7. Atentado contra el rey

El salón del rey era una estancia sin personalidad, de ahí sin duda que Luis XIV deseara reformarla, pues era demasiado reducida para ser una sala de gala —sobre todo en comparación con la galería de los Espejos, a la que se accedía por tres puertas—, y al mismo tiempo un poco grande para ser únicamente un gabinete particular. Desde el punto de vista de la grandiosidad era modesta, y desde el de la modestia podía parecer pretenciosa. Así pues, el resultado era una mediocridad que derrochaba majestad. El rey, situado a una distancia prudencial, no se veía ni ensalzado por las amplias perspectivas ni tampoco imponente, como podría estarlo cualquier personalidad ilustre que devorase con su presencia un espacio exiguo. Estaba allí, simplemente, y su aspecto no era más impresionante que el de un burgués en el centro de un corrillo. No obstante, si en algo se distinguía era porque tenía la cabeza cubierta con un gran sombrero de tres alas adornado con plumas blancas, cuando los demás solo llevaban peluca.

La silla en la que se sentaba el soberano terminaba de darle un aire familiar. Se trataba de una especie de sillón tapizado de cuero negro con clavos dorados que se elevaba sobre una plataforma de tres ruedas. Las más grandes, situadas detrás, servían para propulsar el artilugio, que era empujado por dos servidores; la ruedecilla de delante le permitía conducirse con la ayuda de un largo timón de hierro que terminaba en una empuñadura. Nada podía traicionar más el servilismo del cuerpo que aquel instrumento que era su penoso auxiliar. Cualquiera que hubiera querido abismarse en la ilusión de que se hallaba en presencia de un semidiós, de una entidad a quien el poder había hecho sobrenatural, inmediatamente recibía aquel desmentido con tres ruedas que resultaba tan sorprendente a la vista. A pesar de todas aquellas simples evidencias, el rey se empecinaba tanto por parecer grave, impasible y majestuoso, que más bien parecía gruñón, descontento e irritado. Esa fue, cuando menos, la primera impresión que retuvo Jean-Baptiste al entrar en medio de su exigua comitiva de curas. El rey solo se parecía vagamente a los retratos oficiales, en particular al que hermoseaba el consulado de El Cairo. Acercando ambos en un ejercicio de memoria, a Jean-Baptiste le causó el efecto de que el pintor no había captado la imagen del soberano, sino su reflejo en el mundo sublime de las ideas, olvidando de paso las cicatrices de la viruela, su nariz colorada y las hinchazones del cuello. En pocas palabras, el señor De Maillet había cometido un gran error cuando mandó restaurar el lienzo, pues las máculas propias de la naturaleza habían conseguido un mayor parecido con la realidad que el mismo pintor. Entre el séquito que rodeaba al rey, Jean-Baptiste distinguió a Fléhaut, que estaba un poco alejado, y al lado de este, aunque más cerca del soberano, a un hombre con una alta peluca rizada, con la nariz larga y puntiaguda que debía de ser el canciller De Pontchartrain. Todos aquellos individuos, hasta el servidor más insignificante de los que empujaban la silla, adquirían, a semejanza del monarca, una expresión de importancia y de indignación ante aquellos indeseables y fatuos intrusos.

Los jesuitas hicieron un humilde y discreto saludo, propio de la gente a quien se debía conceder el privilegio de no someterse completamente a nadie, excepto a Dios. Jean-Baptiste, guiado por las reminiscencias del pasado, por un instante estuvo a punto de estirarse cuan largo era en el suelo, pero acabó por inclinarse con una profunda reverencia, que no estaba precisamente en boga. No obstante era sincera y mostraba que no tenía reparo alguno en someterse a la soberanía.

Una vez concluidos los saludos, hubo un momento de vacilación general. Jean-Baptiste se percató de que en toda la estancia, concretamente en esa frontera de poco más de un metro que separaba los dos grupos, se respiraba una cierta tensión, una crispación que casi resultaba perceptible al oído, como cuando se aproxima el aparato eléctrico de una tormenta de verano.

—Majestad —dijo el padre De La Chaise, el único que se atrevió a avanzar bajo la imprecisa amenaza de ese rayo—, ya conocéis al padre Fleuriau, que tiene a su cargo nuestras misiones de Oriente. Muy a pesar suyo, hoy está indispuesto y no ha podido comparecer ante vos. No obstante, tengo el gran honor de presentaros al padre Plantain, que tiene el difícil cometido de representar a nuestra orden en uno de los territorios del Turco, en Egipto, para ser más exactos.

El padre Plantain inclinó de nuevo su enorme frente.

—De allí —continuó el confesor del rey— partió la misión hacia Abisinia, que vuestra majestad tuvo la gran virtud de concebir y auspiciar, y que ha intentado volver a afirmarse en ese malhadado país cristiano sumido en la herejía, donde algunos de nuestros hermanos desgraciadamente fueron masacrados a principios de este siglo. Vos sabéis cuántos esfuerzos despliega nuestra orden para sacar del error o de la ignorancia a tantos pueblos condenados para toda la eternidad por su inocencia. Si os parece oportuno, el padre Plantain os dará cuenta de la misión que vos queríais ver cumplida.

El rey tosió ligeramente en el hueco de la mano, a la vez que retiraba la manga de su jubón verde. Aunque el gesto fue rápido, casi imperceptible, Jean-Baptiste observó que el soberano había aprovechado aquel movimiento aparentemente natural para limpiarse en el encaje del puño una gota de saliva que le corría por la comisura derecha de los labios, más baja que la otra y con mala oclusión.

—Hable, padre —dijo el rey—. Nos interesa mucho ese asunto.

—Majestad —dijo el padre Plantain, que había enrojecido hasta el cogote—, desgraciadamente primero debo comunicaros que el corajudo misionero que llevó la esperanza de nuestra orden a aquellas regiones ya no vive en este mundo. Dios lo reclamó en su seno en el transcurso de su duro viaje. No obstante, su sacrificio no ha sido en vano. El emperador de los Abisinios recibió con los brazos abiertos al resto de la misión. Ha mostrado su buena disposición con respecto a la fe católica, a la que espera adherirse sinceramente. Además ha expresado su humilde sumisión con respecto a vuestra majestad, a quien reconoce como el soberano cristiano más poderoso del mundo. Con el ánimo de rendiros pleitesía, mandó a El Cairo un emisario que se puede calificar de embajador, si bien esos pueblos no están familiarizados aún con ese tipo de usanzas.

—¿Por qué no está aquí ese hombre? —preguntó Luis XIV.

Sire, nosotros así lo deseábamos con vehemencia. Sin embargo vuestra majestad sabe hasta qué punto los turcos ponen obstáculos al paso hacia Europa de todos los foráneos. Pero, por fortuna, el embajador no vino solo. Le acompañaba el señor Poncet, que sí está aquí.

El padre Plantain se volvió hacia Jean-Baptiste. La tensión del ambiente que se había disipado un poco durante ese diálogo volvió a crecer con toda intensidad, y Jean-Baptiste comprendió de repente que la causa solo podía ser él.

—El señor Poncet ejerce el oficio de farmacéutico en las escalas de Levante. Actualmente tiene su domicilio en El Cairo. Nuestro misionero, el difunto padre De Brèvedent, de quien ya os he hablado, viajó hasta Abisinia con él aprovechando la circunstancia de que el emperador había enfermado y requería los cuidados de un europeo. Así pues, gracias al señor Poncet pudo llegar la misión hasta el negus, que es como se llama a aquel soberano. Y también con él vino su emisario.

Dicho esto, el padre Plantain guardó silencio y se volvió hacia Jean-Baptiste. Luis XIV clavó entonces su mirada en el médico, y todo el entorno del rey hizo lo propio. Había llegado el momento.

Jean-Baptiste se adelantó un poco, realizó otro breve saludo y empezó:

Sire, en ausencia del embajador que envió el emperador de los abisinios ante vuestra majestad, me corresponde a mí transmitir el mensaje que aquel soberano deseaba hacer oír en esta corte. Debo añadir que el emperador tenía la vívida esperanza de que vuestra majestad querría hacerle llegar una respuesta, y estoy a vuestra entera disposición para llevársela, aunque sea de nuevo a riesgo de mi vida.

—¿Cuál es, pues, el mensaje que le ha encomendado? —preguntó el rey.

—Os responderé enseguida, majestad. No obstante, espero que antes os dignéis escuchar lo siguiente: El rey de los abisinios no me ha enviado con las manos vacías. Su reino es rico: el suelo de aquella tierra está repleto de metales y gemas, los bosques se hallan poblados de animales que no sabría concebir la más viva imaginación. El negus puso su empeño en que el rey de Francia recibiera como testimonio de su amistad…

Los asistentes acogieron sus palabras con un murmullo general. El rey mantenía impasible la mirada.

—… y de su admiración —añadió con vehemencia Jean-Baptiste— las pruebas más bellas de aquellas riquezas.

—¿Y bien, dónde están tales presentes? —preguntó Luis XIV, mirando hacia la caja que había junto a los dos lacayos.

—Ah, sire. El emperador nos entregó bolsas de oro en polvo que se cargaron en cinco mulas, además de algalia e incienso en otras cuatro mulas. Luego había ámbar gris y diez sacos del mejor café del mundo. Ese era el primer cargamento. Detrás seguían cinco yeguas de pura raza, animales con tal brío que sin duda hubieran impresionado a vuestra majestad, porque se trataba de animales resistentes en cualquier terreno. El emperador quiso que fueran ensillados y embridados con los cueros más exquisitos. Entre los hombres más vigorosos de la guardia del negus, acostumbrados a soportar los rigores climáticos del altiplano, se escogieron a ocho soldados abisinios para que caminasen junto a ellas.

Los jesuitas se habían alejado imperceptiblemente de Jean-Baptiste para verle hablar. Estaba muy erguido y tan pronto volvía los ojos hacia el soberano como a su alrededor, envolviendo con su mirada a la concurrencia. Hablaba con voz penetrante, y el murmullo cesó por unos instantes. Las mulas cargadas de oro, las yeguas ricamente ensilladas y el cortejo de jóvenes abisinios parecían cruzar por la sala, desfilando a paso lento de un extremo al otro del salón para desaparecer por la galería de los Espejos.

—Detrás —continuó Jean-Baptiste—, cerrando la comitiva y sirviéndonos de retaguardia, había dos ejemplares de esas bestias gigantescas que se conocen como elefantes, trabados con cadenas y grilletes de plata. En cada uno de sus colmillos de marfil se habría podido tallar la estatua de un hombre a tamaño natural…

Pontchartrain se inclinó hacia el soberano, le susurró algo al oído y ese movimiento bastó para sacar a los asistentes de su hechizo, rompiendo el encanto.

—Resumiendo —interrumpió el rey—, ¿todo eso es lo que hay en esa caja?

La pregunta cargada de ironía levantó un murmullo de voces entre los cortesanos, y en sus rostros se dibujaron unas sonrisas malvadas.

—Desgraciadamente, sire, así es en cierto modo.

El rumor se desbordó, como un líquido puesto al fuego, en algunas risas ahogadas.

—Sí —continuó Jean-Baptiste mientras levantaba sus grandes ojos llenos de sinceridad hacia Luis XIV—, durante el viaje tuvimos que hacer frente a muchos percances. Las inclemencias del clima mataron a las yeguas; los turcos confiscaron a los abisinios y nos robaron el oro, el ámbar y el incienso.

Dio un paso hacia la caja.

—Podríais dudar de lo que digo, majestad, pero esta caja es una prueba de la veracidad de mi relato y os dará una idea de la ostentación con que el soberano de Abisinia pensaba honraros. Los lacayos tenían un sacaclavos que les habían entregado para realizar su cometido. Con un gesto, Jean-Baptiste les dio la orden de abrir la caja. El rey indicó a los sirvientes que hicieran avanzar su silla unos pasos y, ayudándose del timón, se colocó al través para tener bien a la vista, por el flanco izquierdo, todo cuanto allí iba a aparecer. Mientras, los dos lacayos realizaban su trabajo con un silencio expectante. En el salón solo se oía el crepitar de un leño enorme que ardía en la chimenea, y de vez en cuando el chirrido de las herramientas al desprender los clavos de la madera de la caja. La tapa cedió por fin. Jean-Baptiste apartó a los lacayos y dejó la tapa a un lado. Lo único que se veía era un lienzo de lino húmedo y parduzco que recubría un contenido de formas redondeadas. Jean-Baptiste lo retiró, y todo lo demás ocurrió muy deprisa.

Poncet se quedó quieto un instante antes de agarrar con las dos manos algo que tenía la anchura de la caja. Luego se incorporó, mientras un magma espeso se escurría por el efecto de su propio peso. Era verdoso, deshilachado y nauseabundo. La oreja del elefante, irreconocible, había formado una masa compacta debido al moho y liberó un fino polvo azulado como una harina corrompida, que se elevó en una nube espesa y pestilente. Agitados por esa súbita fractura, unos insectos de aspecto absolutamente repugnante empezaron a saltar por todas partes, con patas, alas, antenas, mientras sus espantosas colonias se desparramaban por el suelo. Jean-Baptiste estaba tan estupefacto al ver la oreja corrupta que se quedó sin habla y, mirando a su alrededor con una expresión de desespero, continuó agitando estúpidamente aquel trapo ligero y escamoso que enrarecía el ambiente con aquella basura.

Al cabo de unos momentos de estupor, los presentes sufrieron una violenta agitación.

—¡Al rey! ¡Al rey! —exclamó una voz, que probablemente era la de Pontchartrain—. ¡Que no respire esto!

Los servidores hicieron girar el sillón y se lo llevaron por una puerta que daba a la galería y que se abrió prontamente.

—¡Guardia, guardia! ¡Llamad a la guardia! —gritó otra voz.

—¡Un médico!

Los allí presentes, lejos de Jean-Baptiste, que se quedó solo en el centro del salón, se apiñaban en cuatro corrillos, uno en cada esquina.

Alguien pronunció súbitamente veneno, una palabra de tan funesta memoria en la corte que todo el mundo escondió la nariz en pañuelos o en los puños de encaje. Ante la llamada de socorro, los guardias hicieron su entrada por la puerta del salón. Media docena de hombres vigorosos se abalanzaron sobre Jean-Baptiste, le golpearon en las manos con la culata del mosquete para que soltara el apestoso instrumento con el que había cometido el atentado, arrancaron una colgadura para envolver la caja, y una vez cubierta, la lanzaron al fuego. Luego, los que habían detenido a Jean-Baptiste lo condujeron afuera sin contemplaciones y lo dejaron en un rincón de la sala de guardias. Entretanto, el salón fue ventilado, y con prudencia, los asistentes se reunieron en la galería de los Espejos, donde los jesuitas recibieron la autorización para entrar después de un buen rato.

El padre De La Chaise, que quería ver al rey a toda costa, fue conducido finalmente a la Sala del Consejo, donde habían instalado a su majestad a buen recaudo. El médico Fagon, que lo había examinado, no detectó ninguna señal de envenenamiento a consecuencia de las sustancias volátiles. No obstante, como medida preventiva, le mandó tomar un cuenco de leche caliente de burra. Pontchartrain ya no estaba con el rey cuando entró el jesuita, que se lanzó a los pies del soberano pidiéndole perdón.

—Vamos, padre —dijo Luis XIV—, levántese, no ha sido nada. Mis sirvientes han tenido más miedo que yo. Pero habida cuenta de que en esta silla soy su prisionero…

Sire, créame que lo lamento infinitamente.

—Cerciórese antes de los presentes que me ofrece —dijo el rey con un tono afable y una pizca de ironía.

—Tendríamos que haber…

—No le demos más vueltas al incidente —cortó el rey—. Sepa que yo tenía un presentimiento. Ese hombre me parece poco digno de confianza. Son muchos los que sospechan de su persona y, para decirlo todo, muchos temían que se tratara de un impostor. No obstante, he escuchado sus palabras y he aceptado recibirle…

Sire, su conducta es reprobable, estoy de acuerdo, pero nunca hemos tenido la menor duda de la sinceridad de sus palabras.

—Usted es un hombre santo, padre. Pero me temo que tiene más habilidad para desenmascarar al demonio oculto en las almas que el fariseísmo en carne y hueso ante sus propios ojos.

Con la mirada que le lanzó al pronunciar estas palabras, el padre De La Chaise comprendió de repente que el soberano había recordado que hablaba con su confesor, y una imperceptible sombra de temor veló la mirada del monarca.

—Usted me apena muchísimo —dijo el jesuita con humildad.

—No hay por qué. Sigo confiando en usted. Sepa que admiro la obra de la Compañía y que la secundo más que nunca. Prueba de ello es la China, pues acabo de dar la orden de apoyar plenamente su misión en Pekín.

—Es una buena acción —replicó el jesuita, inclinando la cabeza.

—Y en cuanto a Abisinia, había solicitado mi ayuda para mandar allí a seis de los suyos, ¿no es así?

—Sí, sire.

—Se la concedo. Pero no se vanaglorie mucho de ello públicamente.

—Gracias, majestad.

—Por lo que se refiere a ese supuesto viajero —agregó el rey—, he ordenado que se lleven a cabo ciertas diligencias, que deberíamos haber hecho al principio. Unos hombres de ciencia se ocuparán de averiguar si dice la verdad. Si tenemos la certeza de que no se trata de un impostor, escucharemos lo que al parecer tiene que decirnos.

—Es una medida razonable, sire, pero estoy completamente seguro de que demostrará la autenticidad de su viaje.

—Veremos —dijo el rey.

—Así pues, ¿nuestros sacerdotes pueden partir sin demora hacia Abisinia?

—Mañana mismo, si usted quiere —respondió el rey, al tiempo que cogía una carpeta de cuero que había sobre el escritorio. La señal bastó para indicar al jesuita que podía retirarse.

El padre De La Chaise entró por la galería. Las arañas de cristal de roca adquirían reflejos negros bajo un súbito resurgimiento de la luz, pues al aproximarse la caída de la tarde el viento se llevó consigo las nubes.

En el fondo —pensaba el hombre de negro caminando rápidamente—, Pontchartrain se ha creído muy hábil saboteando esta audiencia. Ha puesto al rey en nuestra contra, y ha alertado a todos frente a un incidente sin importancia. Pero a la postre él ha salido perdiendo, pues para ganarse el perdón por habernos decepcionado, su majestad nos concede todo cuanto le habíamos pedido. Mientras se acercaba a la puerta de la sala de guardia, seguía pensando: Ese Poncet nos habrá hecho un buen servicio, aunque se haya portado como un imbécil. Y tendremos que defenderlo, pues es parte de nuestra reputación. Pero al menos ya no dependemos de él.