El padre Pasquale y Bartolomeo, un joven novicio recién llegado de Italia, esperaban en el patio. No habría sido conveniente que fuesen más allá. El capuchino barbudo iba y venía alrededor de la palmera que crecía, sola y algo ridícula para su gusto, en pleno centro de aquel patio con azulejos y rodeado de altos muros almenados. Pensaba que realmente parecía que estuvieran en una prisión, sobre todo porque las ventanas se hallaban provistas de rejas de hierro forjado por el lado que daba a la iglesia copta. Al pasar ante el pórtico entreabierto, el capuchino podía distinguir unas voces graves que cantaban salmos, mientras el familiar olor a incienso se deslizaba hasta su gran nariz.
En el interior de la basílica, el ambiente era muy distinto. Gracias a los postigos de madera cerrados en todas las ventanas y a un complicado sistema de colgaduras, pantallas y mamparas, en El Santo de los Santos reinaba la más absoluta oscuridad. Sólo los resplandores escarlata de unas lámparas poco iluminadas alteraban la paz de los objetos y de los seres, escogían parsimoniosamente aquello que deseaban captar y mostraban una habilidad de ladrón para distinguir el oro, el marfil y las gemas en la penumbra. Ibrahim, el monje siriaco, asistía al patriarca y a unos pocos elegidos en la ardua tarea de bendecir los óleos de la coronación. Tras numerosos preámbulos e interminables oraciones, el patriarca sacó una ánfora de alabastro de un sagrario. En ese momento empezó la bendición propiamente dicha, que culminó con el trasiego del líquido en una vinajera de arcilla provista de un asa y cerrada con un tapón de corcho. La tarea se dio por terminada cuando el día empezaba a declinar. El patriarca, que llevaba la vinajera en la cabeza de la procesión, llegó al vestíbulo y esperó a que abriera el pórtico un anciano sacerdote copto que sacudía la cabeza sin cesar. Pese a que estaba muy enfadado por la larga espera, el padre Pasquale fue condescendiente con el obispo de los coptos y, con la expresión de la más humilde sumisión, tomó en sus manos el precioso recipiente, así como un pergamino enrollado y lacrado que autentificaba su procedencia. Hizo una genuflexión y dijo en árabe:
—Dentro de tres días a partir de hoy, monseñor, estas santas unciones estarán de camino hacia Abisinia.
El patriarca hizo un último signo de la cruz sobre la urna. Por su parte, Ibrahim cruzó una mirada de complicidad con el capuchino. Y el hermano Pasquale, seguido de Bartolomeo, saludó, atravesó lentamente el patio y por fin salió al tumulto de la ciudad.
El santuario copto daba a una calle estrecha que lindaba con casas elevadas. Prácticamente al pie de cada una de ellas, por no decir en todas, un pequeño negocio exponía su tenderete, iluminado por un quinqué. Aún había mucha gente y los viandantes que avanzaban en las sombras se topaban unos con otros, a veces con cierta brusquedad.
—Toma la vinajera —dijo el hermano Pasquale al novicio—. Tú ves mejor que yo.
El joven novicio se hizo cargo del preciado recipiente con una expresión de terror. Era un muchacho gordo y mofletudo que había llegado de Istria. Todavía no se podía dar fe de su vocación, pero su padre, a quien temía, quiso consagrar uno de sus hijos a Dios, y escogió a aquel entre los demás, porque era el más glotón y el que costaba más trabajo alimentar. Desde entonces, Bartolomeo servía al Señor con la lealtad de un soldado que lucha con ganas porque el rancho es copioso.
—¡Has visto, muchacho, cómo presume ese patriarca bribón con su gran toga bordada en oro! —mascullaba el capuchino que iba delante, mientras se abría paso entre el gentío, aprovechando que tenía las manos libres—. Pero si yo no hubiera empezado por darle la mitad de los cequíes del cónsul a ese miserable…
Bartolomeo corría detrás, sin despegarse de los talones de su protector.
—Escúchame bien —continuó el hermano Pasquale—. Tú eres joven, Bartolomeo. Debes saber que esos coptos no son nada. Nada de nada. Si los juzgas por sus ropas y sus incensarios de corladura, podrías pensar que son algo. Pero no te equivoques. El bajá es el propietario de todo. Les deja usar todos los objetos, pero en realidad son más pobres que los mendigos.
—¿No somos nosotros también pobres? —preguntó jadeante el joven capuchino, a quien le había impresionado sobremanera enterarse, cuando le destinaron con los monjes, que habían hecho voto de mendigar su comida.
—Nosotros tenemos al papa, ¿comprendes? —respondió Pasquale—. Es verdad que somos pobres, pero esa es precisamente nuestra arma y el lugar que nos corresponde. Míralo así, como si nosotros fuéramos los exploradores y a nuestras espaldas estuviera la caballería, los cañones y todo un ejército, mientras que esos coptos solo tienen detrás el sable de los musulmanes, prestos para rebanarles el cuello. Y aun así se dan importancia y nos hacen esperar cuatro horas en fila hasta terminar su revoltijo de bendiciones.
Habían dado la vuelta a la esquina por un callejón más estrecho aún, sumido en la más absoluta oscuridad, y por el que no pasaba nadie. No obstante, por ese atajo podían evitar la ciudadela y llegar con mayor rapidez al convento.
—Espere, padre —dijo Bartolomeo—. No veo nada.
—Pon un pie después del otro, pedazo de alcornoque. ¿Qué te han enseñado en el seminario?
El hermano Bartolomeo hizo todo lo que pudo, pero de pronto se detuvo, lanzó un grito ahogado y luego fue soltando una angustiada letanía.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Estoy perdido! Tenga piedad de mí. ¡Que el Señor me libre del castigo! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!
El hermano Pasquale volvió sobre sus pasos en la oscuridad.
—Bueno, ¿y ahora qué te pasa?
—¡Piedad, piedad! —gritaba el novicio, arrodillado en la tierra desnivelada—. Se me ha resbalado la vinajera.
—¿Se ha roto?
—Sí. Estoy perdido.
El hermano Pasquale profirió unos juramentos en su dialecto, y como no era el mismo que el del joven hermano, este aún se sintió más aterrorizado al oírle.
—¿Habrá alguien más torpe que tú? —preguntó con más sarcasmo que ira.
El muchacho seguía llorando de rodillas.
—¡Será posible que aún estés perdiendo el tiempo en lamentaciones! Venga, venga, no es tan grave. Y soy lo bastante necio para perdonarte. Ahora bien, te aviso: mi cólera será terrible si además perdemos la comida por tu culpa.
—Pero —dijo Bartolomeo secándose las lágrimas y reanimado por la alusión a la sopa—, ¿cómo piensa arreglárselas para conseguir otra santa vinajera?
—Muy sencillo. Mañana por la mañana irás al tendero árabe que hay enfrente del monasterio y le comprarás dos cequíes de aceite de agave.
—Y lo llevaremos a bendecir a la residencia del patriarca.
—¡Bendecir…! —exclamó el hermano Pasquale agarrándole de una oreja para retorcérsela—. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¡Bendecir! ¿Acaso te has convertido en un idólatra?
—¡No! ¡No! —gritó Bartolomeo.
—Dime, ¿de qué valen las bendiciones de los discípulos de Eutiquias[13]? Sólo nos relacionamos con ellos para poder internarnos en ese país de Abisinia. Pero somos nosotros quienes debemos convertirlos a ellos. No al revés. ¿Comprendes? Nosotros tenemos el pergamino que autentifica los óleos, y por consiguiente los del tendero harán su servicio igualmente bien.
Una vez dicho esto, el hermano Pasquale removió la tierra con la sandalia para dispersar los fragmentos de la vinajera rota. Luego siguió su camino sin preocuparse más por Bartolomeo, que seguía gimoteando con una mano en la oreja.
Cualquiera que no hubiera sido Murad se habría muerto de aburrimiento cuando Jean-Baptiste se fue. Recluido en su casa, en la otra punta de la colonia franca, atendido mezquinamente por el consulado, sin sus esclavos abisinios, y vigilado tanto por los egipcios como por los mercaderes europeos, el pobre armenio recibía únicamente la visita del maestro Juremi, quien medió para que emplease a una sirvienta árabe. Se trataba de una mujer llamada Khadiya, muy anciana, casi ciega, viuda y sin hijos, que tenía que trabajar para sobrevivir, obligada por la pobreza. El segundo día que servía en los aposentos de Murad, Khadiya notó que una mano redonda se deslizaba por debajo de su amplio vestido de lino. Pasados los primeros instantes de extrañeza ante aquel rapto tan inverosímil, le propinó al intruso un par de sonoras bofetadas, aderezadas con un salivazo y una sarta de maldiciones. Inmediatamente después todo volvió al orden; la mujer continuó con su trabajo y nadie la importunó más. Pero a raíz de aquel episodio, Murad rehuía a la matrona y le tenía auténtico pánico. En cuanto a Khadiya, seguramente debió de conservar del ultraje un íntimo reconocimiento hacia quien había visto en ella un objeto de deseo, pues a partir de entonces sirvió a Murad con una devoción conmovedora y ya no le abandonó nunca.
Esta fue toda la compañía que tuvo el armenio durante aquellas largas semanas. Alguna vez le vieron vagabundear por las callejuelas de El Cairo a la búsqueda, casi siempre frustrada, de placeres al alcance de sus escasos medios, y cuando llegó el invierno se quedó encerrado, con la nariz en la ventana, estrujando un rosario de madera. A veces el maestro Juremi le llevaba unos dátiles, que el armenio chupaba horas enteras hasta ablandar el hueso, que por lo demás siempre terminaba tragándose con un suspiro de pena.
Él era una de las pocas personas de El Cairo que esperaba noticias de Poncet.
Un día se quedó pasmado al ver regresar a los tres abisinios. Se había enterado de su desventura en el puerto de Alejandría y pensaba que no los volvería a ver jamás. Pero tras ser consagrados a Mahoma, aquellos infelices fueron abandonados a su suerte por la misma multitud que se había preocupado con tanta vehemencia de sus almas. Después de vagar y malvivir de la mendicidad durante unas cuantas jornadas, el esclavo más viejo convenció a los otros para que volvieran a El Cairo a buscar a Murad, el único que comprendía su lengua y que sabría tratarlos honestamente. Así pues se pusieron en camino en una procesión digna y silenciosa que nadie se atrevió a importunar pues rezaban ostensiblemente las cinco plegarias. Llegaron a El Cairo, a pie, haciendo breves etapas. El maestro Juremi se quedó muy sorprendido al verles en la casa de Murad, donde volvieron a ocupar sus respectivos puestos, conjuntamente con la sirvienta, que también insistió en quedarse.
—He oído decir que los han hecho turcos —le dijo a Murad.
—Así es.
—Los pobres deben de estar muy apenados.
—No tanto. En realidad es la segunda vez que son mahometanos.
—¿Cómo es eso? —se extrañó el protestante.
—No olvide que eran prisioneros del negus. Los capturó en el Sur, y allí las tribus son paganas. Aquella gente adora las vacas, los árboles y las montañas. Cuando los ejércitos invaden su territorio, se convierten a la religión del más fuerte. Estos fueron primero súbditos de Sennar. Así que el rey de aquel estado los convenció de que rezaran a Alá. Luego, nuestro emperador los tomó cautivos y siguieron a Jesús. Y ahora están otra vez como al principio, aunque estoy seguro de que en el fondo continúan adorando las montañas o lo que sea.
El maestro Juremi miró a los tres abisinios. Se les veía felices por su regreso. Estaban arrodillados, junto a la puerta, inmóviles, graves e impenetrables. Constituían la prueba viviente de que la sumisión más perfecta es también la forma más imparable de rebelión.
Unos días más tarde el señor De Maillet recibió aviso de aquella desgracia y del juicio inminente de Poncet. Hizo saber a Murad que a partir de fin de mes no recibiría ninguna clase de subsidio. El señor Macé fue a notificar esta decisión al armenio, y además agregó unas palabras insolentes destinadas a hacerle comprender que, por su propio bien, debía volver a su país cuanto antes, siempre que —añadió— la expresión tuviera algún significado para alguien como él.
Murad enfiló hacia la casa del maestro Juremi, y dijo sollozando que estaba perdido. Primero se le ocurrió la idea de que alguno de los mercaderes de la colonia lo contratase de cocinero, argumentando que si había tenido ese oficio en Alepo, nada le impedía seguir teniéndolo también en El Cairo…
Pero el maestro Juremi le dijo que aquella sería una manera muy poco digna de honrar la misión que le había confiado el emperador. Además, la única posibilidad de salvar a Jean-Baptiste era que su relato fuera lo más verosímil posible, es decir, que si aseguraba haber traído a un embajador, no debían encontrar al susodicho echando a perder las salsas.
A decir verdad, al maestro Juremi le resultaba bastante difícil dar sabios consejos a Murad, pues desconocía lo que habría podido ocurrir en Versalles. A todo esto, Françoise le alertó sobre otro acontecimiento importante: el inminente viaje de la gran embajada oficial de Du Roule. Así que el pobre Juremi ya no sabía qué partido tomar. Defendía a Poncet, aunque tenía el convencimiento de que este ya había perdido la partida; y por otro lado, también alentaba a Murad a seguir siendo el digno mensajero del negus, aunque constataba que el consulado hacía caso omiso del armenio y enviaba su propia misión. Resumiendo, se hallaba sumido en la indecisión, y eso le hacía sufrir.
A pesar de todo, continuaba con su actividad de boticario y había seguido todas las instrucciones de Jean-Baptiste. Incluso se había convertido, aunque en secreto, en el droguista del nuevo bajá, el terrible Mehmet-Bey, que le recibía a espaldas de los muftís.
A todo esto cabe añadir la proximidad de Françoise, que servía de correo entre él y el consulado, y aunque cada vez sentía más ternura por ella, aún no sabía si podía expresarle sus sentimientos sinceramente.
Cuando Françoise le comunicó por fin que Alix tenía la intención de marchar a Francia, supuestamente para entrar en un convento, y le pidió su ayuda para liberar a la joven durante el camino y acompañarla a buscar y socorrer a Poncet, el maestro Juremi sintió como si saliera un sol radiante, pese a los previsibles peligros de la empresa.
Finalmente iba a poder luchar, moverse, saber. Nada era menos impropio de un hombre con su gallardía que aquella vida sedentaria, donde todo eran disimulos. Enceró las botas, limpió amorosamente la espada y las pistolas, y cantó de alegría.
Dado el giro que habían tomado los acontecimientos, el único que no encajaba en la nueva misión era Murad. Tras haberle recomendado paciencia, el protestante cambió de opinión bruscamente y le aconsejó que volviera a Abisinia. Incluso se ofreció a facilitarle los medios, es decir, a procurarle monturas y algún dinero.
En esas estaban, pues Murad no acababa de decidirse aún, cuando dos desconocidos se presentaron una mañana ante su puerta.
Eran dos francos que nadie había visto jamás en la colonia pues según manifestaron habían llegado la víspera.
—¿Es usted su excelencia el señor Murad, embajador de Etiopía? —preguntó el mayor de los dos visitantes, un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el rostro tremendamente serio e inmóvil, incluso cuando hablaba.
—Por supuesto —respondió Murad incorporándose, pues hacía mucho tiempo que nadie le había dirigido la palabra con tanta cortesía y respeto—. ¿En qué puedo servirle?
—Hemos llegado de Palestina, de Jerusalén exactamente —continuó el hombrecillo impasible—. Me llamo Hubert de Monehaut, y mi colega Grégoire Riffault. Somos hombres de ciencia. Él es geógrafo y yo arquitecto.
El otro visitante, más joven, asentía a todo cuanto decía su compañero. Su único rasgo digno de atención eran unos ojos muy abiertos, como dos platillos de porcelana, con los que miraba fijamente a Murad.
—Hemos oído hablar de un plenipotenciario de la corte de Abisinia que había fijado su residencia en El Cairo, así que hemos venido hasta aquí con la esperanza de obtener un favor de su excelencia.
—Haré todo cuanto esté en mi mano —dijo Murad, halagado en su vanidad, y para expresarlo adoptó la misma pose ligeramente rígida, con el cuello torcido, que había observado en el señor De Maillet durante las audiencias.
—Gracias de antemano, excelencia, gracias —dijo el primer visitante, haciendo una profunda reverencia, que imitó con un leve desfase el hombre de los ojos de porcelana.
—Nosotros —continuó el portavoz— somos miembros de una expedición organizada bajo los auspicios de la Real Academia de las Ciencias de España. Otros cuatro sabios se reunirán con nosotros a finales de esta semana. Llegan de Europa y ya nos han comunicado su presencia en Alejandría. Los seis tenemos previsto personarnos en el país que usted representa aquí, Abisinia. Queríamos pedirle a su excelencia el favor de presentarnos ante el emperador.
Murad apretó las cuentas de madera del rosario que llevaba en la mano izquierda. Dios mío —pensó—, son mi salvación.
—Señores, con mucho gusto les ayudaré en su misión —manifestó con gravedad-A condición no obstante de conocer el motivo. Tal vez ignoren que el negus, mi señor, acoge con estrictas reservas la entrada de extranjeros en su reino.
—Lo sabemos, excelencia. Pero nuestras intenciones no son otras que las de unos hombres ávidos de conocimiento. Para el geógrafo, el interés se centrará, por ejemplo, en el trazado de los cursos de agua; para el médico, puesto que también hay uno entre nosotros, en la descripción de las principales afecciones. En resumen, cada uno se propone satisfacer la curiosidad natural que suscita en mentes como las nuestras una tierra desconocida.
—Espero que no irán a buscar oro —dijo Murad con un tono severo.
—Para decirlo todo, excelencia, este viaje nos costará más de lo que nos reportará, al menos en dinero contante y sonante. No, mire usted, oro tenemos.
Esto me complace, pensó el armenio.
—Pues bien, señores, haré algo mejor que anunciarles ante el negus.
—¿Mejor, excelencia…?
—Sí, yo mismo los llevaré hasta él.
—¿Será eso posible? —exclamó Monehaut.
—Se da la feliz coincidencia de que me han abordado ustedes precisamente un día antes de mi partida. Sí, así es, porque mañana debo regresar junto a mi señor.
—¡Mañana! No podremos estar preparados tan pronto.
—Por desgracia —dijo Murad con tono majestuoso—, me es imposible esperar.
—Necesitamos una semana para reunimos con nuestros colegas y comprar el material de la expedición.
—Señores, estaría dispuesto a retrasar el viaje, pero les repito que es imposible. Pueden creerme.
—¿Me permitiría preguntarle la razón? Tal vez pudiéramos…
—Oh, señores, la razón es muy sencilla. Para cumplir mi misión, el emperador me proporcionó una cierta cantidad de dinero, que hoy se ha agotado. Y no me parece adecuado aceptar ayuda de una potencia extranjera. El cónsul de Francia me ha ofrecido una, que he rechazado con toda la contundencia que exige mi honor de diplomático. Por lo tanto, debo partir.
—Comprendemos —dijo el visitante impasible—, pero en el caso de que su excelencia tuviera a bien esperar un poco, nosotros nos haríamos cargo de los gastos, en razón de haber prolongado su estancia. En cierto modo, solo se trataría de aceptar que le reembolsáramos la deuda que contraemos con usted.
—En ese caso —dijo Murad—, no habría inconveniente.
El hombrecillo sacó de su levita una bolsa de cuero con increíble rapidez, discreción y tacto, y la depositó a los pies del embajador.
Acordaron que esa cantidad a cuenta iría seguida de otros pagos en el supuesto de que hubieran retrasos, pero los sabios se comprometieron a no demorarse más de ocho días.
—Un último detalle, excelencia —dijo el señor de Monehaut—. Desearíamos que el cónsul estuviera al margen de nuestros preparativos y que ignorara nuestros proyectos. En estos momentos, España y Francia están hermanadas, pero mañana…
—Pierda cuidado —dijo Murad.
Los dos hombres le saludaron con mil y un agradecimientos. En cuanto hubieron salido, Murad se precipitó sobre la bolsa, contó doce escudos abuquires[14] y saltó de alegría.
Aquella misma noche se gastó seis en un caravasar.