Las carrozas se detuvieron delante de San Eustaquio poco después de la última campanada de las once. La calle estaba completamente oscura, salvo frente a Le Beau Noir, donde la tenue luz de los candiles se colaba a través de los vidrios sucios.
Jean-Baptiste bajó, cerró la portezuela y, en vez de dirigirse hacia la taberna, rodeó el carruaje y llamó a la puerta del consejero.
—Pero, como… —susurró el padre Plantain al tiempo que entreabría la portezuela de la carroza—. ¿Ya no se aloja usted en el albergue?
—Ya lo ve —dijo Jean-Baptiste—, que dio dos golpes más con la aldaba.
Por fin se abrió la puerta y apareció el consejero en persona con un candelabro en la mano. Horrorizado por esta visión, el padre Plantain se escondió en la oscuridad de la carroza y mandó azotar a los caballos. Dos guardias envueltos en capas de paño y con un mosquete en la mano bajaron a su vez de la segunda carroza.
—Entre deprisa —musitó Sangray, que no había reparado en aquella escolta.
—No estoy solo —comunicó Jean-Baptiste—, y señaló a los dos soldados que se acercaban.
—Ordenes del rey —dijo uno de ellos al consejero—. No debemos perder de vista a este señor. ¿Reside en su casa?
—Eso creo —dijo Sangray.
—En tal caso tendrá que hacernos sitio.
El consejero dejó pasar a Jean-Baptiste, seguido de los guardias, antes de cerrar la puerta con el cerrojo. Los corredores estaban helados, pero Sangray no tuvo mucha consideración con los militares y los invitó a instalar su campamento allí para pasar la noche. Luego entró en el salón, donde le esperaba Jean-Baptiste, junto a la gran chimenea donde crepitaban dos grandes leños.
—Había calculado que estaría de regreso hacia las siete —dijo el consejero en voz baja—. A decir verdad, ya no tenía muchas esperanzas de volver a verle. Hace un momento pensaba que mañana tendría que ir al Palais-Royal o a Saint-Cloud en busca de noticias suyas.
Jean-Baptiste se había dejado caer en un sillón, con los pies y las manos tendidas hacia el fuego y la mirada perdida. Sangray nunca le había visto con el semblante tan afligido. Con aquel aire ausente, y a ruegos de su amigo, el joven le refirió la audiencia del rey hasta el incidente final y continuó explicándole lo que había pasado mientras se hallaba en detención preventiva. Los mosqueteros creyeron que era un envenenador, sobre todo porque de entrada se había presentado como farmacéutico. Y de hecho faltó poco para que lo golpearan con el fin de hacerlo confesar. Manden examinar el presente que le he traído al rey —les había dicho Jean-Baptiste— y verán que no es nada de lo que se imaginan.
Al decir aquellas palabras, el capitán de los guardias se percató de que al lanzar la caja al fuego había destruido la prueba del delito, y rápidamente mandó sacar los restos que se estaban acabando de quemar en la chimenea. La madera de la caja se había consumido, pero consiguieron encontrar algunos trozos de oreja prácticamente intactos bajo las cenizas. Llevaron un dogo para que la probara y el perro devoró con glotonería aquella carne cocida. Incluso pareció que pedía más, lo cual corroboró que se trataba de un manjar anodino para la salud, pero muy gustoso al paladar, cuando está bien condimentado, tal como había asegurado Murad.
Por último, los jesuitas volvieron acompañados de un secretario. Estos notificaron a los mosqueteros que podían liberar al sospechoso, pero que debían vigilarle hasta que fuera juzgado por un jurado de hombres de ciencia. Hubo además muchas otras formalidades y tuvieron que esperar a que los centinelas designados estuvieran preparados. Finalmente, las dos carrozas hicieron la ruta desde Versalles en la noche negra y fría.
—Ah —dijo Sangray, riendo después de oír el relato—. ¡Sólo ha sido eso!
Jean-Baptiste se encogió de hombros.
—Me parece que es suficiente.
—Sí, usted lo ha dicho, suficiente. Pero el perjuicio no ha sido tan grande. Cuénteme eso otra vez, usted de pie con una oreja de elefante enmohecida en la mano…
Se echó a reír. Primero fue una risa prudente, contenida por el deseo de no herir a su amigo. Pero después de la inquietud de las últimas horas todos sus músculos se relajaron. Perdió la compostura y empezó a reírse con unas carcajadas tan fuertes y sonoras que se le sacudía todo el cuerpo. Los guardias asomaron la cabeza por el quicio de la puerta y la alegría que le contagió al propio Jean-Baptiste pasó a convertirse en franca hilaridad. Tardaron un buen ralo en calmarse, después de reírse con las lágrimas saltándoles de los ojos.
—No obstante —dijo Jean-Baptiste con el semblante serio de nuevo—, lo he perdido todo.
—No lo creo —replicó Sangray mientras se desabrochaba el chaleco para respirar—; es más bien lo contrario. La oreja de elefante le ha salvado la vida. Yo ya le veía con la carta de encarcelamiento o destierro, y tal vez de camino de galeras.
—Pero —dijo Jean-Baptiste, a quien el consejero veía caer nuevamente en la melancolía— he fracasado en todo lo que me había propuesto hacer.
—Querido amigo, mañana será otro día. No estoy en condiciones de oír sus quejas, que por lo demás creo que son muy exageradas. Si me permite un consejo, después de estos sobresaltos, esta noche no quiera ir más allá de la franca y atolondrada risa que acaba de regocijarnos tanto. Vaya a acostarse y piense solamente que está con vida, lo cual debería ser para todos nosotros un motivo de extrañeza y de satisfacción al final de cada jornada, y más aún cuando son las más penosas.
Dichas estas palabras, abrazó a Jean-Baptiste como un padre, cogió un candelabro y condujo a su cortejo hasta las habitaciones, no sin antes dar las buenas noches a su huésped.
Los días siguientes trajeron malas noticias, una detrás de otra. Para empezar, el incidente de la audiencia se propaló por toda la corte, y los correveidiles de la ciudad se regodearon con el episodio. Como nadie sabía cuál era exactamente la naturaleza del objeto apestoso que Poncet había tenido la audacia de esgrimir ante el rey, la anécdota no parecía ridícula, sino escandalosa, y daba la sensación de que realmente se había querido cometer un atentado. Se divulgaron los rumores más ruines sobre Jean-Baptiste, quien fue acusado desvergonzadamente de impostor. El asunto estaba alimentado furtivamente por los enemigos de los jesuitas, hasta el punto de que no se cuestionaba tanto al joven viajero como a quienes parecían sus aliados. Pero dado que aquellos eran intocables, era este quien estaba en boca de todos.
La fecha del juicio, que Jean-Baptiste esperaba que fuese próxima, se pospuso varias semanas, en razón de que era preciso reunir un jurado competente que hubiera estudiado los documentos del informe. Los primeros interrogatorios posiblemente no se celebrarían hasta después de la Epifanía.
Finalmente —y toda la gravedad de esta última noticia derivaba de la anterior—, los jesuitas hicieron saber a Jean-Baptiste que el rey había accedido a su petición. Así pues, una misión integrada por seis sacerdotes, entre ellos un médico, un astrónomo y un arquitecto, emprenderían viaje la semana siguiente. Tres de estos misioneros procedían de las casas de la Provenza, otros dos de Palestina y el último de Asturias. La Compañía los pondría en ruta desde donde estaban y los enviaría directamente hacia Alejandría. Así pues no pasarían por París, lo que era de lamentar a los ojos de los jesuitas, pues no podrían recibir los estimables consejos de Poncet. Pese a todo pensaban que el inconveniente no era demasiado grave, porque una vez llegados a El Cairo se encontrarían con Murad, y este podría llevarles hasta Abisinia.
Jean-Baptiste quiso protestar, decir que no podían disponer del armenio sin su previo consentimiento, pero pronto comprendió que no tenía forma de oponerse a ello.
Diciembre pasaba muy deprisa. Era el solsticio de invierno, esos días tan cortos y tan oscuros que apenas separan las noches; las velas se quemaban sin cesar; los parisinos vivían encadenados a la chimenea. Jean-Baptiste estaba consternado por lo que le pasaba. Veía su situación muy negra. Había querido honrar la palabra que le había dado al negus y de pronto era el artífice de la mayor misión de jesuitas hacia Abisinia en medio siglo. Había sembrado el amor y la esperanza en el corazón de Alix y no tenía ninguna posibilidad de salir de su condición. Se sentiría decepcionada y la haría sufrir. Incluso se podía decir que ahora había caído un poco más bajo que antes, pues tenía la odiosa reputación de ser un impostor y un pobre hechicero.
Sangray intentó distraerlo contándole que el duque de Chartres, a quien había visto en el Palais-Royal, se había hecho cargo de su defensa con vehemencia. La conversación había versado sobre el supuesto atentado del que habría sido culpable por esgrimir ante el rey un objeto desconocido que expandía vapores mefíticos. Mi tío se habrá asustado por nada, como siempre —había dicho el duque riendo—. ¿Qué podía esperar de Abisinia? ¿Acaso un cronómetro suizo? Después de oír aquella ocurrencia, el consejero se había llevado al príncipe aparte para hacerle saber que Poncet estaba en su casa y que este se había mostrado muy interesado en tener un encuentro con él. Era demasiado pronto para decir para qué podía servir en el futuro un aliado así, pero en fin, era una luz de esperanza.
Esto sirvió de poco consuelo a Jean-Baptiste, que continuaba aburriéndose delante de la chimenea.
—¡Pues escriba! —le dijo al fin Sangray con cierto fastidio—. Sí, escriba, como cuando se camina de un lado a otro sin ir a ninguna parte, simplemente para no morirse de frío. Si ordena todos sus recuerdos, si narra todo cuanto usted ha visto y llevado a cabo, consolidará sus respuestas frente a aquellos que van a juzgarle.
Jean-Baptiste siguió su consejo, al principio sin entusiasmo, pero luego se ensimismó en la redacción de sus memorias. En lugar de anegarse en los negros pensamientos del invierno urbano, su mente no abandonó los luminosos días en el altiplano de Abisinia, las cabalgadas a la caza de los antílopes, la guardia del negus en marcha con sus escudos dorados y las estolas de leopardo. Estaba en Gondar, en el mercado de las especias, y olía el cinamomo y el pimentón rojo. En la tibieza de la noche, oía el aullido de las hienas cada vez más fuerte. Y las mujeres pasaban por delante, paseando una mirada austera con aquellos ojos tan blancos y tan negros.
Escribía de la mañana a la noche junto al fuego, en su aposento. Los guardias se relevaban en su puerta y a veces no le veían en todo el día. Sacó de su exiguo equipaje un traje de algodón blanco como el que llevan los abisinios, con un pantalón estrecho y un velo de muselina bordado con una franja estrecha y vistosa que se colocaba como una toga alrededor de los hombros. Había traído ese atuendo de Etiopía sin saber muy bien por qué, y al principio pensó ofrecérselo a alguien, pero al final se dio el gusto de vestirse con aquellas prendas en su habitación. Se anudó alrededor de la cintura el cinto destinado al rey de Francia, pues los jesuitas le habían aconsejado no dárselo. Y así, ataviado como un abisinio, Jean-Baptiste se sentía mucho más inmerso en el tema. Para completar la vestimenta, agregó la cadena de oro y el colgante que le había dado el negus Yesu en el momento de la partida. Era muy emotivo tener en las manos aquel objeto que había tocado aquel lejano e hipotético monarca, que daba prueba de su amistad e incluso de su existencia cuando todo conspiraba para ponerla en duda. La reflexión de Jean-Baptiste, que transcribía en su relato, adquiría cuerpo con él, bajo aquella apariencia de algodón blanco. Sangray se acostumbró a ver a su huésped con aquel atuendo cuando ambos se reunían para comer.
Un día el señor Raoul llamó a Poncet urgentemente para socorrer a un apopléjico que acababa de sufrir un ataque en su albergue. La detención del canciller no prohibía al médico salir, siempre que lo acompañase la guardia y que no se acercara para nada a la familia real. En el comedor de la taberna, los comensales se levantaron todos a una al ver aparecer a aquel joven vestido de blanco, con el cinto dorado y dos mosqueteros a sus espaldas. Los presentes se quedaron pasmados, creyendo que se trataba de algún príncipe llegado intempestivamente de Oriente, tal vez incluso con una alfombra mágica y a quien el rey honraba con una vigilante escolta. Los hombres de negocios que cenaban en la taberna se sintieron más extrañados aún cuando vieron desaparecer aquella brillante comitiva por la vetusta escalera para ir a visitar a uno de los suyos. Por lo demás, Jean-Baptiste no pudo hacer nada pues cuando entró en la habitación del mercader, el hombre exhalaba sus últimos estertores. El médico volvió a marcharse y poco después bajaron el cadáver. Entretanto, la concurrencia hizo sus conjeturas en voz baja. La mayor parte compartía la opinión de un anciano viñatero de Chablis que afirmaba que su compañero mercader seguramente se habría convertido a una religión desconocida de algún país lejano, y que por eso una especie de cura vestido completamente de blanco había ido a llevarle el último sacramento.
Después de esta primera salida, Jean-Baptiste no vio inconveniente en hacer otras, vestido de igual modo. El señor Raoul siempre veía afluir las peticiones de consulta y se alegraba de poder servirles otra vez. Jean-Baptiste solo aceptaba ir a casa de los humildes, y no cobraba. Poco a poco el barrio se hizo eco de la verdad por cuenta propia, y ya nadie se extrañó de ver pasar —siempre a primera hora de la tarde, es decir, cuando daba por terminada la escritura— su larga figura envuelta en una toga blanca, buscando en las callejuelas las direcciones de los cuchitriles más sórdidos donde había niños enfermos, y escoltado por dos soldados del rey.
En el amplio perímetro donde era requerido para estas visitas, los parisinos le apodaban el Abisinio, y se acostumbraron a saludarle amistosamente por las calles.