1. Deshonrada

Alix se debía por encima de todo a su pureza moral, a la integridad generosa de sus sentimientos y a su capacidad de amar total y fielmente. Por lo demás, tenía bastante orgullo para creer que la circunstancia de preservar esas virtudes solo dependía de su voluntad y que el uso que hiciera de su cuerpo no las afectaba, pues su auténtica grandeza de virgen anidaba únicamente en su corazón intacto e indómito.

Para proteger tal virtud, no era en absoluto necesario hacerse esclava de esa virginidad material impuesta por una sociedad que tanto temía la libertad de los jóvenes. Era todo lo contrario, pensaba con indignación, porque si hasta entonces había tenido que constreñirse en vestidos de cola y corsés de hierro, si había tenido que bajar la mirada ante los extranjeros y correr en la noche como una pieza de caza, siempre había sido para proteger ese irrisorio santuario.

Ahora que en Gizeh había adquirido soltura, fuerza y destreza, solo le restaba salir de sí misma y romper aquella última amarra. Habría deseado con todo su corazón franquear ese umbral con Jean-Baptiste, pero como era imposible, puesto que necesitaba disponer sin tardanza de toda su energía para reunirse con él y socorrerlo, se había propuesto utilizar a cualquier otro hombre. El caballero Du Roule creía haberla conquistado y poseído, pero no fue más que un lastimoso instrumento para lo que ella quería. A pesar de su experiencia, o más bien por esta causa, la noche que pasó con Alix, el libertino se asustó de su frialdad y determinación, hasta el extremo de que conservó la lucidez suficiente para medir las terribles consecuencias de aquel acontecimiento.

Primero adoró hasta la perdición a aquella joven tan bella e impúdica que cumplió con una mezcla inefablemente seductora de naturalidad y nobleza, de pasión y desapego. Pero después, cuando ya había creído que su victoria le daba ciertos derechos, y para empezar el de repetir esos jugueteos a su capricho, descubrió, muy a su pesar, que estaba a merced de su supuesta conquista. A partir de aquella noche, Alix le dio calabazas, lo cual le mortificó. Fue entonces cuando empezó a sentir miedo. Ignoraba la razón que había impulsado a aquella atrevida a actuar de ese modo. Se menospreció a sí mismo y creyó que estaba ante una persona impulsiva y sensual, capaz de todas las locuras, incluida la de revelar públicamente su relación. Du Roule se daba cuenta de que su afán por el placer le había llevado demasiado lejos. No obstante, Alix lo había impresionado tanto que no se arrepentía de nada, a pesar de todos sus temores. Y las noches siguientes fue él quien mendigó aquellos favores que tan fríamente le había negado.

Se sintió solo en el rellano, implorante, loco de deseo y sin poder probar nunca más lo que Alix le había dado en una única vez, el efímero conocimiento y la eterna nostalgia.

La joven se lo confesó todo a Françoise, quien en su calidad de lavandera hizo desaparecer las huellas del episodio. De haberla consultado antes, su amiga la habría retenido, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Alix le expuso sus planes. Françoise puso mil objeciones, pues se vislumbraban innumerables obstáculos en el camino por el que pretendía aventurarse. Sin embargo, después de mucho discutir, la sirvienta no pudo por menos que admirar la fuerza y el ímpetu de aquella niña que tomaba el noble partido de la libertad. Así que accedió y prometió ayudarla en todo.

La cuarta noche que fue a llamar a la puerta de la señorita De Maillet, con un miedo espantoso al escándalo y tan lastimosamente como un animal doméstico, Du Roule constató emocionado que en aquella ocasión la puerta de la habitación no estaba cerrada con cerrojo. Cuando entró, Alix se hallaba de pie. Llevaba su blusa de batista, calzas de terciopelo y botas, el atuendo con el que se vestía en Gizeh para galopar a caballo. Tenía un aire tan salvaje que el caballero no se atrevió a besarla, pese a que se moría de ganas.

—Cierre la puerta con llave, ¿quiere? —le dijo ella.

Así lo hizo. Ella le indicó una silla ante el pequeño escritorio de nogal donde había soñado tantas veces. Se sentó con cautela, pues las patas del asiento parecían finas y frágiles.

—Señor —empezó a decir—, no es muy apropiado que venga cada noche a mi puerta. No le abriré más, y se arriesga a que le descubran.

—Pero ¿qué he hecho yo? —preguntó él con bastante humildad—. ¿En qué la he disgustado?

—No se trata de usted. Doy fe de que ha cumplido honestamente la tarea que le había sido confiada.

—¡Honestamente! ¡La tarea! ¿Es que se burla de mí? —dijo Du Roule, sinceramente apenado.

—En absoluto. Hay que ver las cosas tal como son, o mejor dicho, tal como han sido. Usted tenía un cometido y lo ha cumplido satisfactoriamente. Se lo agradezco.

—Señorita, me humilla.

Era la primera vez en una existencia rica, aunque con todo tipo de excesos, que Du Roule se sentía sometido hasta tal punto a una mujer, a la que inicialmente solo pretendía poseer. De haber creído que serviría de algo, habría caído a sus pies suplicante, pero se limitó a no rebajarse más mientras ella le indicara con su actitud altanera que solo exigía un poco de dignidad.

—Ante todo, señor —prosiguió—, piense que nuestros intereses son completamente opuestos. Usted quiere evitar el escándalo, mientras que yo busco provocarlo.

Du Roule adoptó una expresión horrorizada, convencido de que iba a informarle de una denuncia.

—No tema, estoy tan decidida a proteger su inapreciable reputación como a mancillar la mía.

No entendía nada. La única evidencia que se manifestaba en su mente era que toda su energía varonil lo había abandonado y que aquella mujer se había alimentado de ella.

—Hable con más claridad —dijo con un hilo de voz.

—La cuestión es la siguiente: vamos a entendernos, y estoy segura de que realizará cuanto espero de usted con tanto celo como lo ha hecho antes. Mañana pedirá mi mano a mi padre.

Du Roule dio un brinco en la silla y soltó un rugido que se ahogó muy deprisa.

—Señorita, no hay un deseo que anhele tanto.

Era verdad. Desde el punto de vista práctico, primero había considerado que ese matrimonio estaba reñido con sus intereses. Pero después de aquella noche fatídica, todo lo veía al revés. Habría estado dispuesto a pagar con tal de conseguir esa unión y volver a experimentar aquellos placeres. Estaba realmente ciego, y la libertad de Alix era el único alimento de su pasión. No obstante, en aquel instante era completamente víctima de sí mismo.

—No se equivoque —dijo ella con dureza—. Ni usted ni yo tenemos la menor intención de celebrar ese matrimonio.

—¿Y por qué no? —gimió.

—Usted mismo me lo dijo en el momento en que mi padre le hacía entrega de mi persona. Si cree haber cambiado de opinión es porque sus sentidos reclaman repetir aquello que han probado. Mi negativa le irrita, pero ya tiene demasiada experiencia para confundir las pasiones con los apetitos.

—¡No, no, créame! —exclamó Du Roule al borde de las lágrimas.

—No perdamos tiempo con eso. En fin, doy crédito a sus sentimientos, que me resultan indiferentes. Pero por lo que a mí respecta, no contemplo seriamente la cuestión del matrimonio. Sólo quiero que haga la petición. Y si insiste en negarse, lo contaré todo.

Du Roule se acomodó con torpeza en la silla, estupefacto por el golpe.

—¿Entonces por qué quiere usted que haga semejante petición a su padre? No entiendo.

Alix fue hacia la puerta y descornó el cerrojo suavemente.

—Querido señor, no será la primera vez que usted haga algo sin comprender el motivo. ¿Está de acuerdo conmigo? Espero que se declare mañana mismo. De no ser así, tendré que hacerlo yo, con consecuencias bastante más enojosas.

—¿De verdad me echa…? —imploró Du Roule.

Se sentía profundamente conmovido ante aquella mujer, a la vista de sus encantos y del recuerdo de los placeres que le había proporcionado.

Alix abrió la puerta de par en par.

Du Roule lanzó una mirada aterrada hacia el rellano oscuro. Se levantó con suavidad, salió a la escalera y en el umbral de la puerta se volvió de nuevo para recoger una mirada, un beso tal vez, algún último gesto de arrepentimiento y de abandono de esos que a veces manifiestan las mujeres después de haber sido extremadamente crueles. Pero Alix le cerró la puerta en las narices.

La tarde siguiente Alix fue a pasear al jardín público que cerraba uno de los extremos de la calle del consulado. Hacía poco tiempo que tenía autorización para ello, aunque aún debía llevar una mantilla y no saludar a nadie. Françoise la acompañó. Al verlas cogidas del brazo, más de un mercader envidió al cónsul, como padre, y a Du Roule, que era el favorito, como futuro yerno.

El invierno no había sido frío. Pero a veces, como aquella tarde, soplaba viento del este que traía de los montes de la Arabia Pétrea un fresco húmedo y ligeramente salado, procedente de la depresión de Suez.

—¿Ha visto al maestro Juremi? —preguntó Alix por debajo de su velo.

—Sí, pero he tenido que ir dos veces —respondió Françoise—. Siempre está atendiendo a algún paciente. Mal que bien, se emplea a fondo en sustituir a su socio.

—¿Está de acuerdo con respecto a lo que le pedimos?

Alix, dueña de sí misma, amenizaba esta conversación de conspiradores haciendo ademanes propios del paseo, señalando una flor o un pájaro.

—Estará a su servicio en todo aquello que le pida —respondió Françoise—. Y la idea de volver a ver a Jean-Baptiste…

—¿No le ha ocultado nada? Los peligros…

—Nada; enseguida comprende ese tipo de cosas. Ese hombre está como imantado por el riesgo.

—¿Ha hablado de lo… suyo? —preguntó Alix.

Françoise miró al infinito y sonrió silenciosamente, dejando al descubierto sus bellos dientes.

—¿Qué quiere que me diga? Todo lo contrario, nos sentíamos muy felices de tener una conversación impuesta por las circunstancias que nos permitía hablar sin comprometernos. Todo está dicho, ¿sabe usted? A nuestra edad, afortunadamente, el tiempo ya no es motivo de sufrimiento. Nos esperamos, eso es todo.

—La comprendo —dijo Alix—, pero voy a reñirla un poco. Cuando se tiene la suerte de no estar separados…

La conversación introdujo demasiada melancolía en sus almas y las mujeres dieron unos pasos en silencio. Luego Alix volvió a los temas prácticos, y juntas puntualizaron todos los detalles.

Apenas regresaron al consulado, un guardia fue a comunicar a la señorita De Maillet que su excelencia el cónsul deseaba verla inmediatamente, así que entró en el gran salón de recepción de la planta baja. Su padre la esperaba vestido con una levita escarlata, con el reverso negro. También llevaba su peluca más pomposa en la cabeza y cintas en las medias. La muchacha pensó que parecía una gran muñeca perfumada, mientras se dirigía hacia ella con andares de pato a causa de los zapatos de tacón cuadrado. A buen seguro que me cogerá de las manos —pensó—. Bueno, ya estamos.

—Hija mía… —empezó a decir el cónsul con la voz temblorosa.

Y sin fuerza para acabar su frase, la abrazó. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó los ojos y prosiguió:

—Tengo que anunciarte una gran noticia. La más importante que pueda recibir nunca una mujer en toda su vida, creo yo.

—Le escucho, padre —dijo Alix.

—Pues bien, es esta: el noble caballero que está ahí, acaba de pedir tu mano.

Du Roule se hallaba en la estancia, pero estaba algo retirado y precisamente delante de una colgadura del mismo color que su casaca, camuflado como un camaleón. Al principio Alix no lo vio y tuvo que volver la cabeza hacia él. Parecía el desgraciado san Dionisio, caminando después de su decapitación. Tenía la cabeza lívida del mártir y los ojos cerrados de quien prefiere oír los clamores del desastre antes de que este caiga sobre él. La joven sintió una gran compasión por él.

—Padre —dijo sin inmutarse—, deseo hablar con usted a solas.

Pocas órdenes se habrán ejecutado con tanta rapidez como aquella, y Du Roule, que solo esperaba una señal, se esfumó. Cuando estuvo con su hija, sin testigos, el señor De Maillet, que temía una última y caprichosa exigencia, le dijo:

—Estás emocionada. Yo también. Intentemos que todo sea lo más sencillo posible y que estos misterios nunca pierdan su belleza. Así pues, ¿qué querías decirme que no pueda oír tu futuro esposo?

—Padre, me pide que sea explícita. Pues bien, este hombre nunca será mi marido.

—¡Diablos! —exclamó el señor De Maillet, agitándose sobresaltado—. ¿Y por qué?

—Porque no me casaré.

—¡Vaya! —dijo el cónsul con un tono socarrón—. ¿Ya qué viene ese capricho?

—No es un capricho, sino una imposibilidad.

—Y me dirás la razón…

—Si insiste, padre.

—¡Cómo que si insisto! Me parece que tengo todo el derecho del mundo a conocer cuál es el impedimento.

Alix tomó aliento, como un atleta a punto de echar a correr.

—No me casaré nunca porque estoy deshonrada.

—¿Deshonrada? —exclamó el cónsul—. ¿Qué quieres decir?

—Lo que digo. No estoy en el estado en que me creó la naturaleza y como conviene presentarse ante un marido.

Si al señor De Maillet le hubiera caído en la cabeza una de las vigas del techo, no habría perdido el equilibrio tan visiblemente. Dio un paso atrás y apoyó la mano en una mesa.

—Estás bromeando, hija mía…

Pero Alix, implacable, contestó sin bajar la mirada:

—Estoy a su disposición para que un sacerdote, una partera, o quien usted quiera, se cerciore de ello y le dé cuenta oficialmente.

El señor De Maillet la hubiera abofeteado de buena gana, de no ser porque ella le sostenía la mirada sin flaquear. Así pues se contuvo y empezó a deambular por la estancia, golpeando pesadamente el suelo a cada paso. Cuando pasó ante el retrato del rey, bajó los ojos. Luego, cogiendo una idea al vuelo, se volvió hacia ella.

—No irás a decirme… —aventuró mirándola con maldad— que ese boticario, ese charlatán… ¡Poncet!

—No padre, no fue él.

—Entonces, ¿quién? —preguntó, golpeando con la mano sobre la mesa de roble.

—Nadie que usted conozca —dijo con naturalidad.

—¿Cómo es posible? No sales de aquí. Tengo constancia de todas las visitas del consulado. No, no, le proteges, solo puede ser Poncet.

—Le doy mi palabra.

—O lo que queda de ella —gruñó el cónsul—. Entonces, ¿quién es?

—Un turco.

—¡Dios santo! —exclamó el diplomático, aturdido por ese último golpe.

—¿Qué puede cambiar eso? —argumentó Alix—. Sólo cuenta el hecho, el responsable importa poco, ¿no es así?

—Bueno, pero es que un turco…

El cónsul se arrancó nerviosamente la peluca y empezó a deambular con ella, como el cazador que lleva colgando una liebre muerta y desconyuntada.

—¿Y dónde conociste a ese maldito?

—En Gizeh.

—¡Estaba seguro! Por eso no quería que fueras allí. Y esa sirvienta era tu cómplice, tal vez incluso la alcahueta…

—Françoise no sabe nada de esto. Ella había ido al pueblo a buscar huevos con Michel, el palafrenero. Aquel hombre llegó por el río. Era un pescador. Me tomó en la terraza.

—¿Sin tu consentimiento? ¿Por la fuerza? En tal caso pediré al bajá que repare este agravio, se harán batidas, lo encontraremos.

—No, padre. Me presté con sumisión. Tal vez fuera el sol, la paz de aquel lugar que irradia voluptuosidad. Cuando apareció aquel muchacho, súbitamente tuve ganas de…

—¡Ya basta! —la interrumpió el señor De Maillet—. Ya he oído suficiente. ¡Qué horror! Mi única hija, mi única esperanza, mi heredera…

El cónsul estaba sinceramente conmovido, no tanto por pensar en su hijita perdida como por recordar el sinfín de proyectos colmados de felicidad y prosperidad que durante años había forjado para ella.

—Pontchartrain… Un noble partido… Casi embajador…

El cónsul, sentado de lado en una silla, con la mejilla apoyada contra el alto respaldo, hablaba para sí mismo.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes, para evitar todas estas diligencias? —exclamó el cónsul.

—Las diligencias ya estaban hechas —dijo Alix—. Y además, padre, es verdad que he postergado el momento de la confesión. Deseaba pasar el mayor tiempo posible cerca de usted y de mi madre. Porque en cuanto supiera de mi estado…

—¡Tu estado! Supongo que no estarás encinta…

—Afortunadamente, tengo la prueba formal de que no.

—Una preocupación menos.

—Me decía que cuando usted conociera mi situación, todo cambiaría y no podría por menos que someterme a sus órdenes y enterrarme de por vida en algún lúgubre convento de una provincia francesa.

—¡Exactamente! Por desgracia, no hay otra alternativa.

—Lo sé bien, padre —dijo Alix, dejando caer unas lágrimas y embadurnándose el rostro con ellas—. Espero que sea lo más rápido posible. No soportaré mucho tiempo la vergüenza de presentarme ante usted. Me moriré.

—Y yo me moriré solo con verte —dijo el cónsul impaciente.

A esas alturas ya estaba pensando en otra cosa, y debía avisar al caballero Du Roule.

—Componte. Voy a llamarle.

Alix recobró la compostura con rapidez. Du Roule entró con la cabeza encogida entre los hombros y mirando a todos lados como un corzo acorralado.

—Desgraciadamente, señor mío —dijo el cónsul con énfasis—, he consultado con mi hija. En este mundo, usted es sin duda el partido que ella habría aceptado con más alegría. Sólo hay un rival contra quien no puede luchar y ella ha hecho voto, que yo ignoraba hasta ahora mismo, de dedicarle su vida. Se trata del mismo Dios. Mi hija Alix da fe de una vocación religiosa a la que no puedo oponerme.

—¡Ah! —exclamó Du Roule turbado y temeroso.

Lanzó a la joven una mirada enloquecida donde se entremezclaban los recuerdos carnales de aquella belleza fogosa y la imagen improbable de la devota que le acababan de presentar.

—¡Pues sí! —dijo con melancolía el cónsul—. Dios dispone, y a veces llama a los mejores. Así es. Mientras termina con los preparativos de su embajada, mi hija tomará la ruta de Alejandría con destino a Francia y al convento, en el primer navío real.