Durante la jornada siguiente, Jean-Baptiste observó atentamente a los seis huéspedes de la posada que acompañaban a Murad. Estos no se percataron de la ausencia del armenio hasta el mediodía, puesto que les tenía acostumbrados a sus despertares tardíos. Uno de ellos subió a golpear la puerta de su habitación, pero bajó muy nervioso. Tal como había acordado la noche anterior con Jean-Baptiste, Murad había mandado decir al posadero que había ido a la ciudad a resolver un asunto. Dado que ningún extranjero podía acudir allí sin una autorización especial, los seis jesuitas se tomaron aquel contratiempo con paciencia. Se dispersaron por el jardín y a lo largo del camino polvoriento que conducía a la ensenada por la que se podía pasear con libertad unos quinientos metros.
Al llegar la noche volvieron a reunirse y luego cenaron en silencio. Aquella noche no había ningún otro cliente, aparte de Poncet. Hacia el final de la cena, que degustó tan tranquilamente como pudo, Jean-Baptiste acercó su silla a la mesa de los sabios. Les pidió permiso para invitarles a té a la menta y pasteles, argumentando que había oído indiscretamente, durante su parca conversación, que eran compatriotas suyos.
—Sea bienvenido —dijo con una expresión sombría uno de ellos.
—Pues bien —replicó Jean-Baptiste, levantando su vaso mientras fumaba—, ya que aquí no está permitido cuidar la salud de otra forma, alzo mi té, que bien mirado tiene el color del coñac. ¡Por la felicidad de todos! Brindaron sin entusiasmo, salvo Jean-Baptiste, que estaba jovial por los siete.
—Les pido excusas por no haberme presentado: soy el caballero Hugues de Vaudesorgues, su servidor.
Una vez dicho esto, el supuesto caballero se levantó unos centímetros del asiento e hizo una pequeña reverencia ante el foro.
—Somos sabios —respondió de mala gana el huésped más viejo—. La Real Sociedad de Ciencias de España nos envía en viaje de estudio.
—¿Y adónde les lleva su viaje? —preguntó Jean-Baptiste con fingida inocencia.
Los seis hombres se miraron con inquietud.
—A Abisinia —dijo finalmente su portavoz.
El caballero se mostró admirado.
—¡Un territorio desconocido! Señores, realmente, me maravilla su intrepidez.
En aquel momento, nada parecía menos intrépido que aquellos desgraciados viajeros, huérfanos de su guía y absolutamente recelosos de aquel charlatán que les había abordado.
—¿Puedo hacerles una pregunta indiscreta, señores? —dijo Jean-Baptiste en voz baja.
—Si lo desea.
—Bien, pero no se sientan obligados a responderme. ¿Están ustedes casados?
Los huéspedes se sintieron incómodos. Dudaron unos instantes, y finalmente el mismo portavoz respondió:
—No, señor caballero, no lo estamos.
—Excelente —exclamó Jean-Baptiste en voz alta—. Realmente excelente.
—¿Y se puede saber por qué? —preguntó molesto uno de Jos viajeros, que desde la izquierda de la mesa, había observado al intruso con más sangre fría que los demás.
—Pues porque en tal caso no me cabe la menor duda de que van a convertir ese país.
Seis exclamaciones se alzaron al mismo tiempo y luego todas las miradas se dirigieron temerosamente hacia la antecocina, donde por fortuna nadie parecía haber oído las imprudentes palabras de Jean-Baptiste.
—Explíquese —dijo a media voz el viajero más locuaz.
—Pero si es muy sencillo. Les contaré una anécdota y enseguida comprenderán. Me la refirió un misionero capuchino que vivió en Sennar y que se internó un poco en la selva, en dirección a Abisinia. Pero antes, un momento. ¡Eh, posadero! Tráenos velas. No economices el sebo, que bastante caro se paga en tu casa.
Markos llegó cojeando, totalmente entregado a sus huéspedes a condición de que estos le pidieran las cosas con claridad y bien fuerte, pues se estaba quedando sordo. Tenían tres candelabros en la mesa. Cuando el posadero se fue, el caballero prosiguió:
—Así que ese misionero llega un día a un pueblo de la sabana con unas casas, hierbas altas y, bajo un baobab, unas sillas bajas donde parlamentan los viejos. El hombre se presenta, habla en árabe, lengua que entienden un poco los oriundos. Su jefe le toma simpatía. Es adoptado y he aquí que al cabo de dos días, empieza a hablar de su religión… Bueno, supongo que de la nuestra.
Los viajeros asienten, aunque no demasiado relajados.
—El jefe parece muy interesado por ese Jesús y por los milagros que le relata su interlocutor. Le cae bien el capuchino y le da a entender que no tendría inconveniente en saber más. Todo parece haber empezado bien. Pero desgraciadamente llega la noche y, a la hora de acostarse, el misionero encuentra a la hija del jefe en su propia choza. Sin embargo no dice nada y duerme al pie de la cama, sin tocarla. Al día siguiente, la desventurada le cuenta todo a su padre. ¡Cómo tienes el atrevimiento de rechazar a mi hija!, le dice al capuchino. Entonces el sacerdote le explica, muy apurado, que su religión le prohíbe fornicar.
Los seis jesuitas le escuchaban cada vez más nerviosos. Jean-Baptiste se tomó su tiempo, mandó que volvieran a servir té y continuó:
—El jefe se enfurece y es presa de una cólera terrible: ¿Quién es ese Dios de quien nos hablas que ordena algo semejante? Si quiere el bien de los hombres, no puede forzar a aquellos que dicen amarle a no tocar a una mujer en su vida. Tu dios es criminal, eso es todo. Insulta a la naturaleza y no puede haberla creado. Por la noche, el jefe manda encerrar otra vez al capuchino con su hija. Esta vez todos los hombres del pueblo están alrededor de la choza y avisan al monje de que no saldrá vivo, a menos que haya dado prueba de haber copulado con la bella virgen.
—Esta historia es horrible, señor caballero —dijo el jefe de los viajeros con un hilo de voz—. ¡No siga, se lo ruego!
Pero el jesuita no se mostró muy enérgico, pues lo cierto es que todos estaban impacientes por conocer el desenlace.
—Casi he terminado —dijo Jean-Baptiste—. Mi amigo no era un santo, o tal vez de ese modo lo haya sido. Así que puso manos a la obra. Por la mañana, el jefe mandó que se procediera a realizar las más vergonzantes constataciones y, radiante, avanzó hacia el capuchino. Enhorabuena, amigo —le dijo—. Estoy orgulloso de ti, y dispuesto nuevamente a oír hablar de tu Jesús. Ahora podrás convertir al país entero, es decir, poner tú mismo la semilla de tantos pequeños cristianos como te permitan tus fuerzas. El mejor medio de propagar la religión propia —concluyó el jefe— es hacer muchos hijos y no robar los de los otros, pues no está bien.
Jean-Baptiste terminó en medio de un profundo silencio, y sin dar muestra alguna de nerviosismo sopló en su té aún caliente y sorbió ruidosamente.
—Es decir —intervino al fin el jesuita que estaba más atento y que también era el más audaz—, que usted supone que nosotros seis tenemos la intención de inseminar Abisinia…
Una vez pronunciadas estas palabras, posó una penetrante mirada sobre el caballero, que parecía escrutar su rostro con el ánimo de extraer un objeto confuso y lejano en su memoria. A Jean-Baptiste aquel rostro tampoco le resultaba desconocido. Esta vez no le respondió en tono bromista, y ese cambio aún dejó más helados a los presentes.
—Abisinia no es la sabana de Sennar. Es un orgulloso y viejo país cristiano al que no se le debe hacer el insulto de asociarle también pensamientos primitivos.
Luego, mirando en derredor suyo a todos los demás, dijo:
—No, mis queridos padres, no creo que tengan esa intención. No es necesario. Sólo sé de muy buena fuente quiénes son ustedes y qué piensan hacer.
Su tono de voz era tan tranquilo que ya no tuvieron ninguna duda, y tras los primeros momentos de estupor atacaron por otro frente.
—Bueno, puesto que ya nos conoce, díganos en qué aspecto nuestros proyectos pueden despertar en usted alguna objeción —pidió el primer portavoz—. ¿Tiene usted algo en contra de la propagación del Evangelio?
—¿Es usted tal vez el padre De Monehaut? —preguntó Jean-Baptiste, que había llegado a esa deducción por el retrato que Murad le había hecho de sus comanditarios.
—En efecto.
—Bien, padre, tengo objeciones, y muchas. Aquel país no necesita Evangelio, pues lo conoce desde hace tanto tiempo como nosotros. Sé bien que la doctrina que profesan no le parece conforme al dogma riguroso, pero la verdadera cuestión no es esa.
—¿Cuál es entonces? —preguntó suavemente el padre De Monehaut.
Tras una pequeña vacilación, Jean-Baptiste contestó a la pregunta:
—Mire usted, ha pasado el tiempo y yo he cambiado mucho. El año pasado por las mismas fechas me habría lanzado a un elocuente discurso para convencerles con numerosos argumentos históricos, humanos y religiosos de no alterar la paz de ese país. Incluso fui hasta Versalles con el ánimo de sostener ese discurso.
—¡Poncet! —exclamó el jesuita que le había observado con tanta curiosidad.
Jean-Baptiste reconoció entonces a uno de los curas de la casa de Marsella donde había sido recibido en compañía del padre Plantain.
—Sí, padre, el año pasado, cuando usted me vio, yo ardía en deseos de que me entendieran, y ahora soy yo quien ha comprendido.
—Bien, explíquenos al menos qué ha comprendido —dijo el padre De Monehaut pacientemente, como quien intenta tranquilizar a un loco.
—Que ustedes son una fuerza, nada más.
Unas sonrisas de desdén aparecieron durante un instante en sus labios.
—Una fuerza al servicio de la fuerza —continuó Jean-Baptiste— y que toma a Jesucristo por una bandera, una bandera que vale otra cuando se trata de esconder el asunto primordial, que es el poder.
—¿Y bien? —dijo el mismo sacerdote, acostumbrado ya a las críticas.
—Pues que solo la fuerza puede detenerles. Durante mucho tiempo he sido tan ingenuo que creía en la posibilidad de convencerles.
Hubo un momento de silencio. Casi se olvidaba de que aquella estancia, donde brillaban candelabros, era un lugar perdido en el extremo del desierto, en la punta de Arabia. De repente Jean-Baptiste llevó aquel decorado a su lugar, y entonces surgió la evidencia de que podía tratarse de una prisión.
—No busquen más a Murad —dijo con una expresión malvada—. Se ha marchado, y confío en que a estas horas ya haya llegado a su destino. El nayb de Massaua ha sido alertado, y ya sabe quiénes son ustedes. Su abuelo se hizo célebre por enviar las tonsuras de sus antecesores al emperador de Etiopía para probarle que había custodiado bien sus puertas. El nieto ha heredado todas las cualidades del abuelo. No es turco. Sólo obedece de lejos a la Sublime Puerta. No le conmoverá ninguna intriga, ninguna mentira, ninguna súplica, y si se arriesgan a cruzar el mar, será sin la esperanza de llegar nunca a Abisinia. Los seis jesuitas miraron con espanto a aquel hombre joven y elegante, con su jubón color fuego y sus encajes, que les daba un aviso tan serio.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó el padre De Monehaut con dignidad.
—No vayan a El Cairo, donde serían muy mal recibidos. No intenten tampoco llegar a Abisinia por vía terrestre, pues todos los príncipes indígenas están alertados contra ustedes. Sólo hay una solución: tomen una falúa y vuelvan a Suez, luego a Tierra Santa, a Francia, adonde quieran. Hay bastantes naciones donde ustedes se encuentran en su casa.
Jean-Baptiste se levantó, mirándolos a todos, y añadió con una expresión de desagrado, como de arrepentimiento:
—Respeto a cada uno de ustedes, créanme. Si hubiera tenido que entregarles, no habría obrado así. Contra lo que pueda parecer, les estoy salvando la vida. Pero ante todo soy fiel a la palabra que le di a un rey.
Los seis jesuitas parecían contentos de su suerte. En realidad Poncet estaba más afectado que ellos. Soy yo quien es libre de sus actos —pensó—. Y responsable. Ellos no tienen voluntad: obedecen…
Saludó cortésmente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de alcanzarla se volvió para decir unas últimas palabras:
—Desde luego sería inútil dar aviso al jerife de La Meca. De momento no sabe nada de sus intereses, y si se enterase tendrían más razones que yo para lamentar que descubrieran su verdadera identidad. Ya está todo dicho; vayan a descansar, se hace tarde. Buenas noches, queridos padres.
Poncet subió a su habitación.
A las cinco de la mañana, sin una brizna de viento, la pequeña falúa que había alquilado llevaba a Jean-Baptiste a través de un mar de aceite donde ya se reflejaba el alba. Ocho remeros surcaban las aguas, rumbo al noroeste, siguiendo a Casiopea.
Aquella misma semana, una tropa de caballeros turcos que había enviado el bajá detenía a dos capuchinos a la altura de la tercera catarata. En el zurrón de uno de ellos se descubrió un documento destinado al abuna de Abisinia y un frasco de aceite. Los capuchinos fueron conducidos de nuevo a El Cairo y llevados ante el patriarca copto, que autentificó la carta, pero declaró formalmente que no reconocía ni los aceites ni el frasco. El padre Pasquale se negó obstinadamente a confesar dónde se habían escondido las unciones verdaderas. Esta mala voluntad, destacada por el bajá en su correspondencia con Constantinopla, dio lugar a la expulsión con destino a Italia de más de la mitad de la congregación. Se malogró la misión de esta orden a Abisinia, y nunca más volvió a recuperarse.
Du Roule solo tenía una preocupación: imponer la disciplina en su tropa. Había escogido a hombretones tan valientes, tan ávidos de conquistas y de riquezas que tenía que moderar su ardor constantemente. Aquellos valerosos truhanes nunca hacían mejor alarde de su arrojo que cuando se despachaban con algún inocente. No obstante, mientras estuvieran en tierras musulmanas había que contenerlos. En Abisinia sería diferente. En realidad les gustaba imaginar que allí los perseguidos serían ellos, en razón de todas las fábulas que habían oído sobre la lascivia de las mujeres de ese pueblo.
La caravana, bien armada y pertrechada, llegó a Dongola sin el menor tropiezo, y el rey de esa ciudad se esmeró en darles la mejor acogida que pudo.
Sin embargo, ante aquella pompa un poco miserable y mugrienta, Du Roule y Rumilhac a duras penas pudieron contener la risa durante la cena de gala que les ofreció aquel príncipe.
—Es una gran cosa ser salvajes, o casi —decía Du Roule—, pero que al menos saquen de ello ventajas como la libertad y la naturalidad. Pues no, son más sibaritas con la etiqueta que los viejos duques franceses.
Entre ellos se compadecían mucho de Frisetti, el dragomán, que trataba de tomarse todo aquello en serio y parecía reprobar su comportamiento. Era el colmo, pues había que ir a la tierra de unos negros para que un hombre sin linaje pretendiera enseñarles cómo comportarse a unos gentilhombres como ellos.
En vista de que en aquella ciudad no había nada que les interesase cambiar, dos días después continuaron viaje hacia Sennar.
Llegaron a los dos primeros oasis con facilidad. Pero en el tercero Belac, el jefe de la caravana, fue a ver a Du Roule y le expresó sus inquietudes. Tres camelleros le expusieron que no querían seguir, aunque no había conseguido que le dijeran el motivo. La población del oasis, aunque era escasa, mostraba una inexplicable desconfianza hacia aquellos blancos, pese a que aquella gente estaba acostumbrada a ver europeos y no les temían. Fue una contrariedad que uno de los esbirros de la tropa, un alto mocetón de Dalmacia, acariciase con demasiada intimidad a una niña de doce años, una mocosa con los pies descalzos, cuyo honor defendieron los indígenas de una forma a todas luces exagerada. Du Roule salió de aquel embrollo con un collar de cuentas de cristal de Venecia para la supuesta víctima y unos viejos zapatos para el padre, pero aun así aquellos salvajes no se dieron por satisfechos. El asunto era decididamente desagradable y ponía en evidencia, al menos esa era la opinión de Rumilhac, la mala voluntad de aquella tribu con respecto a unos extranjeros tan generosos.
Abandonaron aquel oasis con todas sus esperanzas puestas en el siguiente. Pero fue peor hasta Sennar, donde su llegada provocó una aglomeración muda y hostil. Por fortuna el rey compensó la frialdad de su pueblo con una acogida ejemplar e invitó a cenar a los viajeros. A pesar de que aborrecían las comidas grasas y picantes, Du Roule, Rumilhac y los otros dos supuestos dignatarios honraron su mesa. Frisetti fingió estar enfermo y se quedó en el campamento para supervisar el asentamiento. Según la costumbre de los francos, que todos conocían y toleraban, los cuatro invitados sacaron unos frasquitos de sus bolsillos y dieron consistencia a los brebajes. Así que terminaron de cenar completamente borrachos, con la ilusión de que el rey ignoraba la causa de su semblante regocijado, lo cual equivalía a considerar que estaba ciego, cuando en realidad no lo estaba. El soberano tuvo la bondad de aparentar que no se percataba de nada, incluso cuando el viejo policía deslizó la mano por debajo de la túnica de uno de los servidores, olvidándose completamente de lo que cubren las ropas en aquel país. Después volvieron a la caravana y encontraron el campamento completamente montado, junto a una de las puertas de la ciudad, y durmieron como benditos, soñando con gloria y riqueza.
Al día siguiente la hostilidad circundante se acentuó más todavía. Dos hombres recibieron pedradas cuando paseaban por la ciudad, y tampoco les aceptaron las transacciones que quisieron hacer en el mercado, como si todo cuanto viniera de ellos trajera mala suerte.
Du Roule decidió favorecer a quienes quisieran tratarles con un poco de consideración, es decir, al rey y su corte. Además de los presentes que había entregado al soberano la noche anterior, hizo saber que le honraría recibir a la reina y a las damas de alto rango para divertirlas con una atracción que había traído de Europa. Al día siguiente, diez mujeres de la corte fueron al campamento en calidad de exploradoras, pero la reina prefirió no presentarse el primer día.
Rumilhac se moría de risa con el espectáculo de aquellas gordas nubias envueltas en vistosos velos que descubrían libremente su rostro y caminaban contoneándose.
—¡Serán zorras! —le decía en francés a Du Roule mientras sonreían al público—. Entren, señoras. Vaya, mira, ahí tienes a madame de La Vallière.
Señaló a una mujer enorme que llevaba dos cortas trenzas sujetas a la parte superior de la cabeza y que andaba cojeando.
—Y allí, mira, nuestra querida Françoise d’Aubigné. Entre, señora marquesa.
Era una mujer vieja con el ceño fruncido. Después de haberlas colocado a todas en la gran tienda que habían montado en el centro del campamento para las recepciones, Du Roule desveló su atracción: los espejos deformantes venecianos.
Las mujeres se hallaban en el centro de la tienda, y los espejos estaban colgados en su derredor. Cuando retiraron las telas que los cubrían, siguieron agrupadas e inmóviles, y ellos creyeron que no se habían visto reflejadas en los espejos. Du Roule y Rumilhac, cogieron una por una a todas las damas y bromeando siempre en francés, quisieron acercarlas al fenómeno.
—Esta nunca se habrá visto tan delgada. ¡Mira, preciosa! Con eso pareces un camellopardo, toda piernas y con una cabeza de cabra.
—Acércate y mira qué seria está tu amiga. Más ancha que larga, como les gustan a los señores de estos lares.
Pero Frisetti, el dragomán, que comprendía los murmullos de las damas, no se reía. Había observado que estaban calladas y presas de estupor ante aquellas imágenes. Se veían a sí mismas, pero horriblemente deformadas, como si estuvieran dentro de un cuerpo de demonio. En aquellas tierras donde el Islam abarca y asimila la magia, la apariencia es algo demasiado serio para ser únicamente una ilusión. Así pues, lo que se revelaba ante ellas, entre la risa socarrona de Du Roule, era su propio destino, como si el infierno hubiera entreabierto por un instante sus puertas para desvelar los eternos tormentos a los que se veían condenadas.
La primera en gritar incitó a las otras, y todas salieron de la tienda sujetándose los velos para correr mejor. Jadeantes y desorientadas, ascendieron hasta el palacio vociferando por callejuelas encajonadas en cuyos muros resonaba el eco de sus gritos.
Du Roule comprendió por fin. Dio órdenes de tomar las armas y reagruparse. Al cabo de diez minutos vieron desembocar por tres lugares distintos una apretada multitud que levantaba el polvo a su paso. Volaron las piedras. Cada uno de los francos disparó y mató a su contrincante, pero había tantos detrás que era inútil concebir esperanzas. En pocos minutos toda la caravana estaba en manos de los asaltantes. Los nubios consideran una maldición matar a un hechicero con las manos, de modo que también la agonía de los prisioneros se prolongó un poco más que si hubieran podido estrangularlos simplemente.
La caballería del rey solo intervino cuando todo hubo acabado. Se apoderó de los camellos, así como de todos los bienes que transportaba la caravana, y fue a entregárselos al soberano. Este le escribió aquel mismo día al bajá. Se lamentaba de que tan negros rumores, sin duda propalados por los capuchinos, hubieran precedido a los viajeros. Y si bien les había tratado con tanto civismo como había podido, al final la multitud se había ocupado de ellos. ¿Y qué son los reyes —preguntaba humildemente— cuando la multitud quiere matar?