El caballero Le Noir du Roule se sintió profundamente afectado por los acontecimientos acaecidos en el consulado. Al principio el miedo a verse envuelto en el escándalo lo dejó paralizado. Pero luego, al ver que salía indemne, el terror se retiró como una marea y descubrió con extrañeza que seguía deseando a Alix con pasión, e incluso se atrevió a cometer la tremenda imprudencia de volver a llamar a la puerta de la futura religiosa, por la noche, para implorar sus favores. Ya no salía; la tenía en mente a todas horas y hasta intentaba hacerse el encontradizo, sin éxito alguno, todo sea dicho, dado que ella seguía enclaustrada en su habitación. En resumen, conociendo los síntomas de la pasión como los conocía por haberlos burlado muchas veces, tuvo que aceptar que estaba enamorado. Esa debilidad lo abrumó. Le parecía que todas las negligencias eran perdonables excepto esa, que es motivo de la estúpida dependencia respecto a un ser que casi nunca nos merece, y cuya conquista, muy a menudo, ni siquiera sirve a nuestros intereses.
El cónsul se percató del decaimiento del pretendiente despechado. El señor De Maillet se atribuía a sí mismo gran parte de culpa de aquella decepción y empezó a prodigar al caballero pruebas de una desaforada amistad, pues el pobre desgraciado parecía haber perdido hasta las ganas de irse de embajada. El cónsul no aludió más al proyecto, pero continuó reuniendo los fondos de la caravana, a la vez que mandaba comprar presentes para los príncipes de los territorios que habría de atravesar. En definitiva, hacía todos los preparativos para el día en que Du Roule saliera de su melancolía. Entretanto le recibía mañana y tarde en su gabinete con palabras consoladoras. Nada en el mundo reafirma tanto en sus penas a uno como el hecho de compartirlas. A fuerza de oír hablar constantemente al cónsul de los malos tragos que envía la Providencia a los corazones sensibles para ponerlos a prueba, Du Roule se apiadó mucho más de sí mismo. Pero la aburrida retórica del señor De Maillet era muy anticuada. Así pues, su descalabrado yerno terminó por exasperarse de tanto oír las excelsas y piadosas referencias del amor caballeresco que evocaba el cónsul, y que según él solo le tocaban en suerte a los nobles paladines. Para hacerle callar, a Du Roule le entraron ganas de decirle que, en lo referente a su hija, solo deseaba dos cosas: poseerla otra vez toda una noche y ser él quien la abandonase después.
Se guardó mucho de expresar tales intenciones, pero al formularlas para sus adentros tomó conciencia de que quizá su estado de ánimo no era el de un enamorado como él creía, sino que más bien el de quien había sufrido un revés, en sus apetitos y en su amor propio. Al igual que un herido vuelve a tomar alimento después de hacer una lúcida constatación de sus lesiones y concluir que va a sobrevivir, también Du Roule volvió a sentir más estima por su persona cuando admitió que no había sucumbido al amor. Decidió entonces sobreponerse con coraje. Al día siguiente llevó la banca jugando al faraón en la casa de un mercader y perdió un buen pico. Comió y bebió en exceso y acabó la noche entre dos almeas en el lupanar de una dueña turca bien surtida de bellezas jóvenes. En una palabra, dejó de abandonarse.
Entonces Alix se le apareció de nuevo a la luz del sano juicio con el que debería haberla considerado siempre, es decir, como una lunática que estaría perfectamente en su sitio en un convento, puesto que allí tendría tiempo de rumiar durante toda su vida el recuerdo de los breves momentos de éxtasis que él había tenido la bondad de compartir con ella.
Por prudencia, Du Roule se guardó muy bien de que el señor De Maillet advirtiera este súbito cambio de comportamiento. Fingió recuperar la salud poco a poco, mientras el cónsul se esforzaba en fortalecerla manifestándole su afecto más que nunca. Desde Francia llegaron unos despachos alentadores que confirmaban el interés del ministro por la embajada de Abisinia, de modo que el señor De Maillet se creyó autorizado a sacar de la caja del consulado considerables cantidades de dinero y dárselas por adelantado a los viajeros para que no les faltase nada. A los ojos de todo el mundo, y en primer lugar de los etíopes, esta misión debía revelar, al primer golpe de vista, su carácter oficial. Así pues, todo la distinguiría de la comitiva harapienta que, en su día, había capitaneado Poncet y el supuesto criado Joseph.
La caravana de la embajada de Du Roule estaría formada por veintitrés camellos de la mejor raza, ricamente ensillados o albardados y que encabezaría un moro, llamado Belac, mandadero del rey de Sennar. El cónsul aceptó con pesar deshacerse de Frisetti, el primer dragomán, que también acompañaría a la comitiva. En cuanto estuvo repuesto por completo, Du Roule pidió permiso para elegir libremente al resto de los viajeros. Sin informar al cónsul, tomó como brazo derecho a un joven francés llegado a El Cairo el año anterior, cuya máxima distinción era el número y el arraigo de sus vicios. Du Roule había conocido a Rumilhac —ese era su nombre— gracias al juego, donde brillaba por desplumar a la sociedad bastante ingenua de los burgueses de El Cairo. El diplomático, a quien nadie podía dar lecciones de lo que era un fullero, desenmascaró fácilmente a aquel truhán. Pero en vez de denunciarle, decidió ir a medias con él, de modo que aún creció más la reputación de los caballeros, hasta que la pareja fue considerada invencible. Rumilhac era joven aún para tener la cintura grácil y bien prieta, pese a su gran afición a la bebida, pero una minúscula red de venillas malvas en sus pómulos, como si fuera una hez, constituía el primer poso de los excesos.
Du Roule escogió a otros dos individuos de la misma calaña, si bien sus defectos no eran tan brillantes: un anciano policía que había abandonado el servicio por oscuras razones y que vegetaba en El Cairo, y un joyero de Arles, probablemente encubridor y falsificador que había optado por retirarse. Todos eran afamados por no ser trigo limpio, pero además tenían en común su insolencia y la excesiva afectación en sus maneras. El señor De Maillet, a quien nadie se los había presentado antes, consideró a los elegidos con poco entusiasmo. No obstante, tuvo que reconocer que si bien las referencias dejaban que desear, al menos el grupo tenía una buena presencia. Como bien le dijo Du Roule para convencerle y terminar de darse postín:
—Es algo completamente fuera de lo común encontrar verdaderos caballeros para afrontar tantos peligros.
A este grupo bien definido, con mucho nombre y poco oficio, se unieron diez faquines reclutados entre las ovejas descarriadas de la colonia: desertores, lacayos, fugitivos y mercenarios de toda condición, con los que Du Roule pensaba formar su cuerpo de batalla.
La primera tarea de los dos jefes de esta tropa fue gastar las ayudas del consulado en comprar el cargamento de la caravana. La política de Du Roule era simple, y sus socios la entendieron a la primera: la embajada era el pretexto, y el objetivo el comercio. Se trataba de restringir en lo posible los presentes y abastecerse más bien de mercancías que pudieran venderse o cambiarse. De ese modo, durante el viaje harían fructificar los fondos y amasarían una fortuna que trocarían en Abisinia por una fortuna aún mayor. Eso a menos que allí las condiciones no les parecieran oportunas para hacer un uso más ambicioso de ella, como comprar un ejército, alianzas y, por qué no, el poder propiamente dicho. De entrada, empezó a gestarse una abierta amistad entre los futuros viajeros, y Du Roule se convirtió en el objeto común de sus lisonjas. A tenor de su inmensa intemperancia y de su intrépido cinismo, nadie dudaba de que era un príncipe, y de que ellos le acompañaban hacia su reino.
En lo tocante a los peligros que comportaba la empresa, estos se habían hecho una idea bastante precisa de lo que les esperaba. Por su pasado de aventureros, cada uno de ellos estaba perfectamente convencido de haber salido airoso de peligros que no se podían comparar con nada. Para hacer frente al hambre y a la sed, bastaría con equiparse convenientemente. En cuanto a los indígenas, aquellos conocedores del Levante tenían al respecto una opinión muy clara, forjada en el trato con numerosos servidores nubios, sudaneses y otros cafres que pululaban por la colonia. Con ellos nunca había conflicto alguno que una buena somanta de palos no pudiera erradicar. También se equiparon con una buena cantidad de sables, pistolas y arcabuces, no tanto para protegerse como para vender a los salvajes, que sabían habituados a la inocente manía de exterminarse entre sí.
Por lo demás, en las relaciones con los indígenas, había que contar sobre todo con sus mujeres, que eran más audaces que los hombres y quienes llevaban la voz cantante. Para ellas compraron a un precio insignificante telas teñidas, matracas e incluso espejos deformantes, recién traídos por un mercader veneciano, como los que había en Europa, en las ferias.
Mientras se realizaban estos preparativos, Alix proseguía con los suyos, que eran más modestos, aunque no por ello menos minuciosos. A ese fin le pidió a su padre que le permitiera quedarse en su habitación. Este le concedió el favor aliviado. Después de haberse atracado con los pensamientos más reconfortantes de Epicteto, que devoró durante aquellos últimos días, el señor De Maillet pensaba haber adquirido el desapego del estoico, que ignora con orgullo el dolor y la vergüenza. No obstante, estas predisposiciones de ánimo eran aún poco consistentes, pues bastaba con que el hombre se golpeara con una puerta para que descargara sobre ella toda su ira a bastonazos. Con todo, aquello no eran más que ligeras secuelas y, para él, su hija ya había dejado de existir. La señora De Maillet no tenía la misma voluntad. Su marido se lo reprochaba, si bien el cónsul la había dejado en la inopia del horrible crimen que Alix le había confesado, de modo que su madre solo lloraba la vocación. ¿Qué habría pasado si hubiera tenido que lamentarse de semejante deshonor? Alix recibía a la pobre mujer una vez al día, a última hora de la tarde, y dejaba que inundara de lágrimas la silla cabriolé tapizada de seda rosa donde, tiempo atrás, se había sentado a leer. Durante el resto de la jornada solo abría la puerta a Françoise. Furioso contra ella, y en absoluto convencido de su inocencia, el señor De Maillet había prohibido a la lavandera confidente que acompañase a su hija a Francia, si bien tenía autorización para hacerle compañía hasta que se fuera.
Juntas prepararon un extraño ajuar de novicia. Acordaron que el día de su partida Alix se vestiría con una túnica de tela beige oscuro, austera como el convento, para evitar cualquier sospecha. Pero ya se habría puesto unas enaguas de terciopelo, una blusa amplia y un cinturón de cuero, donde guardaría las pistolas. En su baúl, debajo de una primera capa de triste lencería, conforme a las exigencias de una vida dedicada al rezo, Alix había escondido un par de botas de cuero flexible que Françoise había encargado hacer, a la medida de su propio pie, que era exactamente igual al de la joven, en la ciudad árabe. A esto había que añadir espuelas de estrella y una daga con mango de marfil. Por último, Françoise, como siempre, le había llevado un florete que el maestro Juremi había afilado para la ocasión, oculto debajo de las faldas. Sólo faltaban las pistolas, la pólvora y las balas de plomo, que llegarían poco después en un cesto de ropa blanca.
Habían tardado diez días en realizar todos estos preparativos, pues toda prudencia era poca. Alix estuvo lista por fin. Cuando tomaba sus comidas, que la cocinera le subía en una bandeja, miraba pensativa por la ventana. Se preguntaba cuándo llegaría por fin el barco. El año seguía su curso. Febrero se terminaba y un tibio calor caía suavemente sobre Egipto. La savia volvía a ascender a los árboles. Un día la zarza ardiente del jardín se colmó de puntitos rojos y floreció de repente, coloreando todo el césped. Y ella vio el presagio de que pronto estaría con Jean-Baptiste. Ya no le quedaban lágrimas para lamentarse y sufrir. Por mucho que ahondara en sus pensamientos, dentro de su ser solo había una incontenible impaciencia.
De todos los viajeros que se movían por El Cairo, Murad fue el primero en marcharse. Pero antes quiso saludar al cónsul, que le recibió amablemente. Sus espías le habían comunicado la presencia de seis viajeros, y él dedujo que se trataba de los jesuitas que había anunciado Fléhaut. Las instrucciones del ministro eran guardar silencio sobre ese asunto, así que el señor De Maillet las cumplió escrupulosamente. Por otra parte, también él quería que su embajada quedara al margen de las iniciativas religiosas, costara lo que costase. De modo que le deseó buen viaje a Murad y le transmitió verbalmente los mejores deseos del rey de Francia para el emperador, si es que le veía…
—¿Por dónde piensa dirigirse para volver a ese país?
—Excelencia, vamos hacia el sur hasta Djedda, luego a Massaua y desde allí seguiremos la ruta de Gondar.
—Así que optan por la vía marítima.
Aquella era una buena noticia. Al menos no molestaría a Du Roule y, con un poco de suerte, llegarían más tarde que su protegido.
El maestro Juremi saludó calurosamente a Murad, pues ya no temía abandonarlo en una situación poco propicia. La Providencia lo había salvado in extremis. El protestante no conocía a esos sabios que acompañaban a Murad. Aunque una sombra de duda pasó un instante por su mente, el maestro Juremi no tuvo la debilidad de intentar averiguar la misteriosa identidad de aquellos hombres. Se sentía aliviado por la suerte del armenio, y ya tenía bastantes preocupaciones con la delicada misión que le había encomendado Alix para añadir más complicaciones donde tal vez no las hubiera. Una hermosa mañana soleada, Murad y sus comanditarios partieron a caballo hacia Suez. Los tres abisinios iban detrás, nuevamente en una calesa.
Dos días más tarde, un incidente estuvo a punto de hacer peligrar el plan de Alix. Un correo de Versalles acababa de llegar al consulado, lo cual era señal de que poco antes había entrado un barco en Alejandría. El viaje era por tanto inminente.
Presa de una última duda, Alix quiso saber si las cartas recién llegadas contenían alguna información respecto a Jean-Baptiste, pues tenía el vago temor de que aquel alejamiento les hiciera tomar iniciativas contradictorias que, tal vez, complicaran más las cosas en lugar de resolverlas.
Como de costumbre, el señor Macé llevó las cartas al cónsul, y este se encerró en su gabinete para leerlas. Salió de allí para el almuerzo, que quiso compartir con su secretario. Rápidamente, Alix y Françoise acordaron que esta última aprovecharía la hora siguiente, mientras el cónsul descansaba en el primer piso, para introducirse en su gabinete y echar una mirada al correo. Hizo su cometido con coraje y empezó a leer la primera carta. Pero la pobre mujer tenía poca habilidad para descifrar la escritura de los ministros. Leía con dificultad. No entendía bien las frases a la primera lectura. El tiempo pasaba y aún no había nada sobre Jean-Baptiste…
De pronto se oyeron unas voces en el vestíbulo, como si se anunciara un visitante. En el patio no se había oído el ruido de ningún acompañamiento. El visitante habría tenido que llegar forzosamente a pie. Así que Françoise dejó la carta y corrió hacia el salón de música. Al abrir la puerta vio que la señora De Maillet estaba sentada allí sola, por fortuna de espaldas, sollozando. Françoise volvió a cerrar la puerta. Inmediatamente después oyó la voz del señor Macé que se acercaba. Estaba perdida, de modo que se deslizó detrás de una colgadura. El secretario entró en compañía de un hombre que hablaba con acento extranjero.
—Espere aquí, padre, se lo ruego. El señor De Maillet no tardará.
El señor Macé dejó al visitante deambulando por la estancia, y Françoise oyó subir al secretario al piso de arriba. Poco después bajó el cónsul, entró y dijo con el tono de profundo disgusto del hombre que se ve privado de su reposo en el trópico:
—Bien, hermano Pasquale, ¿a qué viene esa urgencia para verme?
—Escusi, signore console. Non sabía que dormía. La cuestione é que aviamo li óleo.
—¿Los óleos?
—Ma sì, li óleo della coronación.
—Ah, los óleos —dijo el cónsul con tono socarrón—. ¿Y qué?
—Allora, lo patriarca ha estato muy goloso. Aviamo tenito que dare tutto lo que voi había reunito per noi.
—Eso es asunto suyo, hermano. Acordamos una suma. Y no le daré más.
—Ma se lo suplico, signore console, i nostro fratelli van a partir domani, non tienen ni una mulé que li porti. ¡A piedi! ¿Van fino allí, fino Abisinia a piedi?
—No insista, hermano. Se lo repito, es asunto suyo.
El capuchino guardó un breve silencio. Françoise no movía ni un dedo desde su escondite.
—Cuando pienso en tutti i cammelli de la caravana de su ambasiatore…
—Eso no tiene nada que ver.
—¡Disgraciadamente! Nostante, pasarano también por Sennar. E podrían portare a noi fratelli y li óleo.
—Ni hablar. Estos dos asuntos deben ir cada uno por su lado. Son propiamente las órdenes del rey.
—Del re de Francia, quizá. Ma non dello de Sennar.
—¿Qué quiere decir?
—¡Niente! Conosiamo muy bene il re de Sennar. Eso es tutto.
No había nada raro en aquellas palabras. Sin embargo, al igual que en el agua clara, se podía ver allí un fondo turbio y negruzco por donde se colaban peligrosas amenazas con la facilidad de una morena. El señor De Maillet comprendió enseguida que no debía arriesgarse lo más mínimo. Aquellos monjes partirían de una u otra forma. No llevaban equipaje, así que irían deprisa. Había que evitar a toda costa que le armaran una trifulca a Du Roule antes de que llegara a Sennar.
—Está bien, ¿qué necesita?
Después de muchos rodeos, el capuchino le sacó un camello, dos mulas y un poco de oro. Y se fue dando las gracias por lo bajo.
—No perdemos tanto —dijo el cónsul al señor Macé para justificar su capitulación—. Al menos ahora estará en deuda conmigo.
Abandonaron el despacho con esas palabras. Françoise esperó a que el cónsul fuera a acostarse de nuevo y que el señor Macé regresara a su cuchitril, para salir de su escondite y subir a la habitación de Alix.