Al día siguiente por la noche, a la misma hora, Jean-Baptiste franqueó de nuevo la poterna del palacio con un maletín en la mano. El bajá lo recibió en la misma sala, y nada más verle, le apremió para que le mostrara los remedios. Jean-Baptiste sacó unos frascos, una tabaquera llena de polvo y una bolsa con raíces secas. Tuvo que hacer acopio de toda su firmeza para que el bajá no se diera un atracón en aquel mismo momento. El maestro Juremi ya le había advertido que aquel turco era un devorador de medicamentos, aunque no creía que lo fuera hasta tal extremo.
—Tengo entendido que cuenta con un servidor para prepararle las drogas —dijo Jean-Baptiste—. Tal vez sería conveniente que le llamara para indicarle el modo de servirse de ellas y para que sea él quien las guarde.
El bajá dio unas palmadas mientras gritaba un nombre al criado que apareció. Un minuto más tarde, un viejo sirviente entró en la sala y saludó respetuosamente a los dos hombres. Era un hombre de baja estatura, escuchimizado, y tenía un rostro alargado y triste de galgo abandonado.
—Estos son los remedios para mí —dijo el bajá—. Y escucha bien, Abdel Majid, cómo hay que administrarlos.
Jean-Baptiste dio largas explicaciones. Luego le tomó la lección al ayuda de cámara y le confió el maletín. El bajá insistió en tomar la primera dosis inmediatamente.
—Piense que aún tardará unas semanas en notar alivio —le previno Jean-Baptiste.
Pero el mero hecho de ingerir pociones surtía efecto por sí solo, así que, saciado, con el regusto a quina en la boca, el bajá se estiró en los cojines con el talante de un joven recién casado. Pero poco después, cuando recobró los ánimos y con ellos también los recuerdos de aquella jornada, cayó de nuevo en la melancolía.
—Convoqué a ese perro de patriarca —empezó a decir—. Usted decía la verdad a propósito de los óleos. Lo ha confesado. Por otra parte, me he enterado por mis propios medios de la razón de todo esto. El muy imbécil solo pensó en el oro. Evidentemente que se había preguntado por qué los capuchinos tenían tanto empeño en coronar a un emperador que reina desde hace quince años, pero no había profundizado en el asunto. El granuja no cesaba de excusarse, y todavía estaría pidiéndome disculpas si no fuera porque mi portero lo sacó de aquí a puntapiés en el trasero, a petición mía.
El bajá soltó un sonoro eructo, por el que dio gracias a Dios, y luego prosiguió:
—También he visto al cónsul de Francia. A ese no he tenido necesidad de convocarle. Ha venido a quejarse porque hace dos días que secuestraron a su hija, en la carretera de Alejandría.
Jean-Baptiste fingió sentirse extrañado.
—¿La conocía? —preguntó el bajá.
—De haberla visto en el consulado. Era una joven muy bella.
Jean-Baptiste no podía evitar recordarla con emoción.
—Me lo han dicho —continuó el bajá—. Es muy lamentable, eso es todo cuanto he podido decirle. Habrán sido salteadores. La carretera está infestada. Otra mujer, que también iba en la carroza y a la que probablemente no se la llevaron porque no era tan joven, ha hecho una descripción de los asaltantes, aunque por desgracia es de poca ayuda. Dice que eran dos buenos mozos con turbantes y bigote negro que juraban por Alá. Al parecer montaron a la muchacha en la grupa y se dirigieron hacia el noroeste. Sin duda la llevarán en barco a Chipre, y desde allí irá a lucir su belleza en algún lupanar de los Balcanes o de cualquier otro sitio.
—Pobre muchacha —dijo Jean-Baptiste instintivamente.
—Sí, pero tenga en cuenta que, aunque no le hubiera ocurrido nada, tampoco habría tenido una vida mejor.
—¿Porqué?
—Su padre me dijo que se había marchado para entrar en un convento. Francamente, doctor, a usted lo aprecio, pero es cristiano y hay cosas en su mundo que no comprenderé jamás. ¿Por qué encerrar a todas esas mujeres para que solo Dios haga uso de ellas? ¿Cree usted que Él exige cosas semejantes? ¿Acaso no creó el sexo para unir al hombre y a la mujer? Cuando el cónsul me contó el asunto, me quedé con ganas de decirle que al menos a partir de ahora su hija tal vez haría algún bien a su alrededor. Bueno, dejemos eso. En resumidas cuentas, diría que nuestro señor De Maillet estaba muy nervioso, tanto que casi se olvidó de su embajada. Digo casi porque en cuanto le pedí noticias, se lanzó a hablar sobre el tema. Desde que usted me abrió los ojos, comprendo mejor la pasión que pone al referirse al asunto.
Jean-Baptiste conservaba la discreción. El criado trajo los pasteles y el té.
—Créame si le digo —continuó el bajá— que me he echado a dormir al mediodía, pero me ha sido imposible conciliar el sueño. Todos estos acontecimientos dan vueltas en mi pobre cabeza. Voy a confiarle algo, doctor: yo soy un soldado. Necesito que me muestren al enemigo y que me digan: golpéale. Entonces doy lo mejor de mí mismo. Gracias a usted veo al enemigo. Y ya es algo. Pero ¿cómo puedo golpearle? No estamos en el campo de batalla. ¿Qué puedo hacer? Usted sabe cómo se las gasta la Puerta con los francos. Todo es negociar, intrigar, andar con tiento, tanto unos como los otros. Y mire adónde nos lleva todo esto.
Hablaba sin mirar a Jean-Baptiste, que esperaba su turno pacientemente.
—Si informara al Gran Visir, estoy seguro que me pediría pruebas. Las consideraría aún insuficientes y querría más. Mientras tanto pasan los días, y para entonces tal vez ya estarán vertiendo los malditos óleos en la frente de ese Du Roule para coronarlo.
Jean-Baptiste asentía con prudencia.
—Por otra parte, si yo actúo por mi cuenta contra los francos, el cónsul montará un escándalo de mil demonios, y quién sabe si me apoyarían en Constantinopla… No, he meditado mucho: los únicos contra quienes puedo hacer algo sin temor alguno son esos capuchinos. Esta noche seguiré meditando mi decisión, pero mañana temprano enviaré una tropa a Sennar para detenerlos y traer de vuelta los óleos y el certificado del patriarca. A esos sí que puedo expulsarlos, y nadie podrá reprochármelo. Pero ¿qué hacer con la caravana de los francos? ¿Qué piensa, doctor, usted que es un hombre de tanta sabiduría?
Jean-Baptiste estaba esperando ese momento. Bebió dos sorbos de té, se tomó su tiempo para buscar la respuesta, o por lo menos para que así lo creyera, puesto que había tenido tiempo suficiente para preparársela muy bien, y al fin le dijo con un prudente tono de pregunta:
—¿Tal vez habría que procurar que actuara el rey de Sennar…?
—Jamás se arriesgará con una embajada oficial de los francos.
—A menos que no sea su propio pueblo quien lo haga…
—¿Qué quiere decir?
—Cuando pasé por Sennar, los capuchinos me amenazaron con poner el populacho en mi contra; les habría bastado con sostener que yo era hechicero. Parece ser que el pueblo de Sennar es muy temeroso de los sortilegios y se presta de buen grado a imaginar que los blancos pueden hacer maleficios. Eso podría explicar que una multitud asustada se enfureciera tanto contra viajeros desconocidos que nadie pudiera controlarla, ni siquiera el rey…
El bajá siguió el hilo de esta idea, como el hombre arrastrado por un torrente que se acerca a la ribera con la ayuda de una liana. En cuanto estuvo a pie enjuto, se felicitó a sí mismo por haber dado su confianza a aquel franco.
A continuación, formuló una serie de preguntas prácticas a las que Jean-Baptiste respondió con claridad y sencillez.
—Se diría que tenía preparadas las respuestas —le dijo el bajá sin ninguna malicia, dando muestras simplemente de una gran admiración.
Mandó traer el narguile y dio las primeras caladas, completamente feliz. Jean-Baptiste esperaba la continuación. Esta se presentó en forma de una violenta mueca que le hizo atragantarse al aspirar el humo. El bajá tuvo un arranque de tos y exclamó, colorado hasta las orejas:
—¿Y los sabios, los que se fueron con el kurdo?
—Esos déjemelos a mí, ilustre señor —dijo Jean-Baptiste—. Yo me encargo de ellos.
El bajá hizo una mueca de sorpresa.
—Deme una escolta hasta Djedda —continuó Jean-Baptiste—, vele por mi protección en Egipto, por si alguien me denunciara al cónsul. Oficialmente soy el caballero Vaudesorgues. Si usted responde por mí, podré moverme sin temor alguno. Encontraré a los seis hombres, y puede tener la seguridad de que nunca irán a Abisinia.
El turco se quedó un buen rato dudando.
—Ni hablar —dijo por fin. Jean-Baptiste, con los ojos fijos en el viejo guerrero, sintió un estremecimiento.
—No puedo quedarme sin médico —manifestó el bajá.
Los leños de tamarindos crepitaban en la estufa, cuyo fondo estaba lleno de finas cenizas.
—Será un asunto de tres o cuatro semanas como mucho, ilustre señor. Le he dejado más medicación de la que sería necesaria para tres meses. Y si fuera preciso, el maestro Juremi puede volver, aunque en este momento esté indispuesto.
—Se rumorea que hay peste en el este. Ismailía ha estado en cuarentena. Puede usted caer enfermo.
—Aquí también. Dios dispone de nosotros donde quiere —dijo Jean-Baptiste con fervor.
—Es muy justo —suspiró el bajá. Luego, tras sopesar la ventaja que semejante misión tendría sobre cualquier otra solución (de hecho no se le ocurría ninguna otra), aceptó.
Todo estaba resuelto o en vías de estarlo. La dulce sensación del narguile, los mullidos cojines, y tal vez también cierto efecto beneficioso de los remedios se aunaban para hacer aflorar en el gran cuerpo del viejo turco la fatiga de aquellas dos jornadas tan intensas.
Jean-Baptiste se despidió muy pronto. Antes de irse a dormir, el bajá dio las órdenes para Sennar y pidió que se formara un destacamento para acompañar a su médico hasta Djedda.
El caballero de Vaudesorgues tenía un aire fiero cuando atravesó El Cairo, muy erguido en su caballo árabe de pelaje gris. Se había quitado el sombrero y alzaba la nariz hacia las ventanas más altas de las casas, por donde las comadres se asomaban para admirar a aquel noble franco y su escolta de jenízaros con turbante y el sable al costado. La primavera flotaba ya en el aire tibio y los pájaros revoloteaban en círculos por encima de la ciudad. La tropa pasó por los bazares, en medio de un gran revuelo de colores: las alfombras, los objetos de cobre, las telas salían de los tenderetes, invadían la calle, captando a la multitud de curiosos, vestidos con sus largas túnicas azules y negras, el fez y los velos.
La tropa recorrió la ruta hasta Suez sin mediar una palabra pues el jenízaro de mayor rango tenía al hombre que acompañaban por alguien muy distinguido y no se atrevía a romper su silencio. Jean-Baptiste no tenía mucho que decirle. Estaba completamente pendiente de lo que iba a hacer. En cuanto se tomaba un descanso en su reflexión pensaba en Alix, se preguntaba cómo se las habría ingeniado para salir de la delicada prueba de su huida a través del desierto. Jean-Baptiste tenía confianza en ella, en Juremi y en Françoise. Y por encima de todo, tenía confianza en su destino.
Pasaron frente a los lagos Amargos, vieron de lejos el Serapeum. Y por fin, al término del segundo día, apareció el pequeño puerto de Suez, completamente al extremo del golfo, estrecho como un lago italiano. La bahía estaba cuajada de velas blancas y grises, hinchadas por un viento cadencioso que soplaba del sureste.
A petición de los jenízaros, el capitán del puerto, un libanés barbudo y jovial, puso a su disposición una gran falúa de dos mástiles, una antigua embarcación civil que ahora se utilizaba con fines militares por estar equipada con dos cañones. La tripulación se componía de soldados turcos, lo cual era poco tranquilizador, dada la legendaria incompatibilidad de este pueblo con la navegación. Por fortuna, casi todos eran griegos aturcados, oriundos de Chio[19], entre ellos el contramaestre. Rezaban las cinco plegarias y creían en Mahoma, aunque seguían hablándose en la lengua de Aristófanes.
El barco se hizo mar adentro, sin calma chicha ni golpes de viento, y bordeó el Sinaí, cuyos contornos se adivinaban en la bruma.
El oleaje aumentó en la confluencia del golfo Pérsico. Durante el día, un sol enorme hacía destellar los listones mojados de la cubierta y la piel cobriza de los marineros. Las noches eran aún ventosas y frías. Sólo hicieron escala una vez y llegaron a Djedda al amanecer del quinto día.
El bajá de El Cairo les había dado un salvoconducto que debían entregar al jerife de La Meca. El caballero fue acogido con todos los honores y alojado en una posada que regentaba un sirio ortodoxo llamado Markos, y que estaba situada en la linde de las arenas del desierto, al abrigo de unas palmeras y a cierta distancia del resto de la ciudad. Era en esa zona donde se obligaba a residir a los cristianos.
La parte trasera del edificio daba a un jardín con adelfas y naranjos rodeado de muros decorados con mosaicos. A Jean-Baptiste no le había traicionado su intuición. Apenas entró en el jardín vio a Murad sentado en un cojín, fumando una pipa de agua. Al otro lado, formando un círculo silencioso, cada uno con un libro en la mano, los seis sabios celebraban capítulo.
Jean-Baptiste, más caballero que nunca, les dirigió de lejos un saludo altivo. Luego se sentó de espaldas a Murad y mandó que le sirvieran un café turco muy azucarado. Había despedido a los jenízaros puesto que ya habían llegado a su destino. Ellos podían alojarse en la ciudad, Djedda, centro de peregrinación y puerto activo que albergaba todo tipo de placeres bajo su austera apariencia. Jean-Baptiste le dio dos cequíes al primer jenízaro y uno a cada uno de los demás, una suma que equivalía a dos patacas, es decir, a cincuenta y seis harfs, por lo tanto a ciento doce diwanis, o sea, dos mil doscientos cuarenta kibeers, o seis mil setecientos veinte borjookas, esa pequeña moneda del mar Rojo que no es de metal, sino de vistosas cuentas de cristal de Venecia. En suma, Jean-Baptiste los hizo ricos. Así que se dirigieron hacia la ciudad con dignidad, pero también con diligencia, a pedir a la vida recibo del favor que Dios acababa de enviarles a través de aquel franco despistado.
Por la noche, todos los huéspedes del establecimiento cenaron en silencio en un gran comedor con paredes enjalbegadas. El único decorado era una vieja espada de caballería cubierta de orín que pendía de dos clavos. Luego los huéspedes se retiraron con una vela en la mano, haciendo chirriar el entarimado del piso superior. Jean-Baptiste esperó a que Murad se quedara solo, pues según su buena costumbre siempre era el último en abandonar la mesa para así poder acabarse todos los restos, y se sentó frente al armenio.
—Señor —dijo Jean-Baptiste en árabe.
Murad entornó sus ojos de miope y saludó, dejando entrever una ligera inquietud.
—El embajador Murad, supongo —dijo Jean-Baptiste con tono de pregunta.
—¿Cómo lo ha sabido?
El armenio levantó la palmatoria y la acercó al rostro de su interlocutor.
—Pero… Se diría… ¿Eres tú, Jean-Baptiste?
—¡Chis! Soy el caballero de Vaudesorgues.
—¡Ah!, bueno… —dijo Murad, un poco decepcionado—. Había creído que…
—Claro que soy yo, idiota, pero no es necesario que lo propagues a los cuatro vientos, y menos aún a tus nuevos amigos.
—No son mis amigos. Esos señores viajan en calidad de sabios eminentes. Desean conocer Abisinia. Y como no tenía noticias tuyas…
—Has hecho bien en marcharte, Murad —dijo Jean-Baptiste sonriendo.
Sacó un frasco plano de cobre estañado y escanció un líquido incoloro en la taza vacía de Murad y en la suya, que había llevado a su mesa.
—Aguardiente —dijo el armenio—. En Arabia Afortunada, en la tierra del Profeta… ¿No tienes miedo?
Brindaron con cautela y apuraron sus vasos de un trago.
—Sí —dijo Jean-Baptiste—, tengo miedo. Por ti.
—¿Qué quieres decir?
—¿Vas camino de Massaua?
—Dentro de dos o tres días, cuando el jerife de La Meca haya puesto el sello en los documentos de esos señores.
—¿Hace mucho tiempo que no has visto al nayb?
—¿A ese bondadoso viejo?
—Ya no es él.
—Así que ya no es el terrible Mohammed…
—No, Mohammed ha muerto, tendrás que vértelas con su sobrino Hassan, que es más terrible aún. Su odio hacia los religiosos francos no tiene límites.
—Bah, eso no nos concierne. El negus en persona me pidió que llevara sabios, si encontraba, a la hora de volver.
—Sabios sí, pero jesuitas…
—¿Cómo…? —exclamó Murad—. ¿Cómo dices?
Jean-Baptiste agarró al armenio por el cuello de la túnica y le habló directamente a la cara.
—Estás llevando a Massaua a seis jesuitas, ¿comprendes? Si tú eres tan tonto como para no darte cuenta, tal vez el nayb no lo sea tanto. Y suponiendo que no sospeche nada, el emperador te verá llegar con seis individuos que solo tienen una idea en la cabeza: convertirle. Nos ha hecho jurar que no llevaríamos ninguno, y tú vuelves con media docena en tu equipaje.
Soltó a Murad, que volvió a caer en la silla tan aturdido como si le hubieran dado un mazazo.
—Estoy perdido —dijo el armenio, y se puso a sollozar en silencio como un niño.
—Deja de lloriquear —le dijo Jean-Baptiste, sirviéndole otro vaso de aguardiente.
Murad se lo bebió de un trago y pareció más triste aún.
—Habría hecho mejor colocándome de cocinero en El Cairo, como pensaba. Sólo conozco eso. Todas vuestras historias de religión y política me confunden.
—Escúchame, Murad. Haz lo que te digo y no tendrás nada que temer. El emperador te dará una excelente acogida y podrás ser cocinero suyo si te apetece.
Murad, sin decir una palabra, soltó un resoplido y deslizó el vaso encima de la mesa. Jean-Baptiste lanzó una ojeada hacia los cojines y luego le sirvió de nuevo.
—Mañana temprano, antes del alba, partirás hacia el puerto —dijo el médico con suavidad—. Voy a dejarte una bolsa de oro para que puedas convencer al capitán de cualquier falúa. Cruza el mar Rojo y ve a ver al nayb. Adviértele que seis jesuitas quieren entrar en su territorio y que afortunadamente has conseguido librarte de ellos. Luego, sigue hasta Gondar, presenta mis saludos al emperador, dile que el rey de los francos ha recibido su embajada y que le da su bendición. Tu misión se acaba ahí. Te encontrarás con tus primos y con tu tío, y espero que seas feliz el resto de tus días.
—¿Y los jesuitas? —preguntó Murad, envalentonado por aquellas palabras y por los tres vasos de aguardiente.
—Ya me encargo yo de ellos.
—¿Y tú?
—Yo, amigo mío, soy un hombre feliz. Y espero serlo aún más todavía.
—¿Por tu prometida?
—Voy a reunirme con ella. Quién sabe, tal vez nos veas un día en Gondar…
Brindaron dos veces más todavía. Jean-Baptiste repitió sus instrucciones y solventó los últimos detalles. Se separaron hacia medianoche, después de despedirse con un caluroso abrazo.