9. Una misión para Le Noir du Roule

—Según usted, ¿a qué se parece esto, a los santos óleos?

El señor De Maillet, sentado en un gran sillón frente al señor Macé, hablaba casi en voz baja.

—Excelencia, a mí me parece… en fin, no sé, imagino… que es el óleo.

—Muy bien —dijo el cónsul, ligeramente nervioso—, ¿pero de qué naturaleza, en qué cantidad, en qué tipo de frasco?

—Oh, no hará falta mucho. Un poco en la frente… en las manos también.

—Resumiendo, Macé, a usted le ocurre lo mismo que a mí —dijo el señor De Maillet poniéndose derecho—, no tiene ni idea.

—Me informaré —exclamó el secretario, picado.

—De todas maneras, eso no cambia nada. Ya lo pensarán los capuchinos. Y dígame otra cosa, ¿quién se lo proporcionará?

—Un monje siriaco, el hermano Ibrahim, que conoce al patriarca copto y afirma poder recibir de él los óleos de la coronación.

—¿Cuándo?

—En cuanto los capuchinos estén preparados.

El señor De Maillet se levantó y se cubrió con una capa de tela. Diciembre en El Cairo puede ser frío. El desierto no está lejos. Y aquellas endemoniadas casas no estaban preparadas para afrontar otra cosa que no fuera el bochorno. El cónsul ya no se separaba de su peluca, cuya larga melena atusaba tembloroso sobre su pecho.

—Así pues, el plan de los capuchinos es este: llevar al emperador de Abisinia los santos óleos para su coronación, que sin embargo ya se celebró hace más de quince años, si no me equivoco…

—El padre Pasquale dice que eso no tiene importancia. Los abisinios, que están aislados del mundo, tienen la costumbre de ingeniárselas solos. Pero lo hacen con pesar. Si alguien les llevara los óleos, se mostrarían muy agradecidos, incluso al cabo de quince años, y volverían a hacer una ceremonia de coronación con el mismo entusiasmo.

Después de aquel discurso, el señor Macé tosió ruidosamente.

—Admitamos eso —dijo el cónsul—. En fin, ¿qué le ha dicho al padre Pasquale para justificar que no lo reciba?

—He sostenido, tal como el señor cónsul me había aconsejado, que vuestra excelencia estaba enfermo.

—¿Le ha creído?

—Lo dudo. En todo caso volverá mañana, y si vuestra excelencia me permite el pronóstico, no lo dejará tranquilo, pues dice que usted le ha prometido una colaboración financiera.

—Es algo muy engorroso —le replicó el cónsul molesto—. Tengo que escribir a Versalles. ¡No dispongo de fondos para los viajes de esos capuchinos y sus entregas de aceites sagrados!

Se encogió de hombros.

—Realmente todo esto me incomoda. Esas congregaciones deberían quedarse donde están. Amenazan con hacer sombra a nuestra propia embajada, la de Le Noir du Roule, que a mi parecer es la única que cuenta.

—Tal vez podríamos reagruparlas y unir su expedición a la nuestra… —aventuró el señor Macé.

—¡Lo que faltaba! ¡Usted no está en su sano juicio! —exclamó el cónsul.

Cuando se disponía a dar rienda suelta a su indignación, alguien llamó discretamente a la puerta del despacho. El secretario se acercó presuroso, entreabrió la puerta, cogió un paquetito y le dijo al cónsul:

—El correo de Alejandría, excelencia.

El señor De Maillet cogió las cartas de manos del señor Macé, rompió nerviosamente el cordón sellado que las envolvía y pasó revista al contenido: nada de Pontchartrain, pero había una breve misiva de Fléhaut.

El cónsul la abrió con impaciencia y la leyó, soltando frecuentes exclamaciones.

Fléhaut refería la audiencia de Poncet y sus consecuencias, mencionaba su próximo juicio y comunicaba, en el más estricto secreto, la llegada de seis jesuitas.

—¡Qué desgracia! —exclamó el cónsul—. ¿Cómo es posible? Nosotros que pensábamos habernos librado de ellos, y ya tenemos seis más aquí…

Pero le gustó tanto lo que seguía a continuación en la carta que no pudo resistir volver a leerla en voz alta para el señor Macé.

—Escuche esto: … Pero el ministro ha conseguido que la misión de los jesuitas sea totalmente ajena a la del consulado. Además, el señor De Pontchartrain, que no escatima elogios para con la persona de su excelencia, ha conseguido persuadir al rey de que es útil enviar por separado nuestra propia embajada con fines políticos y comerciales… ¡Qué gran hombre mi querido primo! El señor Le Noir du Roule parecía convenir al ministro para esta misión, que por lo tanto puede marcharse sin demora. La próxima caja consular aportará los fondos necesarios para que esta misión pueda ponerse en ruta. Firmado: Fléhaut.

Envuelto en la capa, con la peluca torcida, el cónsul se hundió en una silla.

—El asunto se encamina por fin tal como había previsto, Macé. Una embajada… Vaya a buscar a Le Noir du Roule.

—No creo que esté aquí —dijo el señor Macé.

—Búsquelo.

No era muy difícil. Todas las tardes, el diplomático, a quien le perdía el juego, echaba unas partidas de faraón en la casa de un hombre de negocios viudo, relativamente acaudalado antes de conocerle. El señor Macé arrancó con dificultad a Du Roule de esta ocupación y se lo llevó al cónsul.

—Querido amigo —dijo alegremente el señor De Maillet—, tengo una excelente noticia para usted.

Muy buena tendrá que ser —pensó Du Roule— para que le perdone no haberme dejado terminar una partida con la que iba a ganar mil libras. Hizo una educada reverencia.

—Siéntese, porque se trata realmente de una excelente noticia. La cuestión es que el ministro le nombra nuestro embajador en Abisinia.

En el rostro del joven diplomático se dibujaron cuatro o cinco muecas sucesivas, siempre movidas por resortes interiores, aunque resultaba imposible saber en qué estaría pensando, como de costumbre.

—En verdad —dijo animadamente—, la sorpresa me ha dejado pasmado.

Pero nadie hubiera dicho que aquel hombre elegante con medias impecables, a pesar de que acababa de cruzar una calle llena de barro, se hallara pasmado.

—¿Cuándo partiré? —preguntó.

—¡Ah, que fogosidad, qué impaciencia! —exclamó el cónsul ofuscado—. Un momento se lo ruego. El dinero llega en la próxima caja, y entretanto debemos preparar todo con esmero.

—¿Dentro de unos días?

—Más. Unas semanas. Si todo va bien, digamos dentro de diez semanas. Tal vez ocho.

—¡Perfecto! —dijo Du Roule.

—No se trata de que vaya a la buena de Dios. Confiamos en usted, señor. La improvisación favorecía a los aventureros que abrieron la vía. Para una verdadera embajada, serán necesarios medios más considerables, ricos presentes, una guardia…

Detallaron en cierta medida la expedición. Era prácticamente la hora de cenar, que en el consulado se servía pronto. El señor De Maillet rogó al secretario que les dejara a solas un momento.

—¿No hay ninguna disposición personal que quisiera tomar antes de su viaje? —preguntó el cónsul cuando estuvo a solas con Du Roule.

Esperaba que en tales circunstancias el diplomático le comunicara sus intenciones con respecto a su hija. El cónsul había aprovechado todas las ocasiones que se le habían presentado para hacerle múltiples y reiteradas alusiones. Pero ya fuera porque el hombre se viera excesivamente intimidado por la educación, o porque la joven le hubiera disgustado a fuerza de no hacer ningún esfuerzo para ser amable, como temía su padre, el caso es que no sucedía nada.

—No, excelencia, no se me ocurre —dijo tranquilamente Du Roule con expresión de extrañeza.

El caballero Hector Le Noir du Roule era el tercer hijo de una familia que practicaba escrupulosamente el derecho de progenitura, sobre todo desde que no tenían nada que repartir, y de eso hacía ya mucho tiempo. Fue educado descuidadamente en el castillo familiar, cerca de Senlis. Todo allí eran referencias a los antepasados que miraban con maldad a los vivos, colgados en las paredes. Las armas, las artes, la nobleza, todo cuanto era célebre en aquel castillo se presentaba al niño con su desmentido, puesto que aquellas cualidades, cultivadas con esmero durante muchos años, solo habían conducido a la ruina.

El joven Du Roule se acostumbró a ver cada obra de arte, cada ornamento —ya fuera una tela de un artista, un aplique de bronce, un tapiz o una espada de caballería— únicamente como un objeto de utilidad que, dispuesta contra una pared o encima de un mueble, escondía una grieta, el agujero de un roedor o una mancha de moho. Como la familia no tenía títulos suficientes para los otros hijos, salvo para el primogénito, el caballero, pues así era como le llamaban los campesinos, siempre le dejaron correr libremente por los cotos con los lugareños. De ese modo, el joven noble descubrió muy deprisa que aquellos pillos a menudo comían más que él, y rápidamente adquirió la habilidad de saber acomodarse a los dos mundos. Puertas afuera, se convirtió en una persona astuta y brutal, e hizo de su maldad un arma y casi un medio de sustento. En el castillo en cambio rivalizaba en elegancia y educación para agenciarse a las mujeres de la familia, y así ganarse algo más que su derecho en materia de alimentación y de indumentaria, además de caricias, pues muy pronto sintió una clara necesidad sensual de curvas y perfumes.

Copiando de las lecciones de su hermano mayor, el único que tuvo un preceptor, aprendió lo bastante para ser secretario en la residencia del duque de Vendôme, a quien le recomendó un primo de su padre. Entró en el mundo por esta puerta pequeña, y de cara afuera continuó desmintiendo el encanto con el que se le distinguía al momento en sociedad gracias al juego y a todo tipo de orgías. Más vale ignorar cuál sería la cadena de seducción y de bajeza, de aplicación en el trabajo y de perseverancia en el vicio con la que llegó a obtener un puesto en los despachos de Asuntos Exteriores del ministro Torcy. Durante mucho tiempo, Du Roule ambicionó entrar en la diplomacia por considerar que era una carrera donde su refinamiento obraría en su favor y donde la distancia le permitiría dar rienda suelta a su violenta pasión por el lucro. Le propusieron el consulado de Rosetta. De todas las Escalas del Levante, era la que se retribuía con un sueldo más mediocre. Pero en Rosetta se traficaba, puesto que era un puerto, y pensó que fácilmente podría completar sus ingresos. Así pues se marchó. Y he aquí que cuando apenas acababa de llegar ya le estaban proponiendo una mujer y una embajada gracias a su excelente reputación. Un par de gangas, al parecer, aunque convenía reflexionar para no equivocarse. La señorita De Maillet era un partido que le convenía, y además sin duda podría negociar la dote, pero Du Roule no tenía ninguna prisa por atarse. Abisinia le interesaba más. No sabía gran cosa de aquel país, salvo que se hablaba de oro, gemas y especias. El señor De Maillet le había expuesto vagos proyectos de expansión de la Compañía de las Indias. El pobre cónsul posiblemente imaginaba que Du Roule iba a trabajar para otros… El caballero se reía de buena gana de aquello, pues lo único que él buscaba con ahínco era su propia fortuna, y estaba decidido a adquirirla sin que le detuviera escrúpulo alguno. Reconocía su cinismo y estaba orgulloso de poseerlo. No obstante, a su manera —y se hubiera sorprendido mucho que se lo hubieran dicho—, era un soñador. La fortuna a la que aspiraba no era en absoluto verosímil, pues lo que se proponía adquirir era un reino, tal como se lo habían imaginado los españoles en América o el francés Pronis en las Mascareñas. Ya se veía convertido en un rey de cualquier sitio y a la cabeza de una cuantiosa fortuna. No obstante también temía que, dada esa eventualidad, la señorita De Maillet ya no le bastara. Soñaba con princesas y con reinas. Rápidamente hizo su elección: primero el viaje; y luego, solo si aún resultaba conveniente, la boda.

Pero no había contado con que la señorita De Maillet excitaría violentamente sus sentidos. Al cabo de una semana ya pensaba: Me preocupa poco la boda, desde luego, pero daría lo que fuera para someter a mi antojo a esa niña arisca. Sin embargo ya no estaba en el campo, ni en los cotos, y la hija del cónsul no era una joven campesina con quien darse un revolcón. Primero tendría que casarse, y él no quería. Con todo, valiéndose de rodeos para eludir las proposiciones mudas del padre, Du Roule no renunció a encontrar un medio para pasar algunos voluptuosos momentos con la joven antes de marchar, y sin prometer nada. El caballero la observó, y poco a poco se hizo su idea. De modo que cuando el señor De Maillet le confirmó la embajada, Du Roule tenía ya la certeza de que la damisela escondía una pasión y que el matrimonio era tan poco deseable para ella como para él. El libertino se cercioró al respecto y se dijo que ese amor que iba destinado a otro —el señor Macé, a quien había convertido en un aliado, pronto le dijo a quién— podía incitarla a ceder a unos deseos que creía irrefrenables y que, un hombre con experiencia como él, sabría ingeniárselas para orientarlos hacia su persona.

Después de unos días de reclusión que siguieron a su desmayo, Alix reapareció de nuevo, y Du Roule se contentó con acosarla con la mirada. El señor De Maillet, encantado por su interés, hizo como si no notara nada, y por otra parte no cesó de reprender a su hija por su frialdad y su falta de atenciones hacia el recién llegado. ¿Se dejaría engañar Alix por esos reproches, o sabía hasta qué punto su belleza natural, sus cabellos ondulados apenas sujetos, su sencillo atuendo, la salud que irradiaba su cuerpo a pesar de todas sus pretensiones de enfermedad, excitaban los sentidos del galán? ¿Sabía hasta qué punto su comedimiento y su temor traicionaban una emoción que Du Roule ardía por llevar a su fuente, es decir, por convertir en deseo y en voluptuosidad?

Al salir del gabinete del cónsul, el caballero recién investido de su embajada, vio a Alix bajar la escalera y la siguió hasta el salón de música, mientras ella hacía el ademán de coger apresuradamente una partitura de la espineta.

Du Roule ni siquiera se tomó la molestia de considerar aquella ocupación, y se acercó a la joven y se plantó delante.

—Tengo que darle una buena noticia —le dijo acercando tanto su boca que ella sintió su aliento en la frente—. Me marcho.

—Vaya… qué contrariedad.

Nunca se habían dicho dos palabras cara a cara.

—¿De verdad lo lamenta?

Alix no respondió, y durante ese instante de silencio sintió que se producía en ella una rápida y profunda transformación. Aquel hombre cerca de ella, en aquel salón con la puerta tan lejos, la debilidad de su respiración, su rubor… Alix volvió a verse de repente acosada, en la noche, perseguida, con el tacón roto, entre ladridos de perros. Luego, también súbitamente, volvió a sus horas de libertad, a Gizeh, y sintió la soltura del florete, el poder del caballo y el sonido de las pistolas. Entonces se enderezó y le plantó cara.

—¿Qué quiere usted? —dijo mirándole con sus ojos azules.

—Alguien quiere por mí —dijo Du Roule—. Y yo no quiero. Igual que usted. No nos casaremos.

—A usted parece que le gusta decidir eso.

Él se acercó más. Ella no se echó hacia atrás, aunque su cercana presencia la aturdía, pero no por temor.

—Yo no decido —dijo—, lo sé.

—¿Qué sabe?

—Que yo deseo estar libre y que usted no lo es.

—¿Y bien?

—Bueno, pues olvidémonos del matrimonio. Siga amando y conservemos…

Ella no bajaba los ojos.

—… el placer —dijo tomando su boca, que ella no retiró tan rápidamente como hubiera podido hacer.

Alguien llegaba por el vestíbulo. Alix, muy dueña de sí misma, tomó asiento al teclado con mucha naturalidad, y Du Roule se sentó en el extremo opuesto del saloncito. Al entrar la señora De Maillet se mostró encantada de encontrar juntos a los dos prometidos, pues la buena mujer compartía completamente la opinión de su marido, y les rogó que la acompañaran a la mesa.

Durante la cena, el cónsul amenizó la conversación con un resumen de las habladurías.

—En cuanto a Poncet —dijo dirigiéndose a su mujer—, seguramente recordarás a aquel boticario…

Los señores Macé y Du Roule miraron a Alix por encima de sus cucharas.

—… el muy pretencioso quiso ir a ver al rey. Pues bien, lo ha visto. Pero su majestad es demasiado perspicaz para dejar que abusen de él. El insolente ha sido detenido y espera un juicio.

No hubo ningún movimiento, ni un suspiro, ni una palabra que traicionara la situación. Alix estaba en la orilla del río, en Gizeh, y se ponía en guardia en la linde de los cañizales. Sabía disimular la fuerza que había adquirido en aquellos pocos días. Tras su regreso, las cosas habían ocurrido exactamente igual que si ella no hubiera vivido esas horas de libertad. Había huido de Du Roule, se había humillado en ese papel de muchacha enfermiza primero y asustadiza después, porque esperaba a Jean-Baptiste y porque le había jurado que no se arriesgaría. Y de pronto se enteraba de que estaba prisionero. Así pues, le tocaba a ella actuar primero para transformar su libertad en transgresión, su voluntad en poder para no temer nada, ni a ella misma ni a los demás, y salvar todos los obstáculos.

Era un poco más de medianoche cuando se deslizó en la habitación del caballero Du Roule, que la estaba esperando.