Al principio Alix y sus cómplices tenían la intención de deshacerse de la guardia poco antes de llegar a Alejandría, huir después hacia un puerto de Cirenaica y ganar Francia por mar. Françoise y el maestro Juremi debían reunirse con ella dos días después de su partida para organizar la emboscada contra la escolta.
Pero ahora que todo había cambiado y que debían dirigirse hacia el este para ganar Suez, el retraso suponía un grave inconveniente. Tendrían que volver a descender una parte del delta, cruzar hasta Mansourah[16] y luego llegar a Ismailía. El maestro Juremi pensaba en el peligro que representaban las nuevas instrucciones mientras galopaba junto a Françoise. Pero cuando el sol se hubo alzado completamente y empezó a esparcir sus primeras caricias sobre la fría bruma de la llanura del Nilo, el corazón endurecido del protestante, tan acostumbrado a la soledad, se ablandó para saborear la felicidad de la cabalgada. Françoise lo miraba y le sonreía de vez en cuando. La mujer tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo y por el aire acre de la ribera. Llevaba los cabellos recogidos bajo el sombrero; en la nuca apenas sobresalía una pelusa, cuya dulzura conocía ahora el maestro Juremi. Después de tantas pruebas, después de que el tiempo y los rigores de la vida los hubiera tratado sin contemplaciones, era maravilloso ver la inocencia, la ternura y la ilusión de aquellos dos seres que, al igual que los supervivientes de un saqueo, se saben a salvo y sacan la vajilla de oro de su escondite.
Conforme remontaban hacia la costa, eran más los pájaros marinos, grises y blancos, que veían deslizarse por encima de las aguas. En los pueblos se cruzaban con ancianos que llevaban el fez; los inmensos campos a cielo abierto, jalonados por canales de arcilla, estaban repletos de campesinos egipcios, los felás[17], vestidos con una humilde camisa gris que les miraban con ojos faraónicos. Unos bueyes gordos pacían en los bosques de palmeras despeinadas por el viento salado. Era como si la juventud que ambos habían rescatado se alimentara de la propia juventud del mundo que, a su alrededor, parecía haberse detenido en esas edades primeras en que todo es simple y familiar.
En una jornada recorrieron el camino que la pesada carroza de Alix había hecho en dos, y por la noche se alojaron en Damanhur. Sabían que Alix pasaría la noche en la casa de la piadosa viuda de un mercader francés que había servido al cónsul como confidente en esta pequeña ciudad hasta su reciente muerte. Françoise y el maestro Juremi se contentaron con una posta mugrienta regentada por un copto. Como no pudieron probar que estaban casados, solo tuvieron derecho a dos jergones separados por una mampara de palma. Así se cubrían las apariencias; después de haberlos alimentado copiosamente con un capón y arroz amarillo, el viejo copto les deseó que pasaran una buena noche con una sonrisa desdentada y cómplice. Después de cenar, los amantes se cogieron por la cintura y dieron un paseo que les llevó hasta el centro del pueblo. De lejos distinguieron la carroza de Alix y los caballos de sus guardianes en el recinto de una de las pocas casas de piedra. Regresaron tranquilos, y el maestro Juremi pidió al posadero que les despertara antes del alba. Salieron con los primeros rayos del día y esperaron en el lugar acordado.
La comitiva de Alix se puso en marcha muy lentamente. Michel, el palafrenero del consulado, llevaba las riendas de la carroza. Aunque no estaba al corriente de todo, sabía que algo se estaba cociendo y también que no debía temer por él. Quería a Alix como a su propia hija y lamentaba profundamente llevarla camino del convento. En cuanto a los dos guardias, se tomaban su cometido muy a pecho y toda la noche estuvieron relevándose ante la puerta de la joven. Aquellos tipejos eran dos hombres del señor Macé. Uno de ellos, un francés liberado de las galeras tres años atrás, había vivido en Abukir sin papeles, pero los turcos lo capturaron y salvó el pellejo gracias al secretario del consulado, que lo tomó a su servicio. El otro era un mestizo de El Cairo, nacido del comercio ilegítimo entre un italiano y una copta, que trabajaba como mozo de cuerda en el desembarcadero del Nilo. Hacía mucho tiempo que el señor Macé le prometía naturalizarlo, y a cambio de esa vana esperanza lo empleaba a su capricho.
En el momento de salir surgió una complicación de última hora. La dueña de la casa donde Alix había pasado la noche, la viuda Beulorat, quiso sumarse al convoy y pensó aprovechar la carroza para ir a Alejandría a arreglar unos asuntos. La mujer se ganó a los dos guardias, probablemente ofreciéndoles unas piastras, y la embarcaron en la carroza. Alix sabía que sus amigos podían aparecer de un momento a otro e insistió en tener a sus pies la bolsa donde había escondido la daga y las pistolas. Así pues, en lugar de estar a sus anchas preparándose para el asalto, se veía obligada a seguir la conversación de aquella beata.
—Hija mía —decía la viuda Beulorat en tono empalagoso—, no mire así por la portezuela. Se va a hacer daño. Este paisaje hoy desaparece para usted. Pero piense en las imágenes celestes con las que podrá deleitarse a partir de ahora.
—No puede imaginar lo feliz que me siento, señora.
—Lo sé, y figúrese lo mucho que la envidio. Mi vida ha sido muy diferente, desde luego. Me consagré a un marido, a los hijos. Sin embargo, a veces me pregunto si no estaría hecha para Dios.
—Qué interesante —dijo Alix sin dejar de mirar al exterior.
—¿Verdad que sí? Creo que en la vida religiosa habría encontrado una paz a la que aspiro con todo mi ser.
Con su manta de satén y un peinado de antes del Diluvio, aquella vieja más arrugada que una pasa ponía cara de virgen para contar que habría querido ser la amante de Dios.
—¿Sabe que me dediqué tanto a Él que mi difunto marido llegó a ponerse celoso?
—¿De verdad? —dijo Alix con cortesía.
Al cabo de media hora de aburrido diálogo y en el preciso momento en que la carroza aminoraba la marcha para tomar una curva cerrada del camino, sonaron dos disparos en el aire húmedo. Alix se precipitó sobre la portezuela, pero no vio nada; luego se pegó contra el cristal trasero y advirtió que uno de los guardias había caído herido al suelo. Michel detuvo la carroza. El otro guardia espoleó el caballo, se colocó a la altura del cochero y le ordenó seguir. En aquel mismo instante, el maestro Juremi salió a caballo de detrás de una tapia y se abalanzó sobre el guardia con el sable desnudo. El otro desenvainó el suyo y empezaron a luchar.
La viuda Beulorat, sorprendida al darse cuenta de que el cielo acababa de enviarle otra nueva prueba, se puso a dar alaridos como una bestia acorralada. Alix, que seguía apasionadamente el combate desde la portezuela, se volvió hacia ella y le dijo que se callara. Pero la mujer redobló sus gritos. Entonces contempló con soberana emoción cómo la joven se acercaba y le propinaba fríamente un par de bofetones.
—¡Te quieres callar, vieja mojigata!
Con las manos en las mejillas aún ardientes por las dos guantadas, la viuda Beulorat asistió en silencio aunque jadeante de angustia a la continuación de aquella espantosa escena. Observó que la futura monja, tan devotamente sumisa unos minutos antes, se desprendía de su austero vestido de prometida de Cristo para dejar a la vista el atuendo de caballero que llevaba debajo. Después abrió la bolsa de cuero que estaba en el suelo, se quitó el calzado que llevaba y se puso unas altas botas marrones con espuelas. Afuera se oía cómo los combatientes entrechocaban aún los sables. El maestro Juremi dominaba la situación, pero el otro se resistía con las últimas fuerzas. De repente, un incidente estuvo a punto de echarlo todo a perder. Un jenízaro a caballo llegó al galope a la curva donde permanecía detenida la carroza; enseguida comprendió quién era el asaltante, así que golpeó al maestro Juremi con toda la fuerza de su sable curvado, y el protestante reculó. Françoise estaba detrás de la tapia. Alix reparó en que dudaba en disparar pues el combate era violento y confuso, y su amiga estaba lejos. Entonces se volvió hacia el interior de la carroza donde la devota seguía gimiendo, agarró una pistola que había cargado la noche anterior, montó el gatillo y ajustó el pedernal. Los combatientes se hallaban a tres pasos de ella, así que esperó a que el jenízaro estuviera solo en la mira y disparó. El moro tenía el brazo levantado; la bala entró limpiamente en su pecho, le atravesó de parte a parte y le derrumbó. El guardia del consulado se extrañó tanto al ver desaparecer tan brutalmente a su aliado que se quedó inmóvil. Un golpe de sable de Juremi le hendió la cara; otro le atravesó el corazón, y cayó de espaldas con un ruido seco.
Alix dio un grito de alegría, pero no había tiempo que perder. Françoise tiró de los cadáveres hasta el borde del camino y los escondió detrás de la tapia mientras Michel maniobraba la carroza para esconderla en la entrada del palmeral. El maestro Juremi inmovilizó al viejo cochero con unas ligaduras algo flojas que le servirían de coartada, y Alix se encargó de amordazar a la viuda Beulorat.
—Acuérdese bien de lo que ha visto —le dijo muy seria—. Me han secuestrado dos bandoleros turcos. Como diga cualquier otra cosa, mis amigos volverán para facilitarle el viaje al cielo.
Y luego añadió, riendo:
—Si aún le hace ilusión el convento, mi sitio queda libre.
La muchacha saltó a uno de los caballos de los guardias al que Françoise había ajustado los estribos, y los tres amigos se fueron al galope hacia el este.
Cuando estuvieron bastante lejos del lugar del secuestro se desviaron del camino, y el maestro Juremi los condujo hacia las ruinas que se veían en lo alto de un cerro. Saltaron a tierra para que los caballos recuperaran fuerzas, y el protestante dio cuenta a Alix de todo cuanto había sucedido en El Cairo.
—¡Ha llegado Jean-Baptiste! —exclamó.
Les costó mucho convencerla de que no podían regresar a la ciudad. Para ella era un horrible suplicio saber que el hombre al que amaba estaba a menos de media jornada a caballo, y a pesar de todo tener que alejarse. Los amantes a quienes el destino envía una confirmación de su buena estrella irremediablemente se ven llevados a confirmarla con alguna osadía aún mayor. Por ese motivo, Alix decía que si había escapado de Versalles y del rey, no supondría ningún peligro para él encontrarla en El Cairo. No obstante, el maestro Juremi y Françoise le aconsejaron que tuviera paciencia, le repitieron las instrucciones que les había dado Jean-Baptiste y terminaron convenciéndola. Finalmente se trazaron un plan para llegar al Sinaí.
—Dormiremos en este lugar retirado, y por la noche nos pondremos en camino —dijo el maestro Juremi.
Se acostaron, pero como no tenían sueño, descansaron con desasosiego. A las seis ensillaron los caballos y se marcharon, pues a esa hora podían galopar sin temor aprovechando la noche clara del delta, donde la luna difuminaba su luz en mil resplandores lechosos por la superficie del río y de los canales.
Por la mañana divisaron Ismailía y a las once atravesaban sus puertas. La ciudad se hallaba en silencio y aún parecía completamente dormida. Las persianas de madera estaban echadas ante las tiendas, las ventanas cerradas, y las puertas aún más si cabe. No había ni un alma en las calles. El maestro Juremi no estaba preocupado en modo alguno por su situación; era imposible que ya se hubiera corrido la noticia del secuestro, puesto que antes debía llegar a El Cairo. Pero al igual que a las dos mujeres, el espectáculo de aquella ciudad muerta, que no estaba ni devastada ni probablemente tampoco desierta, le producía una tenebrosa angustia.
Cuando llegaban al extremo de una calle ancha bordeada por la entrada monumental de dos mezquitas otomanas, oyeron abrirse súbitamente un postigo de madera en el segundo piso de una casa. Vieron entonces a una joven en la ventana con una mano a modo de visera sobre sus ojos entornados, como una ciega. En la casa de enfrente chirrió otra ventana, y un anciano inclinó hacia la calle su cabeza arrugada cubierta con una keffieh[18] ladeada. Enseguida se abrieron otros postigos, y un negocio entreabrió sus puertas.
—¿Por qué se levantan ustedes tan tarde? —preguntó el maestro Juremi en árabe al anciano que había aparecido por encima de sus cabezas.
El hombre buscó a la persona que le estaba hablando. También tenía los ojos prácticamente cerrados y no debía de ver nada.
—¡Estoy aquí, en la calle! —exclamó el maestro Juremi.
—¡Ah, seguramente es usted extranjero! —contestó el viejo.
—He llegado esta misma mañana.
—Por eso no sabe que la peste nos ha golpeado.
De repente el protestante recordó que en El Cairo le hablaron de que se habían dado varios casos de peste en algunas ciudades, aunque la enfermedad no había franqueado el istmo de Suez. Y como en aquel entonces no tenía la intención de tomar aquella dirección, lo había olvidado.
—Hoy es el último día de la cuarentena —dijo el viejo egipcio—. ¿Ha visto muchos cadáveres en las calles?
—Por ahora ninguno —contestó el maestro Juremi—. Y todo el mundo parece estar sano.
En aquel instante empezaron a abrirse todas las ventanas, desde donde los vecinos se saludaban alegremente unos a otros. En las calles se escuchaban yuyús y gritos de alegría. También se habían descorrido los cerrojos de las puertas y una multitud de niños, mujeres y hombres más o menos jóvenes, aturdidos aún por la oscuridad y la reclusión, bailaban en la calle, tropezaban y chocaban entre sí con la torpeza de los ciegos, entre risas sonoras.
Los tres viajeros pasaron desapercibidos entre aquel tumulto. Encontraron forraje para los caballos y frutos secos para ellos. A la vista del mal momento que atravesaban los negocios, les vendieron muy contentos y a buen precio la mercancía.
Por precaución, el maestro Juremi repitió varias veces al vendedor que se dirigían hacia Suez. Y en efecto, al salir de la ciudad tomaron la dirección del golfo. Pero igual que el día anterior, también dejaron la carretera para detenerse en un palmeral que terminaba en la linde de una pequeña duna. Esta vez durmieron sin dificultad, y se marcharon de nuevo con el aire fresco de la noche. En lugar de continuar por el camino, volvieron hacia atrás, cortaron por el este hacia el desierto y siguieron el rastro árido del Sinaí.
La vegetación los abandonó casi al instante. A su alrededor no había más que la sombra azulada de las piedras del desierto que salían como estelas de su lecho de arena. En aquel terreno hubiera sido mucho más adecuado tener camellos, pero sus caballos se habían portado muy bien, a pesar de las piedras cortantes que tapizaban el suelo. Cruzaron un primer oasis en medio de la noche, pero decidieron no detenerse.
Los tres seguían la senda de estrellas sembradas para ellos en el cielo. El maestro Juremi miraba a menudo a Françoise y, para no ofender a Alix, cuya tristeza respetaba, trataba de no sonreír demasiado a su amiga.