la primera vez —comentó Odro.
—¡Naaa! —dijo Asfalto con una sonrisa de satisfacción—. Yo no podía hacer eso. Llevo el negocio del espectáculo en el alma.
Ponder contempló la cosa que habían montado a martillazos.
—Yo tampoco lo entiendo —confesó—. Pero… parece que podemos atraparla en un cordel, y esto hace que el cordel vuelva a tocar la música. Es como un iconógrafo para el sonido.
Habían puesto el cable dentro de la caja, que resonaba magníficamente. Tocaba la misma docena de compases, una y otra vez.
—Una caja de música —dijo Ridcully—. ¡Caramba, caramba!
—Lo que me gustaría intentar —expuso Ponder— es hacer que los músicos tocaran delante de un montón de cordeles como este. Quizá podríamos capturar la música.
—¿Para qué? —preguntó Ridcully—. ¿Para qué narices querría usted hacer eso?
—Bueno… si pudiéramos meter la música en cajas, entonces ya no necesitaríamos a los músicos nunca más.
Ridcully titubeó. Había mucho que decir en favor de la idea. Un mundo sin músicos tenía cierto atractivo. Eran una pandilla de piojosos, por lo que Ridcully sabía. Gente muy antihigiénica.
Finalmente sacudió la cabeza, de mala gana.
—Con esta clase de música, no —dijo—. Queremos detenerla, no que haya más.
—¿Qué tiene de malo exactamente? —preguntó Ponder.
—Es… bueno, ¿es que no lo ve? —dijo Ridcully—. Obliga a la gente a hacer cosas raras. Llevan ropa rara. Se vuelven groseros. No hacen lo que se les dice que hagan. No puedo hacer nada con ellos, créame. No está bien. Y además… acuérdese del señor Hong.
—Sin duda, se trata de algo muy insólito, ya lo creo —dijo Ponder—. ¿Podríamos obtener un poco más? ¿Con vistas a estudiarla? ¿Archicanciller?
Ridcully se encogió de hombros.
—Sigamos al decano —dijo.
—Cielos —jadeó Buddy en el enorme vacío lleno de ecos—. No me extraña que lo llamen la Caverna. Es inmenso.
—Me siento enano —dijo Odro.
Asfalto se aproximó a la parte delantera del escenario.
—Uno dos, uno dos —dijo—. Uno. Uno. Uno dos, uno do…
—Tres —dijo Buddy servicialmente.
Asfalto se calló y pareció sentirse incómodo.
—Solo estaba probando, ya sabes, solo estaba probando la… probando la… —musitó—. Solo estaba probando la… cosa.
—Nunca llenaremos este sitio —comentó Buddy.
Odro estaba hurgando dentro de una caja que había en un extremo del escenario.
—Pero tal vez estos sí —dijo—. Mirad aquí.
Desenrolló un cartel. Los demás hicieron un corro a su alrededor.
—Es un dibujo de nosotros —dijo Cliff—. Alguien ha pintado un dibujo de nosotros.
—Poniendo cara de duros —dijo Odro.
—Buddy ha quedado muy bien —opinó Asfalto—. Con esa manera suya de agitar la guitarra.
—¿Por qué hay todos esos rayos y demás? —preguntó Buddy.
—Yo nunca parezco tan duro ni siquiera cuando me pongo en plan duro de verdad —dijo Odro.
—«El Nuebo Sonido Que Está Aciendo Furor» —leyó Cliff, arrugando la frente por el esfuerzo.
—«La Banda Con Rokas» —dijo Odro.
—Oh, no. Dice que vamos a estar aquí y todo lo demás —gimió Odro—. Ya podemos darnos por muertos.
—«Ven Si No Eres Un Vehículo Ricamente Adornado» —dijo Cliff—. Eso sí que no lo entiendo.
—Ahí dentro hay docenas de rollos —dijo Odro—. Son pós-ters, eso es lo que son. ¿Sabéis lo que significa eso? El señor Escurridizo los ha hecho pegar por todas partes. Hablando de eso, cuando el Gremio de Músicos nos eche el guante…
—La música es gratis —le sentenció Buddy—. Tiene que ser gratis.
—¿Qué? —exclamó Odro—. ¡Eso será en tu pueblo!
—Pues entonces debería serlo —dijo Buddy—. La gente no debería tener que pagar para tocar música.
—¡Exacto! ¡El chico tiene razón! ¡Es lo que yo he dicho siempre! ¿No es lo que yo he dicho siempre? Es lo que yo he dicho siempre, desde luego que sí.
Escurridizo salió de las sombras que daban los bastidores. Iba acompañado por un troll que, supuso Buddy, tenía que ser Crysoprase. No era particularmente grande, ni siquiera muy escarpado. De hecho tenía un aspecto liso y reluciente, como un guijarro de playa. No tenía ni rastro de liquen por ninguna parte.
Y llevaba ropa. La ropa, aparte de los uniformes o las prendas especiales de trabajo, normalmente no era propia de los trolls. La mayoría llevaba un taparrabos para guardar cosas, y eso era todo. Pero Crysoprase lucía un traje. Parecía bastante mal confeccionado. En realidad estaba muy bien confeccionado, pero incluso un troll sin ropa tiene fundamentalmente un aspecto mal confeccionado.
Crysoprase había aprendido muy deprisa desde que llegó a Ankh-Morpork. Su aprendizaje empezó con una lección importante: pegarle a la gente era brutalidad. En cambio, pagar a otras personas para que dieran las palizas en tu nombre era buen negocio.
—Me gustaría que conocierais a Crysoprase, muchachos —dijo Escurridizo—. Es un viejo amigo mío. El y yo nos conocemos desde hace mucho. ¿No es así, Crys?
—Desde luego que sí.
Crysoprase dirigió a Escurridizo la sonrisa cálida y afable que un tiburón dedica al bacalao con el que le conviene, por el momento, nadar en la misma dirección. Cierto movimiento de los músculos de silicio en la comisura también indicó que, algún día, cierta persona lamentaría aquel «Crys».
—El señor Ruma me ha dicho que sois lo mejor que se ha inventado desde dar palos a los caramelos —comentó—. ¿Tenéis todo lo que necesitáis?
Los tres asintieron en silencio. La gente tendía a no hablar con Crysoprase por si decían algo que le ofendiera. No lo sabrían en ese mismo instante, naturalmente. Lo sabrían más tarde, cuando estuvieran en algún callejón oscuro y una voz detrás de ellos dijera: «El señor Crysoprase está muy disgustado».
—Ahora id a descansar en vuestro camerino —siguió diciendo Crysoprase—. Si queréis comer o beber algo, solo tenéis que decirlo.
Llevaba anillos de diamantes en los dedos. Cliff no podía dejar de mirarlos.
El camerino estaba al lado de los retretes y medio lleno de barriles de cerveza. Odro se apoyó en la puerta.
—No necesito el dinero —afirmó—. Lo único que pido es que me dejen salir de aquí con vida.
—No hafe faifa fe fe freofuf… —empezó a decir Cliff.
—Estás intentando hablar con la boca cerrada, Cliff —dijo Buddy.
—He dicho que no hace falta que te preocupes. Tú no tienes la clase de dientes que él anda buscando —dijo el troll.
Entonces llamaron a la puerta. Cliff volvió a taparse la boca con la mano. Pero resultó ser Asfalto, que traía una bandeja.
Había tres clases de cerveza. Incluso había bocadillos de rata ahumada con las garras y las colas cortadas. Y había un cuenco de coque de la mejor calidad, de antracita y con cenizas encima.
—Dale bien a la muela —gimió Odro mientras Cliff cogía su cuenco—. Puede ser la última ocasión que tengas…
—Quizá no venga nadie y podamos irnos a casa —observó Cliff.
Buddy pasó los dedos por las cuerdas. Los demás dejaron de comer mientras los acordes llenaban la habitación.
—Magia —dijo Cliff, sacudiendo la cabeza.
—No os preocupéis, muchachos —asumió Asfalto—. Si hay algún problema, serán los otros tipos los que pierdan los dientes.
Buddy dejó de tocar.
—¿Qué otros tipos?
—Es curioso pero de pronto todo el mundo está tocando música con rocas dentro —comentó el pequeño troll—. El señor Escurridizo también ha contratado a otra banda para el concierto. Dice que para calentar el ambiente, o algo así.
—¿A quiénes contrató?
—Se llaman Demencia —dijo Asfalto.
—¿Dónde están? —preguntó Cliff.
—Bueno, digamos que… Ya sabéis que vuestro camerino está justo al lado de los retretes, ¿verdad?
Crash intentaba afinar su guitarra detrás del telón deshilacliado de la Caverna. Varias cosas estaban obstaculizando aquel procedimiento tan simple. En primer lugar, Blert se había dado cuenta de lo que realmente querían sus clientes y, pidiendo perdón a sus antepasados, había pasado más tiempo pegando trocitos de material reluciente del que había dedicado a las secciones funcionales del instrumento. Dicho de otra manera, había clavado una docena de clavos y luego les había atado las cuerdas. Pero aquello no era un problema muy grave, porque el propio Crash tenía el talento musical de una fosa nasal obstruida.
Miró a Jimbo, Noddy y Escoria. Jimbo, que había pasado a ser el bajista (Blert, entre risitas histéricas, había utilizado un trozo de madera más grande y un poco de alambre para cercas), levantaba la mano con aire titubeante.
—¿Qué pasa, Jimbo?
—Una de las cuerdas de mi guitarra se ha roto.
—Bueno, tienes cinco más, ¿no?
—Ajá. Pero es que no sé cómo tocarlas.
—Tampoco sabías cómo tocar seis, ¿verdad? Pues ahora ya eres un poco menos ignorante.
Escoria atisbó por un lado del telón.
—¿Crash?
—¿Sí?
—Hay centenares de personas ahí fuera. ¡Centenares! Y muchas de ellas también tienen guitarras. ¡Creo que las están agitando en el aire!
Demencia escuchó el rugido que llegaba desde el otro lado del telón. Crash no contaba con demasiadas neuronas, y normalmente estas tenían que gesticular entre sí para atraer la atención de las demás, pero entonces experimentó un diminuto destello y dudó que el sonido que había conseguido Demencia, aun siendo un buen sonido, fuese realmente el sonido que escuchó la noche anterior en el Tambor. Aquel sonido había hecho que le entraran ganas de gritar y bailar, mientras que el otro sonido hacía que le entraran… bueno… que le entraran ganas de gritar y romper la batería de Escoria contra la cabeza de su propietario, francamente.
Noddy echó un vistazo por entre los cortinajes.
—Eh, hay un montón de mag… creo que son magos, en primera fila —anunció—. Estoy… casi seguro de que son magos, pero, quiero decir que…
—Se sabe solo con verlos, estúpido —dijo Crash—. Los magos llevan sombreros puntiagudos.
—Hay uno con… el pelo puntiagudo… —dijo Noddy.
El resto de Demencia aplicó los ojos al hueco.
—Parece una… especie de cuerno de unicornio hecho de pelo…
—¿Qué es lo que lleva escrito en la espalda de la túnica? —preguntó Jimbo.
—Ahí pone NACIDO PARA RUNEAR —dijo Crash, que era el lector más rápido del grupo y no necesitaba usar el dedo en absoluto.
—El flaco lleva una túnica acampanada —observó Noddy.
—Tiene que ser viejo de verdad.
—¡Y todos tienen guitarras! ¿Creéis que han venido a vernos?
—Tienen que haberlo hecho —respondió Noddy.
—Qué público tan denodado —dijo Jimbo.
—Sí, tienes razón, es un público realmente denodado —dijo Escoria—. Ejem. ¿Qué significa exactamente denodado?
—Significa… significa que hace nudos —explicó Jimbo.
—Claro. Sí, ya me parecía a mí que hoy iba a haber líos.
Crash hizo a un lado sus dudas.
—¡Salgamos ahí y enseñémosles en qué consiste la Música Con Rocas Dentro! —dijo.
Asfalto, Cliff y Odro estaban sentados en un rincón del camerino. El rugido de la multitud se oía desde allí.
—¿Por qué no dice nada? —susurró Asfalto.
—No sé —dijo Odro.
Buddy estaba contemplando el vacío, con la guitarra acunada en sus brazos. De vez en cuando le daba una palmadita al estuche, muy suavemente, al compás de los pensamientos que estuviesen regándole la cabeza.
—A veces se pone así —dijo Cliff—. Se queda sentado mirando el aire…
—Eh, ahí fuera están gritando algo —dijo Odro—. Escuchad.
El rugido llevaba un ritmo.
—Suena como «Rocas, Rocas, Rocas» —dijo Cliff.
La puerta se abrió de golpe y Escurridizo medio corrió y medio cayó dentro del camerino.
—¡Tenéis que salir ahí fuera! —gritó—. ¡Ahora mismo!
—Creía que los chicos demenciales… —empezó a decir Odro.
—Mejor que no preguntes —replicó Escurridizo—. ¡Venga, venga! ¡Si no, harán pedazos el lugar!
Asfalto cogió las rocas.
—Muy bien —dijo.
—No —dijo Buddy.
—¿Qué es esto? —preguntó Escurridizo—. ¿Nervios?
—No. La música debería ser gratis. Libre como el aire y el cielo.
Odro giró la cabeza. La voz de Buddy contenía un tenue eco de armónicos.
—Claro, exacto, eso es lo que decía yo —murmuró Escurridizo—. El Gremio…
Buddy descruzó las piernas y se levantó.
—Supongo que la gente habrá tenido que pagar para entrar aquí, ¿verdad? —dijo.
Odro miró a los demás. Ningún otro parecía haberse dado cuenta. Pero había un suave tañido en el filo de las palabras de Buddy, un suspiro de cuerdas.
—Ah, eso. Por supuesto —admitió Escurridizo—. Hay que cubrir gastos. Están vuestros honorarios…, desgaste del suelo…, calefacción e iluminación…, depreciación…
El rugido se había vuelto más fuerte. En esos momentos tenía cierto componente de pateo colectivo.
Escurridizo tragó saliva. De pronto adoptó la expresión de un hombre preparado para hacer el sacrificio supremo.
—Yo podría… quizá… subir… quizá… un dólar —dijo, y cada palabra tuvo que librar una dura lucha para salir de la cámara acorazada de su alma.
—Si salimos al escenario ahora, quiero que hagamos otra actuación —exigió Buddy.
Odro clavó una mirada suspicaz en la guitarra.
—¿Qué? No hay problema. No tardaré nada en… —empezó a decir Escurridizo.
—Gratis.
—¿Gratis? —La palabra dejó atrás los dientes de Escurridizo antes de que pudieran cerrarse de golpe, pero su propietario se recuperó magníficamente—. ¿No queréis cobrar? Ciertamente, si…
Buddy no se movió.
—Lo que quiero decir es que nosotros no cobramos y la gente no tiene que pagar para escucharnos. Tantas personas como sea posible.
—¿Gratis?
—¡Sí!
—¿Y dónde está el beneficio en eso?
Una botella de cerveza vacía vibró hasta caer de la mesa y se hizo añicos contra el suelo. Un troll apareció en el hueco de la puerta, o al menos parte de él lo hizo. No podría entrar en la habitación sin arrancar el marco de la puerta de la pared, pero tenía el aspecto de no ir a pensárselo dos veces antes de hacer tal cosa.
—El señor Crysoprase quiere saber qué está pasando —gruñó.
—Ejem… —empezó a decir Escurridizo.
—Al señor Crysoprase no le gusta que le hagan esperar.
—Ya lo sé, es que…
—Se pone triste si le hacen esperar…
—¡Está bien! —gritó Escurridizo—. ¡Gratis! Y voy a la ruina. Te das cuenta de eso, ¿verdad?
Buddy tocó un acorde que pareció dejar lucecitas flotando en el aire.
—Vamos —dijo suavemente.
—Conozco esta ciudad —musitó Escurridizo mientras La Banda Con Rocas Dentro se apresuraba hacia el vibrante escenario—. Dile a la gente que es algo gratis y aparecerán millares de ellos y…
Necesitarán comer, dijo una voz dentro de su cabeza. La voz tenía un tañido.
Necesitarán beber.
Necesitarán comprar camisetas de la Banda Con Rocas Dentro…
Muy poco a poco, el rostro de Escurridizo se recompuso formando una sonrisa.
—Un festival gratis —dijo—. ¡Claro! Es nuestro deber público. La música debería ser gratis. Y las salchichas en panecillo deberían costar un dólar cada una, mostaza aparte. Quizá un dólar cincuenta. Y voy a la ruina.
Entre bastidores, el estrépito que armaba el público era un muro sólido de sonido.
—Hay un montón de gente —dijo Odro—. ¡En toda mi vida nunca he tocado para tantas personas!
Asfalto estaba disponiendo las rocas de Cliff en el escenario y recibiendo oleadas de aplausos y rechiflas.
Odro alzó la mirada hacia Buddy, que no había soltado la guitarra en todo aquel tiempo. Los enanos no son muy dados a la introspección, pero Odro fue súbitamente consciente del deseo de estar muy lejos de allí, dentro de una caverna perdida en alguna parte.
—La mejor de las suertes, chicos —dijo una vocecita carente de inflexiones detrás de ellos.
Jimbo le estaba vendando el brazo a Crash.
—Ejem, gracias —repuso Cliff—. ¿Qué os ha pasado?
—Nos tiraron algo —explicó Crash.
—¿El qué?
—Creo que a Noddy.
Lo que se podía ver de la cara de Crash se frunció en una enorme y terrible sonrisa.
—¡Pero lo hemos conseguido! —dijo—. ¡Hemos hecho música con auténticas rocas dentro! ¡Ese momento, cuando Jimbo hizo pedazos su guitarra, les encantó!
—¿Hizo pedazos su guitarra?
—Sí —respondió Jimbo, con el orgullo del artista—. Contra Escoria.
Buddy tenía los ojos cerrados. A Cliff le pareció ver un resplandor muy, muy tenue que lo envolvía como una ligera neblina. Había diminutos puntos de luz dentro de ella.
A veces, Buddy parecía muy elvish.
Asfalto salió del escenario.
—Vale, ya está todo hecho —anunció.
Los demás miraron a Buddy.
Todavía estaba inmóvil con los ojos cerrados, como si se hubiera quedado dormido de pie.
—Bueno… ¿salimos ahí fuera, entonces? —preguntó Odro.
—Sí —dijo Cliff—, vamos a salir ahí fuera, ¿verdad? Ejem. ¿Buddy?
Los ojos de Buddy se abrieron de golpe.
—Vamos a roquear —susurró.
Antes Cliff había pensado que el sonido era muy fuerte, pero lo golpeó como un garrotazo en cuanto salieron de entre bastidores.
Odro cogió su cuerno. Cliff se sentó y encontró sus martillos.
Buddy fue hasta el centro del escenario y, para asombro de Cliff, se limitó a quedarse allí mirándose los pies.
Las aclamaciones empezaron a calmarse.
Y luego murieron por completo. El silencio expectante de centenares de personas conteniendo la respiración llenó el enorme recinto.
Los dedos de Buddy se movieron.
Hizo sonar tres acordes muy simples.
Y luego levantó la vista.
—¡Hola, Ankh-Morpork!
Cliff sintió cómo la música se alzaba tras él y lo impulsaba hacia delante, hacia el interior de un túnel lleno de fuego, chispazos y emoción. Golpeó con los martillos. Y fue Música Con Rocas Dentro.
Y.V.A.L.R. Escurridizo había salido a la calle para no tener que oír la música. Estaba fumando un puro y hacía cálculos en el dorso de una factura impagada por una entrega de panecillos rancios. Vamos a ver… de acuerdo, lo celebramos al aire libre en alguna parte, así que no hay que pagar alquiler… puede que unas diez mil personas, una salchicha-en-panecillo para cada una a dólar con cincuenta, no, digamos a dólar con setenta y cinco, la mostaza diez peniques extra… diez mil camisetas de la Banda Con Rocas Dentro a cinco dólares cada una, mejor que sean diez dólares… añade el alquiler de los puestos para otros comerciantes, porque a la gente que le gusta la Música Con Rocas Dentro probablemente se la podrá persuadir de que compre cualquier cosa…
Escurridizo fue vagamente consciente de que un caballo se acercaba por la calle. No le prestó ninguna atención hasta que una voz femenina dijo:
—¿Cómo se entra ahí dentro?
—Imposible. Todas las entradas están vendidas —replicó Escurridizo, sin volver la cabeza.
Incluso los pósters de la Banda Con Rocas Dentro; la gente había estado ofreciendo tres dólares solo por un póster, y Pizarroso el troll podía estampar cien de ellos por…
Levantó la vista. El caballo, un magnífico ejemplar blanco, lo observó sin ninguna curiosidad.
Escurridizo miró a su alrededor.
—¿Adonde se ha ido esa chica?
Había un par de trolls apostados en el interior junto a la entrada. Susan no les hizo ni caso. Ellos tampoco le hicieron caso a ella.
Entre el público, Ponder Stibbons miró a ambos lados y abrió cautelosamente una caja de madera.
El cordel tensado que había dentro de la caja empezó a vibrar.
—¡Esto no debería estar ocurriendo! —gritó Ponder en la oreja de Ridcully—. ¡No es acorde con las leyes del sonido!
—¡Quizá no son leyes! —gritó Ridcully. A medio metro de distancia la gente ya no podía oírlo—. ¡Quizá no son más que pautas generales!
—¡No! ¡Tiene que haber leyes!
Ridcully vio cómo el decano intentaba subir al escenario, llevado por la emoción. Los enormes pies del troll Asfalto cayeron pesadamente sobre sus dedos.
—Vaya, eso sí que es buena puntería —admiró el archicanciller.
Una sensación de hormigueo en la nuca hizo que mirara a su alrededor.
Aunque la Caverna estaba atestada, parecía haberse formado un espacio en el suelo. La gente estaba apretujada pero, de alguna manera, aquel círculo permanecía tan inviolado como un muro.
En el centro del círculo se hallaba la joven que Ridcully había visto en el Tambor. Ahora avanzaba por el recinto, sujetándose el vestido con elegancia.
Ridcully sintió que le lloraban los ojos.
Concentrándose con todas sus fuerzas, el archicanciller dio un paso adelante.
Si te concentrabas podías hacer casi cualquier cosa. Si sus sentidos hubieran estado preparados para hacerle saber que estaba allí, cualquiera hubiese podido entrar en el círculo. El sonido llegaba ligeramente apagado a su interior.
El archicanciller le tocó el hombro. La joven se volvió, sobresaltada.
—Buenas noches —saludó Ridcully. La miró de arriba abajo y luego dijo—: Soy Mustrum Ridcully, archicanciller de la Universidad Invisible. No puedo evitar preguntarme quién es usted.
—Ejem… —Durante un instante la joven pareció dejarse llevar por el pánico—. Bueno, en teoría… Supongo que yo soy la Muerte.
—¿En teoría?
—Sí. Pero en este momento no estoy de servicio.
—Me alegro mucho de oírlo.
Hubo un chillido procedente del escenario cuando Asfalto lanzó al catedrático de Runas Recientes de vuelta al auditorio, el cual aplaudió.
—No puedo decir que haya visto mucho a la Muerte —reconoció Ridcully—. Pero en la medida en que he tenido ocasión de hacerlo, él tendía a ser… bueno, «él», para empezar. Y estaba mucho más delgado…
—Es mi abuelo.
—Ah. Ah. ¿De veras? Ni siquiera sabía que estuviera… —Ridcully se calló—. Vaya, vaya, vaya, quién lo hubiese imaginado. ¿Su abuelo? ¿Y usted trabaja en la empresa familiar?
—Cállese, estúpido —le increpó Susan—. No se atreva a ser condescendiente conmigo. ¿Lo ve? —Señaló el escenario, donde Buddy estaba a mitad de un riff—. El va a morir pronto debido a… debido a la estupidez. ¡Y si usted no puede hacer nada al respecto, entonces váyase!
Ridcully contempló el escenario. Cuando volvió de nuevo la mirada, Susan se había esfumado. El archicanciller hizo un gran esfuerzo y creyó capturar un atisbo de ella no muy lejos de allí, pero Susan sabía que él la estaba buscando y Ridcully ya no tenía ninguna posibilidad de dar con ella.
Asfalto fue el primero en regresar al camerino. Hay algo triste de verdad en un camerino vacío. Es como la ropa interior de la que se ha decidido prescindir, a la que se parece en varios aspectos. Ha visto mucha actividad. Puede que incluso haya presenciado excitación y toda la gama de las pasiones humanas. Y ahora no queda gran cosa aparte de un tenue olor.
El pequeño troll dejó caer la bolsa de rocas al suelo y luego abrió un par de botellas de cerveza a mordiscos.
Cliff entró. Consiguió cruzar la mitad de la habitación y luego se desplomó, golpeando las tablas del suelo con todo el cuerpo al mismo tiempo. Odro pasó por encima de él y se dejó caer sobre un barril.
Miró las botellas de cerveza. Se quitó el casco. Vertió la cerveza dentro del casco y luego dejó que su cabeza se desplomara hacia delante.
Buddy entró, se sentó en el rincón y apoyó la espalda en la pared.
Y Escurridizo lo siguió.
—Bueno, ¿qué puedo decir? ¿Qué puedo decir? —dijo.
—A nosotros no nos lo pregunte —dijo Cliff desde su estado de postración—. ¿Cómo quiere que lo sepamos?
—Habéis estado magníficos —dijo Escurridizo—. ¿Qué le pasa al enano? ¿Se está ahogando?
Odro estiró un brazo y, sin mirar, rompió el cuello de otra botella de cerveza y se la echó sobre la cabeza.
—¿Señor Escurridizo? —dijo Cliff.
—¿Sí?
—Me parece que queremos hablar. Solo nosotros, ¿me entiende? La banda. Si a usted no le importa.
La mirada de Escurridizo fue de uno a otro. Buddy contemplaba la pared.
Odro estaba haciendo ruiditos burbujeantes. Cliff seguía en el suelo.
—Muy bien —aceptó, y luego añadió jovialmente—: ¿Buddy? Eso de actuar gratis… es una gran idea. Empezaré a organizarlo inmediatamente y podréis hacerlo tan pronto como volváis de vuestra gira. Sí, eso es. Bueno, pues me…
Dio media vuelta para irse y chocó con el brazo de Cliff, que de pronto estaba bloqueando la puerta.
—¿Gira? ¿Qué gira?
Escurridizo retrocedió un poco.
—Oh, unos cuantos sitios. Quirm, Pseudópolis, Sto Lat… —Los miró—. ¿No era lo que queríais hacer?
—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Cliff. Empujó a Escurridizo hacia el pasillo y cerró de un portazo. La cerveza goteó de la barba de Odro.
—¿Una gira? ¿Tres noches más como esta?
—¿Cuál es el problema? —quiso saber Asfalto—. ¡Ha sido magnífico! Todo el mundo os aclamaba. ¡Habéis tocado durante dos horas seguidas! ¡Yo no paraba de echarlos del escenario a patadas! Nunca me he sentido tan… Se calló.
—Sí, es justamente eso —reflexionó Cliff—. Lo raro es que yo salgo al escenario, me siento allí sin saber ni qué es lo que vamos a tocar y entonces Buddy empieza a tocar algo en su… en esa cosa, y de pronto ya estoy haciendo bam-Bam-chcha-chcha-BAM-bam. Ni siquiera sé qué es lo que estoy tocando. Aparece en mi cabeza y me baja por los brazos.
—Sí —dijo Odro—. Yo también. Tengo la impresión de que estoy sacando cosas de ese cuerno que nunca puse ahí dentro.
—Y no es como tocar de verdad —dijo Cliff—. Eso es lo que estoy diciendo. Es más bien como que te toquen a ti.
—Tú llevas mucho tiempo en el negocio del espectáculo, ¿verdad? —preguntó Odro a Asfalto.
—Ajá. Ya estoy de vuelta de todo. Más que de vuelta.
—¿Habías visto alguna vez un público así?
—Los he visto tirar flores y vitorear en el Edificio de la Opera…
—¡Ja! ¡Solo flores! ¡Una mujer tiró su… ropa al escenario!
—¡Sí! ¡Me cayó en la cabeza!
—Cuando la señorita Va Va Voom hizo la Danza de la Pluma en el club Mofeta allá por la calle Destilador, todos los espectadores asaltaron el escenario cuando solo le quedaba la última pluma…
—¿Fue igual que esto, entonces?
—No —admitió el troll—. La verdad es que nunca había visto un público tan… hambriento. Ni siquiera con la Señorita Va Va Voom, y eso que entonces tenían bastante apetito, eso sí que os lo aseguro. Claro que nadie tiró ropa interior al escenario. Allí era ella quien solía tirarla desde el escenario.
—Hay algo más —dijo Cliff—. En esta habitación hay cuatro personas y solo tres de ellas están hablando.
Buddy levantó la vista.
—La música es importante —musitó.
—No es música —replicó Odro—. La música no le hace esto a la gente. No hace que se sientan como si acabaran de pasarlos por un exprimidor. He sudado tanto que cualquier día de estos tendré que cambiarme de ropa. —Se frotó la nariz—. Y además, miré al público y pensé: pagaron dinero para entrar aquí. Apuesto a que habrán recaudado más de diez dólares.
Asfalto agitó una tirilla de papel.
—Encontré esta entrada en el suelo —comentó.
Odro la leyó.
—¿Un dólar con cincuenta? —se asombró—. ¿Seiscientas personas a un dólar con cincuenta cada una? ¡Eso… eso son cuatrocientos dólares!
—Novecientos —dijo Buddy con el mismo tono lineal—, pero el dinero no es importante.
—¿El dinero no es importante? ¡No paras de decir eso! Pero ¿Qué clase de músico eres?
Seguía resonando un rugido ahogado en el exterior.
—¿Quieres volver a tocar para media docena de personas en algún sótano perdido después de esto? —dijo Buddy—. ¿Quién es el cuernista más famoso que ha habido jamás, Odro?
—El hermano Osario —respondió el enano al instante—. Eso lo sabe todo el mundo. El hermano Osario robó el altar de oro del templo de Offler y lo hizo convertir en un cuerno, y luego tocó música mágica hasta que los dioses dieron con él y le arrancaron…
—De acuerdo —dijo Buddy—, pero si ahora salieses ahí fuera y preguntaras quién es el cuernista más famoso, ¿se acordarían de un monje felón o clamarían por Odro Hijodeodro?
—Pues…
Odro titubeó.
—Exacto —dijo Buddy—. Piensa en eso. A un músico tienen que escucharle. No puedes parar ahora. No podemos parar ahora.
Odro señaló la guitarra con un dedo.
—Es esa cosa —dijo—. Es demasiado peligrosa.
—¡Puedo controlarla!
—Sí, pero ¿dónde va a terminar todo esto?
—Lo que importa no es cómo acabes —dijo Buddy—. Lo que importa es cómo llegues hasta allí.
—Eso me suena muy a elvish…
La puerta volvió a abrirse de golpe.
—Ejem —dijo Escurridizo—, muchachos, si no volvéis a salir y tocáis algo más entonces estamos en un buen marrón…
—No puedo tocar —dijo Odro—. Me he quedado sin aliento debido a la falta de dinero.
—Dije diez dólares, ¿no? —comentó Escurridizo.
—Cada uno —dijo Cliff.
Escurridizo, que no había esperado marcharse de allí con menos de cien dólares, se echó las manos a la cabeza.
—Vaya, eso sí que es gratitud, ¿eh? —dijo—. ¿Queréis que vaya a la ruina?
—Si quiere le damos un empujoncito —dijo Cliff.
—Está bien, está bien, treinta dólares —dijo Escurridizo—. Y no gano ni para pipas.
Cliff miró a Odro, quien todavía estaba digiriendo aquello del cuernista más famoso del mundo.
—Hay un montón de enanos y trolls entre el público —dijo Cliff.
—¿«Caverna profunda, montaña alta»? —propuso Odro.
—No —dijo Buddy.
—¿Entonces qué?
—Ya se me ocurrirá algo.
El público fue saliendo a la calle. Los magos se reunieron alrededor del decano, chasqueando los dedos.
—Ye, ye, ye… —canturreó el decano alegremente.
—¡Es más de medianoche y no me importa en lo más mínimo! —dijo el catedrático de Runas Recientes, chasqueando los dedos—. ¿Qué hacemos ahora?
—¡Vamos a comernos el mundo! —dijo el decano.
—Más valdrá que lo hagamos, porque nos hemos perdido la cena —comentó el catedrático de Estudios Indefinidos.
—¿Nos hemos perdido la cena? —dijo el prefecto mayor—. Uau! ¡Esto sí que es Música Con Rocas Dentro! ¡Nos da igual todo!
—No, yo quería decir que… —El decano hizo una pausa. Ahora que realmente lo pensaba, no estaba muy seguro de lo que quería decir—. Estamos bastante lejos de la universidad —admitió—. Supongo que al menos podríamos parar a tomar un café o alguna cosilla.
—Quizá un donut o dos —dijo el catedrático de Runas Recientes.
—Y a lo mejor un poco de pastel —dijo Estudios Indefinidos.
—Yo me tomaría un poco de tarta de manzana —dijo el prefecto mayor.
—Y un poco de pastel.
—Café —dijo el decano—. S… sí. Un bar donde sirvan café. Sí, eso es.
—¿Qué es una barra de café? —preguntó el prefecto mayor.
—¿Es como una barra de chocolate? —dijo Runas Recientes.
La cena que se habían saltado, olvidada hasta aquel momento, estaba empezando a hacerse notar en los estómagos de todos.
El decano bajó la mirada hacia su reluciente túnica nueva de cuero. Todo el mundo le había dicho lo magnífica que era. Habían admirado el NACIDO PARA RUNEAR. Su pelo también estaba bien. Estaba pensando en afeitarse la barba dejándose únicamente las partes laterales, porque le parecía que era así como tenía que estar. Y el café… sí… el café también tenía algo que ver con aquello. El café era parte del Asunto.
Y estaba la música. Que estaba en el ajo. Que estaba en todas partes.
Pero también había algo más. Faltaba algo. El decano no estaba seguro de qué era, solo de que lo reconocería si llegara a verlo alguna vez.
El callejón que había detrás de la Caverna estaba muy oscuro, y solo los ojos más agudos habrían visto varias figuras pegadas contra la pared.
El destello ocasional de una lentejuela deslustrada indicaría a quienes entendían de aquellas cosas que estaban ante los matones de élite del Gremio de Músicos, la Coral Armónica de Grisham Frord. A diferencia de la mayoría de las personas que trabajaban para el señor Clete, sus integrantes poseían cierto talento musical genuino.
Ellos también habían entrado a ver a la banda.
—Du-duá, du-duá, du-duá… —dijo el delgado.
—Bubububu… —dijo el alto. Siempre hay uno que es alto.
—Clete tiene razón. Si continúan atrayendo al público de esa manera, todos los demás se quedarán fuera —dijo Grisham.
—Oh sí —dijo el bajo.
—Cuando salgan por esa puerta… —otros tres cuchillos salieron de sus vainas—. Bueno, seguid mi ritmo.
Oyeron un sonido de pies en la escalera. Grisham asintió.
—Y uno, y dos, y un-dos-tr…
¿CABALLEROS?
Todos se volvieron.
Una figura oscura estaba inmóvil tras ellos, sosteniendo una guadaña reluciente en las manos.
Susan sonrió horriblemente.
¿VOLVEMOS DESDE ARRIBA?
—Oh, nooooo —dijo el bajo.
Asfalto descorrió los pestillos de la puerta y salió a la noche.
—Eh, ¿qué ha sido eso? —se alarmó.
—¿Qué ha sido el qué? —preguntó Escurridizo.
—Me ha parecido oír a gente alejarse corriendo…
El troll dio un paso hacia delante y hubo un suave tintineo. Asfalto se inclinó y recogió algo del suelo.
—Y a quien fuese se le cayó esto…
—Un mero objeto personal —dijo Escurridizo a viva voz—. Vamos, muchachos. Esta noche no tendréis que regresar a ninguna pensión barata. ¡Para vosotros, el Gritz!
—Eso es un hotel de trolls, ¿verdad? —preguntó Odro con suspicacia.
—De estilo troll —matizó Escurridizo, agitando una mano con irritación.
—¡Eh, yo estuve allí una vez haciendo cabaret! —exclamó Cliff— ¡Tienen casi de todo! ¡Agua que sale de grifos en casi todas las habitaciones! ¡Un tubo para pedir la comida a gritos directamente a la cocina, y luego hay unos tipos con zapatos auténticos que te la traen! ¡No les falta de nada!
—¡Disfrutad de la buena vida, muchachos! —dijo Escurridizo— ¡Vosotros os lo podéis permitir!
—Y luego también está esa gira, ¿verdad? —replicó Odro bruscamente—. Eso también nos lo podemos permitir, ¿verdad?
—Bueno, con eso os echaré una mano yo —dijo Escurridizo alegremente—. Mañana iréis a Pseudópolis, eso serán dos días, y luego podéis volver pasando por Sto Lat y por Quirm y estar aquí el miércoles para el Festival. Gran idea esa del Festival. Dar algo a la comunidad, yo siempre he estado a favor de dar a la comunidad. Es muy bueno para… para… para la comunidad. Yo me encargaré de organizarlo todo mientras estáis fuera, ¿de acuerdo? Y luego… —Puso un brazo alrededor de los hombros de Buddy y el otro alrededor de la cabeza de Odro—. ¡Genua! ¡Klatch! ¡Hershebia! ¡Quimera! ¡Howondalandia! ¡Quizá incluso el Continente Contrapeso, se dice que volverán a descubrirlo dentro de nada y seguro que allí hay grandes oportunidades para la gente apropiada! ¡Con vuestra música y mi infalible olfato para los negocios, el mundo es nuestro molusco! Y ahora id con Asfalto, ahora las mejores habitaciones, nada es demasiado para mis muchachos, y dormid un poco sin preocuparos por la factura…
—Gracias —dijo Odro.
—… que podéis pagarla por la mañana.
La Banda Con Rocas Dentro se alejó en dirección al mejor hotel.
Escurridizo oyó a Cliff preguntar:
—¿Qué es un molusco?
—Es como dos tabletas de carbonato de calcio precipitado con una especie de pececito salado viscoso en medio.
—Suena sabroso. Eso que hay en el medio no habrá que comérselo, ¿verdad?
Cuando se hubieron ido, Escurridizo contempló el cuchillo que le había quitado a Asfalto. Tenía lentejuelas.
Sí. Alejar de allí a los muchachos unos cuantos días era decididamente una buena jugada.
Desde su escondite en lo alto del desagüe, la Muerte de las Ratas farfullaba para sus adentros.
Ridcully salió de la Caverna andando despacio. La fina capa de entradas usadas que cubría los escalones era el único testimonio de las horas de música.
Se sentía como alguien que presencia un juego del cual no conoce las reglas. Por ejemplo, el muchacho había estado cantando… ¿Cómo era aquello? «¡Qué pasada!» ¿Qué demonios significaba aquello? Ridcully entendía la frase «pasarse de rosca», y en el caso del decano era perfectamente exacta. Pero… ¿Qué pasada? Sin embargo, todos los demás parecían entender lo que significaba. Y luego hubo, que él recordara, una canción acerca de no pisarle los zapatos a alguien. Una idea sensata, de acuerdo; nadie quería que le pisaran los pies, pero ¿por qué una canción que solo le pedía a la gente que dejara de hacerlo debía surtir tal efecto? A Ridcully no le entraba en la cabeza.
En cuanto a la chica…
Ponder salió corriendo de la Caverna, abrazado a su caja.
—¡La he atrapado casi toda, archicanciller! —gritó. Ridcully miró detrás de Ponder. Allí estaba Escurridizo, todavía cargado con una bandeja de camisetas de La Banda Con Rocas Dentro que no se habían vendido.
—Sí, señor Stibbons, estupendo (cállesecállesecállese) —dijo—. De maravilla y ahora vayamos a casa.
—Buenas noches, archicanciller —saludó Escurridizo.
—Ah, hola, Ruina —dijo Ridcully—. No te había visto.
—¿Qué hay en esa caja? —Oh, nada, nada en absoluto…
—¡Es asombroso! —exclamó Ponder, lleno de la emoción mal dirigida propia del auténtico descubridor y del idiota—. Podemos capturar la arrgh aargh aargh…
—¡Vaya, hay que ver lo torpe que soy! —dijo Ridcully mientras el joven mago se agarraba la pierna—. Espere, déjeme cargar con ese artefacto totalmente inocente que lleva usted…
Pero la caja ya había caído de los brazos de Ponder. Chocó con el suelo antes de que Ridcully pudiera pillarla al vuelo, y la tapa salió despedida.
La música se esparció en la noche.
—¿Cómo ha hecho usted eso? —preguntó Escurridizo—. ¿Es magia?
—La música se deja atrapar para poder volver a oírla una y otra vez —explicó Ponder—. ¡Y creo que lo de la pierna fue a propósito, señor!
—¿Puedes volver a escucharla una y otra vez? —dijo Escurridizo—. ¿Cómo, solo con abrir una caja?
—Sí —dijo Ponder.
—No —dijo Ridcully.
—Sí que se puede —insistió Ponder—. Hace un rato le enseñé cómo se hacía, archicanciller. ¿No se acuerda?
—No —dijo Ridcully.
—¿Cualquier clase de caja? —preguntó Escurridizo, con una voz estrangulada por el dinero.
—Claro que sí, pero antes hay que tensar un cable dentro de ella para que la música tenga un sitio donde vivir y ay ay ay.
—Les juro que no sé lo que me pasa con todos estos espasmos musculares repentinos que me están dando —dijo Ridcully—. Venga, señor Stibbons, no hagamos que el señor Escurridizo siga perdiendo su valioso tiempo con nosotros.
—No, no me lo están haciendo perder —replicó Escurridizo—. Cajas llenas de música, ¿eh?
—Nos llevaremos esta —dijo Ridcully, recogiéndola del suelo—. Es un importante experimento mágico.
Luego obligó a Ponder a acompañarle codo con codo, cosa que resultó un poco difícil porque el joven estaba doblado por la cintura y jadeaba.
—¿Por qué tenía que… hacerme usted… eso?
—Señor Stibbons, ya sé que es usted un hombre que trata de entender el universo. He aquí una regla importante: nunca des la llave de la plantación de plátanos a un mono. A veces los desastres se ven venir de… Oh, no.
Soltó a Ponder y señaló vagamente calle arriba.
—¿Tiene usted alguna teoría acerca de eso, joven?
Algo viscoso y de un color marrón dorado iba rezumando lentamente hacia la calle desde lo que posiblemente, detrás de los montículos de la sustancia, fuese un establecimiento abierto al público. Mientras los dos magos miraban, se oyó un tintineo de cristales rotos y la sustancia marrón empezó a emerger del segundo piso. Ridcully fue hacia ella con decisión, cogió un puñado y se apresuró a saltar hacia atrás antes de que la pared le alcanzara. Olisqueó la sustancia.
—¿Es alguna espantosa emanación procedente de las Dimensiones Mazmorra? —preguntó Ponder.
—Yo diría que no. Huele como el café —dijo Ridcully.
—¿Café?
—Como la espuma con sabor a café, al menos. Y ahora, ¿por qué tengo el presentimiento de que ahí dentro va a haber magos? Una figura salió tambaleándose de la espuma, goteando burbujas marrones.
—¿Quién va? —dijo Ridcully.
—¡Ah, sí! ¿Alguien ha tomado el número de ese carro de bueyes? ¡Otro donut, si tiene la amabilidad! —exclamó la figura alegremente, y acto seguido se desplomó en la espuma.
—Eso me ha sonado al tesorero —dijo Ridcully—. Venga conmigo, muchacho. No son más que burbujas —añadió, adentrándose en la espuma.
Después de un momento de vacilación Ponder se dio cuenta de que estaba en juego el honor de los hechiceros jóvenes, y empezó a abrirse paso detrás del archicanciller.
Casi de inmediato chocó con alguien entre la neblina de espumas.
—Ejem, ¿hola? —¿Quién es?
—Soy yo, Stibbons. He venido a rescatarlos.
—Bien. ¿Por dónde se sale de aquí?
—Ejem…
Hubo unas cuantas explosiones en algún lugar de la nube de café, seguidas por una especie de chasquido. Ponder parpadeó. El nivel de burbujas estaba descendiendo.
Varios sombreros puntiagudos aparecieron como troncos ahogados dentro de un lago que se estuviera secando.
Ridcully vadeó hacia ellos, con gotas de café cayéndole del sombrero.
—Aquí ha estado ocurriendo algo jodidamente estúpido —le dijo—, y voy a esperar con cierta paciencia hasta que el decano confiese.
—No entiendo por qué siempre tengo que haber sido yo, archicanciller —musitó una columna de color café.
—Bueno, ¿y entonces quién fue?
—El decano dijo que el café debería ser espumoso —respondió un montículo de espuma con aires de prefectura mayor—, y luego hizo un poco de magia sencilla y me parece que al final nos dejamos llevar por el entusiasmo.
—Ah. Conque sí que fue usted, decano.
—Sí, de acuerdo, pero solo por coincidencia —dijo el decano obstinadamente.
—Fuera de aquí, todos ustedes —ordenó Ridcully—. Vuelvan a la universidad ahora mismo.
—Quiero decir que, bueno, no sé por qué tiene que dar por sentado que la culpa es mía solamente porque a veces resulte que he sido yo quien…
La espuma había bajado un poco más, para revelar un par de ojos debajo de un casco de enano.
—Disculpen —dijo una voz desde debajo de las burbujas—, pero ¿quién va a pagarme todo esto? Son cuatro dólares, muchísimas gracias.
—El dinero lo lleva el tesorero —se apresuró a decir Ridcully.
—Ya no —replicó el prefecto mayor—. Se ha comprado diecisiete donuts.
—¿Azúcar? —preguntó Ridcully—. ¡Le han dejado comer azúcar! Ya saben que hace que se ponga, bueno, un poquito raro. La señora Panadizo dijo que se iría de la universidad si volvíamos a permitir al tesorero acercarse al azúcar. —Fue llevando a los magos empapados hacia la puerta—. No se preocupe, buen hombre, puede confiar en nosotros, somos magos, haré que le envíen algo de dinero por la mañana.
—Ja. Y espera que me crea eso, ¿verdad? —dijo el enano.
Había sido una noche muy larga. Ridcully dio media vuelta y agitó la mano hacia la pared. Hubo un destello de fuego octarino y las palabras «LE DEVO 4 DÓLARES» se grabaron sobre la piedra.
—Como usted diga, no hay ningún problema —dijo el enano, retrocediendo hacia el interior de la espuma.
—Pues yo no creo que la señora Panadizo vaya a preocuparse mucho —comentó el catedrático de Runas Recientes mientras los magos chapoteaban a través de la noche—. Las vi a ella y a algunas de las sirvientas en el, ejem, concierto. Ya sabe, las chicas de la cocina. Molly, Polly y, ejem, Dolly. Estaban, ejem, gritando.
—No me pareció que la música fuera tan insoportable —dijo Ridcully.
—No, ejem, no gritaban de dolor, ejem, yo no diría eso —puntualizó el catedrático de Runas Recientes, empezando a enrojecer—, pero, ejem, cuando el joven estaba meneando las caderas de aquella manera…
—Ese chico me parece decididamente élfico —dijo Ridcully.
—… ejem, pues creo que entonces la señora Panadizo lanzó algunas de sus, ejem, cosas interiores al escenario.
Aquello hizo callar incluso a Ridcully, al menos durante unos momentos. De pronto cada mago se encontró muy ocupado con sus propios pensamientos privados.
—¿Cómo? ¿La señora Panadizo? —empezó a decir el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Sí.
—¿Cómo, que tiró su…?
—Eso, ejem, creo.
Ridcully había visto en una ocasión la cuerda de la colada de la señora Panadizo. Quedó realmente impresionado. Nunca había imaginado que pudiera haber tanto elástico rosa en el mundo.
—¿Cómo, que ella realmente…? —dijo el decano, con una voz que parecía llegar desde una gran distancia.
—Estoy, ejem, bastante seguro.
—Pues tuvo que ser bastante peligroso —concluyó Ridcully secamente—. Podría haber herido de gravedad a alguien. Bueno, caballeros, volvamos a la universidad ahora mismo para que todos ustedes se den una ducha fría.
—¿Y ella realmente…? —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.
De alguna manera, ninguno de ellos parecía capaz de dejar de darle vueltas a la idea.
—Haga algo útil y encuentre al tesorero —le ordenó Ridcully—. Y les haría comparecer a todos ante las autoridades de la universidad a primera hora de la mañana, si no fuera por el hecho de que las autoridades de la universidad son ustedes…
Viejo Apestoso Ron, maníaco profesional y uno de los mendigos más industriosos de Ankh-Morpork, parpadeó en la penumbra. Lord Vetinari tenía una excelente visión nocturna. Desgraciadamente, también tenía un sentido del olfato desarrollado.
—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó, tratando de mantener la cara apartada del mendigo. Porque lo cierto era que, si bien en cuanto a dimensiones físicas Viejo Apestoso Ron era un hombrecillo encorvado envuelto en un enorme y mugriento gabán, en cuanto a olor llenaba el mundo.
De hecho, Viejo Apestoso Ron era un esquizofrénico físico. Estaba Viejo Apestoso Ron y estaba el olor de Viejo Apestoso Ron, que a lo largo de los años se había ido desarrollando hasta el punto de poseer una personalidad propia. Cualquiera podía tener un olor que perdurase mucho tiempo después de marcharse a otro sitio, pero el olor de Viejo Apestoso Ron podía llegar a un sitio varios minutos antes que él para propagarse y ponerse cómodo antes de que llegara Ron. Su olor había evolucionado hasta convertirse en algo tan impresionante que ya no se percibía con la nariz, que se desconectaba instantáneamente en defensa propia. La gente sabía que Viejo Apestoso Ron se aproximaba por la manera en que se les empezaba a derretir el cerumen de los oídos.
—Quesejoda, quesejoda, lado equivocado hacia fuera, se lo dije, quesejodan…
El patricio esperó. Con Viejo Apestoso Ron, siempre tenías que dar tiempo a su mente vagabunda para que llegase a las cercanías de su lengua.
—… espiándome con magia, se lo dije, sopa de judías, porque verá usted… y entonces todo el mundo estaba bailando, sabe, y después había dos de los magos en la calle y uno de ellos solo hablaba de atrapar la música dentro de una caja y el señor Escurridizo estaba interesado y luego la cafetería explotó y todos volvieron a la universidad… quesejoda, quesejoda, quesejodan ya verán cómo sí.
—¿La cafetería explotó?
—Café espumoso por todas partes, suseñoría… quesejod…
—Sí, sí, y etcétera —replicó el patricio, agitando una delgada mano—. ¿Y eso es todo lo que puedes decirme?
—Bueno… quesejod…
Viejo Apestoso Ron captó la mirada del patricio y se contuvo. Incluso en su cordura altamente individualizada, Ron sabía cuándo no convenía abusar de su precaria suerte. Su Olor empezó a pasearse por la habitación, leyendo documentos y examinando los cuadros.
—Dicen que él vuelve locas a todas las mujeres —comentó, y se inclinó hacia delante. El patricio se inclinó hacia atrás—. Dicen que cuando movió las caderas de esa manera… la señora Panadizo lanzó sus… comosellamen… al escenario.
El patricio levantó una ceja.
—¿Sus comosellamen?
—Ya sabe —dijo Viejo Apestoso Ron, moviendo vagamente las manos en el aire.
—¿Un par de fundas de almohada? ¿Dos sacos de harina? ¿Unos pantalones muy holg…? Ah. Ya veo. Caramba. ¿Hubo alguna baja?
—No sé, suseñoría. Pero hay algo que sí sé.
—¿Sí?
—Uh… Colmante Michael dice que suseñoría a veces paga por la información…
—Sí, ya lo sé. No me imagino cómo se pueden propagar esos rumores —repuso el patricio, levantándose y abriendo una ventana—. Tendré que hacer algo al respecto.
Una vez más, Viejo Apestoso Ron se recordó a sí mismo que aunque probablemente sufriera demencia, sin duda tampoco estaba tan chalado.
—Es solo que tengo esto, suseñoría —dijo, extrayendo algo de los horrendos recovecos de su ropa—. Dice cosas escritas, suseñoría.
Era un póster, en relucientes colores primarios.
No podía ser muy antiguo, pero una o dos horas calentando el pecho de Viejo Apestoso Ron lo habían envejecido considerablemente.
El patricio lo desplegó ayudándose con unas pinzas.
—Son los retratos de los que tocan la música —explicó Viejo Apestoso Ron servicialmente—, y eso de ahí son cosas escritas. Hay más cosas escritas allí, mire. El señor Escurridizo hizo que Pizarroso el troll se los llevara enseguida, pero yo me colé después y amenacé con respirar encima a todos si no me daban uno.
—Estoy seguro de que enseguida surtió efecto —comentó el patricio.
Encendió una vela y leyó el póster con atención. En presencia de Viejo Apestoso Ron, todas las velas ardían con un ribete azulado alrededor de la llama.
—«Festival Gratis de Música con Rocas Dentro» —dijo.
—Eso es cuando no hay que pagar para entrar —colaboró Viejo Apestoso Ron—. Quesejodan, quesejodan.
Lord Vetinari siguió leyendo.
—En el Parque del Abandono. El Próximo Miércoles. Vaya, vaya. Un espacio abierto al público, naturalmente. Me pregunto si acudirá mucha gente allí…
—Montones, suseñoría. Había centenares que no pudieron entrar en la Caverna.
—¿Y la banda tiene ese aspecto, entonces? —dijo lord Vetinari—. ¿Siempre fruncen el ceño de esa manera?
—Casi todo el tiempo que yo los vi estaban sudando —explicó Viejo Apestoso Ron.
—«Ven Si No Eres Un Vehículo Ricamente Adornado» —comentó el patricio—. ¿Piensas que eso es alguna clase de código oculto?
—No sabría decirle, suseñoría —murmuró Viejo Apestoso Ron—. Mi cerebro siempre va muy despacio cuando tengo sed.
—«¡Son Totalmente Hincapaces De Ser Bistos! ¡Y Están Mui Lejos De La Ciudad!» —dijo el patricio solemnemente. Alzó la mirada—. Oh, lo siento muchísimo —comentó—. Estoy seguro de que podré encontrar a alguien que te sirva una bebida refrescante…
Viejo Apestoso Ron tosió. La oferta había sonado perfectamente sincera pero, por alguna razón, de pronto ya no tenía nada de sed.
—Bueno, pues entonces no dejes que te entretenga más. Muchísimas gracias —dijo lord Vetinari.
—Ejem…
—¿Sí?
—Ejem… nada… —Muy bien. Cuando Ron se hubo alejado murmurando escalera abajo (quesejoda, quesejoda, quesejodan), el patricio tabaleó pensativamente el póster con su pluma y contempló la pared.
La pluma rebotaba una y otra vez en la palabra «Gratis».
Finalmente hizo sonar una pequeña campanilla. Un joven secretario asomó la cabeza por la puerta.
—Ah, Drumknott —dijo lord Vetinari—, vaya y dígale al presidente del Gremio de Músicos que desea hablar conmigo, ¿quiere?
—Ejem… El señor Clete ya está en la sala de espera, suseñoría —le comunicó el secretario.
—¿No habrá traído consigo alguna clase de póster por casualidad?
—Sí, suseñoría.
—¿Y está muy enfadado?
—Eso sería decir poco, suseñoría. Es a propósito de algún festival. El señor Clete insiste en que usted debe impedir que se celebre.
—Cielos.
—Y exige que suseñoría lo reciba al instante.
—Ah. Entonces deje que siga esperando durante, digamos, veinte minutos y luego hágale pasar.
—Sí, suseñoría. No para de decir que quiere saber qué es lo que está haciendo suseñoría al respecto.
—Estupendo. Entonces yo puedo hacerle la misma pregunta.
El patricio se recostó en su asiento. Si non confectus, non refi-ciat. Ese era el lema de los Vetinari. Al final todo funcionaba solo con que dejaras que ocurriera.
Cogió un fajo de partituras y empezó a escuchar el Preludio para un nocturno sobre un tema de Burbujoso, compuesto por Sa-lami.
Pasado un rato levantó la vista de las partituras.
—No vaciles en irte —dijo secamente. El Olor se fue sin hacer ningún ruido.
¡Inc!
—¡No seas idiota! Lo único que hice fue asustarlos para que huyeran. No les he hecho ningún daño. ¿De qué sirve tener el poder si no puedes usarlo?
La Muerte de las Ratas hundió el hocico entre las patas. Con las ratas todo era mucho más fácil.[23]
Y.V.A.L.R. Escurridizo solía prescindir también del sueño. Generalmente tenía que encontrarse con Pizarroso por la noche. Pizarroso era un troll enorme, pero tendía a quedar molido y hecho polvo a la luz del día.
Los demás trolls tendían a menospreciarlo porque Pizarroso provenía de una familia sedimentaria y por tanto era sin duda un troll de clase muy baja. A Pizarroso no le importaba. Tenía muy buen carácter.
Hacía trabajitos ocasionales para gente que necesitaba cosas poco comunes lo más deprisa posible y sin enredos, y que además disponía de dinero contante y sonante. Y aquel trabajo era bastante poco común.
—¿Solo cajas? —preguntó Pizarroso.
—Con tapas —dijo Escurridizo—. Como esta que he hecho yo. Y con un trocito de alambre tensado dentro.
Algunas personas habrían preguntado «¿Por qué?» o «¿Para qué?», pero así no era como Pizarroso se ganaba el dinero. Cogió la caja y la sopesó dándole unas vueltas.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Para empezar solo diez —dijo Escurridizo—. Pero creo que luego habrá más. Muchas, muchas más.
—¿Cuánto es diez? —quiso saber el troll.
Escurridizo alzó ambas manos con los dedos extendidos.
—Las haré por dos dólares —aceptó Pizarroso.
—¿Quieres que vaya a la ruina?
—Dos dólares.
—Un dólar por cada una y un dólar con cincuenta por la próxima remesa.
—Dos dólares.
—De acuerdo, de acuerdo, dos dólares cada una. Eso son diez dólares por todas, ¿cierto?
—Cierto.
—Y con esto voy a la ruina.
Pizarroso tiró la caja a un lado. Cuando rebotó en el suelo, la tapa se desprendió.
Pasado algún tiempo, un perrito callejero de color gris amarronado, que rondaba en busca de cualquier cosa comestible, entró cojeando en el taller, se sentó delante de la caja y estuvo mirándola durante un rato.
Finalmente se sintió un poco idiota y se marchó de allí.
Ridcully aporreó la puerta del Edificio de Magia de Altas Energías mientras que los relojes de la ciudad estaban dando las dos. Sostenía a Ponder Stibbons, quien se había quedado dormido de pie.
Ridcully no era un pensador demasiado rápido. Pero siempre terminaba llegando a su destino.
La puerta se abrió y apareció el pelo de Skazz.
—¿Estás vuelto de cara hacia mí? —preguntó Ridcully.
—Sí, archicanciller.
—Pues entonces déjanos entrar, porque el rocío se me está calando dentro de las botas.
Ridcully miró a su alrededor mientras ayudaba a entrar a Ponder.
—Ojalá supiera qué es lo que les mantiene trabajando aquí a todas horas, muchachos —comentó—. Yo nunca encontré tan interesante la magia cuando era joven. Vaya a buscar un poco de café para el señor Stibbons, ¿quiere? Y luego tráigase a sus amigos.
Skazz se fue corriendo y Ridcully se quedó solo, excepto por el dormido Ponder.
—¿Qué es lo que hacen todos aquí? —dijo. Nunca había tratado de averiguarlo en serio.
Skazz había estado trabajando en un banco muy largo junto a una pared.
Al menos pudo reconocer el pequeño disco de madera. Dispuestas sobre él había una cordillera de piedrecitas oblongas que formaban un par de círculos concéntricos, y una linterna con una candela dentro colocada encima de un brazo que podía girar hacia cualquier punto de la circunferencia. Era una computadora de viaje para druidas, una especie de círculo de piedras portátil, algo a lo que llamaban un «polilito integrado».
En una ocasión el tesorero había pedido uno. En la caja ponía «Para El Sacerdote Atareado». El tesorero nunca fue capaz de hacerlo funcionar y desde entonces se utilizaba como tope para las puertas. Ridcully no entendía qué relación podía tener aquello con la magia. Después de todo, no era mucho más que un calendario y podías conseguir un calendario perfectamente útil por ocho peniques.
Más desconcertante era la enorme estructura de tubos de cristal que había detrás de él. Allí era donde había estado trabajando Skazz, con un desorden de tubos de cristal torcidos, jarras y trochos de cartón frente al asiento del estudiante.
La estructura de tubos parecía estar viva.
Ridcully se inclinó sobre ella.
Estaba llena de hormigas.
Millares de ellas correteaban por el interior de los tubos y a través de complejas y diminutas espirales. En el silencio de la habitación, sus cuerpos creaban un leve e incesante murmullo.
Había una rendija a la altura de los ojos del archicanciller. En un trozo de papel pegado al cristal estaba escrita la palabra «Entrada».
Y encima del banco había una tarjeta oblonga que parecía tener justo la forma apropiada para entrar en la ranura. Habían perforado agujeros redondos en ella.
Había dos agujeros redondos, luego toda una pauta de agujeros redondos y luego dos agujeros más. En la tarjeta, a lápiz, alguien había garabateado «2 X 2».
Ridcully era la clase de hombre capaz de accionar cualquier palanca solo para ver qué hace.
Introdujo la tarjeta en la ranura obvia…
Tuvo lugar un cambio inmediato en el murmullo. Las hormigas siguieron moviéndose diligentemente por los tubos. Algunas de ellas parecían estar transportando semillas…
Se oyó un ruidito apagado y una tarjeta cayó del otro extremo del laberinto de cristal.
En ella había cuatro agujeros.
Ridcully todavía la estaba mirando cuando Ponder se incorporó detrás de él, frotándose los ojos.
—Es nuestro contador de hormigas —explicó.
—Dos más dos igual a cuatro —dijo Ridcully—. Vaya, vaya… Quién lo iba a decir, ¿eh?
—También puede hacer otras sumas.
—¿Me está diciendo que las hormigas saben contar?
—No, no. Las hormigas individuales no saben… es un poco difícil de explicar… verá, los agujeros de las tarjetas obstruyen algunos tubos y les permiten pasar por otros y… —Ponder suspiró—. Pensamos que podría ser capaz de hacer otras cosas.
—¿Como cuáles? —quiso saber Ridcully.
—Ejem, eso es lo que estamos tratando de averiguar…
—¿Están tratando de averiguarlo? ¿Quién lo construyó?
—Skazz.
—¿Y ahora es cuando están intentando averiguar qué es lo que hace?
—Bueno, pensamos que podría ser capaz de efectuar cálculos matemáticos bastante complicados. Si conseguimos meterle suficientes gusanos dentro.
Las hormigas seguían muy ocupadas por toda la enorme estructura cristalina.
—Cuando era joven tuve una especie de rata, un jerbo o algo por el estilo —comentó Ridcully, dándose por vencido ante lo incomprensible—. Se pasaba todo el tiempo corriendo en una de esas ruedas de ardilla. Seguía y seguía, durante toda la noche. Esto es un poco como aquello, ¿no?
—En términos muy amplios —dijo Ponder cuidadosamente.
—También tuve una granja de hormigas —dijo Ridcully, rememorando pensamientos lejanos—. Los diablillos nunca fueron capaces de arar recto. —Volvió al presente—. En fin, traiga aquí al resto de sus colegas ahora mismo.
—¿Para qué?
—Para un rato de tutoría —dijo Ridcully.
—¿No vamos a examinar la música?
—A su debido tiempo —dijo Ridcully—. Pero primero, vamos a hablar con alguien.
—¿Con quién?
—No estoy seguro —dijo Ridcully—. Lo sabremos cuando aparezca él. O ella.
Odro contempló su suite. Los propietarios del hotel acababan de irse, después de haber pasado por la rutina de «esto es la ventana, se abre de verdad, esto es la bomba, se saca agua de ella con esta palanca de aquí, esto soy yo esperando un poco de dinero».
—Bueno, esto es justo lo que nos faltaba. Esto es la roca que colma el túnel, desde luego que sí —observó—. Nos pasamos toda la noche tocando Música Con Rocas Dentro, ¿y luego nos dan una habitación con este aspecto?
—Es acogedora —dijo Cliff—. Mira, los trolls no perdemos el tiempo con las fruslerías de la vida…
Odro miró hacia sus pies.
—Está en el suelo y es blando —dijo—. Qué bobo he sido al pensar que era una alfombra. Que alguien me traiga una escoba. No, que alguien me traiga una pala. Y entonces que alguien me traiga una escoba.
—Servirá —dijo Buddy.
Dejó su guitarra en el suelo y se tendió sobre el tablón de madera que al parecer era una de las camas.
—Cliff, ¿puedo hablar un momento contigo? —propuso Odro, moviendo un pulgar achaparrado hacia la puerta.
El enano y el troll conferenciaron en el rellano.
—Está empeorando —dijo Odro.
—Ajá.
—Ahora apenas dice una palabra cuando no está en el escenario.
—Ajá.
—¿Te has encontrado alguna vez con un zombi?
—Conozco a un golem. El señor Dorfl en Morcilla Larga.
—¿Él? ¿El señor Dorfl es un auténtico golem?
—Ajá. Tiene una palabra sagrada en la cabeza, la he visto.
—Puaj. ¿De veras? Yo le compro salchichas.
—Ya, bueno… ¿Y qué pasa con los zombis?
—… pues por el sabor nunca lo hubieses dicho, y yo que pensaba que hacía unas salchichas realmente buenas…
—¿Qué estabas diciendo de los zombis?
—… es curioso que puedas conocer a alguien desde hace años, y de pronto descubras que tiene pies de arcilla…
—Los zombis… —dijo Cliff pacientemente.
—¿Qué? Ah. Sí. Quería decir que el chico se está comportando como uno de ellos —Odro se acordó de algunos de los zombis que había en Ankh-Morpork—. Al menos, como se supone que deben comportarse los zombis.
—Ajá. Ya sé a qué te refieres.
—Y los dos sabemos por qué.
—Ajá. Ejem. ¿Por qué?
—La guitarra.
—Ah, eso. Sí.
—Cuando estamos en el escenario, la que manda es esa cosa…
En el silencio de la habitación, la guitarra descansaba en la oscuridad junto a la cama de Buddy y sus cuerdas vibraban suavemente al sonido de la voz del enano.
—Vale. ¿Y qué vamos a hacer al respecto? —dijo Cliff.
—Está hecha de madera. Diez segundos con un hacha y se acabó el problema.
—Yo no estoy tan seguro. Esa guitarra no es ningún instrumento corriente.
—Cuando lo conocimos era un chico muy majo. Para ser un humano, al menos —reflexionó Odro.
—¿Y qué hacemos? No creo que podamos quitársela.
—Quizá podríamos (convencerle para)…
El enano se calló. Acababa de darse cuenta del eco borroso que tenía su voz.
—¡Esa maldita cosa nos está escuchando! —siseó—. Vayamos fuera.
No se detuvieron hasta salir a la calle.
—No veo cómo puede escuchar —dijo Cliff—. Un instrumento es para escucharlo a él.
—Las cuerdas escuchan —dijo Odro secamente—. Esa guitarra no es un instrumento corriente.
Cliff se encogió de hombros.
—Hay una manera de averiguarlo —aseguró.
Una temprana niebla de madrugada llenaba las calles. En los alrededores de la universidad, quedaba esculpida en formas curiosas por la leve radiación mágica de fondo. Sobre los adoquines mojados se movían cosas con perfiles extraños. 'Dos de ellas eran Odro y Cliff.
—Bueno, aquí estamos —dijo el enano.
Alzó la mirada hacia una pared desnuda.
—¡Lo sabía! —exclamó—. ¿No te lo había dicho yo? ¡Magia! ¿Cuántas veces hemos oído esta historia? Hay una tienda misteriosa que nadie había visto antes, y entonces alguien entra y compra alguna vieja curiosidad oxidada, y resulta que…
—Odro…
—… es alguna clase de talismán o una botella llena de genio y entonces, cuando hay problemas, vuelven allí y la tienda…
—¿Odro?
—… ha desaparecido misteriosamente y regresado a cualquiera que fuese la dimensión de la que vino… Sí, ¿qué pasa?
—Estás en el lado equivocado de la calle. Es aquí.
Odro contempló la pared desnuda; luego dio media vuelta y cruzó la calle con paso firme.
—Es un error que hubiera podido cometer cualquiera.
—Ajá.
—No invalida nada de lo que dije.
Odro sacudió la manecilla y, para su sorpresa, descubrió que la puerta no estaba cerrada.
—¡Son más de las dos de la madrugada! ¿Qué clase de tienda de música está abierta a las dos de la madrugada? —dijo, encendiendo una cerilla.
El polvoriento cementerio de viejos instrumentos se elevaba alrededor de ellos. Parecía como si un montón de animales prehistóricos hubieran quedado atrapados en una riada instantánea y luego se hubiesen fosilizado.
—¿Qué es eso de ahí que parece un serpentón? —susurró Cliff.
—Es lo que llaman un Serpentón.
Odro estaba empezando a sentirse incomodado. Había sido músico durante la mayor parte de su vida. No soportaba ver instrumentos muertos, y aquellos estaban muertos de verdad. No pertenecían a nadie. Nadie los tocaba. Eran como cuerpos sin vida, personas sin alma. Lo que antes contuvieron se había ido ya. Cada uno de ellos representaba a un músico al que se le había terminado la suerte.
En un bosquecillo de fagots había un estanque de luz. La anciana señora estaba profundamente dormida en una mecedora, con una labor de ganchillo encima del regazo y un chal alrededor de los hombros.
—¿Odro? Odro dio un salto.
—¿Sí? ¿Qué?
—¿Por qué estamos aquí? Ahora ya sabemos que el sitio existe…
—¡Quiero veros agarrando el techo, truhanes! Odro parpadeó ante el dardo de ballesta que le estaba pinchando la nariz y levantó las manos. La anciana había pasado del sueño a la postura de disparo sin atravesar aparentemente ninguna fase intermedia.
—Esto es lo mejor que puedo hacer —dijo—. Esto… verá, la puerta no estaba cerrada, y…
—Así que pensasteis que podríais robar a una pobre anciana indefensa, ¿verdad?
—En absoluto, en absoluto, de hecho nosotros…
—¡Estoy inscrita en el plan brujeril de vigilancia vecinal! Una sola palabra mía y te encontrarás dando saltos por ahí en busca de alguna princesa con una fijación por los anfibios…
—Me parece que esto ya ha ido bastante lejos —replicó Cliff. Bajó un brazo y su manaza se cerró sobre la ballesta. Luego la apretó y cayeron trocitos de madera de entre sus dedos.
—Somos bastante inofensivos —dijo—. Venimos por el instrumento que le vendió a nuestro amigo la semana pasada.
—¿Sois de la Guardia?
Odro le hizo una reverencia.
—No, señora. Somos músicos.
—Y se supone que eso debería hacerme sentir mejor, ¿no? ¿De qué instrumento me estás hablando?
—De una especie de guitarra.
La anciana inclinó la cabeza hacia un lado. Sus ojos se entornaron.
—No aceptaré ninguna devolución —afirmó—. Fue una venta perfectamente legal. Y además estaba en buen estado.
—Solo queremos saber de dónde la sacó.
—No la saqué de ninguna parte —dijo la anciana—. Siempre ha estado aquí. ¡No soples eso!
A Odro casi se le cayó la flauta que había cogido nerviosamente de entre un montón de desechos.
—… o las ratas nos llegarán hasta las rodillas —dijo la anciana. Se volvió nuevamente hacia Cliff—. Siempre ha estado aquí —repitió.
—Tiene un número uno escrito con tiza —dijo Odro.
—Siempre ha estado aquí —dijo la mujer—. Desde que tengo la tienda.
—¿Quién la trajo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca les pregunto el nombre. A la gente no le gusta decirlo. Solamente les doy un número.
Odro miró la flauta. Sujeta a ella mediante un cordel había una etiqueta amarillenta en la que se había garabateado el número 431.
Fue recorriendo con la mirada los estantes que se sucedían tras el mostrador improvisado. Había una concha rosada. También tenía un número escrito. Odro se humedeció los labios y extendió la mano hacia la concha…
—Si soplas eso, más vale que tengas preparada una virgen para el sacrificio y un gran caldero lleno de fruto del pan y carne de tortuga —advirtió la anciana.
Al lado había una trompeta con un aspecto sorprendentemente reluciente.
—¿Y esta? —dijo—. Si la soplo hará que el mundo llegue a su fin y el cielo se me caiga encima, ¿no?
—Es curioso que digas eso —dijo la anciana.
Odro bajó la mano y entonces algo más atrajo su mirada.
—Cielos —exclamó—. ¿Todavía sigue aquí? Me había olvidado de esto…
—¿Qué es? —preguntó Cliff, y luego miró hacia donde estaba señalando Odro—. ¿Eso?
—Tenemos algo de dinero. ¿Por qué no?
—Sí. Podría ayudar. Pero ya sabes lo que dijo Buddy. Nunca conseguiríamos encontrar…
—La ciudad es muy grande. Si no se puede encontrar en Ankh-Morpork, no se puede encontrar en ninguna parte.
Odro recogió media baqueta y contempló con expresión pensativa un gong semienterrado entre un montón de atriles.
—Yo no lo haría —dijo la anciana señora—. No a menos que quieras que setecientos setenta y siete guerreros esqueleto salgan de la tierra.
Odro señaló con un dedo.
—Nos llevamos esto.
—Dos dólares.
—Eh, ¿por qué deberíamos pagarle nada? Tampoco es que sea suyo…
—Paga —interrumpió Cliff con un suspiro—. No negocies.
Odro entregó el dinero de mala gana, agarró la bolsa que le dio la anciana y salió majestuosamente de la tienda.
—Tiene usted un surtido fascinante —dijo Cliff, mirando el gong.
La anciana se encogió de hombros.
—Mi amigo está un poco disgustado porque creía que era una tienda misteriosa de esas que oyes hablar en los cuentos —continuó Cliff—. Ya sabe, hoy está aquí y mañana se ha ido. ¡La estaba buscando al otro lado de la calle, jajajá!
—Menuda estupidez —dijo la anciana señora, procurando desalentar con su tono de voz cualquier nueva frivolidad indecorosa.
Cliff volvió a mirar el gong, se encogió de hombros y siguió a Odro.
La mujer esperó hasta que sus pasos se desvanecieron en la niebla.
Entonces abrió la puerta y miró a uno y otro extremo de la calle. Aparentemente satisfecha por la abundancia de vacío, regresó al mostrador y alcanzó una curiosa palanca que había debajo. Por un instante sus ojos destellaron con un fulgor verdoso.
—Un día de estos me olvidaré la cabeza en cualquier sitio —dijo, y tiró de la palanca.
Se oyó un traqueteo de maquinaria escondida.
La tienda se esfumó. Un instante después, reapareció al otro lado de la calle.
Buddy estaba tumbado mirando el techo.
¿A qué sabía la comida? Le costaba recordarlo. Había comido durante los últimos días, tenía que haberlo hecho, pero no podía recordar el sabor. No podía recordar gran cosa de nada, excepto de tocar.
Las voces de Odro y de los demás sonaban como si estuvieran hablando a través de varias capas de gasa.
Asfalto se había marchado a algún sitio.
Buddy se levantó de la dura cama y se acercó a la ventana.
Las Sombras de Ankh-Morpork se dejaban entrever a la luz grisácea, de segunda clase, que precedía al amanecer. Por la ventana abierta se coló una racha de brisa.
Cuando se volvió, había una joven de pie en el centro de la habitación.
La joven se llevó un dedo a los labios.
—No se te ocurra llamar a gritos al troll pequeño —dijo—. Está cenando abajo. Y de todas maneras, no sería capaz de verme.
—¿Eres mi musa?
Susan frunció el ceño.
—Creo que sé a qué te refieres —dijo—. He visto algunas ilustraciones. Había ocho musas, encabezadas por… hum… Can-talupe. Se supone que protegen a la gente. Los efebianos creen que inspiran a los músicos y artistas, pero desde luego no exis… —Hizo una pausa y rectificó diligentemente—. Bueno, al menos yo nunca las he visto. Me llamo Susan. Estoy aquí porque…
Su voz se desvaneció poco a poco.
—¿Cantalupe? —dijo Buddy—. Estoy casi seguro de que no se llamaba Cantalupe.
—Lo que sea.
—¿Cómo has entrado aquí?
—Soy… Mira, siéntate. Eso es. Bien… ya sabes que algunas cosas son… por ejemplo las musas, como tú dices… la gente cree que algunas cosas están representadas por personas, ¿de acuerdo?
Una mirada transitoria de comprensión animó las perplejas facciones de Buddy.
—¿Como eso de que el Papá Cerdo representa el espíritu del festival del solsticio de invierno? —comentó.
—Sí. Bien, pues… digamos que yo estoy más o menos en ese negocio —explicó Susan—. Lo que hago exactamente no importa
—¿Quieres decir que no eres humana?
—Sí, sí. Pero estoy… haciendo un trabajo. Supongo que considerarme una musa probablemente sea una solución tan buena como cualquier otra. Y he venido aquí para advertirte.
—¿Una musa para la Música Con Rocas Dentro?
—En realidad no, pero haz el favor de escucharme… Oye, ¿te encuentras bien?
—No lo sé.
—Pareces agotado. Escucha. La música es peligrosa…
Buddy se encogió de hombros.
—Ah, te refieres al Gremio de Músicos. El señor Escurridizo dice que no nos preocupemos por eso. Vamos a salir de la ciudad para…
Susan dio un paso adelante y alzó la guitarra.
—¡Me refiero a esto!
Las cuerdas se movieron y gimieron bajo su mano.
—¡No toques eso!
—Se ha adueñado de ti —afirmó Susan, tirándola sobre la cama.
Buddy se apresuró a cogerla y tocó un acorde.
—Ya sé lo que vas a decir —dijo después—. Todo el mundo lo dice. Los otros dos piensan que es maligna. ¡Pero no lo es!
—¡Puede que no lo sea, pero tampoco está bien! No aquí, no ahora.
—Sí, pero puedo manejarla.
—No puedes manejarla. Ella te maneja a ti.
—¿Y quién eres tú para venir a decirme todo eso? ¡No tengo por qué aceptar lecciones de un Hada de los Dientes!
—¡Oye, te acabará matando! ¡Estoy segura de ello!
—¿Y se supone que he de dejar de tocarla, entonces?
Susan titubeó.
—Bueno, no exactamente… porque entonces…
—¡Bueno, pues no tengo por qué escuchar a ninguna mujer misteriosa y oculta! ¡Probablemente ni siquiera existes! Así que ya puedes irte volando de vuelta a tu castillo mágico, ¿vale?
Susan se quedó sin habla por un momento. Se había reconciliado con la estupidez irredimible de la mayoría de la humanidad, particularmente con el sector que se quedaba de pie y se afeitaba por las mañanas, pero aun así se sintió ofendida. Nadie había hablado así a la Muerte jamás. Al menos, no durante mucho tiempo.
—Está bien —dijo, extendiendo la mano y tocándole el brazo—. Pero volverás a verme, y… ¡y no te gustará mucho! Porque, permíteme decírtelo, resulta que soy…
Entonces su expresión cambió. Experimentó la sensación de caer hacia atrás mientras permanecía de pie; la habitación se alejó de su lado flotando hasta perderse en la oscuridad, girando alrededor del rostro aterrorizado de Buddy.
La oscuridad estalló y hubo luz.
La luz de una candela goteante de cera.
Buddy pasó la mano por el espacio vacío donde había estado Susan.
—¿Sigues ahí? ¿Adonde te has ido? ¿Quién eres?
Cliff miró a su alrededor.
—Me pareció oír algo —musitó—. Oye, te has dado cuenta, [verdad, de que algunos de aquellos instrumentos no eran instrumentos corr…
—Lo sé —dijo Odro—. Ojalá le hubiera dado un tiento a la flauta de las ratas. Vuelvo a tener hambre.
—Quiero decir que eran míti…
—Sí.
—¿Y entonces cómo es que terminaron en una tienda de segunda mano?
—¿Tú nunca has empeñado tus piedras?
—Sí, ya lo creo —admitió Cliff—. Todo el mundo lo hace en algún momento, ya sabes. A veces es lo único que te queda por hacer si quieres llegar a ver otra comida.
—Pues ahí lo tienes. Tú mismo lo has dicho. Es algo que todo músico profesional ha de hacer tarde o temprano.
—Sí, pero esa cosa que Buddy… caray, es que lleva puesto el mismísimo número uno…
—Sí.
Odro alzó la mirada hacia el nombre de la calle.
—«Calle de los Artesanos Habilidosos» —dijo—. Ya hemos llegado. Mira, la mitad de los talleres todavía están abiertos incluso a estas horas de la noche. —Cambió de sitio el saco y algo crujió en su interior—. Tú pregunta en ese lado de la calle y yo probaré en este.
—Sí, está bien… pero, vaya, el número uno. Hasta la concha era el número cincuenta y dos. ¿A quién pertenecería esa guitarra?
—No lo sé —respondió Odro, llamando a la primera puerta—, pero espero que nunca vuelva a por ella.
—Y eso —dijo Ridcully— ha sido el Rito de CuesthiEnte. Muy fácil de hacer. Eso sí, hay que utilizar un huevo fresco.
Susan parpadeó.
Había un círculo dibujado en el suelo. Extrañas formas ultra-terrenas lo rodeaban, aunque cuando Susan ajustó sus circuitos mentales se dio cuenta enseguida de que eran unos estudiantes normales y corrientes.
—¿Quiénes sois? —inquirió—. ¿Qué es este sitio? ¡Dejadme marchar ahora mismo!
Cruzó el círculo y rebotó contra una pared invisible.
Los estudiantes la estaban mirando a la manera de quienes han oído hablar de la especie «hembra» pero nunca esperaron encontrarse tan cerca de una.
—¡Exijo que me dejéis marchar! —Miró a Ridcully—. ¿Tú no eres el mago al que vi anoche?
—Así es —dijo Ridcully—, y esto es el Rito de CuesthiEnte. Invoca a la Muerte en el interior del círculo, y él (o ella, en este caso) ya no puede irse hasta que nosotros lo digamos. En este libro de aquí hay un montón de cosas escritas con unas eses largas muy raras y se habla mucho de abjurar y de la conjuración, pero en realidad es todo para aparentar. Una vez que estás dentro, estás dentro. Debo decir que tu predecesor (vaya, casi me sale un buen juego de palabras) se lo tomaba mucho mejor que tú.
Susan lo miró. El círculo estaba haciendo cosas muy raras a sus ideas del espacio. Aquello le pareció de lo más injusto.
—¿Por qué me habéis invocado, entonces? —preguntó.
—Eso está mejor. Eso ya está más acorde con el guión —dijo Ridcully—. Verás, se nos permite hacerte preguntas. Y tú tienes que responderlas. Sin faltar a la verdad.
—¿Y bien?
—¿Te apetecería sentarte? ¿Un vasito de alguna cosa?
—No.
—Como quieras. Esta nueva música… háblanos de ella.
—¿Habéis invocado a la Muerte para preguntar eso?
—No estoy muy seguro de a quién hemos invocado —admitió Ridcully—. ¿Realmente está viva?
—Pues… Sí, creo que sí.
—¿Vive en algún sitio?
—Parece que ha estado viviendo en un instrumento, pero creo que ahora se mueve de un lado a otro. ¿Puedo irme ya?
—No. ¿Se la puede matar?
—No lo sé.
—¿Debería estar aquí?
—¿Qué?
—¿Debería estar aquí? —repitió Ridcully pacientemente—. ¿Es algo que se supone que ha de estar ocurriendo?
De pronto Susan se sintió importante. Se rumoreaba que los ocultistas eran sabios y, de hecho, la palabra provenía de allí.[24] Pero ahora le estaban preguntando cosas a ella. La estaban escuchando. El orgullo chispeó en sus ojos.
—No lo creo. Ha aparecido aquí por alguna clase de accidente. Este no es el mundo apropiado para ella.
Ridcully pareció pagado de sí mismo.
—Eso era lo que pensaba yo. Esto no está bien, dije. Está haciendo que la gente intente ser cosas que no es. ¿Cómo podemos detenerla?
—No creo que podáis. No es susceptible a la magia.
—Exacto. La música no lo es. Ninguna clase de música. Pero tiene que haber algo capaz de hacerla parar. Enséñele su caja, Ponder.
—Ejem… sí. Aquí.
Levantó la tapa.
La música, ligeramente metálica pero todavía reconocible, se esparció por la habitación.
—Suena como una araña atrapada en una caja de cerillas ¿verdad? —comentó Ridcully.
—No se puede reproducir la música de esa manera, en un trozo de cable metido dentro de una caja —replicó Susan—. Va contra la naturaleza…
Ponder pareció sentirse aliviado.
—Eso fue lo que dije yo —observó—. Pero de todas maneras lo hace. Quiere hacerlo. Susan miró la caja.
Luego empezó a sonreír. En su sonrisa no había ni pizca de humor.
—Está trastornando a la gente —dijo Ridcully—. Y… mira esto. —Sacó de su túnica un papel enrollado y lo extendió—. Pesqué a un chico intentando pegar esto en nuestras puertas. ¡Menudo descaro! Así que se lo quité y le dije que por qué no se iba a cazar moscas a algún sitio, lo cual fue —Ridcully se contempló las puntas de los dedos con satisfacción— bastante apropiado en las circunstancias. Habla de un festival de Música Con Rocas Dentro. Todo terminará con una invasión de monstruos de otra dimensión, te lo digo yo. Por aquí siempre están ocurriendo cosas de ese estilo.
—Disculpen —intervino Gran Loco Adrián con la voz cargada de recelo—. No quiero causar ningún problema, de acuerdo, pero ¿es la Muerte o no? He visto algunas ilustraciones y no se le parecían en nada.
—Hicimos todo el asunto del Rito —dijo Ridcully—. Y esto es lo que hemos conseguido.
—Sí, pero mi padre es pescador de arenques y no se encuentra solo arenques en sus redes de arenques —observó Skazz.
—Claro. Ella podría ser cualquiera —dijo Tez el Terrible—. Yo creía que la Muerte era más grande y con más huesos.
—No es más que una chica cualquiera que está intentando marearnos —dijo Skazz.
Susan los miró fijamente.
—Ni siquiera lleva guadaña —dijo Tez.
Susan se concentró. La guadaña apareció en sus manos, con su hoja de filo azul sonando como un dedo deslizado por el borde de un vaso.
Los estudiantes se pusieron muy rectos.
—Pero siempre he pensado que ya era hora de que cambiaran las cosas —dijo Tez.
—Claro. Ya va siendo hora de que las chicas tengan una oportunidad en el campo profesional —convino Skazz.
—¡No os atreváis a poneros condescendientes conmigo!
—Por supuesto que no —dijo Ponder—. No hay ninguna razón por la que la Muerte tenga que ser del sexo masculino. Una mujer puede llegar a ser casi tan buena como un hombre en ese trabajo.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Ridcully, dando ánimos a Susan con una sonrisa.
Susan se encaró con él. «Soy la Muerte —pensó—, en teoría, al menos, y este mago es un viejo gordo que no tiene ningún derecho a darme orden alguna. Lo miraré fijamente y no tardará en percatarse de la gravedad de su situación.» Lo miró fijamente.
—Bien, mi joven dama —dijo Ridcully—, ¿te apetecería desayunar?
El Tambor Remendado rara vez cerraba. Tendía a haber un respiro alrededor de las seis de la mañana, pero Hibisco lo mantenía abierto mientras hubiera alguien que quisiese una copa.
Alguien quería un montón de copas. Había alguien a quien no se podía distinguir con claridad de pie ante la barra. Parecía que se le escapaba arena del cuerpo y, por lo que podía ver Hibisco, llevaba algunas flechas de manufactura klatchiana clavadas.
El barman se inclinó hacia delante.
—¿Lo he visto antes?
VENGO POR AQUÍ BASTANTE A MENUDO, SÍ. EL MIÉRCOLES DE LA SEMANA PASADA, POR EJEMPLO.
—¡Ja! Aquel día fue interesante. Fue cuando apuñalaron al pobre Vince.
SÍ.
—Claro que lo estaba pidiendo a gritos, haciéndose llamar Vincent el Invulnerable.
SÍ. ERA BASTANTE INEXACTO, ADEMÁS.
—La Guardia está diciendo que fue suicidio.
La Muerte asintió. Teniendo en cuenta cómo era Ankh-Morpork, entrar en el Tambor Remendado haciéndote llamar Vincent el Invulnerable era un claro acto de suicidio.
ESTA BEBIDA TIENE GUSANOS DENTRO.
El barman la contempló con los ojos entornados.
—Eso no es un gusano, señor —dijo—. Eso es una lombriz.
AH. ¿ES MEJOR, ENTONCES?
—Se supone que tiene que estar ahí, señor. Usted está bebiendo mexical. Le ponen la lombriz para que se vea lo fuerte que es.
¿ES LO BASTANTE FUERTE PARA AHOGAR LOMBRICES?
El barman se rascó la cabeza. Nunca se había parado a pensarlo de aquel modo.
—Solo es algo que la gente bebe —dijo vagamente.
La Muerte cogió la botella y la alzó hasta lo que normalmente habría sido el nivel de los ojos. La lombriz rotaba, desamparada y sola.
¿QUÉ SE SIENTE?, dijo.
—Bueno, es una especie de…
NO ESTABA HABLANDO CON USTED.
—¿Desayuno? —preguntó Susan—. Quiero decir… ¿DESAYUNO?
—Sí, ya debe ser casi la hora —dijo el archicanciller—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que desayuné con una joven encantadora.
—Cielos, todos vosotros sois igual de terribles —dijo Susan.
—Muy bien, tachemos «encantadora» —dijo Ridcully sin inmutarse—. Pero los gorriones están tosiendo en los árboles y el sol está atisbando por encima del muro y me llega el olor de la cocina, y comer con la Muerte es una oportunidad que no se le presenta a todo el mundo. No jugarás al ajedrez, ¿verdad?
—Extremadamente bien —replicó Susan, todavía atónita.
—Ya me lo imaginaba. Bien, muchachos, ya pueden seguir hurgando en el universo. ¿Tendrías la amabilidad de venir conmigo, señora?
—¡No puedo salir del círculo!
—Oh, puedes hacerlo si yo te invito. Todo se reduce a una cuestión de cortesía. No sé si te habrán explicado el concepto en alguna ocasión.
Extendió el brazo y la tomó de la mano. Susan titubeó y luego cruzó la línea de tiza. Tuvo una ligera sensación de hormigueo.
Los estudiantes se apresuraron a retroceder.
—Vamos, sigan con lo que estaban haciendo —dijo Ridcully—. Por aquí, señora.
Susan nunca había experimentado el encanto. Ridcully lo poseía en una considerable cantidad, con un cierto estilo risueño.
Siguió al archicanciller por los jardines hasta la Gran Sala.
Las mesas del desayuno habían sido dispuestas, pero no estaban ocupadas. A la gran mesa lateral le habían brotado soperas de cobre como setas en otoño. Tres sirvientas más bien jóvenes esperaban pacientemente detrás del despliegue.
—Tendemos a servirnos nosotros mismos —explicó Ridcully en tono afable mientras levantaba una tapadera—. Los camareros y demás hacen demasiado ruid… Esto es alguna clase de broma, ¿no?
Empujó con un dedo lo que había debajo de la tapadera y llamó a la sirvienta más próxima.
—¿Quién eres tú? —preguntó—. ¿Molly, Polly o Dolly?
—Molly, suseñoría —respondió la sirvienta, haciendo una reverencia y temblando ligeramente—. ¿Hay alguna cosa mal?
—Du-mal-mal-mal-mal, du-du-mal-mal —dijeron las otras dos sirvientas.
—¿Qué le ha pasado al arenque ahumado? ¿Qué es esto? Parece una empanada de buey en un panecillo —dijo Ridcully, mirando fijamente a las chicas.
—La señora Panadizo dio instrucciones a la cocinera —dijo Molly nerviosamente—. Es una…
—… ye-ye-ye…
—… es una hamburguesa.
—No me digas —replicó Ridcully—. ¿Y tendrías la bondad de explicarme por qué llevas una colmena hecha con pelo encima de la cabeza? Te hace parecer una cerilla.
—Por favor, señor, nosotras…
—Fuisteis a ver el concierto de Música Con Rocas Dentro, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Ye-ye.
—Y vosotras no tirasteis, ejem, nada al escenario, ¿verdad?
—¡No, señor!
—¿Dónde está la señora Panadizo?
—En cama con un resfriado, señor.
—No me sorprende en lo más mínimo. —Ridcully se volvió hacia Susan—. Me temo que algún mendrugo ha decidido preparar hamburguesas de borrico.
—Yo solo desayuno cereales —dijo Susan.
—Tenemos gachas de avena —dijo Ridcully—. Las hacemos para el tesorero porque la avena no es emocionante. —Levantó una tapadera—. Sí, siguen ahí —dijo—. Hay algunas cosas que la Música Con Rocas Dentro no puede cambiar, y una de ellas son las gachas. Permíteme que te sirva un cucharón.
Se sentaron uno a cada lado de la larga mesa.
—Qué momento más agradable, ¿verdad? —comentó Ridcully.
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó Susan suspicazmente.
—En absoluto. Que yo sepa, lo que más se encuentra en las redes para arenques son arenques. Pero, hablando como un mortal (un cliente, podrías llamarlo), me interesa saber por qué de pronto la Muerte es una jovencita en vez de la natomía animada que hemos llegado a conocer y… conocer.
—¿Natomía?
—Otra palabra para decir «esqueleto». Probablemente derivada de «anatomía».
—La Muerte es mi abuelo.
—Ah. Sí, ya lo habías dicho. ¿Y de verdad es tu abuelo?
—Ahora que se lo cuento a otra persona, la verdad es que suena un poco ridículo.
Ridcully sacudió la cabeza.
—Deberías pasarte cinco minutos haciendo mi trabajo, y luego ya hablaríamos de lo que es ridículo o no —repuso. Sacó un lápiz del bolsillo y levantó cautelosamente la mitad superior del panecillo que había en su plato—. Esto lleva queso —dijo en tono acusador.
—Pero él se ha marchado a alguna parte y antes de que pudiera darme cuenta ya había heredado todo el tinglado. ¡Quiero decir que, bueno, yo no lo pedí! ¿Por qué yo? Tener que ir por ahí con esta guadaña ridícula… eso no era lo que yo quería de la vida…
—Desde luego, no es algo de lo que se vean muchas ofertas de empleo —convino Ridcully.
—Exactamente.
—Y supongo que ahora no puedes librarte de ello —dijo Ridcully.
—No sabemos adonde ha ido. Albert dice que está muy deprimido por algo, pero no quiere decir por qué.
—Cielos. ¿Qué podría deprimir a la Muerte?
—Creo que Albert piensa que podría llegar a hacer alguna… locura.
—Oh, cielos. Ninguna locura definitiva, espero. ¿Sería posible hacer algo así? Sería… morticidio, supongo. O cidicidio.
Para asombro de Susan, Ridcully le dio unas palmaditas en la mano.
—Pero estoy seguro de que todos nos iremos a la cama más tranquilos sabiendo que tú estás al cargo —dijo.
—¡Todo está manga por hombro! Los buenos mueren estúpidamente, y los malos se pudren de viejos. Todo está tan desorganizado que… No tiene ningún sentido. No hay ninguna justicia. Por ejemplo, está ese chico…
—¿Qué chico?
Para su inmenso horror y asombro, Susan descubrió que se estaba ruborizando.
—Solo un chico —respondió—. Se suponía que tenía que haber muerto de manera bastante ridícula y yo iba a salvarlo; entonces fue la música quien lo salvó, y ahora lo está metiendo en toda clase de líos y yo he de salvarlo de todos modos y no sé por qué.
—¿Música? —preguntó Ridcully—. ¿Ese muchacho toca una especie de guitarra?
—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?
Ridcully suspiró.
—Cuando eres un mago terminas adquiriendo cierto instinto para esta clase de cosas. —Hurgó un poco más en su hamburguesa—. Y también hay lechuga, por alguna razón. Y una rebanadita delgadísima de pepinillo.
Dejó caer el pan.
—La música está viva —dijo.
Algo que había estado llamando a la puerta de la atención de Susan durante los últimos diez minutos decidió finalmente usar sus botas.
—Oh, dios mío —dijo.
—¿En cuál está pensando? —le preguntó Ridcully educadamente.
—¡Es tan simple! ¡Se mete de cabeza en las trampas! ¡Cambia a las personas! Quieren tocar m… He de irme —se apresuró a decir Susan—. Ejem. Gracias por las gachas…
—Ni siquiera las has probado —señaló Ridcully suavemente.
—No, pero… pero les he echado una buena mirada.
Se esfumó. Transcurridos unos momentos, Ridcully se acercó y agitó vagamente la mano en el espacio donde había estado sentada la joven, solo por si acaso.
Luego sacó de su túnica el póster que hablaba del Festival Gratis.
Cosas enormes con tentáculos, ese era el problema. Basta con que haya suficiente magia en un mismo lugar para que la textura del universo ceda por el talón como si fuese uno de los calcetines del decano que, ahora que lo pensaba, aquellos últimos días habían sido de colores extremadamente chillones.
Llamó a las sirvientas con la mano.
—Gracias, Molly, Dolly o Polly —dijo—. Ya puede llevarse todo esto.
—Ye-ye.
—Ya, ya, gracias.
Ridcully se sintió bastante solo. Lo había pasado bastante bien hablando con la chica. Parecía ser la única persona del lugar que no estaba un poco demente o totalmente concentrada en algo que él, Ridcully, no entendía.
Emprendió el regreso a su estudio, pero lo distrajo un ruido de martillazos procedente de los alojamientos del decano. La puerta estaba entornada.
Los magos veteranos disponían de suites bastante espaciosas que incluían un estudio, taller y dormitorio. El decano estaba encorvado sobre el horno en la zona del taller, con una máscara de cristal ahumado cubriéndole la cara y un martillo en la mano. Estaba absorto en su trabajo. Había muchas chispas.
Ridcully pensó que aquello era buena señal. Quizá supusiera el fin de toda aquella insensatez de la Música Con Rocas Dentro y el regreso a algo de magia de verdad.
—¿Va todo bien, decano? —preguntó. El decano se subió la máscara y asintió.
—Ya casi he terminado, archicanciller —informó.
—Le he oído dar martillazos desde el final del pasillo —dijo Ridcully con amabilidad.
—Ah. Estoy trabajando en los bolsillos —dijo el decano.
Ridcully puso cara de incomprensión. Muchos de los hechizos más difíciles requerían calor y martillazos, pero «bolsillos» era uno nuevo.
El decano alzó ante él un par de pantalones.
No eran, estrictamente hablando, tan pantalónicos como los pantalones normales: los magos veteranos desarrollaban unos inconfundibles 130 centímetros de cintura y 70 de pierna que evocaban a alguien que necesitaba una pared para sentarse y asistencia real para volverse a incorporar. Eran de color azul oscuro.
—¿Les estaba dando martillazos? —preguntó Ridcully—. ¿Es que la señora Panadizo ha vuelto a pasarse con el almidón?
Examinó los pantalones más de cerca.
—¿Los está cosiendo con remaches?
El decano sonrió de oreja a oreja.
—Estos pantalones —dijo— son el meollo de la movida.
—¿Ya está volviendo a parlotear en Música Con Rocas Dentro? —receló Ridcully.
—Quiero decir que son fresquísimos.
—Bueno, con este tiempo tan bueno siempre serán mejores que una túnica gruesa —admitió Ridcully—, pero… no irá a ponérselos ahora, ¿verdad?
—¿Por qué no? —preguntó el decano mientras se esforzaba en salir de su túnica.
—¿Magos en pantalones? ¡No en mi universidad! Es poco masculino. La gente se reiría —dijo Ridcully.
—¡Usted siempre intenta prohibirme hacer todo lo que me apetece!
—No hay ninguna necesidad de usar ese tono conmigo…
—¡Ja, usted nunca escucha nada de lo que le digo y no entiendo por qué no puedo ponerme lo que me apetezca!
Ridcully recorrió la habitación con la mirada.
—¡Esta habitación está hecha un desastre! —aulló—. ¡Ordénela ahora mismo!
—¡No quiero!
—¡Pues entonces se acabó la Música Con Rocas Dentro para usted, jovencito!
Ridcully cerró de un portazo.
Luego volvió a abrir la puerta y añadió:
—¡Y nunca le he dado permiso para pintarla de negro!
Cerró la puerta de golpe.
Abrió la puerta de golpe.
—¡Y de todas formas no le sientan bien!
El decano salió al pasillo como una exhalación, agitando su martillo.
—¡Usted diga lo que quiera —gritó—, pero cuando la historia les ponga nombre le aseguro que no los llamará archicancilleres!
Eran las ocho de la mañana, un momento en el que los bebedores están intentando olvidar quiénes son o bien recordar dónde viven. Los otros ocupantes del Tambor Remendado permanecían inclinados sobre sus bebidas en las repisas de las paredes y contemplaban a un orangután, que estaba jugando a Invasores Bárbaros y gritaba de rabia cada vez que perdía un penique.
Hibisco tenía muchas ganas de cerrar. Por otra parte, hacerlo sería como volar una mina de oro. Apenas si daba abasto para mantener el suministro de vasos limpios.
—¿Todavía no ha olvidado? —preguntó
PARECE QUE SOLO HE OLVIDADO UNA COSA.
—¿Cuál? ¡Ja, qué bobo soy! Realmente no tendría que preguntarlo, visto que ha olvidado…
HE OLVIDADO CÓMO EMBORRACHARME.
El barman contempló las hileras e hileras de vasos. Había copas para vino. Había vasos de cóctel. Había jarras de cerveza. Había tazas con la forma de gordos sonrientes. Había un cubo.
—Me parece que va por el buen camino —se atrevió a decir.
El desconocido cogió el último vaso que le habían servido y se acercó a la máquina de Invasores Bárbaros.
Estaba hecha con mecanismos de diseño complejo e intrincado. Se entreveían muchos engranajes y émbolos en el gran compartimento de caoba situado debajo del juego, cuya única función parecía consistir en hacer que hileras de Invasores Bárbaros tallados de manera más bien tosca fueran contoneándose a trompicones por un proscenio rectangular. Mediante un sistema de palancas y poleas, el jugador accionaba una pequeña catapulta de carga automática que se movía por debajo de los Invasores. Dicha catapulta disparaba pequeños perdigones hacia arriba. Al mismo tiempo los Invasores (mediante un mecanismo de trinquete) dejaban caer pequeñas flechas de metal. Periódicamente sonaba una campana y entonces un Invasor a caballo oscilaba titubeantemente a través de la parte superior del juego, dejando caer lanzas. Toda la estructura traqueteaba y crujía continuamente, en parte por toda aquella maquinaria y en parte debido a que el orangután estaba accionando con violencia ambas manijas, daba saltos sobre el pedal de Disparo y chillaba a pleno pulmón.
—Yo no la tendría en el local —dijo el barman detrás de él—. Pero como puede ver, es muy popular entre los clientes.
ENTRE UN CLIENTE, EN TODO CASO.
—Bueno, al menos siempre es mejor que la máquina de frutas.
¿SÍ?
—Se comió toda la fruta.
Se oyó un alarido de rabia desde donde estaba la máquina. El barman suspiró.
—Lo lógico sería que nadie armara tanto escándalo por un penique, ¿verdad?
El simio golpeó la barra con una moneda de un dólar y se fue de ella con dos puñados de cambio. Si se introducía un penique en la ranura, podía accionarse una palanca muy grande: milagrosamente, todos los Invasores Bárbaros se alzaron de entre los muertos y volvieron a iniciar su temblorosa invasión.
—Ha echado su bebida dentro de la máquina —dijo el barman—. Puede que sea mi imaginación, pero me parece que ahora se tambalean un poquito más.
La Muerte estuvo mirando el juego durante un rato. Era una de las cosas más deprimentes que hubiera contemplado jamás. Aquellas cosas iban a terminar llegando al fondo del juego de todas maneras. ¿Por qué dispararles cosas? ¿Por qué? La Muerte agitó el vaso ante la congregación de bebedores.
USTEDES. USTEDES. EL CASO ES QUE, ¿SABEN USTEDES LO QUE ES, EH, TENER UNA MEMORIA TAN BUENA, ESO, TAN BUENA QUE TE ACUERDAS INCLUSO DE LO QUE AÚN NO HA SUCEDIDO? ESE SOY YO. OH, SÍ. YA LO CREO. ES COMO SI… ES COMO SI… ES COMO SI NO HUBIERA FUTURO… SOLO EL PASADO QUE AÚN NO HA SUCEDIDO. Y… Y… Y… DE TODAS MANERAS TIENES QUE HACER LAS COSAS. SABES QUÉ ES LO QUE VA A OCURRIR Y TIENES QUE HACER LAS COSAS.
Paseó la mirada por las caras. Los clientes del Tambor estaban acostumbrados a oír discursos alcohólicos, pero no como aquel.
VES… VES… VES COSAS QUE SE ALZAN COMO ESOS ICEBERGS DELANTE DE TI, PERO NO DEBES HACER NADA AL RESPECTO PORQUE… PORQUE… PORQUESUNALEY. NO SE PUEDE QUEBRANTAR LA LEY. TLENEQUEHABERUNALEY.
USTEDES VEN ESTE VASO, ¿VERDAD? ¿LO VEN? ES COMO LA MEMORIA. PORQUE SI LE METES COSAS DENTRO, ENTONCES SE DESBORDAN OTRAS COSAS, ¿NO? ES LO QUE PASA. TODOLMUNDO TIENE UNA MEMORIA ASÍ. ESO ES LO QUE EVITA QUE LOS HUMANOS SE VUELVAN DEN… DET… DEMN… LOCOS. MENOS YO. POBRECITO DE MÍ. YO LO RECUERDO TODO. COMO SI HUBIERA SUCEDIDO MAÑANA MISMO. TODO.
Bajó la mirada hacia su bebida.
AH, dijo, ES CURIOSO CÓMO LAS COSAS TE VAN VOLVIENDO A LA CABEZA, ¿VERDAD?
Fue el desplome más impresionante que se hubiera presenciado jamás en el bar. Aquel desconocido alto y oscuro fue cayendo lentamente hacia atrás, igual que un árbol.
No hubo ninguna ridícula flojera de rodillas, ningún rebote llamativo en una mesa durante el trayecto hacia abajo. Simplemente pasó de la vertical a la horizontal en un solo y maravilloso barrido geométrico.
Varias personas aplaudieron cuando se estrelló contra el suelo. Luego le registraron los bolsillos, o al menos hicieron un esfuerzo para registrárselos pero no pudieron encontrar ninguno. Y después lo tiraron en el río.[25]
Una vela ardía en el gigantesco estudio negro de la Muerte, y no se acortaba.
Susan hojeaba frenéticamente los libros.
La vida no era simple. Susan ya lo sabía; aquello era el Conocimiento que iba con el trabajo. Estaba la vida simple de las cosas vivas, pero esa vida era, bueno… simple…
Había otras clases de vida.
Las ciudades tenían vida. Los hormigueros y los enjambres de abejas tenían vida, un todo más grande que la suma de sus partes. Los mundos tenían vida. Los dioses tenían una vida compuesta por la fe de sus fieles.
El universo danzaba hacia la vida. La vida era un recurso notablemente común. Cualquier cosa lo bastante complicada parecía invitada a apuntarse al negocio, de la misma manera en que cualquier cosa lo bastante enorme recibía una generosa porción de gravedad.
El universo mostraba una clara propensión hacia la consciencia. Lo cual sugería una cierta crueldad muy sutil, entretejida en la misma textura del espacio-tiempo.
Quizá incluso una música podía estar viva, si era lo bastante vieja. La vida es un hábito. La gente decía: «No puedo quitarme de la cabeza esa dichosa canción…».
No un mero ritmo, sino el latido de un corazón.
Y cualquier cosa viva quiere reproducirse.
A Y.V.A.L.R. Escurridizo le gustaba levantarse con la primera luz del alba, por si se presentaba la ocasión de venderle un gusano al pájaro más madrugador.
Había instalado un escritorio en la esquina de uno de los talleres de Pizarroso. En términos generales, Escurridizo era contrario a la idea de tener un despacho permanente. Por una parte, hacía que fuese más fácil localizarle, pero por otra parte hacía que fuese más fácil localizarle. El éxito de la estrategia comercial de Escurridizo dependía de que él fuera capaz de localizar a los clientes, y no a la inversa.
Aquella mañana un considerable número de personas parecía haberle localizado. Muchas de ellas sostenían guitarras.
—Bien —le dijo a Asfalto, cuya cabeza plana era apenas visible por encima del improvisado escritorio—. ¿Ha quedado todo entendido? Llegar a Pseudópolis os llevará dos días, y entonces vais a ver al señor Klopstock en el Pozo de Toros. Y quiero recibos de todo.
—Sí, señor Escurridizo.
—Alejarse de la ciudad por un tiempo será una buena idea.
—Sí, señor Escurridizo.
—¿He dicho ya que quiero recibos de todo?
—Sí, señor Escurridizo —suspiró Asfalto.
—Pues entonces en marcha. —Escurridizo dejó de prestar atención al troll y llamó a un grupo de enanos que habían estado dando vueltas pacientemente por allí—. Bueno, pandilla, venid aquí. Así que queréis ser estrellas de la Música Con Rocas Dentro, ¿verdad?
—¡Sí, señor!
—Pues entonces escuchad lo que os voy a decir…
Asfalto miró el dinero. No era gran cosa para alimentar a cuatro personas durante varios días. Detrás de él, la entrevista seguía su curso.
—Bueno, ¿y cómo os hacéis llamar?
—Ejem… enanos, señor Escurridizo —dijo el jefe del grupo.
—¿«Enanos»?
—Sí, señor Escurridizo —respondió el enano solista.
—¿Porqué?
—Porque lo somos, señor Escurridizo —repuso pacientemente el enano solista.
—No, no, no. Eso no puede ser. Que no puede ser, os lo digo yo. Necesitáis un nombre que lleve un poquito de —Escurridizo agitó las manos en el aire—, de Música Con Rocas Dentro… esto… dentro. Nada de solo «Enanos». Tenéis que ser… oh, no sé… algo más interesante.
—Pero ciertamente, somos enanos —le replicó uno de los enanos.
—«Ciertamente Somos Enanos» —dijo Escurridizo—. Sí, eso podría funcionar. Está bien, os puedo hacer hueco el martes en el Puñado de Uvas. Y en el Festival Gratuito, por supuesto. Como es gratuito no se os pagará, naturalmente.
—Hemos escrito una canción —dijo con voz esperanzada el enano que lideraba el grupo.
—Estupendo, estupendo —dijo Escurridizo, escribiendo en su cuaderno de notas.
—Se titula «Alguien me ha puesto algo en la barba».
—Estupendo.
—¿No quiere oírla?
Escurridizo alzó la mirada.
—¿Oírla? Si me dedicara a escuchar música, nunca llegaría a ninguna parte. Venga, largo de aquí. Nos vemos el próximo miércoles. ¡Siguiente! ¿Todos sois trolls?
—Eso es.
En este caso, Escurridizo decidió no discutir. Los trolls eran mucho más grandes que los enanos.
—Está bien. Pero tenéis que escribirlo con Z. Trollz. Sí, queda bien. Tambor Remendado, el viernes. Y el Festival Gratuito. ¿Sí?
—Hemos hecho una canción…
—Bravo, así me gusta. ¡Siguiente!
—Somos nosotros, señor Escurridizo.
Escurridizo miró a Jimbo, Noddy, Crash y Escoria.
—Vaya cara más dura —dijo—, después de lo de anoche.
—Nos dejamos llevar un poco —dijo Crash—. Nos preguntábamos si nos daría otra oportunidad.
—Usted dijo que el público nos quería a muerte —dijo Noddy.
—No, lo que dije fue que el público quería daros muerte —replicó Escurridizo—. ¡Pero si dos de vosotros no parabais de mirar el manual para guitarra de Blert Wheedown!
—Nos hemos cambiado el nombre —informó Jimbo—. Hemos pensado, bueno, que Demencia era un poco tonto, que no es el nombre apropiado para una banda seria que está haciendo retroceder los límites de la expresión musical y sin duda llegará a ser grande algún día.
—El jueves —asintió Noddy.
—Así que ahora somos El Nardo —dijo Crash.
Escurridizo les obsequió con una mirada larga e impasible. Actividades como hostigar osos, acosar toros, organizar peleas de perros e importunar ovejas estaban prohibidas actualmente en Ankh-Morpork, aunque el patricio sí permitía el lanzamiento sin restricciones de fruta podrida sobre cualquier sospechoso de pertenencia a un grupo de teatro callejero. Quizá todavía se pudiera hacer algo con ellos.
—Está bien —aceptó—. Podéis tocar en el Festival. Después de eso… ya veremos.
Después de todo, pensó, había una posibilidad de que todavía siguieran vivos para aquel entonces.
Una figura salió con paso lento y vacilante del Ankh para subir a un embarcadero junto al Puente Ilegítimo y se detuvo unos instantes mientras el barro le caía gota a gota y formaba un charco debajo de las tablas.
El puente era bastante alto. Tenía edificaciones encima, ocupándolo a ambos lados de tal manera que la calzada propiamente dicha era bastante estrecha. Los puentes eran muy populares como solares para edificar porque contaban con un sistema de alcantarillado muy conveniente y, por supuesto, con una fuente de agua fresca.
En las sombras que se acumulaban debajo del puente se vislumbraba el ojo rojo de una hoguera. La figura se tambaleó hacia la luz.
Las formas oscuras que la rodeaban se volvieron y entornaron los ojos en la penumbra, intentando desentrañar la naturaleza del visitante.
—Es una carreta de granja —dijo Odro—. Por mucho que esté pintada de azul, yo reconozco una carreta en cuanto la veo. Y está muy maltrecha.
—Es todo lo que podéis permitiros —repuso Asfalto—. De todas maneras, le he puesto paja nueva.
—Creía que íbamos a ir en la diligencia —dijo Cliff.
—Ah, pero el señor Escurridizo dice que unos artistas de vuestro calibre no deberían viajar en un vehículo público corriente —dijo Asfalto—. Además, dijo que no querríais gastar tanto dinero.
—¿Qué opinas, Buddy? —preguntó Odro.
—Me da igual —dijo Buddy vagamente.
Odro y Cliff cruzaron las miradas.
—Apuesto a que si fueras a ver a Escurridizo y le exigieras algo mejor, lo conseguirías —dijo Odro con voz esperanzada.
—Tiene ruedas —dijo Buddy—. Servirá.
Subió a la carreta y se sentó sobre la paja.
—El señor Escurridizo ha estampado unas camisetas nuevas —le comentó Asfalto, consciente de que no había mucha alegría flotando en el ambiente—. Son todas para la gira. Mirad, aquí en la espalda pone todos los sitios adonde vais a ir. Están muy bien, ¿verdad?
—Ya, y así cuando el Gremio de Músicos nos retuerza la cabeza podremos ver en qué sitios hemos estado —dijo Odro.
Asfalto chasqueó su látigo por encima de los caballos. Estos se pusieron en movimiento a un paso que indicaba su intención de mantenerlo durante todo el día y que ningún idiota demasiado blando como para utilizar un látigo como era debido iba a hacerles cambiar de parecer.
—¡Quesejoda, quesejoda! El hombre gráunico, claro que sí. Quesejoda. Es un escarfuncio, eso es lo que es. ¡Diez mil años! ¡Quesejoda!
¿DE VERAS?
La Muerte se relajó.
Había media docena de personas alrededor de la hoguera. Y eran muy sociables. Había una botella circulando por el grupo. Bueno, de hecho era media lata, y la Muerte no tenía del todo claro qué era lo que había en ella ni en la otra lata, bastante más grande, que burbujeaba sobre la hoguera encendida con botas viejas y barro.
No le habían preguntado quién era.
Que él supiera, ninguno de ellos tenía nombre. Tenían… calificativos, como Atascado Ken y Ataúd Henry y Viejo Apestoso Ron, los cuales decían algo acerca de lo que eran pero nada acerca de lo que habían sido.
La lata llegó hasta él. La pasó al siguiente con todo el tacto que pudo y se recostó, lleno de paz.
Personas sin nombre. Personas que eran tan invisibles como él. Personas para las que la Muerte siempre era una opción. Podía quedarse allí un tiempo.
—Música gratis —gruñó el señor Clete—. ¡Gratis! ¿Qué clase de idiota hace música sin cobrar? Al menos se pone un sombrero en el suelo y así la gente suelta alguna que otra monedita. De otra manera, ¿qué sentido tiene?
Contempló los papeles que había delante de él durante tanto tiempo que Satchelmouth terminó tosiendo educadamente.
—Estoy pensando —comentó Clete—. El maldito Vetinari dijo que corresponde a los gremios hacer respetar las leyes gremiales…
—He oído decir que van a salir de la ciudad —repuso Satchelmouth—. Para hacer una gira. Por el campo, he oído decir. Ahí fuera no tenemos autoridad.
—El campo —dijo el señor Clete—. Sí. Un sitio muy peligroso, el campo.
—Cierto —dijo Satchelmouth—. Para empezar, está lleno de nabos.
La mirada del señor Clete se posó en los libros de contabilidad del Gremio. Se le ocurrió pensar, no por primera vez, que demasiadas personas depositaban toda su confianza en el hierro y el acero cuando con el oro se hacían algunas de las mejores armas posibles.
—¿El señor Downey todavía es presidente del Gremio de Asesinos? —preguntó.
Los otros músicos cobraron un repentino aspecto nervioso.
—¿Asesinos? —dijo Herbert «Señor Clavicordio» Baraja—. No creo que nadie haya recurrido nunca a los asesinos. Esto es un asunto gremial, ¿verdad? No podemos permitir que interfiera otro gremio.
—Claro que no —convino Satchelmouth—. ¿Qué pasaría si la gente supiera que hemos empleado a los asesinos?
—Que tendríamos muchos más miembros —respondió el señor Clete con su voz razonable—, y que probablemente podríamos subir las cuotas. Jat. Jat. Jat.
—Eh, espere un momento —dijo Satchelmouth—. No me importa que nos ocupemos de la gente que no quiere unírsenos. Eso es un comportamiento gremial apropiado, ya lo creo. Pero los asesinos…, bueno…
—¿Bueno qué? —preguntó el señor Clete.
—Que asesinan a la gente.
—¿Quieres que haya música gratis, entonces? —dijo el señor Clete.
—Bueno, por supuesto que no quiero que…
—No recuerdo que hablaras de esa manera cuando dabas saltos encima de los dedos de aquel violinista callejero el mes pasado —dijo el señor Clete.
—Sí, bueno, pero eso no era como, en fin, como el asesinato —repuso Satchelmouth—. Quiero decir que luego salió caminando. Bueno, arrastrándose. Y todavía podía ganarse la vida —añadió—. No con nada que requiriese el uso de las manos, claro, pero…
—¿Y ese chico del flautín? ¿Ese que ahora toca un acorde cada vez que le entra el hipo? Jat. Jat. Jat.
—Sí, pero eso no es lo mismo que…
—¿Conoces a Wheedown el fabricante de guitarras? —preguntó el señor Clete.
Sachelmouth quedó desequilibrado por el cambio de dirección.
—Pues me han dicho que ha estado vendiendo guitarras como si el mundo acabara el miércoles que viene —dijo el señor Clete—. Pero yo no he visto ningún incremento en el número de miembros. ¿Tú lo has visto?
—Bueno…
—En cuanto a la gente se le meta en la cabeza que puede oír música a cambio de nada, ¿dónde creéis que terminará la cosa?
Miró fijamente a los otros dos.
—No lo sé, señor Clete —dijo Baraja obedientemente.
—Muy bien. Y el patricio se ha puesto irónico conmigo —dijo el señor Clete—. No voy a permitir que eso vuelva a ocurrir. Esta vez serán los asesinos.
—Yo creo que no deberíamos llegar al extremo de hacer matar a nadie —dijo Satchelmouth tozudamente.
—No quiero oír ni una sola palabra tuya más —replicó el señor Clete—. Esto es un asunto del gremio.
—Sí, pero es nuestro gremio…
—¡Exactamente! ¡Así que cierra el pico! ¡Jat! ¡Jat! ¡Jat!
La carreta traqueteaba entre los interminables campos de repollos que llevaban a Pseudópohs.
—Ya había ido de gira antes, sabéis —dijo Odro—. Cuando estaba con Roncador Primoderoncador Y Su Charanga De Idiotas. Cada noche, una cama distinta. Al cabo de un tiempo ya no recuerdas ni qué día de la semana es.
—¿Qué día de la semana es ahora? —preguntó Cliff.
—¿Lo ves? Y solo llevamos… ¿cuánto, tres horas de camino? —dijo Odro.
—¿Dónde pararemos esta noche? —preguntó Cliff.
—En Escrote —respondió Asfalto.
—Suena como un lugar interesantísimo —dijo Cliff.
—He estado allí antes, con el circo —les contó Asfalto—. Es un pueblo de un solo caballo.
Buddy miró por encima del lateral de la carretera, pero el esfuerzo no merecía la pena. Las llanuras ricas en sedimentos de Sto eran el granero del continente, pero no ofrecían un panorama impresionante a menos que fueras la clase de persona que se emociona al ver cincuenta y tres tipos distintos de repollo y ochenta y un tipos distintos de judía.
A intervalos de unos dos kilómetros sobre aquel damero de campos aparecía una aldea, y los pueblos quedaban bastante más separados entre sí. Se los llamaba pueblos porque eran más grandes que las aldeas. La carreta pasó por un par de ellos. Tenían dos calles en forma de cruz, una taberna, un almacén de semillas, una fragua, una caballeriza con un nombre como LA CABALLERIZA DE JOE, un par de graneros, tres viejos sentados fuera de la taberna y tres jóvenes que mataban el tiempo enfrente de «JOE» jurando que muy pronto se irían del pueblo y triunfarían a lo grande allá fuera en el mundo. Muy, muy pronto. Cualquier día de estos.
—Te recuerda al hogar, ¿eh? —dijo Cliff, dando un codazo a Buddy.
—¿Qué? ¡No! Nellofselek es todo montañas y valles. Y lluvia. Y niebla. Y árboles que siempre están verdes.
Buddy suspiró.
—Y supongo que allí tenías una gran casa, ¿no? —dijo Cliff.
—Solo una choza —dijo Buddy—. Hecha de tierra y madera. Bueno, de barro y madera en realidad.
Volvió a suspirar.
—El camino es siempre así —dijo Asfalto—. Melancolía. No hay nadie con quien hablar aparte de los demás, y sé de algunos que se volvieron completamente loc…
—¿Cuánto tiempo llevamos? —preguntó Cliff.
—Tres horas y diez minutos —respondió Odro.
Buddy suspiró.
La Muerte comprendió que aquellos mendigos eran personas invisibles. La invisibilidad era algo que iba con el trabajo, y él estaba acostumbrado a ella. Los humanos no veían a la Muerte hasta que no les quedaba otra elección.
Por otra parte, la Muerte era una personificación antropomórfica, mientras que Viejo Apestoso Ron era un ser humano, al menos en teoría.
Viejo Apestoso Ron se ganaba escasamente la vida siguiendo a la gente hasta que le daban dinero para que dejara de hacerlo. También tenía un perro, el cual añadía algo al olor de Viejo Apestoso Ron.
Era un terrier de color marrón grisáceo que había perdido parte de una oreja y lucía feas zonas de piel desnuda; mendigaba con un viejo sombrero entre los dientes que le quedaban, y como las personas generalmente dan a los animales aquello que negarían a los humanos, representaba un añadido considerable para el poder ganancial del grupo.
Ataúd Henry, en cambio, ganaba dinero por no ir a ninguna parte.
La gente que organizaba actos sociales importantes le enviaba antiinvitaciones y pequeñas sumas de dinero para asegurarse de que no se presentaría. Se comportaban así porque, si no lo hacían, Henry tenía la costumbre de colarse en el banquete de bodas e invitar a todos los presentes a que contemplaran su notable colección de enfermedades cutáneas. También tenía una tos que sonaba casi sólida.
Ataúd Henry siempre llevaba consigo un letrero en el que estaba escrito con tiza: «Por una poca de dinero no te sigo a casa.
Cof Cof».
Arnold Ladeado no tenía piernas. Dicha carencia no parecía ocupar un lugar demasiado importante en sus preocupaciones. Arnold agarraba a la gente por las rodillas y les decía: «¿Llevas cambio de un penique?», beneficiándose sin excepción de la subsiguiente confusión mental.
El mendigo al cual llamaban el Hombre del Pato tenía un pato encima de la cabeza. Nadie lo mencionaba nunca. Nadie atraía la atención hacia él. El pato parecía, ser una característica menor sin consecuencias, como la falta de piernas de Arnold y el olor independiente de Viejo Apestoso Ron o el carraspeo volcánico de Henry. Pero no por eso dejaba de importunar la paz de ánimo de la Muerte.
Se preguntó cómo podía abordar el tema.
DESPUÉS DE TODO, pensó, ÉL TIENE QUE SABERLO, ¿VERDAD? NO ES COMO UN DESCOSIDO EN LA CHAQUETA O ALGO POR EL ESTILO…
Por acuerdo común, los mendigos habían decidido llamar a la Muerte Señor Borrón. La Muerte no sabía por qué.
Por otra parte, se encontraba entre personas capaces de mantener una extensa discusión con una puerta. Quizá hubiera una razón lógica.
Los mendigos pasaban el día vagando invisiblemente por las calles, donde las personas que no los veían siempre ponían cuidado en apartarse de su camino y de vez en cuando les tiraban una moneda.
El Señor Borrón enseguida encajó muy bien. Cuando él pedía dinero, a la gente le resultaba muy difícil decir que no.
Escrote ni siquiera tenía un río. Existía simplemente porque hay un límite para la cantidad de tierra que puede haber antes de que haya alguna otra cosa.
El pueblo tenía dos calles en forma de cruz, una taberna, un almacén de semillas, una fragua, un par de graneros y, en un gesto de originalidad, una caballeriza llamada LA CABALLERIZA DE SETH.
No se movía nada. Hasta las moscas estaban dormidas. Las calles estaban ocupadas únicamente por largas sombras.
—Creía que habías dicho que era un pueblo de un solo caballo —dijo Cliff, mientras se detenían en la explanada llena de roderas y charcos que probablemente era glorificada con el nombre de plaza Mayor.
—Debe de haber muerto —dijo Asfalto.
Odro se puso de pie en la carreta y extendió los brazos.
—¡Hola, Escrote! —gritó.
El letrero que había encima de la caballeriza se desprendió del último clavo y cayó sobre el polvo.
—Lo que más me gusta de la vida en la carretera —declaró Odro— es la gente extraordinaria y los sitios interesantes que te encuentras.
—Supongo que de noche estará todo un poco más vivo —replicó Asfalto.
—Sí —dijo Cliff—. Sí, no me cuesta nada creerlo. Sí. Parece la clase de pueblo que cobra vida de noche. Parece que lo mejor sería enterrar todo el pueblo en un cruce de caminos y atravesarle las carnes con una estaca.
—Hablando de carnes… —dijo Odro.
Miraron la taberna. El letrero, resquebrajado y ya casi sin pintura, conseguía a duras penas transmitir las palabras «El Repollo Alegre».
—Lo dudo mucho —dijo Asfalto.
Había algunas personas en la taberna tenuemente iluminada, sentadas en un silencio hosco. Los viajeros fueron atendidos por el tabernero, cuyas maneras indicaban que les deseaba una muerte horrible tan pronto como salieran del establecimiento. La cerveza sabía como si estuviera más que dispuesta a contribuir a aquel propósito.
Se acurrucaron en una mesa, conscientes de los ojos fijos en ellos.
—He oído hablar de sitios así —susurró Odro—. Entras en un pueblecito con un nombre como Afable o Amistad, y al día siguiente eres carne para barbacoa.
—Yo no —objetó Cliff—. Soy demasiado pétreo.
—Bueno, pues entonces tú eres piedra para el parque —repuso el enano.
Paseó la mirada por una hilera de rostros fruncidos y alzó teatralmente su jarra.
—¿Qué tal van los repollos? —preguntó—. He visto en los campos que están preciosos y amarillos. Ya están maduros, ¿eh? Eso es bueno, ¿eh?
—Eso es por el pulgón del repollo —dijo alguien entre las sombras.
—Qué bien, qué bien —exclamó Odro. Era un enano. Los enanos no cultivaban la tierra.
—En Escrote no nos gustan los circos —declaró otra voz. Era una voz lenta y profunda.
—No somos un circo —explicó Odro con una sonrisa—. Somos músicos.
—En Escrote no nos gustan los músicos —dijo otra voz. Parecía, haber cada vez más figuras en la penumbra.
—Ejem… ¿Qué es lo que les gusta en Escrote? —preguntó Asfalto.
—Bueno… —dijo el tabernero, ahora un mero contorno en la creciente oscuridad—, por esta época del año generalmente hacemos una barbacoa allá abajo en el parque.
Buddy suspiró.
Era la primera vez que emitía algún sonido desde que habían llegado al pueblo.
—Supongo que será mejor que les enseñemos qué es lo que tocamos —dijo.
Había un tañido en su voz.
Había transcurrido cierto período de tiempo.
Odro contempló el picaporte. Era un picaporte. Primero se agarraba con la mano. Pero ¿qué se suponía que ocurría a continuación?
—Picaporte —dijo, por si pudiera ser de alguna ayuda.
—Se supone que tiés que hasher algo con él —dijo Cliff, desde algún lugar próximo al suelo.
Buddy se inclinó junto al enano e hizo girar el picaporte.
—Ashombroso —exclamó Odro, y se cayó hacia delante. Luego apoyó los brazos en el suelo, levantó la cabeza, y miró a su alrededor—. ¿Qués esto?
—El tabernero dijo que podíamos quedarnos aquí sin pagar nada —dijo Buddy.
—Menudo desastre —dijo Odro—. Calguien me traiga unashcoba y un eshtropajo ahora mishmo.
Asfalto llegó cargando el equipaje y con el saco de rocas de Cliff entre los dientes. Lo dejó caer todo en el suelo.
—Bueno, eso ha sido asombroso, sí señor —declaró—. La manera en que entraste en ese granero y dijiste, y dijiste… ¿Qué fue lo que dijiste?
—Hagamos el espectáculo aquí mismo —recordó Buddy, tumbándose en un colchón de paja.
—¡Increíble! ¡Tienen que haber venido de muchos kilómetros a la redonda!
Buddy miró el techo y tocó unos cuantos acordes.
—¡Y esa barbacoa! —exclamó Asfalto, todavía irradiando entusiasmo—. ¡Estaba deliciosa!
—¡El buey! —dijo Odro.
—El carbón de leña —murmuró satisfecho Cliff que lucía un gran anillo negro alrededor de la boca.
—¿Y quién habría penshado que se podía elaborar una servesa semejante a partir de colifloresh? —se asombró Odro.
—Tenía muchísimo cuerpo —dijo Cliff.
—Antes de que empezarais a tocar, pensé que íbamos a tener algún problemilla aquí —confesó Asfalto, sacudiendo los escarabajos de otro colchón—. No sé cómo os las arreglasteis para ponerlos a bailar de aquella manera.
—Sí —dijo Buddy.
—Y ni squiera nosh pagaron —murmuró Odro mientras se dejaba caer encima del colchón. No tardaron en oírse ronquidos, a los que la reverberación del casco daba un ligero tono metálico.
Cuando los demás se durmieron, Buddy dejó la guitarra encima de la cama, abrió la puerta sin hacer ruido, bajó despacio la escalera y salió a la noche.
Habría sido bonito que hubiera luna llena. O incluso un cuarto creciente. Una luna llena habría estado mejor. Pero solo había una media luna, que nunca aparece en los cuadros de ambiente romántico u oculto pese al hecho de que en realidad es la fase más mágica de todas.
Había un olor a cerveza rancia, repollos agonizantes, ascuas de la barbacoa y falta de alcantarillado.
Buddy se apoyó contra la caballeriza de Seth. La estructura se movió ligeramente.
Todo iba de maravilla cuando estaba en el escenario o, como había ocurrido aquella noche, en una vieja puerta de granero colocada sobre unos cuantos ladrillos. Todo se veía en colores intensos. Buddy podía sentir cómo las imágenes al rojo blanco le atravesaban la mente. Sentía como si su cuerpo estuviera en llamas pero además, y esa era la parte importante, sentía que lo co rrecto era que su cuerpo estuviera en llamas. Buddy se sentía vivo.
Y luego, después de aquello, se sentía muerto.
Seguía habiendo color en el mundo. Buddy podía reconocerlo como color, pero parecía que el color llevara puestas las gafas de cristales ahumados de Cliff. Los sonidos parecían llegarle a través de un trozo de algodón. Al parecer la barbacoa había estado muy bien; contaba con la palabra de Odro al respecto. Para Buddy había sido textura y no mucho más.
Una sombra atravesó el espacio que había entre los dos edificios…
Por otra parte, él era el mejor. Buddy lo sabía, no como una cuestión de orgullo o arrogancia, sino simplemente como un hecho. Podía sentir la música manando de él y entrando en el público…
—¿Es este, señor? —susurró una sombra detrás de la caballeriza, mientras Buddy vagaba a lo largo de la calle iluminada por la luna.
—Sí. Este primero, y luego hay que entrar en la taberna a por los otros dos. Incluso el troll grandote. Hay un punto en la parte de atrás del cuello.
—¿Pero no Escurridizo, señor?
—Extrañamente, no. No está aquí.
—Lástima. En una ocasión le compré un pastel de carne.
—Es una idea muy atractiva, pero nadie nos está pagando por Escurridizo.
Los asesinos desenvainaron los cuchillos, con sus hojas ennegrecidas para evitar los reflejos delatores.
—Si le sirve de algo, señor, yo podría darle dos peniques.
—Es ciertamente tentador…
El asesino veterano se pegó a la pared mientras el sonido de los pasos de Buddy iba creciendo…
Sostuvo el cuchillo al nivel de la cintura. Nadie que supiera algo de cuchillos utilizaba jamás el famoso apuñalamiento con el brazo levantado que tanto amaban los ilustradores. Era muy poco eficiente, propio de principiantes. Un profesional siempre apuñalaba hacia arriba; el camino hacia el corazón de un hombre pasa por su estómago.
El asesino llevó la mano atrás y se tensó…
Un reloj de arena que emitía un tenue brillo azulado apareció de repente ante sus ojos.
¿LORD ROBERT SELACHII?, dijo una voz junto a su oreja. ESTA ES TU VIDA.
Selachii entornó los ojos. El nombre grabado en el cristal no podía estar más claro. Pudo ver cómo cada granito de arena iba derramándose en el pasado…
Se volvió, le echó un vistazo a la figura encapuchada y echó a correr. Su aprendiz ya se encontraba a cien metros de allí y seguía acelerando.
—¿Disculpe? ¿Quién anda ahí?
Susan volvió a guardar a toda prisa el reloj de arena debajo de la túnica y se sacudió el pelo.
Apareció Buddy.
—¿Tú?
—Sí. Yo —dijo Susan.
Buddy dio un paso hacia ella.
—¿Vas a volver a esfumarte? —preguntó.
—No. De hecho, acabo de salvarte la vida.
Buddy recorrió con la mirada la noche, totalmente vacía excepto por ellos dos.
—¿De qué?
Susan se inclinó y recogió un cuchillo ennegrecido del suelo.
—¿De esto? —señaló.
—Sé que ya hemos mantenido esta conversación antes, pero ¿quién eres? No serás mi hada madrina, ¿verdad?
—Me parece que para eso hay que ser mucho más vieja —dijo Susan. Dio un paso atrás—. Y probablemente también mucho más simpática. Mira, no puedo decirte nada más. Ni siquiera deberías verme. Se supone que yo no tendría que estar aquí. Y tú tampoco, porque…
—No irás a decirme otra vez que deje de tocar, ¿verdad? —la interrumpió Buddy con furia—. ¡Porque no lo haré! ¡Soy músico! Si no toco, ¿entonces qué soy? ¡Para eso lo mismo podría estar muerto! ¿Lo entiendes? ¡La música es mi vida!
Se acercó unos pasos más.
—¿Por qué me sigues allá donde voy? ¡Asfalto ya dijo que habría chicas como tú!
—¿Se puede saber qué narices significa eso de «chicas como yo»?
Buddy se calmó un poco, pero solo un poco.
—Siguen a los actores y a los músicos —dijo—, por eso de, ya sabes, del glamour y todo lo demás…
—¿Glamour? ¿Una carreta maloliente y una taberna que huele a repollos?
Buddy alzó las manos.
—Oye, me está yendo todo muy bien —dijo con tono apremiante—. Estoy trabajando, la gente me escucha… No necesito ninguna ayuda más, ¿de acuerdo? Ya tengo suficientes cosas de qué preocuparme, así que haz el favor de mantenerte alejada de mi vida…
Se oyó un ruido de pies a la carrera, y apareció Asfalto, con los otros miembros de la banda detrás de él.
—La guitarra estaba chillando —dijo Asfalto—. ¿Te encuentras bien?
—Mejor pregúntaselo a ella —musitó Buddy.
Los tres miraron directamente a Susan.
—¿A quién? —preguntó Cliff.
—Está justo delante de ti.
Odro agitó en el aire una mano achaparrada, sin tocar a Susan por cuestión de centímetros.
—Seguramente es por culpa de los repollos —dijo Cliff a Asfalto. Susan retrocedió sin hacer ruido.
—¡Está ahí mismo! Pero ahora se está marchando. ¿Es que no lo veis?
—Tranquilo, tranquilo —le dijo Odro, cogiendo del brazo a Buddy—. Se marcha, y esperemos que no vuelva a darnos la lata, así que ahora ya puedes venir con…
—¡Ahora se está subiendo a ese caballo!
—Sí, sí, un gran caballo negro…
—¡Es blanco, idiota!
En el suelo ardieron por un instante unas huellas de cascos en rojo y luego se desvanecieron.
—¡Y ahora se ha ido!
La Banda Con Rocas Dentro contempló la noche.
—Sí, eso sí que lo veo, ahora que lo dices —repuso Cliff—. Eso es un caballo que no está ahí, desde luego.
—Sí, ciertamente es el aspecto que tiene un caballo que se ha ido —dijo Asfalto, escogiendo sus palabras con mucho cuidado.
—¿Ninguno de vosotros la ha visto? —preguntó Buddy, mientras iban conduciéndolo delicadamente de vuelta a través del tenue gris que precede al amanecer.
—He oído decir que a los músicos, a los músicos realmente buenos, les siguen a todas partes unas jóvenes medio desnudas llamadas Musas —dijo Odro.
—Como Cantalupe —dijo Cliff.
—Nosotros no las llamamos musas precisamente —dijo Asfalto, sonriendo—. Ya os conté que cuando estuve trabajando para Bertie el Baladista y sus Bribones Trovadores, solíamos tener montones de jovencitas rondando por…
—Pensándolo bien, es asombroso cómo se originan las leyendas —observó Odro—. Y ahora ven con nosotros, muchacho.
—Pero ella estaba ahí —protestó Buddy—. Estaba ahí.
—¿Cantalupe? —dijo Asfalto—. ¿Estás seguro, Cliff?
—Lo leí una vez en un libro —dijo el troll—. Cantalupe. Estoy bastante seguro. Algo así.
—Estaba ahí —dijo Buddy.
El cuervo roncaba suavemente encima de su calavera, contando ovejas muertas.
La Muerte de las Ratas entró por la ventana describiendo un gran arco, rebotó en una vela que goteaba cera y aterrizó a cuatro patas encima de la mesa.
El cuervo abrió un ojo.
—Ah, eres tú…
Entonces una garra se cerró sobre su pierna y la Muerte de las Ratas saltó de la calavera para lanzarse al espacio infinito.
Al día siguiente hubo más campos de repollos, aunque el paisaje empezó a cambiar levemente.
—Eh, eso es interesante —exclamó Odro.
—¿El qué? —preguntó Cliff.
—Ahí al fondo hay un campo de judías.
Lo estuvieron contemplando hasta que se perdió de vista.
—De todas maneras fueron muy amables al darnos toda esta comida —dijo Asfalto—. No nos van a faltar los repollos, ¿eh?
—Oh, cierra el pico —protestó Odro. Se volvió hacia Buddy, que estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos—. Anímate —dijo—. Dentro de un par de horas estaremos en Pseudópolis.
—Bien —dijo Buddy con voz distante.
Odro volvió a subir al pescante de la carreta y tiró de Cliff hacia él.
—¿Te has fijado en que se queda todo callado? —susurró.
—Ajá. ¿Piensas que estará… ya sabes… terminada para cuando volvamos?
—En Ankh-Morpork puedes conseguir que te hagan cualquier cosa —repuso Odro con firmeza—. He de haber llamado a todas las malditas puertas de la calle de los Artesanos Habilidosos. ¡Veinticinco dólares!
—¿Y tú te quejas? No lo estamos pagando con tu diente.
Ambos se volvieron para mirar a su guitarrista.
Que tenía la mirada perdida en los campos interminables.
—Estaba ahí-murmuró.
Las plumas cayeron al suelo en espiral.
—No tenías por qué hacer eso —protestó el cuervo, aleteando para ponerse derecho—. Bastaba con que me lo pidieras.
Iiic.
—De acuerdo, pero antes habría estado mejor.
El cuervo encrespó las plumas y contempló el paisaje que resplandecía bajo el cielo oscuro.
—Conque este es el lugar, ¿eh? —dijo—. ¿Estás seguro de que no eres la Muerte de los Cuervos también?
Iiic.
—La forma no significa gran cosa. Y aunque lo hiciera tú tienes el hocico puntiagudo, ¿no? ¿Qué era lo que querías?
La Muerte de las Ratas agarró un ala y tiró de ella.
—¡De acuerdo, de acuerdo!
El cuervo miró a un gnomo de jardín. El gnomo pescaba en un estanque ornamental. Los peces eran esqueléticos, pero eso no parecía ser un obstáculo para que disfrutasen la vida, o lo que fuese que estaban disfrutando.
Luego agitó las alas y siguió a la rata dando saltitos.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dio un paso atrás.
Jimbo, Crash, Noddy y Escoria lo miraron con cara de expectación.
—¿Para qué son todas esas cajas, señor Escurridizo? —preguntó Crash.
—Eso —dijo Escoria.
Escurridizo colocó cuidadosamente la décima caja encima de su trípode.
—¿Habéis visto alguna vez un iconógrafo, muchachos? —preguntó después.
—Oh, por descontado que… quiero decir, claro, tronco —dijo Jimbo—. Dentro llevan un demonio pequeño que pinta imágenes de las cosas hacia donde apuntas.
—Pues esto es como el iconógrafo, solo que para el sonido —aclaró Escurridizo.
Jimbo entornó los ojos y miró más allá de la tapa abierta.
—No veo ningún demonio, sen… digo, colega —dijo.
—Eso es porque no hay ninguno —dijo Escurridizo. Aquello también le empezaba a preocupar a él. Se hubiese sentido un poquito más tranquilo si hubiera habido un demonio o cualquier clase de magia, algo que fuera simple y comprensible. No le gustaba la idea de vender su alma a la ciencia—. Bueno, a lo que íbamos… El Nardo… —comenzó diciendo.
—Escoria y los Cavernícolas —dijo Jimbo.
—¿Qué?
—Escoria y los Cavernícolas —repitió Jimbo amablemente—. Es nuestro nuevo nombre.
—¿Por qué lo habéis cambiado? Todavía no llevabais ni veinticuatro horas siendo El Nardo.
—Sí, pero finalmente pensamos que el nombre nos impedía avanzar.
—¿Cómo podía impediros avanzar? Pero si no estáis yendo a ninguna parte. —Escurridizo los miró fijamente y luego se encogió de hombros—. En fin, como quiera que os llaméis… quiero que cantéis vuestra mejor canción, pero qué cosas digo, delante de esas cajas. Todavía no… todavía no… esperad un momento…
Escurridizo se retiró al rincón más alejado de la habitación y se caló el sombrero hasta las orejas.
—De acuerdo, ya podéis empezar —dijo.
Sumido en una deliciosa sordera, estuvo contemplando al grupo durante varios minutos hasta que un cese general en el movimiento indicó que lo que fuera que hubiesen estado perpetrando ya se había cometido.
Entonces fue a inspeccionar las cajas. Los alambres estaban vibrando suavemente, pero apenas había ningún sonido.
Escoria y los Cavernícolas hicieron corro a su alrededor.
—¿Ha funcionado, señor Escurridizo? —preguntó Jimbo.
Escurridizo negó con la cabeza.
—No tenéis lo que hay que tener, muchachos —sentenció.
—¿Qué es lo que hay que tener, señor Escurridizo?
—Ahí sí que me habéis pillado. Vosotros tenéis algo —dijo al ver sus caras de consternación—, pero no tenéis mucho, sea de lo que sea.
—Ejem… Esto no significa que no se nos vaya a dejar tocar en el Festival Gratis, ¿verdad, señor Escurridizo? —dijo Crash.
—Quizá —dijo Escurridizo, sonriendo benévolamente.
—¡Muchísimas gracias, señor Escurridizo!
Escoria y los Cavernícolas salieron a la calle.
—Tenemos que empezar a cogerle el truco si queremos dejarlos alucinados en el Festival —observó Crash.
—¿Te refieres a hacer algo como… aprender a tocar? —preguntó Jimbo.
—¡No! La Música Con Rocas Dentro es algo que simplemente ocurre. Si te dedicas a aprender, nunca conseguirás llegar a ninguna parte —dijo Crash—. No, lo que quiero decir es que… —Miró a su alrededor—. Para empezar, tenemos que vestir mejor. ¿Fuiste a mirar lo de las chaquetas de cuero, Noddy?
—Algo así —dijo Noddy.
—¿Qué significa «algo así»?
—Algo así como cuero. Me pasé por la curtiduría del Camino de Fedre y allí tenían algo de cuero, claro, pero es un poquito… aromático…
—De acuerdo. Esta noche podemos empezar a trabajar en ellas.
¿Y cómo está lo de los pantalones de piel de leopardo, Escoria? Ya sabes que dijimos que unos pantalones de piel de leopardo serían una idea genial.
Una mueca de preocupación trascendental cruzó por el rostro de Escoria.
—Los tengo, más o menos —dijo.
—O los tienes o no los tienes —repuso Crash.
—Sí, pero es que son un poquito… —dijo Escoria—. Mira, no encontré ninguna tienda donde hubieran oído hablar de nada parecido pero, ejem, ¿sabes ese circo que estuvo aquí la semana pasada? Pues el caso es que estuve hablando con el tipo del sombrero de copa y, bueno, al final me salió bastante barato y…
—¿Qué has comprado, Escoria? —preguntó Crash bajando la voz.
—Míralo de esta manera —dijo Escoria con sudorosa jovialidad—. Es como unos pantalones de piel de leopardo, una camisa de piel de leopardo y un sombrero de piel de leopardo.
—Escoria —dijo Crash, en tonos graves de amenaza resignada—, has comprado un leopardo, ¿verdad?
—Algo un poco leopárdico, sí. Es varón.
—Oh, cielos…
—Pero una auténtica ganga por veinte dólares —explicó Escoria—. El hombre me aseguró que no le ocurría nada grave.
—¿Y entonces por qué se quería librar de ese leopardo varón? —quiso saber Crash.
—Resulta que es un poco rojo. El hombre me dijo que la gente lo confundía con un oso.
—¡Bueno, pues entonces no nos sirve de nada!
—No entiendo por qué. Los pantalones pueden ser de cualquier color.
¿LE SOBRA UN PENIQUE, JOVEN SEÑOR?
—Largo, abuelo —dijo Crash sin inmutarse.
LES DESEO BUENA SUERTE.
—Mi padre dice que hoy día hay demasiados mendigos rondando por ahí —dijo Crash mientras pasaban junto al pedigüeño—. Dice que el Gremio de Mendigos debería hacer algo al respecto.
—Pero todos los mendigos pertenecen al Gremio —repuso Jimbo.
—Bueno, pues no deberían dejar ingresar a tanta gente.
—Sí, pero siempre es mejor que estar por las calles.
Escoria, que de todo el grupo era quien tenía menos actividad cerebral que pudiera interponerse entre su persona y la auténtica observación del mundo, se había quedado un poco rezagado. Tenía la inquietante sensación de que acababa de pisar la tumba de alguien.
—Ese mendigo parecía un poquito delgado —musitó.
Los demás no le estaban prestando atención. Habían vuelto a la discusión habitual.
—Ya estoy harto de ser Escoria y los Cavernícolas —exclamó Jimbo—. Es una porquería de nombre.
—Muy, pero que muy delgado —dijo Escoria mientras rebuscaba en su bolsillo.
—Sí, a mí me gustaba más cuando éramos Los Cuales —intervino Noddy.
—¡Pero si solo fuimos Los Cuales durante media hora! —exclamó Crash—.[26] Ayer. Entre ser Esfumino y Querubines del Averno, ¿os acordáis?
Escoria localizó una moneda de diez peniques y dio media vuelta.
—Tiene que haber aunque sea un solo nombre bueno —dijo Jimbo—. Apuesto a que lo reconoceremos tan pronto como lo veamos.
—Sí, troncos. Bueno, pues tenemos que encontrar algún nombre por el que no empecemos a discutir al cabo de cinco minutos —dijo Crash—. Que la gente no sepa quiénes somos no le está haciendo ningún bien a nuestra carrera.
—El señor Escurridizo dice que en realidad, sí —intervino Noddy.
—Eso es lo que dice él, pero mi padre siempre dice que las piedras rodantes no crían musgo —repuso Crash.
—Aquí tiene, anciano —comentó Escoria al principio de la calle.
GRACIAS, dijo la agradecida Muerte.
Escoria se apresuró a alcanzar a los demás, que habían vuelto a abordar el tema de los varones con pigmentaciones rojizas.
—¿Dónde lo metiste, Escoria? —preguntó Crash.
—Bueno, ya conoces esa especie de dormitorio tuyo…
—¿Cómo se mata un leopardo? —preguntó Noddy.
—Eh, se me ha ocurrido una idea —dijo Crash lúgubremente—. Dejaremos que muera atragantado por Escoria.
El cuervo inspeccionó el reloj del vestíbulo con la mirada experta de alguien que sabe reconocer el valor de los buenos decorados.
Como ya había observado Susan, no era que el reloj fuera pequeño, sino que se hallaba desplazado dimensionalmente; parecía pequeño, pero solo de la misma manera en que algo muy grande visto desde lejos parece pequeño: la mente recuerda constantemente a los ojos que se están equivocando. Pero aquello también ocurría con el reloj al mirarlo de cerca. Estaba hecho de alguna madera oscura, ennegrecida por el paso del tiempo. Había un péndulo, que oscilaba lentamente.
El reloj no tenía manecillas.
—Impresionante —declaró el cuervo—. Esa hoja de guadaña en el péndulo es un toque magnífico. Muy gótico. Nadie podría mirar ese reloj y no pensar que…
¡Iiic!
—De acuerdo, de acuerdo, ya voy. —El cuervo cruzó aleteando la estancia para posarse encima del marco ornamental de una puerta. Tenía un motivo de calavera y huesos—. Un gusto excelente —dijo.
Iiic.Iiic.
—Bueno, supongo que cualquiera puede dedicarse a la fontanería —dijo el cuervo—. Una cosa curiosa. ¿Sabías que al retrete se le puso ese nombre por sir Charles Retrete? Eso no lo sabe mucha…
Iiic.
La Muerte de las Ratas empujó la gran puerta que llevaba a la cocina. Esta se abrió con un chirrido pero allí, de nuevo, había algo que no acababa de encajar. Quien lo escuchaba tenía siempre la sensación de que el chirrido había sido añadido por alguien que, pensando que una puerta como aquella en un entorno como aquel debería chirriar, le había insertado uno.
Albert estaba lavando los platos en el fregadero de piedra con los ojos clavados en la nada.
—Ah —dijo, volviéndose—, eres tú. ¿Qué es esa cosa?
—Soy un cuervo —aclaró el cuervo, nerviosamente—. Uno de los pájaros más inteligentes, por cierto. Mucha gente piensa que el pájaro más inteligente que existe es el mina ajeno, pero…
¡Iiic!
El cuervo se encrespó las plumas con el pico.
—Me encuentro aquí en calidad de intérprete —dijo.
—¿Ha dado con él? —preguntó Albert.
La Muerte de las Ratas estuvo chillando bastante tiempo.
—Ha mirado en todas partes. Ni rastro —dijo el cuervo.
—Entonces es que no quiere que le encuentren —dijo Albert. Limpió la grasa de un plato adornado con un motivo de calaveras—. Eso no me gusta nada.
Iiic.
—La rata dice que eso no es lo peor —dijo el cuervo—. La rata dice que deberías saber qué es lo que ha estado haciendo la nieta…
La rata chilló. El cuervo habló.
El plato se hizo añicos contra el fregadero.
—¡Ya lo sabía yo! —gritó Albert—. ¡Le ha salvado! ¡Esa chica no tiene ni la más remota idea! ¡Muy bien! Esto lo voy a solucionar yo mismo. Así que el amo piensa que puede desaparecer sin dejar rastro, ¿eh? ¡No del viejo Albert! ¡Vosotros dos esperad aquí!
Ya había carteles pegados por toda Pseudópolis. Las noticias vuelan, especialmente cuando es Y.V.A.L.R. Escurridizo el que paga los caballos.
—¡Hola, Pseudópolis!
Tuvieron que llamar a la Guardia de la ciudad. Tuvieron que organizar una cadena de cubos desde el río. Asfalto tuvo que plantarse delante del camerino de Buddy empuñando una gran porra. Con un clavo en ella.
De pie ante el trozo de espejo que había en su dormitorio, Albert se cepillaba furiosamente el pelo. El pelo era blanco. Al menos,hacía mucho tiempo había sido blanco. En la actualidad era del color del dedo índice de un adicto al tabaco.
—Es mi obligación, eso es lo que es —musitaba—. No sé dónde estaría el amo sin mí. ¡Puede que se acuerde del futuro, pero siempre lo entiende todo al revés! Claro, él puede ir por ahí preocupándose de las verdades eternas, pero ¿quién tiene que ir recogiendo los platos rotos después? El tonto del pueblo, faltaría más.
Se miró en el espejo.
—¡Muy bien! —dijo.
Debajo de la cama había una maltrecha caja de zapatos. Albert la sacó con mucho, mucho cuidado y levantó la tapa. Estaba medio llena de lana de algodón y dentro, depositado en el nido de algodón, había un biómetro.
En él estaba tallado el nombre de Alberto Malich.
La arena que había dentro se hallaba inmóvil, congelada en plena caída. Ya no quedaba mucha en la cavidad superior.
Allí el tiempo no transcurría.
Aquello formaba parte del Acuerdo. Albert trabajaba para la Muerte y el tiempo no transcurría, excepto cuando Albert iba al Mundo.
Al lado del reloj había un trozo de papel. Alguien había escrito las cifras «91» en la parte de arriba, pero iban descendiendo números más bajos por la página. 73… 68… 37… 19.
¡Diecinueve!
¿En qué podía haber estado pensando? Había permitido que se le fuera escurriendo la vida en horas y minutos, y últimamente había habido muchos más que antes. Estuvo todo aquel asunto del fontanero, naturalmente. Y las compras. Al amo no le gustaba ir de compras. Le costaba mucho conseguir que le atendieran. Y Albert se había tomado algunas vacaciones, porque era agradable ver el sol, cualquier sol, y sentir el viento y la lluvia; el amo hacía todo lo que podía, pero no había manera de que le salieran bien. Y verduras decentes, a eso tampoco le podía coger el truco. Nunca sabían como si estuvieran bien maduras.
Le quedaban diecinueve días en el mundo. Pero eran más que suficientes.
Albert se guardó el biómetro en el bolsillo, se puso un abrigo y bajó por la escalera con decisión.
—Tú —dijo, señalando a la Muerte de las Ratas—, ¿no puedes percibir ninguna señal de él? Tiene que haber algo. Concéntrate. Iiic. —¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que lo único que recuerda es algo relacionado con la arena.
—Arena —dijo Albert—. De acuerdo. Es un buen comienzo. Inspeccionaremos toda la arena. ¿Inc? —Donde quiera que el amo esté, dejará huellas.
Una serie de sonidos susurrantes despertó a Cliff. La silueta de Odro se recortaba contra la luz del amanecer, empuñando una brocha.
—¿Qué estás haciendo, enano?
—Hice que Asfalto trajera un poco de pintura —dijo Odro—. Estas habitaciones están hechas una pena.
Cliff se incorporó sobre los codos y miró alrededor.
—¿Cómo se llama el color de la puerta?
—Eau-de-nil.
—Es bonito.
—Gracias —dijo Odro.
—Las cortinas también están muy bien.
La puerta se abrió con un crujido. Asfalto entró, cargado con una bandeja, y cerró la puerta tras él de una patada.
—Oh, lo siento —se excusó.
—Pintaré encima de la muren —dijo Odro.
Asfalto dejó la bandeja en el suelo, temblando de excitación.
—¡Todo el mundo está hablando de vosotros, chicos! —exclamó—. Y dicen que de todas maneras ya iba siendo hora de que construyeran un teatro nuevo. Os he traído huevos con beicon, huevos con rata, huevos con coque, y… y… qué era lo que os tenía que contar… ah, sí. El capitán de la Guardia dice que si todavía estáis en la ciudad cuando salga el sol, se encargará personalmente de que os entierren vivos. Ya tengo preparada la carreta junto a la puerta trasera. Unas cuantas jovencitas han estado escribiéndole cosas con pintalabios. Bonitas cortinas, por cierto. Los tres miraron a Buddy.
—No se ha movido —informó Odro—. Después de la actuación se desplomó en la cama y se quedó como un tronco.
—Bueno, anoche no paraba de saltar y correr —dijo Cliff.
Buddy seguía roncando suavemente.
—Cuando regresemos —dijo Odro—, deberíamos tomarnos unas buenas vacaciones en algún sitio.
—Tienes razón —dijo Cliff—. Si salimos de esta con vida, me echaré las rocas a la espalda y empezaré a andar, y la primera vez que alguien me pregunte qué son esas cosas que llevo a la espalda, allí es donde me quedaré a vivir.
Asfalto asomó la cabeza por la puerta y miró la calle.
—¿Podéis comer todos deprisa? —les preguntó—. Lo digo porque hay unos cuantos hombres de uniforme ahí fuera. Con palas.
Allá en Ankh-Morpork, el señor Clete estaba estupefacto.
—¡Pero ustedes estaban contratados! —exclamó.
—El término exacto es «solicitar nuestros servicios», no «contratarnos» —dijo lord Downey, presidente del Gremio de Asesinos. Miró a Clete sin intentar ocultar su desagrado—. Pero por desgracia ya no podemos seguir manteniendo su acuerdo.
—Pero si son solo músicos —dijo el señor Clete—. No pueden ser tan difíciles de matar, ¿verdad?
—Mis colaboradores muestran una cierta reticencia a hablar de ello —dijo lord Downey—. Todos parecen tener la impresión de que los clientes se encuentran protegidos de alguna manera. Evidentemente, le devolveremos el remanente de la tarifa que pagó.
—Protegidos —murmuró Clete, mientras atravesaban con alivio el arco que daba entrada al Gremio de Asesinos.
—Bueno, ya le conté lo que ocurrió en el Tambor cuando… —empezó a decir Satchelmouth.
—Eso no son más que supersticiones —lo interrumpió Clete.
Alzó la mirada hacia una pared, en la que tres pósters del Festival se pavoneaban en colores primarios.
—Fue estúpido por tu parte pensar que los asesinos servirían de algo fuera de la ciudad —murmuró Clete.
—¿Yo? Pero si yo no…
—Aléjalos más de diez kilómetros de un sastre decente y de un espejo, y los asesinos se desmoronan —añadió Clete.
Miró el póster.
—Gratis —murmuró—. ¿Has hecho correr la voz de que cualquiera que toque en ese Festival quedará inmediatamente fuera del Gremio?
—Sí, señor. No creo que les preocupe demasiado, señor. Quiero decir que algunos de ellos se han estado reuniendo, señor. Verá, dicen que dado que hay mucha más gente que quiere ser músico de la que vamos a admitir en el Gremio, entonces deberíamos…
—¡Eso es la ley de la turba! —exclamó Clete—. ¡Quieren agruparse para imponerle reglas inaceptables a una ciudad indefensa!
—El problema, señor, es que si son muchos… —dijo Satchelmouth—. Como se les ocurra ir a hablar a palacio… Bueno, señor, usted ya conoce al patricio…
Clete asintió, taciturno. Un gremio solo era poderoso mientras fuese evidente que hablaba en nombre de los miembros de su circunscripción.
Imaginó a cientos de músicos acudiendo en manada al palacio. Cientos de músicos que no pertenecían al Gremio…
El patricio era un pragmático. Nunca intentaba reparar las cosas que funcionaban. Las cosas que no funcionaban, sin embargo, se hacían pedazos.
El único destello de esperanza era que todos estarían demasiado ocupados trasteando con la música para pensar en política. Aquello siempre le había dado muy buenos resultados a Clete.
Entonces se acordó de que Escurridizo estaba en el ajo. Esperar que aquel horror de hombre no pensara en nada relacionado con el dinero era como esperar que las rocas no pensaran en la gravedad.
—¿Hola? ¿Albert?
Susan abrió la puerta de la cocina. La inmensa habitación estaba vacía.
—¿Albert?
Probó suerte en el piso de arriba. Allí estaba su propia habitación y también había un pasillo lleno de puertas que no se abrían y que posiblemente no lo harían jamás: las puertas y los marcos tenían el aspecto de ser una sola pieza hecha a partir de un molde. Presumiblemente la Muerte tendría un dormitorio, aunque proverbialmente la Muerte nunca dormía. Quizá se limitaba a leer en la cama.
Susan fue probando los picaportes hasta que encontró uno que giró.
La Muerte sí tenía un dormitorio.
Había acertado en muchos de los detalles. Por supuesto. Después de todo, la Muerte veía montones de dormitorios. En el centro de las hectáreas de suelo había una gran cama de cuatro postes, aunque cuando Susan la tanteó experimentalmente descubrió que las sábanas eran tan sólidas como la roca.
Había un espejo de cuerpo entero y un armario. Susan echó un vistazo en su interior, solo por si acaso hubiera una selección de túnicas, pero lo único que encontró fue unos cuantos zapatos viejos en el fondo del armario.[27]
Un tocador acogía un juego de aguamanil y jofaina con un motivo de calaveras y omegas, así como toda una variedad de botellas y otros artículos.
Susan los fue cogiendo uno por uno. Loción para después del afeitado. Pomada. Refrescador para el aliento. Un par de cepillos para el pelo con el dorso de plata.
Todo resultaba bastante triste. Estaba claro que la Muerte se había hecho la idea de lo que un caballero debería tener en su tocador sin encararse previamente con una o dos cuestiones fundamentales.
Finalmente terminó encontrando una escalera más pequeña y más estrecha.
—¿Albert?
Al final de la escalera había una puerta.
—¿Albert? ¿Hay alguien?
Susan se dijo que anunciar previamente tu presencia significaba que no estabas irrumpiendo sin permiso, y empujó la puerta.
Era una habitación pequeña. Realmente pequeña. Tenía unos pocos muebles de dormitorio y una cama estrecha. Una pequeña estantería contenía un puñado de libritos de aspecto poco interesante. En el suelo había un trozo de papel muy viejo que, al recogerlo Susan, resultó estar cubierto de números, todos ellos tachados excepto el último, que era: 19.
Uno de los libros era La, jardinería en condiciones difíciles.
Regresó al estudio. En realidad, ya sabía de antemano que no había nadie en la casa. El aire parecía estar muerto.
En los jardines había la misma atmósfera. La Muerte podía crear la mayor parte de las cosas, excepto las relacionadas con la fontanería. Pero su capacidad no alcanzaba a crear la vida. Eso tenía que ser añadido, como la levadura en el pan. Sin ella, todo era hermosamente limpio y ordenado y aburrido, aburrido, aburrido.
«Así es como tiene que haber sido —pensó—. Y entonces, un día, adoptó a mi madre. Sentía curiosidad.»
Volvió al sendero que atravesaba el huerto.
«Y cuando yo nací mamá y papá tuvieron tanto miedo de que aquí me sintiera como en casa, que me educaron para que fuese… bueno… una Susan. ¿Qué clase de nombre es ese para la nieta de la Muerte? Una chica así debería tener mejores pómulos, el pelo liso y un nombre con uves y equis.»
Allí, una vez más, estaba lo que él había hecho para ella. Sin la ayuda de nadie. Desarrollando todo el razonamiento a partir de los mismísimos principios fundamentales…
Un columpio. Un simple columpio.
En el desierto que se extiende entre Klatch y Hershebia ya hacía un calor abrasador.
El aire rieló y luego se oyó un «pop». Albert apareció en lo alto de una duna. En el horizonte había un fuerte hecho con ladrillos de barro cocido.
—La Legión Extranjera klatchiana —musitó Albert, mientras la arena iniciaba su inexorable progreso hacia el interior de sus botas.
Albert se encaminó penosamente hacia el fuerte con la Muerte de las Ratas sobre su hombro.
Llamó a la puerta, en la que había algunas flechas clavadas, pasado un rato se abrió una mirilla.
—¿Qué quiere, ofendi? —dijo una voz desde algún lugar detrás de ella.
Albert alzó una tarjeta.
—¿Ha visto a alguien que no tuviera este aspecto? —quiso saber.
Hubo silencio.
—Entonces se lo plantearé así: ¿ha visto a algún misterioso desconocido que no hablara de su pasado? —preguntó Albert.
—Esto es la Legión Extranjera klatchiana, ofendi. La gente no habla de su pasado. Se alistan para… para…
A medida que la pausa iba prolongándose, Albert empezó a sospechar que tendría que ser él quien reanudara la conversación.
—¿Olvidar?
—Eso. Olvidar. Sí.
—Bueno, ¿y han tenido recientemente algún recluta que fuese, digamos, un poco raro?
—Podría ser —dijo la voz muy despacio—. No me acuerdo.
La mirilla se cerró de golpe.
Albert volvió a aporrearla. La mirilla se abrió.
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Está seguro de que no puede acordarse?
—¿Acordarme de qué?
Albert inspiró profundamente.
—¡Exijo ver al oficial al mando!
La mirilla se cerró. La mirilla se abrió.
—Lo siento. Parece ser que yo soy el oficial al mando. Usted no es un h’ez o un hershebiano, ¿verdad?
—¿No lo sabe?
—Estoy… casi seguro de que tengo que haberlo sabido. En algún momento. Ya sabe como es esto… tengo la cabeza como un… una cosa, ya sabe… con agujeros… sirve para escurrir la lechuga… ejem…
Hubo un sonido de cerrojos descorridos y se abrió un postigo en el pórtico.
El posible oficial era un sargento, al menos en la escasa medida en que Albert estaba familiarizado con los grados klatchianos. Tenía el aspecto de alguien que, entre las cosas que no podía recordar, incluiría una buena noche de sueño. Si se acordaba de hacerlo.
Dentro del fuerte había unos cuantos soldados klatchianos más, sentados o manteniéndose en pie a duras penas. Muchos estaban vendados, y había un número bastante más elevado de soldados, yaciendo o depositados sobre la dura arena, que nunca volverían a necesitar una noche de sueño.
—¿Qué ha estado ocurriendo aquí? —preguntó Albert. Su tono era tan autoritario que el sargento se encontró saludando.
—Fuimos atacados por los h’eces, señor —dijo, bamboleándose ligeramente—. ¡Había centenares de ellos! Nos superaban en número por… ejem… ¿cuál es el número que hay después del nueve? Tiene un uno. —Diez.
—Por diez a uno, señor.
—Aun así, veo que han sobrevivido —repuso Albert.
—Ah —dijo el sargento—. Sí. Ejem. Sí. Ahí es donde todo se complica un poco, de hecho. Ejem. ¿Cabo? Sí, usted. No, el que está a su lado. El de los dos galones.
—¿Yo? —preguntó un soldado bajito y gordo.
—Sí. Cuéntele lo que sucedió.
—Oh. Claro. Ejem. Bueno, los muy bastardos nos habían llenado de flechas, ¿comprende? Y parecía que ya estábamos perdidos. Entonces alguien propuso que subiéramos los cuerpos a las almenas, con sus ballestas y sus lanzas y todo, para que aquellos bastardos pensaran que seguíamos al completo…
—No es una idea original, cuidado —intervino el sargento—. Se ha hecho docenas de veces.
—Sí —dijo el cabo nerviosamente—. Eso es lo que tuvieron que pensar ellos. Y entonces… y entonces… cuando bajaban al galope por las dunas… cuando ya casi los teníamos encima, riendo y todo eso, diciendo cosas como «otra vez ese viejo truco»… alguien gritó «¡Fuego!» y todos abrieron fuego. —¿Los muertos…?
—Me alisté en la Legión para… ejem… ya sabe, eso que se hace con la mente… —empezó a decir el cabo.
—¿Olvidar? —dijo Albert.
—Eso, eso. Olvidar. Y llevo ya algún tiempo mejorando en ello. Pero no voy a olvidar a mi viejo compañero Codeador Malik lleno de flechas y aun así dándole su merecido al enemigo —dijo el cabo—. Eso es algo que no olvidaré en mucho tiempo. Aunque le aseguro que lo voy a intentar, eso sí.
Albert alzó la mirada hacia las almenas. Estaban vacías.
—Alguien los hizo formar en formación y luego todos salieron del fuerte —dijo el cabo—. Y acabo de salir a mirar hace un momento y no había más que tumbas. Tienen que haberlas cavado los unos para los otros…
—Cuénteme quién es ese «alguien» al que no para de referirse —dijo Albert.
Los soldados se miraron.
—Precisamente hemos estado hablando de eso —dijo el sargento—. Hemos estado tratando de recordar. Él estaba en… el Pozo… cuando empezó todo…
—¿Era alto? —preguntó Albert.
—Podría haber sido alto, podría haber sido alto —asintió el cabo—. Tenía la voz de alguien que es muy alto, desde luego —añadió, con aire perplejo ante las palabras que salían de su propia boca.
—¿Qué aspecto tenía?
—Bueno, tenía una… con… y era digamos que… más o menos… un…
—¿Tenía un aspecto… sonoro y profundo? —indicó Albert.
El cabo sonrió con alivio.
—Es él —afirmó—. El soldado… el soldado… Veau… Veau… no me acuerdo bien de su nombre…
—Sé que cuando salió por la… —empezó a decir el sargento, y entonces se puso a chasquear los dedos con irritación—. Ya sabe, eso que se abre y se cierra. De madera. Con pestillos y bisagras. Gracias. La puerta. Sí, eso es… la puerta. Pues cuando salió por la puerta dijo… ¿Qué fue lo que dijo, cabo?
—Dijo: «Hasta el más mínimo detalle», señor.
Albert paseó la mirada por el fuerte.
—Así que se ha ido.
—¿Quién?
—El hombre del que me hablaba hace unos instantes.
—Ah. Sí. Ejem. ¿Tiene alguna idea de quién era, ofendi? Porque, bueno, fue asombroso… para que luego digan de la moral de la tropa…
—Plantados en sus puestos como cadáveres, ¿eh? —dijo Albert, que podía ser desagradable cuando quería—. Supongo que no dijo adonde iría a continuación.
—¿Adonde iría a continuación quién? —preguntó el sargento, frunciendo el ceño en honesta duda.
—Olvide que se lo he preguntado —repuso Albert.
Le echó una última mirada al fortín. Que sobreviviera o no que la línea de puntos del mapa siguiera una dirección u otra, probablemente no tendría demasiada importancia en la historia del mundo.
Era típico del amo tratar de apañar un poquito las cosas…
A veces también intenta ser humano, pensó. Y siempre mete la pata.
—Sigan con lo suyo, sargento —dijo, y volvió al desierto.
Los legionarios lo vieron desaparecer tras las dunas, y luego volvieron a la labor de poner un poco de orden en el fuerte.
—¿Quién cree que era?
—¿Quién?
—La persona que acaba de mencionar.
—¿Lo hice?
—¿El qué?
Albert coronó una duna. Desde allí podía entreverse la línea de puntos, serpenteando traicioneramente a través de la arena.
Iiic.
—Lo mismo opino yo, créeme —dijo Albert.
Se sacó del bolsillo un pañuelo extremadamente sucio, le hizo un nudo en cada esquina y luego se lo puso en la cabeza.
—Muy bien —dijo, pero había una sombra de incertidumbre en su voz—. Me parece que no estamos tratando este asunto con lógica.
Iiic.
—Nos podríamos pasar el día persiguiéndolo por todas partes.
Iiic.
—Así que quizá, deberíamos reflexionar sobre esto.
Iiic.
—Y ahora veamos… si estuvieras en el Disco, te sintieras decididamente un poco raro y pudieras ir absolutamente a cualquier lugar, a cualquiera fuese el que fuese… ¿adonde irías?
¿Iiic?
—Absolutamente a cualquiera. Pero a uno en el que nadie recuerde tu nombre.
La Muerte de las Ratas contempló el desierto interminable, liso y por encima de todo seco que se extendía a su alrededor.
Iiic.
—Sabes, creo que tienes razón.
Era un manzano.
«Me hizo un columpio», recordó Susan.
Se sentó y contempló aquello.
Era bastante complicado. En la medida en que la construcción resultante permitía inferir los procesos mentales que hubo detrás de ella, las cosas habían ido de la siguiente manera:
Estaba claro que un columpio debería colgarse de la rama más robusta.
De hecho —dado que la seguridad era algo primordial—, sería preferible colgarlo de las dos ramas más resistentes, una para cada cuerda.
Dichas ramas habían resultado estar en los lados opuestos del árbol.
No volver nunca atrás. Eso formaba parte de la lógica. Seguir siempre adelante, dando un paso lógico tras otro.
Así que… había eliminado unos dos metros de la parte central del tronco del árbol, permitiendo de esa manera que el columpio pudiera, bueno, columpiarse.
El árbol no se había muerto. Seguía gozando de muy buena salud.
No obstante, la falta de una sección importante del tronco había hecho que surgiese un nuevo problema. Dicho problema se había superado mediante la adición de dos grandes soportes bajo las ramas, un poco más hacia fuera que las cuerdas del columpio, que mantenían toda la parte de arriba del árbol aproximadamente a la altura correcta sobre el suelo.
Susan rememoró cómo se había reído, incluso entonces. Y él se había quedado plantado allí, incapaz de entender qué era lo que estaba mal.
Entonces Susan lo vio todo, claro y diáfano ante sus ojos.
Así era como funcionaba la Muerte. Nunca entendía del todo lo que estaba haciendo. Hacía cosas, y siempre le acababan saliendo mal. ¿La madre de Susan? De pronto la Muerte tuvo entre sus manos a una mujer adulta y no supo qué hacer a continuación. Por eso hizo otra cosa para enmendarlo, con lo cual quedó todo aun peor. ¿Su padre? ¡El aprendiz de la Muerte! Y cuando eso también salió mal, y el potencial para salir mal venía implícito en la situación, la Muerte hizo otra cosa para enmendarlo.
Le dio la vuelta al reloj de arena.
Después de aquello, todo fue cuestión de matemáticas.
Y del Deber.
—¡Hola… cuernos, Odro, dime dónde estamos…! ¡Sto Lat! ¡Hey!
El público era todavía más numeroso. Había habido más tiempo para pegar los carteles, más tiempo para el boca-a-boca procedente de Ankh-Morpork. Y, como pudo ver la banda, buena parte de los presentes los habían seguido desde Pseudópolis.
En una breve pausa entre temas, justo antes del momento en que la gente empezó a dar saltos encima del mobiliario, Cliff se inclinó hacia Odro.
—¿Ves a esa troll que hay en primera fila? —dijo—. ¿Esa encima de cuyos dedos está ahora dando botes Asfalto?
—¿La que parece un montón de desechos?
—Pues estaba en Pseudópolis —afirmó Cliff, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Y no para de mirarme!
—Pues ve a por ella, muchacho —le animó Odro, quitando la saliva de su cuerno—. Hay que darle una alegría al monolito, ¿eh? —¿Crees que es una de esas trupis de las que nos habló Asfalto?
—Podría ser.
Otras noticias también habían volado.
El amanecer fue testigo de otra habitación de hotel redecorada, una proclama de la reina Keli en la que se instaba a la banda a salir de la ciudad en una hora o sufrir pena de sufrimientos, y una salida rápida más.
Buddy estaba acostado en la carreta que se bamboleaba sobre los adoquines en dirección a Quirm.
Ella no había aparecido. Buddy había escudriñado el público durante ambas noches, y ella no había aparecido. Incluso se había levantado de madrugada para recorrer las calles desiertas, por si ella lo estuviera buscando. A esas alturas se preguntaba si ella existía. Pensándolo bien, no estaba del todo seguro de existir él mismo, excepto cuando se encontraba encima del escenario.
Escuchó sin demasiada atención la conversación que estaban manteniendo los demás.
—¿Asfalto?
—¿Sí, señor Odro?
—Cliff y yo no hemos podido evitar reparar en algo.
—¿Sí, señor Odro?
—Has estado llevando una gran bolsa de cuero a todas partes,
Asfalto.
—Sí, señor Odro.
—Me parece que esta mañana la bolsa pesaba un poco más.
—Sí, señor Odro.
—El dinero va en la bolsa, ¿verdad?
—Sí, señor Odro.
—¿Cuánto hay?
—Ejem. El señor Escurridizo dijo que no debía preocuparos con cuestiones de dinero —dijo Asfalto.
—No nos importa que lo hagas —repuso Cliff.
—Exacto —dijo Odro—. De hecho, queremos preocuparnos.
—Ejem. —Asfalto se lamió los labios. Había algo muy intencionado en las maneras de Cliff—. Cerca de dos mil dólares, señor Odro.
La carreta siguió bamboleándose durante un rato. El paisaje había cambiado un poco. Había colinas y las granjas eran más pequeñas.
—Dos mil dólares —dijo Odro—. Dos mil dólares. Dos mil dólares. Dos mil dólares.
—¿Por qué no paras de decir dos mil dólares? —quiso saber Cliff.
—Nunca había tenido ocasión de decir dos mil dólares.
—Pues no lo digas tan alto.
—¡DOS MIL DÓLARES!
—¡Chist! —dijo Asfalto, desesperadamente, mientras los ecos del grito de Odro resonaban en las colinas—. ¡Esto está lleno de bandidos!
Odro echó un vistazo a la saca.
—A mí me lo vas a decir —murmuró.
—¡No me refería al señor Escurridizo!
—Estamos en el camino que va de Sto Lat a Quirm —dijo Odro pacientemente—. Esto no es el camino de las Montañas del Carnero. Esto es la civilización, y en la civilización no te roban en el camino. —Volvió a contemplar la bolsa con expresión sombría—. Se esperan a que entres en las ciudades. Por eso se la llama civilización. Ja, ¿puedes decirme cuándo fue la última vez que robaron a alguien en este camino?
—El viernes, creo —dijo una voz desde las rocas—. Oh, mier…
Los caballos se pusieron de manos y luego se echaron al galope. El chasquido del látigo de Asfalto había sido una reacción casi instintiva.
No redujeron la velocidad hasta que llevaron recorridos unos cuantos kilómetros más de camino.
—Deja de hablar de dinero, ¿de acuerdo? —siseó Asfalto.
—Soy un músico profesional —dijo Odro—. Es normal que piense en el dinero. ¿Cuánto queda para llegar a Quirm?
—Ahora mucho menos —respondió Asfalto—. Unos tres kilómetros.
Después de la siguiente colina la ciudad se extendió ante ellos, descansando cómodamente en su bahía.
Había una pequeña multitud en las puertas de la ciudad, que estaban cerradas. El sol de la tarde relucía en los cascos.
—¿Cómo se llaman esos palos largos que tienen un hacha en la punta? —preguntó Asfalto.
—Picas —dijo Buddy.
—Pues hay muchísimas —comentó Odro.
—No pueden ser para nosotros, ¿verdad? —dijo Cliff—. Solo somos músicos.
—Y también se ve a unos hombres con túnicas largas, cadenas de oro y no sé qué más —informó Asfalto.
—Burgueses —dijo Odro.
—Sabes, ese jinete que nos ha adelantado esta mañana… —dijo Asfalto—. Estoy pensando que quizá las noticias viajan.
—Sí, pero no fuimos nosotros los que destrozamos ese teatro —dijo Cliff.
—Bueno, solo les disteis seis bises —dijo Asfalto.
—Tampoco organizamos toda esa bronca en las calles.
—Estoy seguro de que los hombres de las hojas afiladas lo entenderán perfectamente.
—Quizá no quieren que redecoren sus hoteles. Ya te dije que combinar cortinas naranjas con papel de pared amarillo era un error.
La carreta se detuvo. Un gordinflón ataviado con un tricornio y una capa ribeteada de piel frunció el ceño a la banda con una mueca de incomodidad.
—¿Son ustedes los músicos conocidos como La Banda Con Rocas Dentro? —preguntó.
—¿Hay algún problema, oficial? —dijo Asfalto.
—Soy el alcalde de Quirm. Según las leyes de Quirm, no se puede tocar Música Con Rocas Dentro en la ciudad. Mire, lo pone justo aquí…
Agitó un rollo de pergamino. Odro lo cogió.
—Me parece que la tinta todavía está húmeda —observó.
—La Música Con Rocas Dentro constituye una molestia pública, y se ha demostrado que es nociva para la salud y la moral y que causa giramientos antinaturales del cuerpo —sentenció el hombre, recuperando el pergamino.
—¿Eso significa que no podemos entrar en Quirm? —preguntó Odro.
—Pueden entrar si no hay más remedio —dijo el alcalde—. Pero no van a tocar.
Buddy se incorporó en la carreta.
—Pero tenemos que tocar —exclamó.
La guitarra giró al extremo de su correa. Buddy agarró el mástil y alzó amenazadoramente la mano para rasguear.
Odro miró desesperado a su alrededor. Cliff y Asfalto ya se habían llevado las manos a los oídos.
—¡Ah! —dijo—. Creo que lo que tenemos aquí es una ocasión para negociar, ¿verdad?
Bajó de la carreta.
—Supongo que su señoría todavía no ha oído hablar de la tasa sobre la música —dijo.
—¿Qué tasa sobre la música? —preguntaron Asfalto y el alcalde al mismo tiempo.
—Oh, se impuso hace muy poco —dijo Odro—. Debido a la popularidad de la Música Con Rocas Dentro. La tasa sobre la música, cincuenta peniques por entrada. En Sto Lat supongo que la recaudación tuvo que ascender a, um, doscientos cincuenta dólares. Más del doble en Ankh-Morpork, naturalmente. Fue una idea del patricio.
—¿De veras? Suena muy típico de Vetinari, desde luego —le dijo el alcalde. Se frotó la barbilla—. ¿Ha dicho doscientos cincuenta dólares en Sto Lat? ¿De veras? Y ese sitio apenas tiene cuatro calles.
Un guardia con una pluma en el casco saludó nerviosamente.
—Disculpe, señor alcalde, pero la nota de Sto Lat decía que…
—Un momento —interrumpió el alcalde con enojo—. Estoy pensando…
Cliff se inclinó hacia Odro.
—Esto es soborno, ¿verdad? —susurró.
—Esto son impuestos —dijo Odro. El guardia volvió a saludar.
—Pero de verdad, señor, los guardias de…
—¡Capitán! —espetó el alcalde, todavía contemplando pensativamente a Odro—. ¡Esto es política! ¡Haga el favor!
—¿También? —dijo Cliff.
—Y para demostrar nuestra buena voluntad —dijo Odro—, sería buena idea que pagáramos la tasa antes de la actuación, ¿no le parece?
El alcalde los miró con asombro, un hombre no demasiado seguro de que su mente pudiera digerir la idea de unos músicos con dinero.
—Señor alcalde, el mensaje decía…
—Doscientos cincuenta dólares —dijo Odro.
—Señor alcalde…
—Bueno, capitán —habló el alcalde, con aire de haber tomado una decisión—, todos sabemos que en Sto Lat son un poquito raros. Después de todo, no es más que música. Ya dije que me parecía una nota muy extraña. No veo qué daño puede hacer la música. Y es evidente que estos homb… esta gente está teniendo mucho éxito —añadió. Se notaba que aquel era un argumento de mucho peso para el alcalde, como lo es para muchas personas. A nadie le gustan los ladrones pobres—. Sí, sería muy propio de los latsianos intentar tomarnos el pelo de esa manera. Solo porque vivimos aquí ya se piensan que somos idiotas.
—Sí, pero los de Pseudopo…
—¡Ah, ellos! Pandillas de engreídos. No hay nada malo en un poquito de música, ¿verdad? Especialmente —el alcalde miró a Odro— cuando es por el bien cívico. Déjelos pasar, capitán.
Susan montó.
Conocía el lugar. En una ocasión incluso lo había visto. Habían puesto una cerca nueva a lo largo del camino, pero seguía siendo peligroso.
También conocía el momento.
Justo antes de que empezaran a llamarlo la Curva del Hombre Muerto.
—¡Hola, Quirm!
Buddy puso un acorde. Y una postura. Un tenue resplandor blanco, como el brillo de las lentejuelas baratas, ribeteaba su silueta.
—¡Uh-uh-uh!
Las aclamaciones se convirtieron en el familiar muro de sonido.
Yo creía que moriríamos a manos de personas a las que no les gustábamos, pensó Odro. Ahora creo que es posible morir a manos de personas que nos adoran…
Miró cautelosamente a su alrededor. El capitán no era ningún estúpido, y había guardias apostados a lo largo de las paredes. Espero que Asfalto haya dejado el caballo y la carreta fuera como le pedí…
Miró a Buddy, que centelleaba bajo la atención del público.
Un par de bises y luego bajamos la escalera de atrás y nos vamos, pensó Odro. La gran saca de cuero había sido encadenada a la pierna de Cliff. Cualquiera que intentara llevársela se encontraría remolcando a una tonelada de batería.
Ni siquiera sé lo que vamos a tocar, pensó Odro. Nunca lo sé. Me limito a soplar y… ahí está. Que nadie me venga con que eso está bien.
Buddy giró el brazo como si fuera un lanzador de disco y de la guitarra manó un acorde hacia los oídos del público.
Odro se llevó el cuerno a los labios. El sonido que emergió de él fue como quemar terciopelo negro en una habitación sin ventanas.
Antes de que el hechizo de la Música Con Rocas Dentro llenara su alma, Odro pensó: Voy a morir. Eso es parte de la música. Voy a morir realmente pronto. Puedo sentirlo. Cada día. Se está acercando…
Lanzó otra mirada a Buddy. El muchacho estaba escudriñando el público, como si buscara a alguien entre la multitud que gritaba.
Tocaron «Música con rocas del calabozo». Tocaron «Preparado para la música con rocas dentro». Tocaron «Sendero al paraíso» (y un centenar de personas del público juraron que por la mañana comprarían una guitarra).
Tocaron con el corazón y, especialmente, con el alma.
Salieron del escenario después del noveno bis. La multitud seguía pateando el suelo y pidiendo más mientras ellos se escurrían por la ventana del retrete y saltaban al callejón.
Asfalto vació un saco dentro de la bolsa de cuero.
—¡Otros setecientos dólares! —dijo, ayudándoles a subir a la carreta.
—Ya, y a nosotros nos tocan diez dólares por cabeza —dijo Odro.
—Eso díselo al señor Escurridizo —replicó Asfalto, mientras los cascos de los caballos repicaban hacia las puertas.
—Lo haré.
—No importa —dijo Buddy—. A veces lo haces por el dinero, pero a veces lo haces por el espectáculo.
—¡Ja! Por encima de mí cadáver.
Odro hurgó debajo del pescante. Asfalto había metido allí dos cajas de cerveza.
—Mañana es el Festival, chicos —tronó la voz de Cliff.
El arco de la puerta pasó por encima de ellos. Desde allí aún se escuchaba el griterío de la multitud.
—Después de eso tendremos un contrato nuevo —dijo el enano—. Con montones de ceros en él.
—Ahora ya tenemos ceros —dijo Cliff.
—Sí, pero no tienen precisamente muchos números delante. ¿Eh, Buddy?
Se volvieron a mirarlo. Buddy estaba dormido, sujetando la guitarra contra su pecho.
—Como un ceporro —observó Odro.
Se volvió a girar. El camino se extendía ante ellos, pálido bajo la claridad de las estrellas.
—Tú dijiste que solo querías trabajar —dijo Cliff—. Dijiste que no querías ser famoso. ¿Qué opinas ahora de tener que preocuparte por todo ese oro y que las chicas te tiren su cota de malla?
—Tendré que cargar con ello.
—Yo querría tener una cantera —confesó el troll.
—¿Sí?
—Sí. En forma de corazón.
Una noche oscura de tormenta. Un carruaje, ya sin caballos, chocó contra la precaria valla, que se reveló inútil, y cayó desfiladero abajo. Ni siquiera llegó a chocar con un saliente rocoso antes de estrellarse en el cauce seco del río que había al fondo y estallar en mil pedazos. Entonces prendió el aceite de los panales del carruaje y tuvo lugar una segunda explosión, de la cual salió rodando —porque existen ciertas convenciones, incluso en la tragedia— una rueda en llamas.
Lo que extrañó a Susan fue que no sentía nada. Podía tener pensamientos tristes, porque en aquellas circunstancias tenían que ser tristes. Sabía quiénes iban dentro del carruaje. Pero ya había ocurrido. No había nada que ella pudiera hacer para evitarlo, porque si lo hubiera evitado, entonces no habría ocurrido. Y ella estaba allí viéndolo ocurrir. Así que no lo había hecho. Así que había ocurrido. Susan sintió que la lógica de la situación se colocaba en su sitio como una serie de enormes losas de plomo cayendo del cielo.
Quizá había algún lugar en el que no había ocurrido. Quizá el carruaje había patinado en sentido opuesto, quizá había habido una roca oportuna, quizá el carruaje no había pasado siquiera por allí, quizá el cochero se había acordado de la súbita curva. Pero todas aquellas posibilidades solo podían existir si también estaba esta en concreto.
Aquel conocimiento no era de ella. Fluía hacia Susan desde una mente mucho, mucho más antigua.
A veces lo único que podías hacer por las personas era estar allí.
Llevó a Binky hacia las sombras que había junto al camino del risco y esperó. Pasados uno o dos minutos se oyó un repiqueteo de piedras, y un caballo y su jinete llegaron por un sendero casi vertical que subía desde el cauce del río.
Los ollares de Binky se dilataron.
La parapsicología no tiene ninguna palabra para la sensación inquietante que se experimenta al hallarse en presencia de uno mismo.[28]
Susan vio a la Muerte desmontar y quedarse inmóvil, apoyado en la guadaña mientras miraba hacia el cauce. Pero él habría podido hacer algo, pensó. ¿Verdad? La figura se irguió, pero no se volvió.
SÍ. YO HABRÍA PODIDO HACER ALGO.
—¿Cómo… cómo sabías que yo estaba aquí? La Muerte agitó una mano con irritación.
TE RECUERDO. Y AHORA DEBES ENTENDER ESTO: TUS PADRES SABÍAN QUE LAS COSAS TIENEN QUE OCURRIR. TODO TIENE QUE OCURRIR EN ALGUNA PARTE. ¿ACASO PIENSAS QUE NO LES HABLÉ DE ESO? PERO YO NO PUEDO DAR VIDA. SOLO PUEDO CONCEDER… EXTENSIÓN. INMUTABILIDAD. SOLO LOS HUMANOS PUEDEN DAR VIDA. Y ELLOS QUERÍAN SER HUMANOS, NO INMORTALES. SI TE AYUDA EN ALGO, MURIERON AL INSTANTE. AL INSTANTE.
Tengo que preguntarlo, pensó Susan. Tengo que decirlo. O no soy humana.
—¿Yo podría regresar y salvarlos…?
Solo el más leve de los temblores indicaba que la oración anterior era una pregunta.
¿SALVAR? ¿PARA QUÉ? ¿UNA VIDA QUE HA LLEGADO A SU FIN? ALGUNAS COSAS TERMINAN. YO LO SÉ. NO SIEMPRE HE PENSADO DE ESA MANERA. PERO… ¿QUÉ SOY YO SIN EL DEBER? TIENE QUE HABER UNA LEY.
La Muerte se subió a la silla y, todavía sin volverse de cara a Susan, espoleó a Binky por encima del desfiladero.
Había un pajar en la parte trasera de unas caballerizas en el Camino de Fedre. Se agitó por un instante y entonces se oyó una palabrota amortiguada.
Una fracción de segundo después se produjo un ataque de tos y otra palabrota mucho mejor dentro de un granero próximo al mercado de reses.
Casi inmediatamente, unas tablas del suelo podridas hicieron erupción en un viejo almacén de alimentación de la calle Corta, seguidas de una palabrota que rebotó en un saco de harina.
—¡Roedor idiota! —bramó Albert mientras se sacaba cereales de una oreja con el dedo.
Iiic.
—¡Yo diría que sí! ¿Qué tamaño crees que tengo?
Albert se limpió el abrigo de heno y harina y se acercó a la ventana.
—Vaya —dijo—. Acerquémonos al Tambor Remendado, entonces.
En el bolsillo de Albert la arena continuaba su interrumpido viaje del futuro al pasado.
Hibisco Negrolmo había decidido cerrar durante una hora. El proceso era simple. Primero él y sus empleados recogían cualquier jarra o vaso que no se hubiera roto. Eso no requería mucho tiempo. Luego venía una búsqueda poco metódica de cualquier arma con un valor de reventa elevado y un registro rápido de cualquier bolsillo cuyo propietario fuera incapaz de quejarse por estar borracho, muerto o ambas cosas. Luego se apartaban los muebles, y todo lo demás se sacaba con la escoba por la puerta trasera y acababa en el ancho seno marrón del río Ankh, donde iba amontonándose y, gradualmente, se hundía.
Finalmente, Hibisco cerraba el portón principal y echaba los pestillos…
La puerta no se cerró. Hibisco miró hacia abajo. Había una bota encajada entre la puerta y el quicio.
—Está cerrado —dijo Hibisco.
—No, ni hablar de eso.
La puerta retrocedió con un suave chirrido y Albert entró en el local.
—¿Has visto a esta persona? —quiso saber, colocando un óvalo de cartón ante los ojos de Negrolmo.
Aquello era una grave falta de etiqueta. Negrolmo no tenía la clase de trabajo en el que se sobrevive diciéndole a la gente que has visto gente. Negrolmo podía estar sirviendo bebidas durante toda la noche sin ver a nadie.
—No la he visto en mi vida —dijo automáticamente, sin mirar siquiera la tarjeta.
—Tienes que ayudarme —dijo Albert—, de lo contrario ocurrirá algo horrible.
—¡Largo de aquí!
Albert cerró la puerta tras él de una patada.
—No digas que no te he advertido —declaró. La Muerte de las Ratas olisqueó suspicazmente el aire encima de su hombro.
Un instante después, Hibisco tenía la barbilla presionada firmemente contra las tablas de una de sus mesas.
—Bien, sé que tuvo que entrar aquí —le dijo Albert, que ni siquiera jadeaba—, porque tarde o temprano todo el mundo lo hace. Echa otra mirada.
—Eso es una carta de caroc —dijo Hibisco con voz ahogada—. ¡Es la Muerte!
—Así es. El del caballo blanco. Enseguida se lo reconoce. Solo que supongo que aquí no tendría ese aspecto.
—Vamos a ver si lo he entendido bien —dijo el tabernero, intentando con desespero escurrirse de aquella presa de hierro—. ¿Usted quiere que le diga si he visto a alguien que no tiene ese aspecto?
—Tendría un aspecto raro. Más raro que la mayoría. —Albert pensó durante un momento—. Y si lo conozco un poco, bebería muchísimo. Siempre lo hace.
—Esto es Ankh-Morpork, supongo que lo sabe.
—No te hagas el descarado o me enfadaré.
—¿Quiere decir que ahora no está enfadado?
—Solo estoy impaciente. Si quieres, probamos con el enfado.
—Hace unos días… vino… alguien. No puedo recordar exactamente qué aspecto tenía…
—Ah. Sería él.
—Bebió hasta dejarme seco, se quejó del juego de Invasores Bárbaros, cayó en redondo y entonces…
—¿Entonces qué?
—No me acuerdo. Lo echamos fuera.
—¿Por la puerta de atrás?
—Sí.
—Pero ahí fuera solo está el río.
—Bueno, la mayoría de la gente recupera el conocimiento antes de hundirse.
Iiic, dijo la Muerte de las Ratas.
—¿Dijo algo? —le preguntó Albert, demasiado ocupado para prestarle atención.
—Algo acerca de recordarlo todo, creo. Dijo… dijo que estar borracho no le hacía olvidar. No paraba de hablar de picaportes y… rayos de sol peludos.
—¿Rayos de sol peludos?
—Algo así.
La presión sobre el brazo de Hibisco desapareció de repente. Hibisco esperó un par de segundos y luego, muy cautelosamente, giró la cabeza.
No había nadie detrás de él.
Moviéndose con mucho cuidado, Hibisco se agachó para mirar debajo de las mesas.
Albert salió al amanecer y, después de rebuscar un poco, sacó su caja. La abrió, echó una mirada a su biómetro y luego cerró la tapa bruscamente.
—Bien —dijo—. ¿Y ahora qué?
¡Iiic!
—¿Qué?
Y alguien le golpeó en la cabeza.
No fue un golpe calculado para matar. Timo Gandulancia, miembro del Gremio de Ladrones, sabía lo que ocurría a los ladrones que mataban a la gente. El Gremio de Asesinos llegaba y hablaba muy brevemente con ellos; de hecho, lo único que les decían era: «Adiós».
Lo único que pretendía era dejar inconsciente al viejo para poder vaciarle los bolsillos.
No había esperado escuchar el sonido que produjo el cuerpo contra el suelo. Fue como el tintineo del cristal al romperse, pero con unos inquietantes tonos añadidos cuyos ecos siguieron resonando en los oídos de Timo mucho tiempo más del que deberían.
Algo saltó del cuerpo y llegó hasta la cara de Timo con un zumbido. Dos garras esqueléticas le agarraron las orejas y un hocico huesudo salió disparado hacia delante y le propinó un buen golpe en la frente. Timo gritó y salió corriendo.
La Muerte de las Ratas volvió a caer al suelo y corrió hacia Albert. Le dio palmaditas en la cara, lo pateó frenéticamente unas cuantas veces y después, dejándose llevar por la desesperación, le mordió en la nariz.
Luego agarró el cuello de la camisa de Albert y trató de sacarlo de la calzada, pero enseguida se produjo un admonitorio tintineo de cristal.
Las cuencas oculares se volvieron histéricamente hacia el portón cerrado del Tambor. Los bigotes osificados se erizaron.
Un instante después Hibisco abrió la puerta, aunque solo fuese para detener los golpes atronadores.
—He dicho que está…
Algo pasó como una exhalación entre sus piernas, se detuvo un momento para morderle en el tobillo y luego se escabulló hacia la puerta trasera, con la nariz firmemente pegada al suelo.
Lo llamaban el Parque del Abandono no porque lo sufriera más que el resto de la ciudad, sino porque el abandono fue una vez la medida de tierra que podía arar un hombre con tres bueyes y medio durante un jueves lluvioso; el parque tenía exactamente esa cantidad de terreno, y en Ankh-Morpork la gente se aferraba siempre a la tradición y a menudo también a otras cosas.
Tenía árboles, hierba y un estanque con peces auténticos. Y, por uno de esos caprichos de la historia cívica, era un lugar bastante seguro. La gente rara vez sufría atracos en el Parque del Abandono. Como a todos los demás, a los atracadores también les gusta tomar el sol en algún lugar seguro. El Parque del Abandono era, por así decirlo, territorio neutral.
Y ya se estaba llenando, a pesar de que no había gran cosa que ver aparte de los trabajadores que seguían montando un gran escenario junto al estanque. Detrás del escenario se había delimitado un área mediante tiras de tela de saco clavadas a unos cuantos postes. De vez en cuando alguien se dejaba arrastrar por la emoción y trataba de colarse, pero siempre era arrojado al lago por los trolls de Crysoprase.
Crash y su grupo llamaban la atención entre los músicos que estaban ensayando, en parte porque Crash se había quitado la camisa para que Jimbo pudiera ponerle tintura de yodo en las heridas.
—Pensé que bromeabas —gruñó Crash.
—Ya te dije que estaba en tu dormitorio —replicó Escoria.
—¿Cómo voy a tocar la guitarra así? —dijo Crash.
—Bueno, de todas maneras no sabes tocarla —dijo Noddy.
—Quiero decir que, bueno, mira mi mano. Mírala.
Miraron su mano. La mamá de Jimbo le había puesto un guante después de tratar las heridas; no eran muy profundas, porque ni siquiera un leopardo estúpido pasará mucho tiempo cerca de alguien que quiera quitarle los pantalones.
—Un guante —dijo Crash con una voz terrible—. ¿Quién ha oído hablar nunca de un músico serio que lleve un guante? ¿Cómo voy a tocar la guitarra llevando puesto un guante?
—¿Cómo ibas a tocar la guitarra de todas formas?
—No sé por qué os sigo aguantando a los tres —dijo Crash—. Estáis estorbando mi desarrollo artístico. Estoy pensando en dejaros y formar mi propia banda.
—Tú no vas a hacer eso —dijo Jimbo—, porque no encontrarás a nadie todavía peor que nosotros. Admitámoslo de una vez. Somos basura.
Estaba expresando en voz alta una opinión tácita hasta el momento pero compartida por todos. Los otros músicos que había a su alrededor eran bastante malos, eso era cierto. Pero aquello era todo lo que eran.
Algunos de ellos poseían cierto talento musical menor; en cuanto al resto, simplemente no sabían tocar. No tenían un batería que no acertaba a los tambores y un bajista con el mismo ritmo natural que un accidente de tráfico. Y generalmente conservaban el nombre que habían escogido. Podían ser nombres poco imaginativos, como «Un Troll Enorme y Algunos Otros Trolls» o «Enanos Con Altitud», pero al menos ellos sabían quiénes eran.
—¿Qué os parece si nos llamamos «Somos Una Basura De Banda»? —preguntó Noddy, metiéndose las manos en los bolsillos.
—Puede que seamos basura —gruñó Crash—, pero somos basura que toca Música Con Rocas Dentro.
—Bueno, bueno, ¿y qué tal va todo? —dijo Escurridizo, abriéndose paso a través de los sacos—. Ya no falta mucho… ¿Qué estáis haciendo aquí vosotros?
—Estamos en el programa, señor Escurridizo —dijo Crash mansamente.
—¿Cómo podéis estar en el programa cuando no sé cómo os llamáis? —dijo Escurridizo, señalando con irritación uno de los carteles—. ¿Vuestro nombre está ahí?
—Probablemente estamos donde pone « Y Bandas De Acompañamiento» —dijo Noddy.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó Escurridizo.
—Me la mordieron mis pantalones —explicó Crash, lanzando una mirada asesina a Escoria—. En serio, señor Escurridizo, ¿no podría darnos otra oportunidad?
—Ya veremos —dijo Escurridizo, y se fue.
Se sentía demasiado animado para discutir mucho. Las salchichas-en-panecillo se estaban vendiendo muy deprisa, pero únicamente cubrían los gastos menores. Había maneras de sacar dinero de la Música Con Rocas Dentro en las que nunca había pensado… y eso que Y. V. A. L. R. Escurridizo pensaba en el dinero a todas horas.
Por ejemplo, estaban las camisetas. Eran de un algodón tan barato y tenue que eran prácticamente invisibles bajo una buena luz y tendían a disolverse en la colada. ¡Y Escurridizo ya había vendido seiscientas! ¡A cinco dólares cada una! Todo lo que tenía que hacer era comprarle diez por un dólar a la Comercial General Klatchiana y pagarle medio dólar por cada una a Pizarroso para que las imprimiera.
Pizarroso, mostrando una iniciativa nada propia de un troll, se había decidido a imprimir sus propias camisetas. Decían:
PizaRossoS,
Los Frotes, 12
Se Hacen Cosas.
La gente las estaba comprando, estaba pagando dinero para anunciar el taller de Pizarroso. Escurridizo nunca había soñado que el mundo pudiera funcionar así. Era como ver ovejas esquilándose a sí mismas. Fuera lo que fuese que estuviera causando aquella inversión en las leyes de la práctica comercial, Escurridizo lo quería en rodajas bien grandes.
Ya le había vendido la idea a Subliminal el zapatero en la calle Nuevos Remendones[29] y un centenar de camisetas habían salido de la tienda por su propio pie, lo cual era más de lo que hacía normalmente la mercancía de Subliminal. ¡La gente quería las prendas solo porque llevaban cosas escritas!
Escurridizo estaba ganando dinero. ¡Miles de dólares en un día! Y delante del escenario había alineadas cien trampas para música, listas para capturar la voz de Buddy. ¡Si las cosas seguían a aquel ritmo, dentro de varios billones de años Escurridizo sería más rico de lo que nunca se hubiera atrevido a soñar!
¡Larga vida a la Música Con Rocas Dentro!
Solamente había una nubécula en aquel mundo de color de rosa.
El Festival iba a empezar a mediodía. Escurridizo tenía planeado que empezaran tocando muchas de las bandas pequeñas y malas (es decir, todas ellas) y finalizar con La Banda. Así que no había razón para preocuparse aunque no estuvieran allí en ese preciso instante.
Pero no estaban allí en ese preciso instante. Escurridizo estaba preocupado.
Una diminuta figura oscura recorría las orillas del Ankh, moviéndose tan deprisa como para ser un borrón. Zigzagueaba desesperadamente de un lado a otro, olisqueándolo todo.
La gente no la veía. Pero veían a las ratas. Negras, marrones y grises, las ratas estaban abandonando las rampas y atracaderos que había junto al río, corriendo unas sobre las otras en un intento decidido de alejarse lo más posible de allí.
Un montón de heno se agitó y dio a luz un Odro.
El enano cayó rodando al suelo y gimió. Una fina lluvia se dejaba mecer por el viento sobre el paisaje. Odro se levantó a duras penas, contempló los campos ondulados a su alrededor y luego desapareció un momento detrás de un seto.
Unos segundos después volvió trotando, exploró el almiar durante un rato hasta que encontró una parte más desigual que el resto y la pateó repetidamente con su bota de puntera metálica.
—¡Ay!
—Do bemol —dijo Odro—. Buenos días, Cliff. ¡Hola, mundo! No sé si podré seguir aguantando la vida en la línea telúrica, ya sabes: los repollos, la mala cerveza, las ratas agobiándote todo el día…
Cliff salió arrastrándose del montón de heno.
—Anoche debí de tomar algo de cloruro de amonio en mal estado —dijo—. ¿La tapa de mi cabeza sigue en su sitio?
—Sí.
—Lástima.
Sacaron a Asfalto del almiar tirando de sus botas y lo hicieron volver en sí atizándole repetidamente.
—Eres nuestro encargado de gira —dijo Odro—. Se supone que debes asegurarte de que no nos ocurra nada malo.
—Bueno, eso es lo que hago, ¿no? —musitó Asfalto—. No le estoy dando de puñetazos, señor Odro. ¿Dónde está Buddy?
Los tres rodearon el almiar, tanteando algunos bultos que resultaron ser heno mojado.
Lo encontraron en una pequeña elevación del terreno, no muy lejos de allí. En el lugar crecían algunos matorrales de acebo esculpidos en curvas. Buddy estaba sentado debajo de uno, con la guitarra sobre las rodillas y la lluvia pegándole los cabellos a la cara.
Estaba dormido y totalmente empapado.
Sobre su regazo, la guitarra hacía sonar gotas de lluvia.
—Este chico es raro —comentó Cliff.
—No —dijo Odro—. Se encuentra agitado por alguna extraña compulsión que le guía a través de senderos oscuros.
—Sí. Es raro.
La lluvia estaba escampando. Cliff echó una mirada al cielo.
—El sol está alto —dijo.
—¡Oh, no! —exclamó Asfalto—. ¡Hemos dormido demasiado!
—Cuatro personas no son demasiado —dijo Cliff—. Había mucho heno.
—Ya casi es mediodía. ¿Dónde dejé los caballos? ¿Alguien ha visto la carreta? ¡Que alguien despierte a Buddy!
Unos minutos después ya habían vuelto al camino.
—¿Sabes una cosa? —dijo Cliff—. Anoche nos fuimos tan deprisa que no llegué a saber si ella apareció.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Odro.
—No lo sé —dijo el troll.
—Oh, eso es amor auténtico, desde luego que sí —dijo Odro.
—¿Es que no hay nada de romanticismo en tu alma? —quiso saber Cliff.
—¿Ojos que se cruzan en una habitación atestada? —replicó Odro—. No, realmente no…
Entonces fueron apartados a un lado cuando Buddy se inclinó hacia delante.
—Callaos —dijo. Su tono era bajo y no contenía el más leve vestigio de humor.
—Solo estábamos bromeando —dijo Odro.
—No lo hagáis.
Asfalto se concentró en el camino, consciente de la ausencia general de sentimientos amistosos.
—Supongo que todos tendréis ganas de que empiece el Festival, ¿eh? —dijo pasado un rato. Nadie replicó.
—Supongo que habrá muchísima gente —dijo. Hubo silencio, excepto por el repiqueteo de los cascos y el traqueteo de la carreta. Habían llegado a las colinas, donde el camino serpenteaba junto a un desfiladero. Ni siquiera había un río allá abajo, excepto en la estación más lluviosa. Era un terreno lóbrego. Asfalto tuvo la sensación de que se volvía aún más lóbrego.
—Supongo que lo pasaréis en grande —dijo finalmente.
—¿Asfalto? —dijo Odro.
—¿Sí, señor Odro?
—Estáte por el camino, ¿quieres?
El archicanciller fue sacando brillo a su cayado mientras caminaba. Era un ejemplar particularmente bueno, de dos metros de largo y bastante mágico. No era que el archicanciller utilizara demasiado la magia. En su experiencia, cualquier cosa de la que no pudiera librarse con un par de golpes procedentes de dos metros de roble probablemente sería también inmune a la magia.
—¿No cree que deberíamos habernos traído a los magos veteranos, señor? —le preguntó Ponder, que intentaba no quedarse atrás.
—Me temo que llevárnoslos en su estado mental actual solo haría que lo que vaya a suceder… —Ridcully buscó una palabra apropiada y terminó conformándose con—: suceda todavía peor. He insistido en que no salieran de la universidad.
—¿Y qué me dice de Drongo y los demás? —preguntó Ponder con voz esperanzada.
—¿Servirían de algo en caso de una rotura dimensional taumatúrgica de enormes proporciones? —dijo Ridcully—. Me acuerdo del pobre señor Hong. Estaba sirviendo un pedido de doble de bacalao con guisantes salteados y de pronto…
—¿Barrabúm? —dijo Ponder.
—¿Barrabúm? —replicó Ridcully mientras se abría paso a empujones por la calle atestada—. Eso no es lo que yo he oído. Fue más bien algo como «Aaaaaerrrrrsgnto-crujido-crujido-crujido-crac», y una lluvia de frituras. ¿Gran Loco Adrián y sus amigos valdrían para algo si las gambas se ponen calentitas?
—Hum. Probablemente no, archicanciller.
—Correcto. La gente grita y corre de un lado a otro, y eso nunca ha servido de nada. Un bolsillo lleno de hechizos decentes y un cayado bien cargado te sacarán de apuros nueve de cada diez veces.
—¿Nueve de cada diez veces?
—Correcto.
—¿Cuántas veces ha tenido que confiar en ellos, señor?
—Bueno, estuvo el señor Hong… aquel asunto con la Cosa en el armario del tesorero… aquel dragón, supongo que se acordará… —Los labios de Ridcully se movieron en silencio mientras contaba con los dedos—. Hasta el momento, nueve veces.
—¿Y funcionaron en cada ocasión, señor?
—¡A pedir de boca! Así que no hay necesidad de preocuparse. ¡Abran paso, que viene un mago!
Las puertas de la ciudad estaban abiertas. Odro se inclinó hacia delante mientras la carreta las cruzaba con gran estruendo.
—No vayas directamente al parque —dijo.
—Pero llegamos con retraso —protestó Asfalto.
—Esto no nos ocupará mucho tiempo. Ve primero a la calle de los Artesanos Habilidosos.
—¡Eso está al otro lado del río!
—Es importante. Tenemos que recoger una cosa.
Las calles estaban llenas de gente. Aquello no era algo insólito, exceptuando que esta vez casi todo el mundo se movía en la misma dirección.
—Y tú acuéstate en la parte trasera de la carreta —dijo Odro a Buddy—. No queremos que las jovencitas intenten arrancarte la ropa, ¿eh, Buddy…?
Se volvió. Buddy había vuelto a quedarse dormido.
—Pues en lo que a mí respecta… —empezó a decir Cliff.
—Tú solo llevas un taparrabos —dijo Odro.
—Bueno, pero podrían cogerlo, ¿verdad?
La carreta fue recorriendo las calles hasta girar la esquina de los Artesanos Habilidosos.
Era una calle de tiendas minúsculas. En aquella calle podías conseguir que te hicieran, repararan, reconstruyeran, diseñaran, copiaran o falsificaran cualquier cosa. Los hornos brillaban en cada portal y las funderías humeaban en cada patio trasero. Quienes hacían intrincados relojes de cocina trabajaban al lado de los armeros. Los carpinteros trabajaban en el establecimiento contiguo al de hombres que tallaban el marfil en diminutas formas tan delicadas que empleaban patas de saltamontes, chapadas en bronce, como sierras. Al menos uno de cada cuatro artesanos elaboraba herramientas para que las utilizaran los otros tres. Las tiendas no solo lindaban entre sí, sino que se superponían: si un carpintero tenía que hacer una mesa grande, contaba con la buena voluntad de sus vecinos para hacerle sitio, de tal manera que él trabajaba en un extremo de la mesa mientras dos joyeros y un alfarero utilizaban el otro lado como banco de trabajo. Había tiendas en las que podías pasar a que te tomaran medidas por la mañana y luego recoger un juego completo de cota de malla con unos pantalones de repuesto por la tarde.
La carreta se detuvo delante de una tiendecita y Odro saltó al suelo y entró en ella.
Asfalto oyó la conversación.
—¿La tiene lista?
—Aquí está, señor. Como nueva.
—¿Sonará bien? Ya le dije que debía pasarse dos semanas envuelto en una piel de buey detrás de una cascada antes de acercarse a una de estas cosas.
—Mire, señor, por lo que me paga me pasé cinco minutos en la ducha con una gamuza en la cabeza. No me diga que eso no es suficiente para la música tradicional.
Se oyó un sonido agradable, que flotó en el aire por un momento antes de perderse en el ajetreado estruendo de la calle.
—Dijimos veinte dólares, ¿verdad?
—No, usted dijo veinte dólares. Yo dije veinticinco dólares.
—Entonces espere un momento.
Odro salió y le hizo una seña con la cabeza a Cliff.
—Venga, afloja —dijo.
Cliff gruñó, pero rebuscó durante un instante en algún lugar del fondo de su boca.
Oyeron al artesano habilidoso decir:
—¿Qué demonios es eso?
—Una muela. Tiene que valer por lo menos…
—Servirá.
Odro volvió a salir de la tienda con un saco, que metió debajo del pescante.
—Ya está —anunció—. Puedes ir hacia el parque.
Entraron por una de las puertas traseras. O, al menos, trataron de hacerlo. Había dos trolls cerrándoles el paso. Tenían la lustrosa pátina marmórea de los matones pandilleros básicos de Crysoprase. Él no empleaba guardaespaldas. La mayoría de los trolls no eran lo bastante listos para guardar nada.
—Esto solo para bandas —dijo uno.
—Eso es —dijo el otro.
—Nosotros somos La Banda —declaró Asfalto.
—¿Cuál? —preguntó el primer troll—. Aquí tengo una lista.
—Eso es.
—Somos La Banda Con Rocas Dentro —dijo Odro.
—Ja, vosotros no sois ellos. Yo he visto a ellos. Hay un tipo con un brillo alrededor, y cuando él toca la guitarra hace…
Uauauauaummmmmm-iiii-gngngn.
—Eso es…
El acorde se enroscó alrededor de la carreta.
Buddy estaba de pie, con la guitarra en posición.
—Oh, guau —exclamó el primer troll—. ¡Esto es asombroso! —Rebuscó en su taparrabos y sacó un trozo de papel arrugado—. ¿Escribiréis los nombres aquí, por favor? Mi chico Arcilla, él nunca creerá que he conocido a…
—Sí, sí —dijo Buddy cansadamente—. Pásalo.
—Solo que no para mí, para mi chico Arcilla —dijo el troll, dando saltitos de excitación.
—¿Cómo se escribe?
—Da igual, de todas maneras no sabe leer.
—Escuchad —dijo Odro, mientras la carreta entraba en el área de detrás del escenario—, ya hay alguien tocando. Os dije que…
Escurridizo llegó corriendo hacia ellos.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó—. ¡Os toca salir enseguida! Vais justo después de… Trozo de Madera. ¿Cómo ha ido todo? Asfalto, ven aquí.
Se llevó al pequeño troll a las sombras que creaba el escenario.
—¿Me has traído algo de dinero? —preguntó.
—Unos tres mil…
—¡No tan alto!
—Solo lo estoy susurrando, señor Escurridizo.
Escurridizo miró cautelosamente a su alrededor.
Los susurros no existían en Ankh-Morpork cuando la cantidad implicada incluía la palabra «mil» en algún lugar; en Ankh-Morpork la gente podía oírte incluso pensar en esa clase de sumas.
—Asegúrate de no perderlo de vista, ¿de acuerdo? Va a haber más antes de que acabe el día. Le daré sus setecientos dólares a Crysoprase y el resto serán benef… —Se fijó en el ojillo reluciente de Asfalto y contuvo su lengua—. Naturalmente, está la depreciación… gastos imprevistos… publicidad… investigación de mercado… panecillos… mostaza… Básicamente, tendré suerte si al final consigo no perder dinero. Prácticamente voy a la ruina con este asunto.
—Sí, señor Escurridizo.
Asfalto asomó la cabeza por el extremo del escenario.
—¿Quiénes son los que tocan ahora, señor Escurridizo?
—«And you.»
—¿Cómo dice, señor Escurridizo?
—Solo que ellos lo escriben &U —dijo Escurridizo. Se calmó un poco y sacó un puro del bolsillo—. No me preguntes por qué. Los músicos deberían llevar nombres razonables, del estilo de Blondie y sus Alegres Trovadores. ¿Tocan bien?
—¿No lo sabe, señor Escurridizo?
—Eso no es lo que yo llamo música —declaró Escurridizo—. Cuando yo era joven teníamos música como es debido con letras de verdad… «El zorro me la machaca, qué particular», ese tipo de cosas.
Asfalto volvió a mirar a &U.
—Bueno, tiene ritmo y se puede bailar —dijo—, pero no son muy buenos. Quiero decir que la gente se limita a mirarlos. Cuando toca La Banda no se limitan a mirarlos, señor Escurridizo.
—Tienes razón —convino Escurridizo, volviendo la cabeza hacia la parte delantera del escenario. Había una hilera de trampas para música entre las velas—. Y ahora más vale que les digas que se preparen. Me parece que a esos de ahí se les están terminando las ideas.
—Hum… ¿Buddy?
Buddy levantó la vista de su guitarra. Algunos de los otros músicos estaban afinando las suyas, pero él había descubierto que nunca tenía que hacerlo. Tampoco podía, de todas maneras. Las clavijas no se podían mover.
—¿Qué ocurre?
—Hum —dijo Odro. Señaló vagamente a Cliff, que sonrió con timidez y sacó de detrás de su espalda el saco que sostenía allí—. Esto es… bueno, pensamos… es decir, todos nosotros pensamos que… —farfulló Odro—. Bueno, la vimos, ya sabes, y tú dijiste que no se la podía reparar, pero en esta ciudad hay gente que puede hacer prácticamente de todo, así que estuvimos preguntando por ahí, y sabíamos lo mucho que significaba para ti, y en la calle de los Artesanos Habilidosos hay un hombre que dijo que lo podía hacer y a Cliff le costó otro diente, pero de todos modos aquí la tienes porque tenías razón, ahora mismo estamos en lo más alto del negocio de la música y es gracias a ti y sabemos lo mucho que significaba para ti así que es una especie de regalo de agradecimiento, bueno, venga, dásela de una vez.
Cliff, que había vuelto a bajar el brazo al ver que la frase empezaba a extenderse, acercó el saco hacia el perplejo Buddy.
Asfalto asomó la cabeza entre las telas de saco.
—Más vale que salgamos al escenario, chicos —dijo—. ¡Venga, salid!
Buddy dejó la guitarra en el suelo. Abrió el saco y empezó a tirar del envoltorio de lino que había dentro.
—La han afinado y todo —dijo Risco servicialmente.
El arpa relució bajo el sol cuando salió el último paño.
—Esa gente puede hacer cosas increíbles con la cola y demás —dijo Odro—. En fin, ya sé que dijiste que en Nellofselek no quedaba nadie que pudiera repararla. Pero esto es Ankh-Morpork. Aquí podemos arreglarlo prácticamente todo.
—¡Por favor! —suplicó Asfalto mientras reaparecía su cabeza—. ¡El señor Escurridizo dice que tenéis que salir, han empezado a tirar cosas!
—Yo no entiendo mucho de cuerdas —dijo Odro—, pero la he probado. Tiene un sonido bastante… bonito.
—Yo… ejem… no sé qué decir —dijo Buddy.
El griterío era como un martillo.
—Yo… lla gané —rememoró Buddy, desde un pequeño mundo distante de su propiedad—. Con una canción. «Sioni Bod Da», se titullaba. Estuve trabajando en elllla durante todo ell invierno. Habllaba dell hogar, ¿sabéis? Y de lia partida Y de líos árbolles y esas cosas. Líos jueces se mostraron… muy compllacidos. Dijeron que en cincuenta años quizá llllegaría a entender reallmente lla música.
Cogió el arpa y se la acercó.
Escurridizo se abrió paso a empujones entre la confusión de músicos que había tras el escenario hasta que encontró a Asfalto.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Dónde están?
—Están sentados hablando, señor Escurridizo.
—Escucha —dijo Escurridizo—. ¿Oyes a la multitud? ¡Lo que quieren es Música Con Rocas Dentro! Si no la tienen… Bueno, más vale que la tengan, ¿de acuerdo? Dejar crecer la expectación está muy bien, pero… ¡Los quiero en el escenario ahora mismo!
Buddy se miró los dedos. Luego, blanco como el papel, alzó la mirada hacia las otras bandas que se arremolinaban en la zona.
—Tú…, el de la guitarra —dijo con voz ronca.
—¿Yo, señor?
—¡Dámela!
Cada uno de los grupos que nacía en Ankh-Morpork sentía un respeto reverencial por La Banda Con Rocas Dentro. El guitarrista entregó su instrumento con la expresión de quien lleva un objeto sagrado a que sea bendecido.
Buddy miró la guitarra. Era uno de los mejores productos de Wheedown.
Rasgó un acorde.
El sonido sonó como sonaría el plomo si se pudiera transformar en cuerdas de guitarra.
—Vale, chicos, ¿cuál es el problema? —dijo Escurridizo, corriendo hacia ellos—. Ahí fuera hay seis mil oídos esperando a llenarse de música, ¿y vosotros todavía estáis aquí sentados?
Buddy le devolvió la guitarra al músico e hizo girar su propio instrumento sobre su correa. Tocó unas cuantas notas que parecieron destellar en el aire.
—Pero esto sí que lo puedo tocar —dijo—. Oh, sí.
—De acuerdo, muy bien, ahora sube ahí y toca —apremió Escurridizo.
—¡Que alguien me dé otra guitarra!
Los músicos tropezaron unos con otros para entregárselas. Buddy rasgó frenéticamente un par de ellas. Pero no era solo que las notas sonaban desafinadas. Que sonaran desafinadas habría sido una mejora.
El contingente del Gremio de Músicos había conseguido establecerse en una zona próxima al escenario por el sencillo método de pegar muy fuerte a cualquier invasor.
El señor Clete contempló el escenario con el ceño fruncido.
—No lo entiendo —dijo—. Es basura. Todo suena igual. No es más que ruido. ¿Qué es lo que le ven?
Satchelmouth, que ya había tenido que reprimir dos veces el impulso de seguir el ritmo con los pies, dijo:
—Todavía no ha actuado la banda principal. Ejem. ¿Está seguro de que quiere…?
—Estamos en nuestro derecho —interrumpió Clete, paseando la mirada por el ruidoso gentío a su alrededor—. Ahí hay un vendedor de perritos calientes. ¿A alguien más le apetece un perrito caliente? ¿Perrito caliente? —Los hombres del gremio asintieron—. ¿Perrito caliente? Muy bien. Entonces serán tres perritos cal…
El público prorrumpió en aclamaciones. No fue de la manera en que se produce normalmente un aplauso, que empieza en un punto y ondea hacia fuera, sino todo a la vez, cada boca abriéndose al mismo tiempo.
Cliff había arrastrado los nudillos hasta el escenario. El troll se sentó detrás de sus rocas y miró hacia los bastidores con aire desesperado.
Odro lo siguió, parpadeando bajo las luces.
Aquello pareció ser todo. El enano se volvió y dijo algo que se perdió entre el ruido; luego se quedó inmóvil con cara de incomodidad mientras las aclamaciones se fueron calmando gradualmente.
Buddy salió al escenario con un ligero traspié, como si lo hubieran empujado.
Hasta aquel momento, el señor Clete había pensado que la multitud estaba chillando. Solo entonces reparó en que aquello había sido un mero murmullo de aprobación comparado con lo que acababa de empezar.
El estruendo siguió y siguió mientras el muchacho permanecía inmóvil allí, con la cabeza baja.
—¡Pero si no está haciendo nada! —gritó Clete a la oreja de Satchelmouth—. ¿Por qué lo aclama todo el mundo por no hacer nada?
—No sabría decirle, señor —repuso Satchelmouth.
El matón observó las caras que le rodeaban, caras relucientes, expectantes, hambrientas, y se sintió como un ateo distraído que se hubiera colado en la Sagrada Comunión.
El aplauso continuó. Luego volvió a redoblarse cuando Buddy extendió lentamente las manos hacia la guitarra.
—¡No está haciendo nada! —gritó Clete.
—¡Nos tiene contra las cuerdas, señor! —le aulló Satchelmouth—. ¡Si no toca, entonces no es culpable de tocar sin pertenecer al Gremio!
Buddy levantó la vista.
Contempló a los asistentes con tal intensidad que Clete estiró el cuello para ver qué era lo que estaba mirando aquel dichoso chico.
Lo que miraba era la nada. Había una parcela de ella justo enfrente del escenario. La gente se apelotonaba por todas partes pero allí, justo enfrente del escenario, había una pequeña extensión de hierba despejada. Parecía, atraer irresistiblemente la atención de Buddy.
—Uh-uh-uh…
Clete se apretó los oídos con las manos, pero el ímpetu de las aclamaciones le llenó la cabeza de ecos.
Entonces, muy poco a poco, capa por capa, el aplauso fue desapareciendo. Se rindió ante el sonido que producen miles de personas que permanecen muy calladas, cosa que de algún modo, pensó Satchelmouth, era mucho más peligrosa.
Odro miró a Cliff, quien le hizo una mueca. Buddy seguía inmóvil, mirando al público. Si no toca, pensó Odro, entonces sí que estamos listos. Llamó a Asfalto con un siseo y el pequeño troll se acercó sigilosamente.
—¿La carreta está lista?
—Sí, señor Odro.
—¿Has llenado los caballos de avena?
—Tal como usted dijo, señor Odro.
—Muy bien.
El silencio era terciopelo. Poseía la misma cualidad de succión que hay en el estudio del patricio, en los lugares sagrados y en los cañones profundos, la que engendra en las personas un terrible deseo de gritar o cantar o chillar su nombre. Era un silencio que exigía: llenadme.
En algún lugar de la oscuridad, alguien tosió.
Asfalto oyó a alguien sisear su nombre desde un lateral del escenario. Se deslizó con extrema reticencia hasta entrar en la oscuridad, donde Escurridizo le estaba haciendo señas frenéticas.
—¿Te acuerdas de la bolsa? —dijo Escurridizo.
—Sí, señor Escurridizo. La puse en…
Escurridizo alzó dos sacos pequeños pero muy pesados.
—Vacíale dentro estos dos sacos y estáte preparado para salir por patas.
—Sí, señor Escurridizo, buena idea, porque Odro dijo…
—¡Hazlo ya!
Odro miró a su alrededor. Si tiro el cuerno y el yelmo y esta cota de malla, pensó, puede que consiga salir de aquí con vida. ¿Qué está haciendo ese chico?
Buddy dejó la guitarra en el suelo y desapareció entre bastidores. Estaba de vuelta antes de que el público se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Traía consigo el arpa.
Se detuvo delante del público.
Odro, que era quien estaba más cerca de él, lo oyó murmurar:
—¿Sollo por una vez? Oh, venga… ¿Sollo una vez más? Mira, lluego haré lio que tú quieras. Pagaré por ellllo.
La guitarra dejó escapar unos tenues acordes.
—Mira, hablo en serio —dijo Buddy.
Se oyó otro acorde.
—Sollo una vez.
Buddy sonrió hacia un espacio vacío que había entre el público y empezó a tocar.
Cada nota era nítida como una campana y simple como la luz del sol, y como tal se fragmentaba contra el prisma del cerebro para destellar en un millón de colores.
Odro se quedó boquiabierto y entonces la música se desplegó en su cabeza. No era Música Con Rocas Dentro, aunque utilizaba las mismas puertas. La sucesión de notas conjuró recuerdos de la mina en la que había nacido, y de pan de los enanos como el que solía amartillar mamá encima de su yunque, y del momento en el que Odro fue consciente por primera vez de que se había enamorado.[30] Se acordó de la vida en las cavernas debajo de Cabeza de Cobre, antes de que la ciudad le llamara, y deseó por encima de todo estar en casa.
Nunca se había imaginado que los humanos pudieran cantar con agujero.
Cliff dejó a un lado sus martillos. Las mismas notas se infiltraron en sus oídos oxidados, pero dentro de su mente se convirtieron en canteras y páramos. Mientras la emoción iba llenándole la cabeza de humo, el troll se dijo a sí mismo que después de aquello volvería a casa y vería cómo se encontraba su vieja mamá, y ya nunca volvería a irse de allí.
El señor Escurridizo descubrió que su propia mente estaba engendrando extraños e inquietantes pensamientos. Tenían que ver con cosas que no se podían vender y por las que no se debería pagar…
El catedrático de Runas Recientes le dio con los nudillos a la bola de cristal.
—El sonido es un poquito metálico —observó.
—Quítese de en medio, no puedo ver nada —dijo el decano. Runas Recientes volvió a sentarse. Los magos contemplaron la pequeña imagen.
—Esto no suena como la Música Con Rocas Dentro —dijo el tesorero.
—Cállese —dijo el decano. Se sonó la nariz.
Era una música triste. Pero hacía ondear la tristeza como si fuera un estandarte de batalla. Decía que el universo había hecho todo lo que podía, pero aún estabas vivo.
El decano, que era tan impresionable como un trozo de cera caliente, se preguntó si podría aprender a tocar la armónica.
La última nota se desvaneció.
No hubo aplausos. El público flaqueó un poco, a medida que cada individuo bajaba de cualquiera que fuese el rincón reflexivo que había estado ocupando. Uno o dos de ellos murmuraron cosas como «Sí, así se hace» o «Tú y yo juntos, hermano». Muchos se sonaron la nariz, a veces en otras personas.
Y entonces la realidad se volvió a colar, como hace siempre.
Odro le oyó decir a Buddy, en voz muy baja:
—Gracias.
El enano se inclinó hacia un lado y dijo por la comisura de la boca:
—¿Qué era eso?
Buddy pareció estremecerse y despertar.
—¿Qué? Ah. Se llama Sioni Bod Da. ¿Qué opinas?
—Tiene… agujero —dijo Odro—. Sí, sin duda tiene agujero.
Cliff asintió. Cuando se está muy lejos de la conocida vieja mina o montaña, cuando se está perdido entre desconocidos, cuando no se es más que una gran nada llena de dolor… solo entonces se puede cantar con agujero.
—Nos está mirando —murmuró Buddy.
—¿La chica invisible? —preguntó Odro, contemplando la hierba vacía.
—Sí.
—Ah, sí. No cabe duda de que no la veo. Bien. Y ahora, si esta vez no tocas Música Con Rocas Dentro, estamos muertos.
Buddy cogió la guitarra. Las cuerdas temblaron bajo sus dedos. Se sintió lleno de júbilo. Se le había permitido tocar aquello delante de ellos, y todo lo demás ya carecía de importancia. Cualquier cosa que ocurriese a continuación daba igual.
—Todavía no habéis oído nada —dijo.
Pateó el suelo.
—Un, dos, un dos tres y…
Glod tuvo tiempo de reconocer la melodía antes de que la música tomara posesión de él. La había oído solo unos segundos antes. Pero ahora vibraba.
Ponder miró dentro de su caja.
—Me parece que estamos atrapando esto, archicanciller —le dijo—, pero no sé lo que es.
Ridcully asintió y recorrió al público con la mirada. Todos estaban escuchando con la boca abierta. El arpa les había fregado el alma, y ahora la guitarra les estaba electrocutando la columna vertebral.
Había un espacio vacío cerca del escenario.
Ridcully se tapó un ojo con la mano y enfocó la mirada hasta que el otro ojo empezó a llorarle. Entonces sonrió.
Se volvió para mirar al Gremio de Músicos y se horrorizó al ver que Satchelmouth estaba alzando una ballesta. Parecía hacerlo de mala gana; el señor Clete le estaba dando codazos.
Ridcully levantó un dedo y pareció rascarse la nariz.
A pesar del sonido de la banda, el archicanciller pudo oír el tañido de la cuerda de la ballesta al romperse y, para su secreto deleite, el chillido que se le escapó al señor Clete cuando un extremo suelto le dio en la oreja. Ridcully ni siquiera había pensado en eso.
—Solo soy un viejo sentimental, ese es mi problema —murmuró para sus adentros—. Jat. Jat. Jat.
—¿Saben? Esto ha sido una idea extremadamente buena —le dijo el tesorero mientras las diminutas imágenes se movían dentro de la bola de cristal—. ¡Qué manera tan excelente de ver las cosas! ¿Cree que le podríamos echar un vistazo al Edificio de la Ópera?
—¿Y qué opinan del Club Mofeta en la calle Destilador? —preguntó el prefecto mayor.
—¿Por qué? —preguntó el tesorero.
—Oh, solo era una idea —se apresuró a decir el prefecto mayor—. No he estado nunca allí en absoluto, créame.
—La verdad es que no deberíamos estar haciendo esto —opinó el catedrático de Runas Recientes—. La verdad es que no es el uso más apropiado para un cristal mágico…
—No se me ocurre ningún uso mejor para un cristal mágico —replicó el decano— que ver a gente tocando Música Con Rocas Dentro.
El Hombre del Pato, Ataúd Henry, Arnold Ladeado, Viejo Apestoso Ron y el Olor de Viejo Apestoso Ron y el perro de Viejo Apestoso Ron iban paseando por los bordes de la multitud. La recogida había sido particularmente buena. Siempre lo era cuando Escurridizo ponía a la venta sus perritos calientes. Había cosas que la gente no comería ni siquiera bajo la influencia de la Música Con Rocas Dentro. Había cosas que ni siquiera la mostaza podía disfrazar.
Arnold recogió los restos y los metió en una cesta que llevaba dentro de su carrito. Aquella noche habría la reina de las sopas primigenias bajo el puente.
La música se había derramado sobre ellos. Ellos la ignoraron. La Música Con Rocas Dentro era la sustancia de los sueños, y no había sueños debajo del puente.
Luego se detuvieron y escucharon, cuando una música nueva fluyó sobre el parque y cogió de la mano a cada hombre y mujer y criatura y le mostró a él o a ella o a ello el camino al hogar.
Los mendigos se quedaron plantados y escucharon con la boca abierta. Cualquiera que les mirase a la cara, suponiendo que alguien mirara a los mendigos invisibles, habría tenido que alejarse…
Excepto del Señor Borrón. No había forma de alejarse de él.
Cuando la banda empezó a tocar Música Con Rocas Dentro, los mendigos volvieron a poner los pies en el suelo.
Excepto el Señor Borrón. Él se limitó a quedarse quieto y mirar.
Resonó la última nota.
Luego, mientras el huracán de aplausos empezaba a girar, La Banda echó a correr y desapareció en la oscuridad.
Escurridizo estaba mirando con cara de felicidad desde los bastidores al otro extremo del escenario. Se había preocupado un poco al principio, pero ahora parecía todo bien encarrilado.
Alguien le tiró de la manga.
—¿Qué están haciendo, señor Escurridizo?
Escurridizo se volvió.
—Escoria, ¿verdad? —dijo.
—Soy Crash, señor Escurridizo.
—Lo que están haciendo, Escoria, es no darle lo que el público quiere —comentó Escurridizo—. Soberbia estrategia comercial. Esperas hasta que lo están pidiendo a gritos, y entonces se lo quitas. Esperas. Cuando la multitud esté pateando el suelo, ellos volverán a saltar al escenario. Todo consiste en saber escoger el momento exacto. Cuando aprendas esa clase de truco, Escoria…
—Me llamo Crash, señor Escurridizo.
—… entonces quizá sabrás cómo tocar Música Con Rocas Dentro. Porque la Música Con Rocas Dentro, Escoria…
—… Crash…
—… no es solo música —sentenció Escurridizo, sacándose un poco de algodón de las orejas—. Es montones de cosas. No me preguntes por qué.
Escurridizo encendió un puro. El estruendo hizo temblar la llamita del fósforo.
—Saldrán en cualquier momento —dijo—. Ya lo verás.
Había una hoguera que estaba hecha con botas viejas y barro. Una forma gris correteaba alrededor de ella, olisqueándola excitadamente.
—¡Venga, venga, venga!
—Al señor Escurridizo no le va a gustar nada esto —gimió Asfalto.
—Pues lo siento por el señor Escurridizo —replicó Odro, mientras subían a Buddy a la carreta—. Y ahora quiero ver cómo esos cascos echan chispas, ¿sabes lo que quiero decir?
—Pongamos rumbo a Quirm —dijo Buddy mientras la carreta se puso en marcha de una sacudida. No sabía por qué lo había dicho. Simplemente parecía ser el destino apropiado.
—No es buena idea —dijo Odro—. Seguro que la gente probablemente querrá hacer preguntas acerca de aquel carromato que saqué de la piscina.
—¡Dirijámonos hacia Quirm!
—Al señor Escurridizo realmente no le va a gustar nada esto —dijo Asfalto, mientras la carreta salía al camino.
—Saldrán… en… cualquier… momento —dijo Escurridizo.
—Eso espero —repuso Crash—, porque me parece que todos se han puesto a dar patadas en el suelo.
La verdad es que se oía un cierto estruendo de pateo por debajo de las aclamaciones.
—Espera y verás —dijo Escurridizo—. Saldrán en el momento preciso. No hay ningún problema. ¡Akk!
—Se supone que el puro se ha de meter en la boca al revés, señor Escurridizo —dijo Crash dócilmente.
La luna menguante iluminaba el paisaje mientras la carreta saltó por las puertas y tomó el irregular camino de Quirm.
—¿Cómo supiste que yo había hecho preparar la carreta? —le preguntó Odro mientras volvían a tomar tierra después de un breve trayecto por los aires.
—No tenía ni idea —replicó Buddy.
—¡Pero saliste corriendo!
—Si.
—¿Por qué?
—Fue… justo… momento apropiado.
—¿Y por qué quieres ir a Quirm? —preguntó Cliff.
—Ahí… ahí puedo encontrar una embarcación hacia casa, ¿verdad? —dijo Buddy—. Eso es. Una embarcación hacia casa.
Odro miró la guitarra. Había algo que no encajaba. Aquello no podía terminar tan fácilmente… y luego irse ellos como si tal cosa…
Sacudió la cabeza. ¿Qué podía ir mal a partir de entonces?
—Al señor Escurridizo realmente no le va a gustar nada esto —gimoteó Asfalto.
—Venga, cállate de una vez —dijo Odro—. No sé qué problema puede tener él con todo esto.
—Bueno, pues para empezar —dijo Asfalto—, lo principal, la cosa que menos le va a gustar de todas, es… hum… que nosotros tenemos el dinero.
Cliff metió la mano debajo del pescante. Se oyó un tintineo apagado, del tipo que produce un montón de oro portándose bien y manteniéndose calladito.
El escenario temblaba con la vibración del pateo. Ahora ya se oían algunos gritos.
Escurridizo se volvió hacia Crash y sonrió horriblemente.
—Oye, acabo de tener una gran idea —dijo.
Una silueta minúscula subió corriendo por el camino que venía del río. Delante de ella, las luces del escenario brillaban en el crepúsculo.
El archicanciller le dio un codazo a Ponder y agitó su cayado.
—Bueno —dijo—, si se produce un desgarramiento súbito de la realidad y las horribles Cosas aullantes empiezan a colarse, entonces nuestro trabajo será… —Se rascó brevemente la cabeza—. ¿Qué es eso que dice siempre el decano? ¿Pasear unos buenos mulos?
—Unos buenos culos, señor —repuso Ponder—. El decano dice «patear unos buenos culos».
Ridcully contempló el escenario vacío.
—No veo ningún mulo —dijo.
Los cuatro miembros de La Banda estaban todos sentados y miraban fijamente hacia delante, más allá de la llanura bañada por la luna.
Finalmente Cliff rompió el silencio.
—¿Cuánto?
—Cinco mil dólares largos…
—¿CINCO MIL DÓL…?
Cliff selló con su manaza la boca de Odro.
—¿Por qué? —preguntó Cliff mientras el enano se retorcía.
—¿MMFMMF MMF MMFMMFSMMFS?
—Estaba un poco confuso —reconoció Asfalto—. Lo siento.
—Nunca podremos irnos lo bastante lejos —dijo Cliff—. Lo sabéis, ¿verdad? Ni siquiera si morimos.
—¡Intenté decíroslo a todos! —gimoteó Asfalto—. ¿Quizá… quizá podríamos devolverlo?
—¿MMFMMFMMF MMF MMF?
—¿Cómo vamos a hacer eso?
—¿MMFMMFMMF MMF MMF?
—Odro —dijo Cliff, en un tono de voz razonable—, voy a apartar la mano. Y tú no vas a gritar. ¿De acuerdo?
—Mmfmmf.
—Vale.
—¿DEVOLVERLOS? ¿CINCO MIL DÓL… mmfmmfm-mf…?
—Supongo que algo de ese dinero es nuestro —opinó Cliff, apretando un poco más la mano.
—¡Mmf!
—Bueno, yo por lo menos no he cobrado ningún jornal —dijo Asfalto.
—Vayamos a Quirm —dijo Buddy con voz apremiante—. Podemos quedarnos con… nuestra parte y mandar a Escurridizo su parte.
Cliff se rascó la barbilla con la mano que tenía libre.
—Parte de él pertenece a Crysoprase —les informó Asfalto—. El señor Escurridizo le pidió prestado un poco de dinero para organizar el Festival.
—De él sí que no podremos alejarnos lo suficiente —dijo Cliff—, excepto si seguimos hasta llegar al Borde y nos tiramos. Y aun así, solo quizá.
—Podríamos explicárselo… ¿No… podríamos…? —dijo Asfalto.
Una visión de la reluciente cabeza marmórea de Crysoprase se formó en el campo visual de los cuatro.
—Mmf.
—No.
—Quirm, entonces —decidió Buddy. Los dientes de diamante de Cliff destellaron a la luz de la luna.
—Me pareció… —dijo—, me pareció… que había oído algo en el camino por allá atrás. Sonaba como unos arreos…
Los mendigos invisibles empezaron a alejarse del parque. El Olor de Viejo Apestoso Ron se había quedado un rato, porque estaba disfrutando de la música. Y el Señor Borrón aún no se había movido.
—Tenemos casi veinte salchichas —dijo Arnold Ladeado.
Ataúd Henry tosió con una tos en la que había huesos.
—¿Quesejodan? —comentó Viejo Apestoso Ron—. ¡Se lo dije, espiándome con rayos!
Algo cruzó como una exhalación la hierba pisoteada en dirección al Señor Borrón, subió corriendo por su túnica y le agarró los lados de la capucha con ambas garras.
Se oyó el sonido hueco de dos cráneos que se encuentran.
El Señor Borrón retrocedió tambaleándose.
¡Iiic!
El Señor Borrón parpadeó y se sentó bruscamente en el suelo.
Los mendigos bajaron la vista hacia la pequeña figura que daba saltitos sobre los adoquines.
Al ser ellos mismos de naturaleza invisible, los mendigos tenían una habilidad natural para ver cosas ocultas para otros hombres o, en el caso de Viejo Apestoso Ron, para cualquier globo ocular conocido.
—Eso es una rata —comentó el Hombre del Pato.
—Quesejoda —dijo Viejo Apestoso Ron.
La rata empezó a bailar en círculos sobre sus patas traseras, chillando ruidosamente. El Señor Borrón volvió a parpadear… Y la Muerte se incorporó.
TENGO QUE IRME, dijo.
¡Iiic!
La Muerte empezó a alejarse, se detuvo y volvió sobre sus pasos. Señaló con un dedo esquelético al Hombre del Pato.
¿POR QUÉ VAS POR AHÍ CON ESE PATO?, preguntó.
—¿Qué pato?
AH. DISCULPA.
—Escuchadme, ¿cómo puede salir mal? —dijo Crash mientras agitaba las manos frenéticamente—. Tiene que funcionar. Todo el mundo sabe que cuando te llega tu gran oportunidad porque la estrella se ha puesto enferma o algo así, entonces el público enloquece contigo. Pasa todas las veces, ¿no?
Jimbo, Noddy y Escoria asomaron la cabeza por el telón para echar una mirada a aquel pandemonio. Luego asintieron sin mucha convicción.
Por supuesto que las cosas siempre iban bien cuando te llegaba tu gran oportunidad…
—Podríamos tocar «Anarquía en Ankh-Morpork» —propuso Jimbo con voz dubitativa.
—Todavía no nos sale bien —dijo Noddy.
—Ya pero eso no es ninguna novedad.
—Bueno, supongo que podríamos intentarlo…
—¡Excelente! —exclamó Crash. Alzó su guitarra en un gesto desafiante—. ¡Podemos hacerlo! ¡Por el bien del sexo, las drogas y la Música Con Rocas Dentro!
Fue consciente de las miradas de incredulidad que le estaban lanzando los demás.
—Nunca dijiste que hubieras tomado ninguna droga —dijo Jimbo acusadoramente.
—Y ya que lo mencionas —dijo Noddy—, yo diría que tú nunca has…
—¡Una de tres no está mal! —gritó Crash.
—Sí que lo está, solo es el treinta y tres por…
—¡Cierra el pico!
La gente pateaba el suelo y daba aplausos burlones.
Ridcully entornó los ojos y miró a lo largo de su cayado.
—Bueno, estuvo el Sacratísimo San Bobby —dijo—. Ahora que lo pienso, seguro que él era un buen mulo.
—¿Cómo dice? —preguntó Ponder.
—Era un mulo, o algo así —aclaró Ridcully—. Hace cientos de años le hicieron obispo en la Iglesia omniana por cargar con no se qué hombre santo, creo. No creo que se pueda ser mucho más bueno que eso.
—No… no… no… archicanciller —dijo Ponder—. Verá, es una especie de dicho militar. No habla de mulos. Se refiere a… la… ya sabe, señor… la retaguardia.
—Me pregunto cómo vamos a saber dónde está esa parte —dijo Ridcully—. Las criaturas de las Dimensiones Mazmorra tienen patas y cosas por todas partes.
—No lo sé, señor —dijo Ponder cansadamente.
—Quizá sería mejor que pateáramos todo lo que se mueva para asegurarnos.
La Muerte alcanzó a la rata cerca del Puente de Latón.
Nadie había tocado a Albert. Por así decirlo, al estar en el arroyo se había vuelto casi tan invisible como Ataúd Henry.
La Muerte se arremangó. Su mano atravesó la tela del abrigo de Albert como si estuviera hecha de niebla.
EL VIEJO IDIOTA SIEMPRE SE LO LLEVABA CONSIGO, murmuró. NO SÉ QUÉ SE PENSABA QUE IBA A HACER YO CON ÉL…
La mano salió del abrigo, sosteniendo un trocito de cristal curvado. Sobre él relucía un pellizquito de arena.
TREINTA Y CUATRO SEGUNDOS, dijo la Muerte. Le pasó el cristal a la rata. ENCUENTRA ALGO DONDE GUARDARLO. Y QUE NO SE TE CAIGA.
Luego se incorporó y examinó el mundo
Se oyó el glong-glong-glong de una botella de cerveza vacía rebotando en las piedras cuando la Muerte de las Ratas salió trotando del Tambor Remendado.
Treinta y cuatro segundos de arena orbitaban algo erráticamente en su interior.
La Muerte puso en pie a su sirviente. El tiempo no transcurría para Albert. Sus ojos se habían vidriado y su reloj corporal ganduleaba. Albert colgaba del brazo de su amo como un traje barato.
La Muerte le cogió la botella a la rata y la inclinó con mucho cuidado. Empezó a fluir un poquito de vida.
¿DÓNDE ESTÁ MI NIETA?, preguntó. TIENES QUE DECÍRMELO. DE OTRA MANERA NO PUEDO SABERLO.
Los ojos de Albert se abrieron de golpe.
—¡Está intentando salvar al muchacho, amo! —dijo—. Esa chica no conoce el significado de la palabra Deber…
PERO NOSOTROS DOS SÍ QUE LO CONOCEMOS, ¿VERDAD?, repuso la Muerte con amargura. TÚ Y YO.
Asintió con la cabeza a la Muerte de las Ratas.
CUIDA DE ÉL, dijo.
La Muerte chasqueó los dedos.
No ocurrió nada, aparte del chasquido.
EJEM. ESTO ES MUY EMBARAZOSO. ELLA TIENE PARTE DE MI PODER. PARECE QUE SOY MOMENTÁNEAMENTE INCAPAZ DE… EJEM…
La Muerte de las Ratas chilló servicialmente.
NO. TÚ CUIDA DE ÉL. SÉ ADONDE SE DIRIGEN. A LA HISTORIA LE GUSTAN LOS CICLOS.
La Muerte miró hacia las torres de la Universidad Invisible, que se alzaban por encima de los tejados.
Y EN ALGÚN LUGAR DE ESTA CIUDAD HAY UN CABALLO QUE PUEDO MONTAR.
—Espere un momento. Viene algo… —Ridcully clavó la mirada en el escenario—.¿Qué son?
Ponder los miró.
—Creo… que podrían ser humanos, señor.
La multitud había dejado de golpear el suelo con su par colectivo de pies y miraba, sumida en un hosco silencio de la variedad «más vale que esto sea bueno».
Crash se dirigió hacia el borde del escenario con una enorme sonrisa enloquecida reluciendo en la cara.
—Sí, pero en cualquier momento se abrirán en canal y saldrán horripilantes criaturas —dijo Ridcully con aire esperanzado.
Colisión alzó su guitarra y tocó un acorde.
—¡Madre mía! —exclamó Ridcully.
—¿Señor?
—Eso ha sonado exactamente igual que un gato intentando ir al retrete con el culo cosido.
Ponder pareció horrorizado.
—Señor, no me estará diciendo que alguna vez ha…
—No, pero estoy convencido de que sonaría así. Exactamente como eso.
La multitud se mantuvo a la espera, no muy segura ante la nueva situación.
—¡Hola, Ankh-Morpork! —saludó Crash. Luego le hizo una seña a Escoria, quien consiguió acertarle a sus tambores al segundo intento.
Y Bandas De Aconpañamiento se lanzó a su primer y, tal como fueron las cosas, último tema. A sus tres últimos temas, de hecho. Crash estaba intentando tocar «Anarquía en Ankh-Morpork», Jimbo se había quedado paralizado porque no podía verse en un espejo y estaba tocando la única página que podía recordar del manual de Blert Wheedown, que era el índice, y Noddy se había pillado los dedos en las cuerdas.
En lo que concernía a Escoria, los nombres de canciones eran algo que ocurría a otra gente. Él se estaba concentrando en el ritmo. La mayoría de personas no tienen necesidad de hacerlo. Pero para Escoria, incluso dar palmadas era un ejercicio de concentración. Por eso tocaba en un pequeño mundo propio muy satisfecho de sí mismo, y ni siquiera se enteró de que el público se alzaba como una cena en mal estado y caía sobre el escenario.
El sargento Colon y el cabo Nobbs estaban de servicio en la Puerta Deosil, compartiendo un cigarrillo de camaradería y escuchando el distante rugir del Festival.
—Suena como si estuviera siendo una gran noche —comentó el sargento Colon.
—Desde luego que sí, sargento.
—Suena como si hubiera algún problema.
—Menos mal que nosotros no tenemos que hacer nada al respecto, sargento.
Un caballo llegó trapaleando por la calle, con su jinete haciendo esfuerzos para no caerse. Cuando lo tuvieron un poco más cerca, los dos guardias pudieron distinguir las facciones crispadas de Y.V.A.L.R. Escurridizo cabalgando con la soltura de un saco de patatas.
—¿Acaba de pasar una carreta por aquí? —quiso saber.
—¿Cuál, Ruina? —preguntó el sargento Colon.
—¿Cómo que cuál?
—Bueno, es que ha habido dos —dijo el sargento—. Una con un par de trolls y otra con el señor Clete justo después. Ya sabes, el del Gremio de Músicos…
—¡Oh, no!
Escurridizo espoleó a su caballo de nuevo y se perdió en la noche.
—¿A qué venía todo eso? —dijo Nobby.
—Probablemente alguien le debe un penique —opinó el sargento Colon, apoyándose en su lanza.
Entonces se oyó el sonido de otro caballo que se aproximaba. Los guardias se aplanaron contra la pared cuando pasó atronando junto a ellos.
El caballo era grande y blanco. La capa negra de su amazona ondeaba al viento, al igual que sus cabellos. Hubo una ráfaga de aire y al instante ya habían desaparecido, allá en las llanuras.
Nobby los siguió con la mirada.
—Esa era ella —dijo.
—¿Quién?
—Susan Muerte.
La luz del cristal fue apagándose hasta convertirse en un puntito que se extinguió con un último parpadeo.
—Ahí van tres días perdidos de trabajo en magia —se quejó el prefecto mayor.
—Ha valido la pena cada taumo —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Pero no es tan bueno como verlos en directo —dijo el catedrático de Runas Recientes—. Hay algo especial en que el sudor te vaya goteando encima.
—Pues a mí me ha parecido que se terminó justo cuando empezaba a ponerse interesante —comentó Estudios Indefinidos—. Me ha parecido…
Los magos se pusieron rígidos cuando el aullido resonó por todo el edificio.
Era ligeramente animal, pero también mineral, metálico y con el borde de una sierra.
Pasado un buen rato el catedrático de Runas Recientes dijo:
—Naturalmente, solo porque hayamos oído un grito que hiela la sangre y pone los pelos de punta, de los que hacen que las mismas venas se queden congeladas, no significa automáticamente que algo vaya mal.
Los magos se asomaron al pasillo y miraron.
—Venía de algún lugar de ahí abajo —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos, dirigiéndose hacia la escalera.
—¿Y entonces por qué está usted yendo hacia arriba?
—¡Porque no soy idiota!
—¡Pero podría ser alguna terrible emanación!
—¡No me diga! —replicó Estudios Indefinidos, todavía acelerando.
—De acuerdo, allá usted. Ahí arriba está el piso de los estudiantes.
—Ah. Ejem…
El catedrático de Estudios Indefinidos fue bajando despacio, lanzando alguna mirada temerosa escaleras arriba.
—Miren, aquí no puede entrar nada —dijo el prefecto mayor—. Este lugar se encuentra protegido por hechizos muy poderosos.
—Exactamente —dijo Runas Recientes.
—Y estoy seguro de que todos los hemos ido reforzando periódicamente, como es nuestro deber —dijo el prefecto mayor.
—Ejem. Sí. Sí. Por supuesto —dijo Runas Recientes.
El sonido volvió a hacerse oír. Había un ritmo lento y palpitante dentro de aquel ruido.
—La biblioteca, creo —observó el prefecto mayor.
—¿Alguien ha visto al Bibliotecario últimamente?
—Últimamente siempre le veo llevando cosas de un lado a otro. No pensará que está tramando algo oculto, ¿verdad?
—Le recuerdo que esto es una universidad mágica.
—Sí, pero me refería a algo todavía más oculto.
—No se me derrumbe, ¿entendido?
—Todavía estoy entero.
—Porque si nos mantenemos unidos, ¿qué podría hacernos daño?
—Bueno, uno, una gran…
—¡Cállese!
El decano abrió la puerta de la biblioteca. Dentro hacía calor y reinaba un silencio aterciopelado. De vez en cuando un libro hacía sonar las páginas o agitaba inquieto sus cadenas.
Una luz plateada llegaba de la escalera que daba al sótano. También había algún que otro «ook».
—No se lo oye muy preocupado —comentó el tesorero.
Los magos fueron bajando los escalones con cautela. La puerta no tenía pérdida: salía luz de ella.
Los magos entraron en el sótano.
Dejaron de respirar.
Estaba sobre un estrado elevado en el centro del suelo, con velas rodeándola por completo.
Era Música Con Rocas Dentro.
Una figura alta y oscura derrapó en la esquina que daba a la plaza Sator y, acelerando, atravesó el pórtico de la Universidad Invisible.
Solamente la vio Modo, el jardinero enano, mientras empujaba alegremente su carretilla de estiércol bajo el crepúsculo. Había sido un buen día. La mayoría de los días de Modo lo eran.
No había oído hablar del Festival. No había oído hablar de la Música Con Rocas Dentro.
Modo nunca oía hablar de la mayoría de las cosas, porque no estaba escuchando. Le gustaba el abono compuesto. Después del compuesto le gustaban las rosas, porque eran algo para lo que compostar el compuesto.
Modo era por naturaleza un enano satisfecho de la vida, que soportaba con gusto (y cerca del suelo) todos los problemas adicionales de la jardinería en un entorno altamente mágico, como el pulgón, la mosca blanca y las cosas indescriptibles con tentáculos. Mantener el césped en buen estado podía convertirse en un auténtico problema cuando se permitía reptar sobre él a cosas procedentes de otra dimensión.
Alguien lo cruzó a zancadas y desapareció por la entrada de la biblioteca.
Modo miró las huellas y dijo:
—Oh, cielos.
Los magos volvieron a respirar.
—Madre mía —dijo el catedrático de Runas Recientes.
—Qué pasada… —dijo el prefecto mayor.—
—Eso es lo que yo llamo Música Con Rocas Dentro —suspiró el decano, dando un paso adelante con la expresión extasiada de un avaro en una mina de oro.
La luz de las velas relucía contra negro y plata. Había gran cantidad de ellos.
—Madre mía —dijo el catedrático de Runas Recientes. Era como alguna clase de encantamiento.
—Oigan, ¿eso no es mi espejito para los pelos de la nariz? —preguntó el tesorero, rompiendo el hechizo—. Sí, estoy seguro de que eso de ahí es mi espejito para los pelos de la nariz…
Salvo que si bien el negro era negro, el plata no era exactamente plata. Eran todos los espejos y trocitos brillantes de latón y oropeles y alambres que el Bibliotecario había conseguido agenciarse y retorcer hasta darles forma…
—… tiene el marquito plateado… ¿por qué está puesto en esa carreta de dos ruedas? ¿Dos ruedas, una detrás de la otra? Ridículo. Se caerá, no les quepa duda. ¿Y dónde piensa poner el caballo, si se puede saber?
El prefecto mayor le tocó el hombro suavemente.
—¿Tesorero? Permítame un consejo de mago, amigo.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Me parece que si no deja de hablar ahora mismo, el decano lo matará.
Había dos pequeñas ruedas de carro, una detrás de la otra, con una silla de montar entre ellas. Delante de la silla había una cañería doblada en una complicada doble curva, de modo que quien se sentara en la silla pudiera agarrarse a algo.
El resto eran trastos. Había huesos, ramas de árbol y todo el festín de baratijas de una urraca. Había un cráneo de caballo sujeto sobre la rueda delantera, y sobresalían plumas y abalorios por todas partes.
Eran trastos, pero aquella cosa que se alzaba bajo el resplandor trémulo poseía una oscura cualidad orgánica: no exactamente vida, sino algo dinámico, inquietante, tenso y potente que estaba haciendo vibrar al decano. Irradiaba algo que indicaba que, solo por existir y ofrecer aquel aspecto, estaba infringiendo al menos nueve leyes y veintitrés pautas generales.
—¿Está enamorado? —preguntó el tesorero.
—¡Hágala funcionar! —dijo el decano—. ¡Tiene que funcionar! ¡Ha sido hecha para funcionar!
—Sí, pero ¿qué es? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Es una obra maestra —afirmó el decano—. ¡Certera como una honda!
—¿Oook?
—Quizá habría que ir empujando con los pies —murmuró el prefecto mayor.
El decano sacudió la cabeza con aire preocupado.
—Somos magos, ¿no? —dijo—. Seguro que podemos hacerla funcionar.
Dio una vuelta al círculo. La corriente de aire creada por su túnica de cuero con remaches hizo oscilar las llamas de las velas y las sombras de la cosa danzaron en la pared.
El prefecto mayor se mordió el labio.
—No estoy demasiado seguro de eso —dijo—. Parece que ya lleva dentro magia más que suficiente tal como está ahora. ¿Está… ejem… está respirando o es solo cosa de mi imaginación?
El prefecto mayor dio media vuelta y agitó un dedo hacia el Bibliotecario.
—¿La ha construido usted? —increpó.
El orangután negó con la cabeza.
—Oook.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que él no la construyó, solo la ensambló —dijo el decano, sin volver la cabeza.
—Ook.
—Voy a sentarme en ella —dijo el decano.
Los otros magos sintieron que algo se les escapaba del alma y era reemplazado por una repentina incertidumbre.
—Yo no lo haría si fuera usted, viejo amigo —aconsejó el prefecto mayor—. No sabe adonde podría llevarlo.
—Me da igual —replicó el decano. Seguía sin apartar los ojos de la cosa.
—Me refiero a que no es de este mundo —le dijo el prefecto mayor.
—Llevo más de setenta años siendo de este mundo —dijo el decano—, y es extremadamente aburrido.
Entró en el círculo y puso la mano sobre la silla de montar de la cosa.
Esta tembló.
DISCULPE.
De pronto la figura alta y oscura estaba allí, en el hueco de la puerta, y luego unas cuantas zancadas la llevaron al interior del círculo.
Una mano esquelética cayó sobre el hombro del decano y lo apartó, delicada pero inevitablemente, hacia un lado.
GRACIAS.
La figura saltó a la silla y extendió las manos hacia los manillares. Luego bajó la mirada hacia la cosa que montaba.
Algunas situaciones había que llevarlas con total exactitud…
Un dedo señaló al decano.
NECESITO SUS ROPAS.
El decano retrocedió.
—¿Qué?
DÉME SU ABRIGO.
El decano, de muy mala gana, se quitó la túnica de cuero y la entregó.
La Muerte se la puso. Sí, eso ya estaba mejor…
Y AHORA, DÉJEME VER…
Un brillo azulado parpadeó debajo de sus dedos y se extendió en serpenteantes líneas azules, formando una corona en la punta de cada pluma y cada abalorio.
—¡Estamos en un sótano! —dijo el decano—. ¿Es que eso no importa?
La Muerte le dedicó una mirada.
NO.
Modo se enderezó y se detuvo a admirar su lecho de rosas, que contenía la más soberbia exhibición de rosas negras que hubiera conseguido producir jamás. A veces un entorno altamente mágico podía resultar útil. El aroma de las rosas flotaba en el aire del anochecer como una palabra de aliento.
Entonces el parterre hizo erupción.
Modo tuvo una breve visión de llamas y de algo que describía un arco hacia el cielo antes de que su visión se emborronara por una lluvia de abalorios, plumas y suaves pétalos negros.
Sacudió la cabeza y fue a buscar su pala.
—¿Sargento?
—¿Sí, Nobby?
—Sabe, los dientes…
—¿Qué dientes?
—Dientes como los de su boca, ya sabe.
—Ah, claro. Ajá. ¿Qué pasa con ellos?
—¿Cómo es que encajan unos con otros atrás de todo?
Hubo una pausa mientras el sargento Colon inspeccionaba los recovecos de su boca con la lengua.
—It-ed-eh… —empezó a decir, y luego se desenredó—. Interesante observación, Nobby.
Nobby acabó de liar un cigarrillo.
—¿Le parece que cerremos las puertas, sargento?
—No estaría de más.
Empleando la cantidad mínima de esfuerzo exacta, hicieron girar las enormes puertas hasta juntarlas como medida de seguridad, no eran gran cosa. Las llaves se habían perdido hacía mucho tiempo. Incluso el letrero de «Gracias por No Imbadir Nuestra Ciudad» apenas era legible a esas alturas.
—Me parece que deberíamos… —empezó a decir Colon, y luego miró calle abajo—. ¿Qué es esa luz? —dijo—. ¿Y qué es lo que hace ese ruido?
Sobre los edificios al final de la avenida resplandecía una luz azulada.
—Suena como algún tipo de animal salvaje —opinó el cabo Nobbs.
La luz se resolvió en dos lanzas de azul actínico.
Colon se hizo sombra en los ojos con la mano.
—Parece una especie de… caballo o algo.
—¡Viene directo hacia las puertas!
El rugido torturado rebotó en las casas.
—¡Me parece que no va a pararse, Nobby!
El cabo Nobbs se lanzó en plancha contra la pared.
Colon, ligeramente más consciente de las responsabilidades del rango, agitó vagamente las manos ante la luz que se aproximaba.
—¡No lo haga! ¡No lo haga!
Y luego se levantó como pudo del barro.
Pétalos de rosa, plumas y chispas cayeron suavemente a su alrededor.
Delante de él, un agujero en las puertas relucía con chispazos azules por el borde.
—Eso es roble viejo —dijo vagamente—. Solo espero que no nos lo hagan pagar de nuestro bolsillo. ¿Viste quién era, Nobby? ¿Nobby?
Nobby se acercó sin separarse de la pared.
—Llevaba… llevaba una rosa entre los dientes, sargento.
—Sí, pero ¿lo reconocerías si volvieras a verlo?
Nobby tragó saliva.
—Si no lo hiciera, sargento —dijo—, tendríamos que organizar una ronda de identificación infernal.
—¡Esto no me gusta, señor Odro! ¡Esto no me gusta nada!
—¡Cállate y conduce!
—¡Pero esta no es la clase de camino donde se supone que haya que ir deprisa!
—¡No te preocupes! ¡De todas maneras tampoco puedes ver adonde vas!
La carreta dobló un recodo del camino sobre dos ruedas. Estaba empezando a nevar, una nieve tenue y húmeda que se derretía tan pronto como tocaba el suelo.
—¡Pero volvemos a estar en las colinas! ¡Hay mucha distancia hasta abajo! ¡Nos saldremos del camino!
—¿Quieres que nos atrape Crysoprase?
—¡Arre, arre!
Buddy y Cliff se agarraron a los bordes del carromato mientras este se sacudía de un lado a otro en la oscuridad.
—¿Todavía los tenemos detrás? —chilló Odro.
—¡No veo nada! —gritó Cliff—. Si pararas la carreta, quizá oiríamos algo.
—¡Sí, pero imagínate que oyéramos algo muy, muy cerca!
—¡Arre, arre!
—De acuerdo, ¿y qué tal si tiramos el dinero?
—¿CINCO MIL DÓLARES?
Buddy miró por encima del borde de la carreta. A menos de dos metros del linde del camino había una oscuridad con cierta cualidad de barranco, cierta insinuación de profundidad.
La guitarra tañía suavemente al ritmo de las ruedas. Buddy la cogió con una mano, pensando en que era extraño que nunca guardara silencio. No se podía silenciar ni siquiera presionando enérgicamente las cuerdas con ambas manos; ya lo había intentado.
El arpa estaba junto a ella. Sus cuerdas permanecían en silencio absoluto.
—¡Esto es una idiotez! —gritó Odro desde la parte delantera—. ¡Ve más despacio! ¡Hace un momento casi nos sacas del camino!
Asfalto tiró de las riendas. La carreta aflojó poco a poco y terminó yendo al paso.
—Eso está mejor…
La guitarra chilló. La nota era tan alta que chocaba con los oídos como una aguja. Los caballos se agitaron nerviosamente en los varales y entonces salieron disparados de nuevo hacia delante.
—¡Detenlos!
—¡Lo estoy haciendo!
Odro se volvió, agarrándose al respaldo del pescante.
—¡Tira esa cosa!
Buddy aferró la guitarra y se levantó, echando el brazo hacia atrás para lanzarla al desfiladero.
Titubeó.
—¡Tírala!
Cliff se levantó y trató de coger la guitarra.
—¡No!
Buddy la volteó alrededor de su cabeza y dio al troll un golpe en la barbilla que le tiró hacia atrás.
—¡No!
—Odro, ve más despacio…
Les estaba alcanzando un caballo blanco. Una silueta encapuchada se inclinó hacia la carreta y agarró las riendas.
La carreta chocó con una piedra y voló por el aire un momento antes de volver a caer con estruendo al camino. Asfalto oyó astillarse los postes cuando las ruedas se estrellaron contra la valla, vio partirse los travesaños, sintió la carreta dándose la vuelta…
… y deteniéndose.
Más tarde ocurrieron tantas cosas que Odro nunca le habló a nadie de la sensación que tuvo entonces, la de que aunque sin duda la carreta había quedado suspendida inciertamente en el borde del risco, también se había precipitado al vacío, dando vueltas y vueltas hacia las rocas…
Odro abrió los ojos. Aquella imagen le perseguía como un mal sueño. Pero se había visto lanzado a través de la carreta cuando empezaba a volcarse, y su cabeza yacía en la tabla trasera.
Estaba mirando directamente al fondo del desfiladero. Detrás de él, la madera crujió.
Alguien se estaba agarrando a su pierna.
—¿Quién está ahí? —susurró, por si el peso de las palabras decantaba la carreta.
—Soy yo, Asfalto. ¿Quién se está agarrando a mi pie?
—Yo —dijo Cliff—. ¿A qué te estás agarrando tú, Odro?
—A… una cosa que mi mano desesperada asió por casualidad —respondió Odro.
La carreta volvió a crujir.
—Es el oro, ¿verdad? —dijo Asfalto—. Admítelo. Te estás agarrando al oro.
—¡Enano idiota! —gritó Cliff—. ¡Suéltalo o moriremos!
—Soltar cinco mil dólares es morir —replicó Odro.
—¡Estúpido! ¡No te lo puedes llevar contigo!
Asfalto se debatió buscando algún asidero en la madera. La carreta se movió.
—Dentro de un momento la cosa será al revés —musitó.
—¿Y entonces quién está sujetando a Buddy? —preguntó Cliff, mientras el carromato se combaba otro centímetro más.
Hubo una pausa mientras los tres se contaban las extremidades y los adjuntos que incluían.
—Yo… ejem… me parece que quizá se haya caído —dijo Odro. Cuatro acordes vibraron en el aire.
Buddy colgaba de una de las ruedas de atrás, con los pies en el vacío, y se estremeció cuando la música tocó un riff de ocho notas en su alma.
Nunca envejecer. Nunca morir.
Vivir por siempre jamás en ese último momento al rojo vivo, cuando la multitud gritaba. Cuando cada nota era un latido de corazón. Arder a través del cielo.
Nunca envejecerás. Dirán que nunca moriste. Ese es el trato. Serás el músico más grande del mundo. Vive deprisa. Muere joven. La música tiraba de su alma.
Las piernas de Buddy se elevaron lentamente y tocaron las rocas del risco. Se preparó, con los ojos cerrados, y tiró de la rueda. Una mano le tocó el hombro.
—¡No!
Los ojos de Buddy se abrieron de golpe. Giró la cabeza y se encontró contemplando el rostro de Susan; luego alzó la mirada hacia el carro.
—¿Qué…? —dijo, la voz pastosa por la conmoción. Apartó una mano de la carreta, buscó torpemente la correa de la guitarra y se la quitó del hombro. Las cuerdas aullaron cuando Buddy empuñó el mástil de la guitarra y la lanzó hacia la oscuridad.
Su otra mano resbaló sobre la rueda helada y Buddy se precipitó al vacío.
Hubo un borrón blanco. Buddy cayó pesadamente sobre algo aterciopelado y que olía a sudor de caballo.
Susan lo estabilizó con su mano libre mientras apremiaba a Binky hacia arriba a través de la nevisca.
El caballo llegó al camino y Buddy resbaló para caer sobre el barro. Se incorporó sobre los codos.
—¿Tú?
—Yo —dijo Susan.
Susan sacó la guadaña de su funda. La hoja se desplegó y los copos de nieve que caían sobre ella se fueron partiendo delicadamente en dos sin una sola pausa en su descenso.
—Vayamos a recoger a tus amigos, ¿de acuerdo?
Hubo una fricción en el aire, como si la atención del mundo se estuviera enfocando. La Muerte contempló el futuro.
OH, MALDITA SEA.
Las cosas se estaban desprendiendo. El Bibliotecario había hecho todo lo que pudo, pero el mero hueso y la madera no podían soportar aquella clase de tensión. Plumas y abalorios revoloteaban desprendidas por el aire y caían, humeando, sobre el camino. Una rueda abandonó la compañía de su eje y se alejó rebotando, esparciendo radios, cuando la máquina tomó una curva casi horizontalmente.
Aquello no supuso ninguna diferencia ostensible. Algo parecido a un alma destelló en el aire en lugar de las piezas que faltaban.
Si cogías una máquina reluciente, y enfocabas una luz sobre ella para que hubiera destellos y zonas mejor iluminadas y luego te llevabas la máquina pero dejabas la luz…
Ya solo quedaba el cráneo de caballo. Eso y la rueda trasera, que en esos momentos giraba en una horquilla reducida a luz parpadeante y ardía como una brasa.
La cosa adelantó zumbando a Escurridizo, provocando que su caballo lo tirara a la cuneta y se desbocara.
La Muerte tenía por costumbre viajar deprisa. En teoría ya estaba en todas partes, esperando a casi cualquier otra cosa. La manera más rápida de viajar es ya estar allí.
Pero la Muerte nunca se había movido tan deprisa mientras iba tan despacio. A menudo había visto el paisaje como un borrón, pero nunca mientras este se encontraba a solo cinco centímetros de su rodilla en las curvas.
La carreta volvió a moverse. En esos instantes incluso Cliff estaba mirando hacia la oscuridad.
Algo le tocó el hombro.
AGÁRRATE A ESTO. PERO NO TOQUES LA HOJA.
Buddy se inclinó junto a él.
—Odro, si sueltas el saco puedo…
—Ni se te ocurra pensar en eso.
—Un sudario no tiene bolsillos, Odro.
—Pues entonces es que has escogido al sastre equivocado.
Al final Buddy agarró una pierna desocupada y tiró de ella. De uno en uno, trepando por encima de los demás, los integrantes de la Banda fueron subiendo hasta el camino. Se volvieron para mirar a Susan.
—Caballo blanco —le dijo Asfalto— Capa negra. Guadaña. Hum.
—¿Tú también puedes verla? —preguntó Buddy.
—Espero que no vayamos a desear que no pudiéramos —dijo Cliff.
Susan alzó un biómetro y lo inspeccionó críticamente.
—Supongo que ya es demasiado tarde para hacer alguna clase de trato, ¿verdad? —dijo Odro.
—Solo estaba mirando para ver si estáis vivos o no —dijo Susan.
—Yo creo que estoy vivo —dijo Odro.
—Aférrate a esa idea.
Un crujido hizo que se volvieran. La carreta se deslizó hacia delante y cayó al precipicio. Hubo un estrépito cuando chocó con un saliente rocoso a medio camino del fondo y luego un ruido sordo más lejano cuando se hizo pedazos contra las rocas. Después se oyó un «uuUumf», y florecieron llamas anaranjadas cuando el aceite de las lámparas hizo explosión.
De los restos, dejando atrás una estela de llamas, salió una rueda ardiente.
—Habríamos estado dentro de eso —dijo Cliff.
—¿Crees que ahora nuestra situación ha mejorado? —preguntó Odro.
—Ajá —dijo Cliff—. Porque no estamos muriendo entre los restos de una carreta en llamas.
—Sí, pero esa chica tiene un aspecto un poco… oculto.
—Por mí estupendo. Prefiero lo oculto a freírme.
Detrás de ellos, Buddy se volvió hacia Susan.
—Me parece que… ya lo he entendido —dijo ella—. La música… alteró la historia. Se supone que no debía estar presente en nuestra historia. ¿Te acuerdas de dónde conseguisteis esa guitarra?
Buddy se limitó a mirarla.
Cuando acabas de ser salvado de una muerte segura por una joven atractiva montada en un caballo blanco, no te esperas una encuesta sobre hábitos de compra.
—Una tienda en Ankh-Morpork —le contestó Cliff.
—¿Una vieja tienda misteriosa?
—Todo lo misteriosa que quieras. Había…
—¿Volvisteis a ir a esa tienda? ¿Todavía estaba allí? ¿Estaba en el mismo sitio?
—Sí —dijo Cliff.
—No —dijo Odro.
—¿Tenía montones de mercancía interesante que querías coger y estudiar?
—¡Sí! —exclamaron Odro y Cliff al mismo tiempo.
—Ah —dijo Susan—, entonces era esa clase de tienda…
—Ya sabía yo que no era de este mundo —dijo Odro—. ¿Verdad que os dije que no era de este mundo? Os dije que no era de este mundo. Os dije que era espeluznante.
—Yo creía que eso significaba oblonga —comentó Asfalto.
Cliff extendió la mano.
—Está dejando de nevar —dijo.
—Dejé caer la cosa al fondo del precipicio —dijo Buddy—. Ya… ya no la necesitaba. Tiene que haberse hecho pedazos.
—No —dijo Susan—, no es tan…
—Las nubes… ahora sí que parecen algo extraño —dijo Odro, mirando hacia arriba.
—¿Qué? ¿Oblongas? —preguntó Asfalto.
Todos lo sintieron… una sensación de que los muros que circundaban el mundo acababan de demolerse. El aire zumbó.
—¿Y ahora qué está pasando? —quiso saber Asfalto, mientras todos se acercaban instintivamente unos a otros.
—Tú deberías saberlo —dijo Odro—. Creía que habías estado en todas partes y lo habías visto todo.
Una luz blanca chisporroteó en el aire.
Y entonces el aire se convirtió en luz, blanca como la de la luna pero tan intensa como la del sol. También había un sonido, como el rugir de millones de voces.
Que dijo: Dejad que os enseñe quién soy. Soy la música.
Satchelmouth encendió las lámparas del carruaje.
—¡Dése prisa, hombre! —gritó Clete blandiendo una ballesta—. ¡Queremos alcanzarlos, ya sabe! Jat. Jat. Jat.
—No me parece que tenga tanta importancia que se vayan —gruñó Satchelmouth, subiendo al carruaje mientras Clete ponía en marcha a los caballos con el látigo—. Quiero decir que ya están lejos. Eso es todo lo que importa, ¿no?
—¡No! Ya los has visto. Ellos son el… el alma de todo este jaleo —dijo Clete—. ¡No podemos permitir que este tipo de cosa siga adelante!
Satchelmouth lo miró de soslayo. Le estaba viniendo a la cabeza el pensamiento, y no por primera vez, de que al señor Clete le faltaba un platillo, de que era una de esas personas que construyen su propia locura ardiente a partir de fragmentos cuerdos y fríos. Satchelmouth no tenía absolutamente nada en contra del zapateado de los dedos o del fandango del cráneo, pero nunca había asesinado a nadie, al menos deliberadamente. A Satchelmouth le habían hecho ver que tenía un alma y, si bien estaba un poco agujereada y se le habían deshilachado los bordes, acariciaba la esperanza de que algún día el dios Reg le encontraría un hueco en una orquestina celestial. Nunca te llamaban para los mejores bolos si eras un asesino. Probablemente tenías que tocar la viola.
—¿Qué le parece si lo dejamos ahora mismo? —propuso—. Esos ya no regresarán…
—¡Cierra el pico!
—Pero no tiene sentido…
Los caballos se encabritaron. El carruaje se tambaleó. Algo pasó junto a ellos como una exhalación y se desvaneció en la oscuridad, dejando una estela de llamas azuladas que parpadearon durante unos instantes y luego se extinguieron.
La Muerte era consciente de que en algún momento tendría que parar. Pero estaba empezando a darse cuenta de que, en cualquiera que fuese el oscuro vocabulario con que había sido concebida la máquina fantasma, las palabras «ir más despacio» eran tan inconcebibles como «conducir con prudencia».
No formaba parte de su naturaleza reducir la velocidad en cualquier otra circunstancia que no fuera la dramáticamente calamitosa del final de la tercera estrofa.
Ese era el problema de la Música Con Rocas Dentro. Le gustaba hacer las cosas a su manera.
Muy lentamente, todavía girando, la rueda delantera despegó del suelo.
Una oscuridad absoluta llenaba el universo.
Una voz declamó:
—¿Eres tú, Cliff?
—Ajá.
—De acuerdo. ¿Y este soy yo: Odro?
—Ajá. Suena a ti.
—¿Asfalto?
—Soy yo.
—¿Buddy?
—¿Odro?
—¿Y… ejem… la dama de negro?
—¿Sí?
—¿Sabe dónde estamos, señorita?
No había suelo debajo de ellos. Pero Susan no tenía la sensación de estar flotando. Simplemente estaba de pie. El hecho de que fuera sobre la nada era un pequeño detalle sin importancia. No estaba cayendo porque no había ningún sitio donde caer, o desde donde caer.
A Susan nunca le había interesado la geografía. Pero tenía el firme presentimiento de que aquel lugar no figuraba en ningún atlas.
—No sé dónde están nuestros cuerpos —dijo lenta y cuidadosamente.
—Vaya, estupendo —dijo la voz de Odro—. ¿De veras? ¿Yo estoy aquí pero no sabemos dónde está mi cuerpo? ¿Y qué hay de mi dinero?
Entonces resonó un sonido de pasos tenues, lejos en la oscuridad.
Los pasos se acercaron, lenta y deliberadamente. Y se detuvieron.
Una voz dijo: Uno. Uno. Un, dos. Un, dos.
Luego los pasos volvieron a perderse en la lejanía.
Pasado un rato, otra voz dijo: Un, dos, tres, y…
Y el universo cobró existencia.
Llamarlo una gran explosión habría sido un error. Porque eso solo hubiese sido ruido, y todo lo que podía crear el ruido era más ruido y un cosmos lleno de partículas aleatorias.
La materia estalló en existencia, aparentemente como caos pero en realidad como un acorde. El definitivo acorde de poder. Todo, todo a la vez, se derramó en una sola e inmensa oleada que contenía dentro de sí, como un fósil inverso, todo lo que iba a ser.
Y, zigzagueando a través de la nube en expansión, llegó en directo esa primera música salvaje y viva.
Aquello sí tenía forma. Tenía un giro. Tenía un compás. Tenía ritmo y se podía bailar.
Todo lo hacía.
Una voz en lo más profundo de la cabeza de Susan dijo:
Y nunca moriré.
—Hay un poco de ti en todo lo que vive —dijo Susan en voz alta.
Sí. Soy el latido del corazón. Soy el contrapunto.
Susan seguía sin poder ver a los demás. La luz formaba ríos a su alrededor.
—Pero él tiró la guitarra.
Yo quería que él viviera por mí.
—¡Querías que muriera por ti! ¡Entre los restos del carro destrozado!
¿Cuál es la diferencia? El habría muerto de todas maneras. Pero morir en la música… La gente siempre recordará las canciones que nunca tuvo ocasión de cantar. Y esas serán las más grandes de todas las canciones.
Vive tu vida en un instante.
Y luego vive para siempre. No te desvanezcas.
—¡Mándanos de vuelta!
Nunca llegasteis a iros.
Susan parpadeó. Seguían estando en el camino.
El aire temblaba y chisporroteaba, y estaba lleno de nieve húmeda.
Giró la cabeza y encontró el rostro horrorizado de Buddy.
—Tenemos que salir de aquí…
Buddy alzó una mano. Era transparente.
Cliff ya casi se había desvanecido. Odro intentaba agarrar el asa de la bolsa del dinero, pero sus dedos resbalaban a través de ella. Su rostro estaba lleno del pánico a la muerte o, posiblemente, a la pobreza.
—¡Él te tiró! —gritó Susan—. ¡Esto no es justo!
Una penetrante luz azul estaba subiendo por el camino. Ningún carro podía, moverse tan deprisa. Había un rugido como el alarido de un camello que acaba de ver dos ladrillos.
La luz llegó a la curva, patinó, chocó con una roca y saltó al espacio por encima del desfiladero.
Hubo justo el tiempo suficiente para que una voz hueca dijera: oh, mié…
… antes de estrellarse contra la pared del otro lado, extendiendo un círculo de llama.
Los huesos rebotaron y cayeron rodando al cauce del río, y allí se quedaron inmóviles.
Susan se volvió en redondo, con la guadaña lista para golpear. Pero la música estaba en el aire. No tenía ningún alma a la que apuntar.
Siempre le podías decir al universo que aquello no era justo. Y entonces el universo te respondería: «¿Ah, no lo es? Lo siento».
Podías salvar personas. Podías llegar justo en el momento apropiado. Y algo podía chasquear los dedos y decir: «No, tiene que ser de esta manera. Deja que te cuente cómo tiene que ser». Así es como tiene que discurrir la leyenda.
Susan estiró el brazo y trató de coger la mano de Buddy. Podía sentirla, pero solo como algo gélido.
—¿Puedes oírme? —gritó por encima de los acordes triunfales.
Él asintió.
—¡Es… es como una leyenda! ¡Tiene que ocurrir! Y no puedo detenerla… ¿Cómo puedo matar a algo como la música?
Corrió hacia el borde del desfiladero. El carromato estaba totalmente incendiado. No aparecerían dentro de él. Habrían estado dentro de él.
—¡No puedo detenerla! ¡No es justo! Golpeó el aire con los puños.
—¡Abuelo!
Unas llamas azules temblaban caprichosamente sobre las rocas del cauce seco.
El huesecito de un dedo rodó por entre las piedras hasta que se encontró con otro hueso, ligeramente más grande.
Un tercer hueso cayó de una roca y se unió a ellos.
En la semioscuridad hubo un traqueteo entre las piedras y un puñado de pequeñas formas blancas se agitó y rebotó entre las rocas hasta que una mano, con el dedo índice apuntando al cielo, se alzó en la noche.
Luego hubo una serie de ruidos más profundos y huecos a medida que cosas más largas y grandes empezaban a deslizarse y ensamblarse a través de la penumbra.
—¡Yo iba a hacer que todo fuese mejor! —gritó Susan—.¿De qué sirve ser la Muerte si siempre tienes que estar obedeciendo reglas estúpidas?
HAZ QUE REGRESEN.
Mientras Susan se volvía, un hueso del pie cruzó el barro a saltitos y se escurrió hacia su sitio en algún lugar debajo de la túnica de la Muerte.
La Muerte se acercó a Susan, le quitó la guadaña de la mano y, en un solo movimiento, la hizo girar sobre su cabeza y la abatió sobre la piedra. La hoja se hizo añicos.
La Muerte se inclinó y recogió un fragmento que relució entre sus dedos como una diminuta estrella de hielo azul.
ESO NO ERA UNA PETICIÓN.
Cuando la música habló, la nieve que caía del cielo danzó.
No puedes matarme.
La Muerte metió la mano debajo de su túnica y sacó la guitarra. Se le habían desprendido algunas partes, pero eso no importaba; la forma destellaba en el aire. Las cuerdas brillaban.
La Muerte adoptó una postura por la que Crash habría estado dispuesto a morir, y alzó una mano. La astilla relució entre sus dedos. Si la luz hubiera podido hacer ruido, habría destellado con un «ting».
Quería ser el músico más grande del mundo. Tiene que haber una ley. El destino sigue su curso.
Por una vez, la Muerte no pareció sonreír.
Bajó la mano y cruzó las cuerdas.
No hubo ningún sonido.
En lugar de ello hubo un cese del sonido, el final de un ruido que Susan comprendió que había estado oyendo todo el tiempo. En todo momento. Durante toda su vida. La clase de sonido en el que no se repara, hasta que se detiene…
Las cuerdas se habían quedado inmóviles. Hay millones de acordes. Hay millones de números. Y todo el mundo se olvida del que es un cero. Pero sin el cero, los números no son más que aritmética. Sin el acorde vacío, la música no es más que ruido.
La Muerte tocó el acorde vacío.
El latido se hizo más lento. Y empezó a debilitarse. El universo siguió girando, con cada uno de sus átomos. Pero el remolino no tardaría en llegar a su fin y los bailarines mirarían a su alrededor y se preguntarían qué hacer a continuación.
¡Todavía no es el momento para ESO! ¡Toca alguna otra cosa!
NO PUEDO.
La Muerte señaló a Buddy con la cabeza.
PERO ÉL SÍ QUE PUEDE.
Arrojó la guitarra hacia Buddy. El instrumento pasó a través de él.
Susan corrió hacia allí, la recogió del suelo y se la tendió a Buddy.
—¡Tienes que cogerla! ¡Tienes que tocar! ¡Tienes que hacer que la música empiece de nuevo!
Rasgó frenéticamente las cuerdas. Buddy torció el gesto.
—¡Por favor! —gritó Susan—. ¡No te desvanezcas!
La música aulló dentro de su cabeza.
Buddy consiguió asir la guitarra, pero se quedó mirándola como si nunca la hubiera visto antes.
—¿Qué ocurrirá si no la toca? —preguntó Odro.
—¡Todos moriréis entre los restos del carro!
Y ENTONCES LA MÚSICA MORIRÁ, dijo la muerte. Y LA DANZA LLEGARÁ A SU FIN. TODA LA DANZA.
El enano fantasmal tosió.
—Se nos va a pagar por esta actuación, ¿verdad? —dijo.
TENDRÉIS EL UNIVERSO.
—¿Y cerveza gratis?
Buddy se llevó la guitarra al pecho. Sus ojos se encontraron con los de Susan.
Alzó la mano y tocó.
El acorde resonó por el barranco, y sus ecos trajeron de vuelta armónicos extraños.
GRACIAS, dijo la Muerte. Dio un paso adelante y cogió la guitarra.
Se movió con súbita rapidez y la estrelló contra una roca. Las cuerdas se separaron y algo se alejó, acelerando hacia la nieve y las estrellas.
La Muerte contempló los restos con cierta satisfacción.
ESO SÍ QUE ES MÚSICA CON ROCAS DENTRO.
Chasqueó los dedos.
La luna se alzó sobre Ankh-Morpork.
El parque se hallaba desierto. La luz plateada fluía sobre los restos del escenario, el barro y las salchichas a medio consumir que indicaban el lugar donde había estado el público. Aquí y allá arrancaba algunos destellos a las trampas para el sonido hechas pedazos.
Pasado un rato, un poco de barro se incorporó y escupió un poco más de barro.
—¿Crash? ¿Jimbo? ¿Escoria? —dijo.
—¿Eres tú, Noddy? —preguntó una forma triste que colgaba de una de las pocas vigas que quedaban del escenario.
El barro sacó un poco más de barro de sus orejas.
—¡Sí! ¿Dónde está Escoria?
—Creo que lo tiraron al lago —dijo.
—¿Crash está vivo?
Se escuchó un gemido procedente de debajo de un montón de escombros.
—Lástima —dijo Noddy con sentimiento.
Una figura surgió de entre las sombras, chapoteando.
Crash salió de los escombros, mitad arrastrándose y mitad cayendo.
—Tenéif que afmitir —farfulló, porque en algún momento de la actuación una guitarra le había dado en los dientes— que efo ha fido Múfica Con Rocaf Dentro…
—De acuerdo —dijo Jimbo, y se descolgó de su viga—. Pero la próxima vez, gracias de todas formas, preferiría probar con el sexo y las drogas.
—Mi papá dijo que me mataría como se me ocurriese tomar drogas —replicó Noddy.
—Si tienes cerebro, di simplemente «no» —dijo Jímbo.
—Hablando del tema, Escoria, eso es tu cerebro. Está justo encima de ese bulto de ahí.
—Oh, qué bien. Gracias.
—Yo me pido un analgésico —afirmó Jimbo.
Un poco más cerca del lago, un montón de tela de saco resbaló hacia un lado.
—¿Archicanciller?
—¿Sí, señor Stibbons?
—Me parece que alguien me ha pisado el sombrero.
—¿Y qué?
—Que todavía lo llevo en la cabeza.
Ridcully se incorporó, aliviando el dolor en sus huesos.
—Venga, muchacho —dijo—. Vayamos a casa. No estoy seguro de que me siga interesando tanto la música. Es un mundo de hercios.
Un carruaje traqueteaba por el serpenteante camino de montaña. Subido al pescante, el señor Clete fustigaba a los caballos.
Satchelmouth se puso de pie entre tambaleos. El borde del risco se hallaba tan próximo que podía mirar directamente hacia la oscuridad.
—Ya he tenido de lejos mucho más que suficiente de esto —gritó, y trató de hacerse con el látigo.
—¡Estese quieto! ¡Así nunca conseguiremos alcanzarlos! —le gritó Clete.
—¿Y qué? ¿A quién le importa? ¡A mí me gustaba su música!
Clete se volvió. Su expresión era terrible.
—¡Traidor!
El puño del látigo golpeó a Satchelmouth en el estómago. Retrocedió tambaleándose, intentó agarrarse al extremo del carruaje y cayó.
Su brazo extendido encontró lo que parecía una rama delgada en la oscuridad. Satchelmouth se balanceó frenéticamente sobre el vacío hasta que sus botas encontraron un punto de apoyo en la roca y su otra mano se cerró sobre un poste roto de la valla.
Tuvo el tiempo justo de ver cómo el carromato continuaba en línea recta. El camino, por su parte, describía una curva cerrada.
Satchelmouth cerró los ojos y se agarró con todas sus fuerzas hasta que cesaron los últimos alaridos y crujidos y chasquidos. Cuando volvió a abrirlos, fue con el tiempo justo de ver cómo una rueda envuelta en llamas rebotaba hacia el fondo del cañón.
—Caramba —dijo—, ha sido una suerte que… hubiera… alguna… cosa…
Satchelmouth miró hacia arriba. Y más hacia arriba.
SÍ. LO HA SIDO, ¿VERDAD?
El señor Clete se incorporó entre las ruinas del carruaje, que estaba claramente muy incendiado. Se dijo que había tenido suerte al haber sobrevivido a aquello.
Una figura vestida con una túnica negra caminó a través de las llamas.
El señor Clete la miró. Nunca había creído en aquella clase de cosas. Nunca había creído en nada. Pero si hubiera creído, entonces habría creído en alguien… más grande.
Bajó la mirada hacia lo que hasta entonces creía que era su cuerpo; se dio cuenta de que podía ver a través de él y de que se estaba desvaneciendo.
—Oh, cielos —dijo—. Jat. Jat. Jat.
La figura sonrió e hizo girar su diminuta guadaña.
Iiij, iiij, iiij.
Mucho más tarde bajó gente al fondo del cañón y separó los restos del señor Clete de los restos de todo lo demás. No había gran cosa.
Se dijo que podría ser un músico… había un músico que huyó de la ciudad o algo por el estilo… ¿no era así? ¿O aquello no tenía nada que ver? En cualquier caso, ahora estaba muerto. ¿Verdad?
Nadie prestó ninguna atención a las otras cosas. Los restos tendían a congregarse en el cauce seco del río. Había un cráneo de caballo, y unas cuantas plumas y abalorios. Y algunos trozos de guitarra, quebrados como una cáscara de huevo. Aunque sería difícil decir qué era lo que había salido volando de allí.
Susan abrió los ojos. Sintió viento en el rostro. Había un brazo a cada lado de ella. Los brazos la estaban sosteniendo al mismo tiempo que sujetaban las riendas de un caballo blanco.
Se inclinó hacia delante. Las nubes desfilaban rápidamente, muy por debajo.
—Muy bien —dijo—. ¿Y ahora qué ocurrirá?
La Muerte guardó silencio durante un instante.
LA HISTORIA TIENDE A ENDEREZARSE. SIEMPRE LA ESTÁN REMENDANDO. SIEMPRE HAY ALGUNOS PEQUEÑOS CABOS SUELTOS… ME ATREVERÍA A DECIR QUE ALGUNAS PERSONAS TENDRÁN UNOS CUANTOS RECUERDOS CONFUSOS ACERCA DE UNA ESPECIE DE CONCIERTO EN EL PARQUE. PERO ¿QUÉ IMPORTA ESO? ESTARÁN RECORDANDO COSAS QUE NO OCURRIERON.
—¡Pero ocurrieron!
TAMBIÉN.
Susan bajó la mirada hacia el oscuro paisaje. Aquí y allá se veían las luces de granjas y aldeas pequeñas, donde la gente seguía adelante con su vida sin tener idea de lo que en esos momentos pasaba inadvertido, muy por encima de sus cabezas. Susan les envidió.
—Así que —dijo—, sólo para comprenderlo bien, ya sabes… ¿Qué le ocurriría a la Banda?
OH, PODRÍAN ESTAR EN CUALQUIER PARTE. La muerte lanzó una mirada a la nuca de Susan. TOMEMOS AL MUCHACHO, POR EJEMPLO. TAL VEZ ABANDONÓ LA GRAN CIUDAD. TAL VEZ SE MARCHÓ A OTRO SITIO. SE BUSCÓ UN EMPLEO PARA PODER LLEGAR A FIN DE MES. ESPERÓ EL MOMENTO ADECUADO. LO HIZO A SU MANERA.
—¡Pero esa noche tenía una cita en el Tambor!
NO SI NO FUE ALLÍ.
—¿Puedes hacer eso? ¡Su vida debía terminar! ¡Dijiste que tú no puedes dar vida!
YO NO. TÚ TAL VEZ SÍ.
—¿Qué quieres decir?
LA VIDA SE PUEDE COMPARTIR.
—Pero él… se ha ido. No es que haya muchas probabilidades de que vuelva a verlo.
SABES MUY BIEN QUE LO HARÁS.
—¿Cómo sabes tú eso?
SIEMPRE LO HAS SABIDO. LO RECUERDAS TODO, IGUAL QUE YO. PERO TÚ ERES HUMANA Y TU MENTE SE REBELA POR TU PROPIO BIEN. PERO SIEMPRE HAY ALGO QUE SE FILTRA, SIN EMBARGO. SUEÑOS, TAL VEZ. PREMONICIONES. SENSACIONES. ALGUNAS SOMBRAS SON TAN LARGAS QUE LLEGAN ANTES QUE LA LUZ.
—Me parece que no he entendido nada de lo que acabas de decir.
BUENO, HA SIDO UN DÍA MUY LARGO.
Más nubes pasaron por debajo de ellos.
—¿Abuelo?
SÍ.
—¿Has vuelto?
ESO PARECE. TRABAJO, TRABAJO, TRABAJO.
—¿Así que yo puedo dejarlo? Me parece que no se me daba muy bien.
SÍ.
—Pero… acabas de infringir un montón de leyes…
PUEDE QUE A VECES SOLO SEAN PAUTAS GENERALES.
—Pero aun así mis padres murieron.
YO NO PODRÍA HABERLES DADO MÁS VIDA. SOLO HUBIESE PODIDO DARLES LA INMORTALIDAD. ELLOS NO CREÍAN QUE MERECIERA LA PENA PAGAR EL PRECIO POR ELLA.
—Creo… que sé a qué se referían.
PUEDES VENIR DE VISITA CUANDO QUIERAS, NATURALMENTE.
—Gracias.
SIEMPRE TENDRÁS UN HOGAR ALLÍ. SI LO QUIERES.
—¿De veras?
MANTENDRÉ TU CUARTO EXACTAMENTE IGUAL A COMO LO DEJASTE.
—Gracias.
TODO REVUELTO.
—Lo siento.
APENAS SE VE EL SUELO. PODRÍAS HABERLO ORDENADO UN POCO.
—Lo siento.
Las luces de Quirm brillaban debajo de ellos. Binky tomó tierra suavemente.
Susan contempló los oscuros edificios de la escuela que la rodeaban.
—¿Así que… también… he estado aquí todo el tiempo? —dijo.
SÍ. LA HISTORIA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS HA SIDO… DIFERENTE. LOS EXÁMENES TE SALIERON BASTANTE BIEN.
—¿Ah, sí? ¿Quién se presentó a ellos?
TÚ.
—Ah. —Susan se encogió de hombros—. ¿Qué nota saqué en Lógica?
SACASTE UN NOTABLE.
—Oh, venga ya. ¡Yo siempre saco sobresaliente!
TENDRÍAS QUE HABER REPASADO MÁS.
La Muerte se subió a la silla de montar.
—Espera un momento —se apresuró a decir Susan. Sabía que tenía que preguntarlo.
¿SÍ?
—¿Qué pasa con eso de… ya sabes… cambiar el destino de un individuo es cambiar el mundo?
A VECES EL MUNDO NECESITA CAMBIAR.
—Oh. Ejem. ¿Abuelo?
¿SÍ?
—Ejem… el columpio… —dijo Susan—. El que hay abajo en el huerto. Quiero decir que… estaba muy bien. Un buen columpio.
¿DE VERAS?
—Simplemente era demasiado joven para apreciarlo.
¿REALMENTE TE GUSTÓ?
—Tenía… estilo. No creo que nadie más haya tenido nunca uno igual.
GRACIAS.
—Pero… todo esto no cambia nada, sabes. El mundo sigue estando lleno de personas estúpidas. No usan sus cerebros. No parecen querer pensar con claridad.
¿A DIFERENCIA DE TI?
—Al menos yo hago un esfuerzo. Por ejemplo… si he estado aquí durante los últimos días, ¿quién está en mi cama ahora?
ME PARECE QUE SALISTE A DAR UN PASEO A LA LUZ DE LA LUNA.
—Oh. Bueno, de acuerdo entonces.
La Muerte tosió.
SUPONGO QUE…
—¿Cómo dices?
YA SÉ QUE REALMENTE ES UNA TONTERÍA…
—¿El qué?
SUPONGO QUE… NO TENDRÁS UN BESO PARA TU ANCIANO ABUELO, ¿VERDAD?
Susan lo miró.
El resplandor azul se desvaneció gradualmente en los ojos de la Muerte, y mientras la luz moría aspiró la mirada de Susan y la arrastró hacia el interior de las cuencas y la oscuridad que había más allá…
… la cual seguía y seguía, por siempre. No había ninguna palabra para referirse a ella. Incluso «eternidad» era una idea humana. Darle un nombre le daba una longitud; de acuerdo, era una longitud muy larga. Pero aquella oscuridad era lo que quedaba cuando la eternidad se había dado por vencida. Era donde vivía la Muerte. Solo.
Susan alzó los brazos, le hizo bajar la cabeza y besó la parte de arriba del cráneo de su abuelo. Era lisa y de un blanco marfileño, como una bola de billar.
—Espero que me acordara de dejar abierta una ventana. —Oh, bueno, qué se le iba a hacer. Tenía que saberlo, incluso si se enfadaba consigo misma por preguntarlo—. Mira, las… ejem… las personas que he conocido… ¿sabes si se acordarán…?
Cuando se volvió, allí no había nada. Solamente quedaba un par de huellas de cascos que se desvanecían sobre los adoquines.
No había ninguna ventana abierta. Susan fue a la puerta y subió por la escalera en la oscuridad.
—¡Susan!
Susan sintió que empezaba a esfumarse protectoramente, por la fuerza de la costumbre. Detuvo el proceso. No había ninguna necesidad de ello. Nunca había habido ninguna necesidad de ello.
Una figura la esperaba al final del pasillo, en un círculo de luz de lámpara.
—¿Sí, señorita Trasero?
La directora la miró como si estuviera esperando que Susan hiciera algo.
—¿Se encuentra bien, señorita Trasero?
La profesora se rehizo.
—¿Sabes que ya es medianoche pasada? ¡Qué vergüenza! ¡Y no estás en la cama! ¡Y ciertamente eso no es el uniforme de la escuela!
Susan bajó la mirada. Siempre resultaba difícil acertar en todos los pequeños detalles. Todavía llevaba el vestido negro con encajes.
—Sí, tiene usted razón —dijo, obsequiando a la señorita Trasero con una afable sonrisa.
—Bueno, ya sabes que esta escuela tiene unas reglas —repuso la señorita Trasero, pero su tono era titubeante.
Susan le dio unas palmaditas en el brazo.
—Creo que probablemente son más bien pautas generales, ¿no le parece? ¿Eulalie?
La boca de la señorita Trasero se abrió y se cerró. Y Susan se dio cuenta de que en realidad aquella mujer era bastante bajita. Tenía el porte, la voz y las maneras muy altas, y era alta en todos los aspectos excepto la estatura. Asombrosamente, la señorita Trasero había sido capaz de mantener aquello en secreto ante los demás.
—Pero ahora será mejor que me vaya a la cama —dijo Susan, con la mente danzando en adrenalina—. Y usted también. Es muy tarde y hay muchas corrientes para andar deambulando por los pasillos a su edad, ¿no le parece? Y además mañana es el último día. Supongo que no querrá tener aspecto de cansada cuando lleguen los padres.
—Ejem… sí. Sí. Gracias, Susan.
Susan dirigió otra sonrisa afectuosa a la abatida profesora y fue al dormitorio, donde se desvistió en la oscuridad y se metió entre las sábanas.
La habitación estaba en silencio excepto por el sonido de nueve chicas respirando suavemente y de la rítmica avalancha amortiguada que era el sueño de Princesa Jade.
Y, pasado un rato, el sonido de alguien que sollozaba e intentaba que no la oyeran. Los sollozos siguieron durante mucho rato. Había muchos retrasos que recuperar.
Muy por encima del mundo, la Muerte asintió. Podías elegir la inmortalidad, o podías elegir la humanidad.
Tenías que hacerlo por ti mismo.
Era el último día del curso, y por lo tanto caótico. Algunas chicas se irían temprano, había un torrente de padres de distintas razas y cualquier tipo de clase estaba descartada. Reinaba la aceptación general de que había cierto relajamiento de las reglas.
Susan, Gloria y Princesa Jade pasearon hasta el reloj floral. Eran las Margarita menos cuarto.
Susan se sentía vacía, pero también tensa como un cordel. Le sorprendía que no le estuvieran saliendo chispas de las puntas de los dedos.
Gloria había traído una bolsa de pescado frito del establecimiento que había en Tres Rosas. El olor del vinagre caliente y el colesterol concentrado se elevaba del papel, sin el hedor a podredumbre frita que normalmente daba ese saborcillo familiar a los productos del establecimiento.
—Mi padre dice que he de ir a casa y casarme con un troll —contó Jade—. Eh, si hay alguna espina de pescado que valga la pena ahí dentro me la comeré.
—¿Lo has conocido? —preguntó Susan.
—No. Pero mi padre dice que tiene una montaña enorme.
—Si fuera tú, yo no me dejaría tratar de esa manera —dijo Gloria con la boca llena de pescado—. Después de todo, estamos en el siglo del Murciélago Frugívoro. Yo me plantaría ahora mismo y diría que no. ¿Eh, Susan?
—¿Qué? —preguntó Susan, que había estado pensando en otra cosa. Luego, cuando se lo repitieron todo, dijo—: No. Antes vería cómo era. Puede que sea un chico agradable. Y además la montaña es un extra.
—Sí. Es lógico. ¿Tu papá no te ha mandado alguna imagen? —preguntó Gloria.
—Oh, sí —dijo Jade.
—¿Y bien…?
—Hum… tenía unas cuantas gargantas bastante bonitas —explicó Jade con expresión pensativa—. Y además tiene un glaciar que según mi padre es permanente incluso a mediados de verano.
Gloria asintió con aprobación.
—Suena como un chico agradable.
—Pero a mí siempre me ha gustado Peñasco, el del valle de al lado. Padre no lo puede ni ver. Pero él está trabajando muy duro y ahorra y ya casi tiene suficiente para un puente propio.
Gloria suspiró.
—A veces es difícil ser mujer —concluyó—. ¿Quieres un poco de pescado? —preguntó, dando a Susan un codazo amistoso.
—No tengo hambre, gracias.
—Está muy bueno. El pescado no está pasado como antes.
—No, gracias.
Gloria le dio otro codazo.
—¿Quieres ir a buscarte el tuyo, entonces? —preguntó, sonriendo maliciosamente detrás de su barba.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Oh, hoy han ido muchas chicas ahí abajo —dijo la enana. Se le acercó un poco más—. Es por ese chico nuevo que trabaja ahora allí —dijo—. Yo juraría que es élfico.
Algo dentro de Susan sufrió un punteo y tañó. Se levantó.
—¡Conque era a eso a lo que se refería! ¡Cosas que todavía no han ocurrido!
—¿Qué? ¿Quién? —preguntó Gloria.
—¿Es el establecimiento que hay en el callejón de las Tres Rosas?
—Ese mismo.
La puerta de la casa del mago estaba abierta. El mago había colocado una mecedora en la entrada y se había quedado dormido al sol.
Había un cuervo posado en su sombrero. Susan se detuvo y lo fulminó con la mirada.
—¿Y tienes algún comentario que hacer?
—Craj craj —respondió el cuervo, y encrespó las plumas.
—Bien —dijo Susan.
Siguió su camino, consciente de que se estaba ruborizando. Una voz dijo «¡Ja!» detrás de ella. Susan hizo como que no la había oído.
Hubo un borrón de movimiento entre los desperdicios acumulados junto al bordillo.
Algo oculto por un envoltorio de pescado hizo:
Iiij, iiij, iiij.
—Sí, sí, muy divertido —dijo Susan.
Siguió caminando.
Y a continuación echó a correr.
La Muerte sonrió, hizo a un lado la lente de aumento y se apartó del Mundodisco para encontrarse con que Albert lo estaba observando.
SOLO ESTABA HACIENDO UNA COMPROBACIÓN, dijo.
—Muy bien, amo —repuso Albert—. He ensillado a Binky.
¿TE HA QUEDADO CLARO QUE SOLO ESTABA HACIENDO UNA COMPROBACIÓN?
—Como usted diga, amo.
¿QUÉ TAL TE ENCUENTRAS?
—Estupendamente, amo.
¿SIGUES TENIENDO TU BOTELLA?
—Sí, amo. Estaba en la estantería del dormitorio de Albert.
Siguió a la Muerte al patio de montar, lo ayudó a subir a la silla y le pasó la guadaña.
Y AHORA HE DE SALIR, dijo la Muerte.
—Así se habla, amo.
ASÍ QUE DEJA DE SONREÍR DE ESA MANERA.
—Sí, amo.
La Muerte emprendió la marcha, pero se encontró guiando al caballo blanco por el sendero que bajaba al huerto.
Se detuvo delante de un árbol en particular y lo estuvo contemplando un tiempo. Finalmente dijo:
PUES YO LO ENCUENTRO PERFECTAMENTE LÓGICO.
Binky volvió grupas obedientemente y trotó hacia el mundo.
Las tierras y ciudades que había en él se extendieron ante la Muerte. Una luz azul llameó a lo largo de la hoja de la guadaña.
Entonces la Muerte sintió que era objeto de atención. Alzó la mirada hacia el universo, que estaba observándole con un interés perplejo.
Una voz que solo él oyó: «¿Así que eres un rebelde, pequeña Muerte? ¿Y contra qué te rebelas?
La Muerte pensó en ello. Si había alguna respuesta sarcástica, a él no se le ocurría.
De manera que hizo como que no la había oído y cabalgó hacia las vidas de la humanidad. Lo necesitaban.
En algún lugar, en algún otro mundo muy lejos del Mundodisco, alguien cogió con aire dubitativo un instrumento musical que se hacía eco del ritmo de su alma.
Nunca morirá.
Está aquí para quedarse.