6. Señor Le Noir du Roule

No obstante, en El Cairo, el señor Le Noir du Roule se hacía esperar. El cónsul volvía a temer un terrible naufragio. Veía a su futuro yerno en sueños, arrojado en una playa, como el pobre padre Versau, aferrándose con los brazos a un tronco de árbol. Sin embargo, la verdad era menos trágica; el diplomático llegaba sin prisas, sencillamente. Mandó que lo desembarcaran en Civitavecchia, se desplazó hasta Roma en coche de caballos, se tomó el tiempo necesario para visitar con calma la ciudad y hasta para urdir allí ciertas intrigas con las cortesanas. Luego se desplazó hacia el sur, hasta Bari, desde donde emprendió la travesía hasta Corinto. Se advirtió su presencia en Alejandría y por fin llegó a El Cairo.

El señor De Maillet había decidido alojar a Du Roule en el consulado, aunque se tratara de un subordinado. Pero se proponía honrar su noble alcurnia y sobre todo hacerle notar que ya era de la familia. Una vez tranquilo por lo que se refería al consentimiento de su hija, ahora el mayor motivo de inquietud del cónsul era saber qué pensaba el prometido. ¿Sería Alix de su agrado? El cónsul no era de esos padres cegados por el amor a su prole. No juzgaba a su hija por la apariencia, sino por las conveniencias y, en cuanto a eso, tenía mucho que objetar. ¿Acaso la semana anterior no había vuelto de Gizeh, por orden suya, con la piel tostada por el sol de tanto pasear sin sombrero y hecha un marimacho? Un hombre de maneras delicadas y habituado a frecuentar los salones de la capital siempre podía negarse a contraer un compromiso con una mujer así.

El día que llegó Du Roule, Alix apareció en el vestíbulo en el momento en que la carroza del viajero entraba en el patio y cuando ya era demasiado tarde para que su padre la mandara ir a acicalarse. El señor De Maillet reparó estupefacto en que no se había puesto albayalde en las mejillas, que se había peinado como la más humilde de todas las sirvientas, con los cabellos estirados y partidos por una raya. Llevaba un vestido de su madre que además de resultar ridículo porque era demasiado ancho, para colmo estaba usado. El atuendo era de un color de heces de vino que no se veía desde hacía quince años, ni siquiera en El Cairo. Todo el personal del consulado se alineaba en el rellano de la escalinata, detrás de la familia De Maillet. Era difícil hacer una escena ante tantos testigos. Por otra parte, el recién llegado abría ya la portezuela de la carroza y un lacayo árabe le colocaba el estribo. El cónsul había decidido esperar en el rellano. El día anterior habló sobre ese punto del protocolo con el señor Macé y llegó a esa conclusión. Pero la emoción le hizo ceder a su impulso, así que bajó con paso apresurado hacia el viajero y lo saludó al pie del coche.

El señor Le Noir du Roule era un hombre de gran estatura, fuerte, de agradable estampa, estrecho de cintura y de finos tobillos. Por lo demás, a primera vista se advertía que solo pensaba en el efecto de la pose. Esto es, no movía un brazo sin haber calibrado de antemano en qué agraciada posición lo colocaría después. Ponía todo su esmero en conservar —con toda naturalidad— el mentón alto, los pies ligeramente en escuadra y la espalda arqueada. De haber sido más flexible, se habría dicho que tenía la silueta de un bailarín, pero había demasiada fuerza contenida en aquellas maneras para que no tuviera más bien el aire de un felino o de un carnívoro, cuya suprema elegancia esconde una increíble crueldad. Cuando él se acercó, Alix pudo distinguir su rostro alargado como la hoja de un cuchillo. La nariz larga y fina prolongaba una frente plegada como las cubiertas de un libro abierto; a esto había que añadir unas mejillas hundidas, unos labios finos y un mentón prominente y puntiagudo. Mientras respondía a las palabras de cortesía del cónsul, Le Noir du Roule paseó la vista por los asistentes, con una ceja más alta que otra, en forma de acento circunflejo; debajo, los párpados, inmóviles como una chapa metálica, protegían unos ojos negros. La única que mereció su atención fue la joven a quien dirigió una mirada tan intensa y pertinaz que esta comprendió enseguida que, a pesar de su aspecto descuidado, no podría disimular sus encantos a un hombre como aquel. El recién llegado saludó a las damas con un estilo cortesano que causó extrañeza, aunque todos lo admitieron como la forma de pleitesía más reciente. Luego entró con el cónsul y el señor Macé para reunirse en conciliábulo; después el viajero subió a su habitación y volvió a bajar para la cena, más elegante aún que a su llegada. Lucía una levita de fino terciopelo azul celeste con el reverso de ultramar y bordados en oro, y un chaleco rosa claro a juego con las calzas. Aunque en el comedor era el único de su especie, el hecho de llegar de Versalles confería cierta normalidad a su apariencia. En cambio todos los demás daban de repente la impresión de haberse vestido con viejos harapos, empezando por el cónsul. Tras comprender que el otro vestido solo había servido para incomodar a su padre, Alix, situada a su izquierda, se había ataviado con uno más favorecedor. Además sabía perfectamente que nada alejaría de ella la mirada de aquel hombre que había sabido captar su belleza, al igual que el leopardo repara en un antílope oculto entre los matorrales. Todo daba a entender, en la actitud de aquel Le Noir du Roule, que se sentía con derechos sobre la joven, pero no era como ella se lo había imaginado. Probablemente su padre y Pontchartrain le habrían notificado sus planes de matrimonio. Sin embargo, lo que no había previsto era encontrarse con alguien que hiciera alarde de aquella seguridad calmosa y casi salvaje, con alguien que tuviera aquel aire de libertino seguro de sí mismo, de sus encantos y de sus ardides, con alguien que la habría forzado pasara lo que pasara, aunque no se la hubieran entregado casi de antemano, y tal vez con más placer aún en el caso que hubiera sido así.

El señor Le Noir du Roule animó a los comensales con su brillante conversación. Le gustaban las artes y describió los monumentos de Egipto que todavía no había visto con la sabiduría del lector bien informado. Mientras hablaba, su cara cambiaba de expresión por impulsos, como un autómata. Era imposible apreciar algún punto de transición entre sus gestos, que en ocasiones se sucedían con tanta rapidez como la mano derecha que, en la guitarra, salta imperceptiblemente de un acorde a otro. Lo único que no movía era el párpado. En digna recompensa, miró directamente a Alix.

—¿Y usted, señorita —preguntó—, ha visto ya la Esfinge?

—No —respondió ella resueltamente.

El padre de la joven iba a protestar, para decir que precisamente acababa de regresar de Gizeh, cuando oyó una exclamación. Alix se había levantado y, tras dar un paso, cayó al suelo desmayada. Alertadas por la señora De Maillet, Françoise y la cocinera subieron a la joven a su habitación. Sus padres iban detrás, llenos de un gran nerviosismo.

—Ves —le decía el cónsul a su mujer en la escalera—, estaba seguro de que enfermaría de fiebres en aquella casa.

—No está acalorada —respondió la señora De Maillet.

—Eso da igual. Sin duda se habrá pasado todo el día sentada, alentando la imaginación con novelas. Era inevitable que todo esto terminara en vahídos.

Entretanto, en el salón principal, el señor Macé intentaba distraer al diplomático, mientras le rogaba disculpase el incidente.

—Supongo que no será contagioso —comentó Le Noir du Roule, llevándose un pañuelo de encaje a la nariz.

Versalles, en diciembre y después de todo aquel trastorno de fiestas relacionadas con el viaje del futuro rey, parecía un gran cuerpo abatido, desesperado y lánguido. Los jardines cubiertos de hojas amarillentas y envueltos en brumas eran como un abanico de sangrías abiertas en los bosques negros. Sólo se veían sombras transidas de frío y algunos jardineros atareados junto a un tocón o barriendo los parterres con sus siluetas de labradores. El Palais, bajo los tejados de pizarra gris, entregaba a los vientos húmedos sus lúgubres fachadas donde se veía resplandecer la tenue luz de los candelabros que permanecían encendidos todo el día a través de los ventanales. Ni una sola carroza cruzaba el patio de honor sin que el horrible gemido de los ejes sobre los adoquines de asperón no hiciera creer que se trataba de un carro con condenados. Y en todas partes, detrás de las empalizadas de madera, resonaban, lejanos pero multiplicados por el eco, los golpes de mazo que daban unos obreros invisibles perdidos en las alturas de andamios de estacas.

Jean-Baptiste, el padre Plantain y el padre Fleuriau llegaron la noche previa a la audiencia y se alojaron en un hotel que la Compañía había mandado construir en la ciudad, en el Cours la Reine. Al final, Fléhaut no se reunió con ellos en París, pero les hizo saber que se encontraría con ellos en la audiencia.

—Eso significa que tiene órdenes y que Pontchartrain quiere tenerlo de su lado —observó el padre Plantain.

La cena se zanjó con una conversación trivial sobre capones asados y empanadas, especialidades a las que Jean-Baptiste se había acostumbrado en Le Beau Noir, aunque tuvo que contentarse con un caldo insulso, col rallada y un trozo de queso. Fleuriau, demacrado y con la tez amarillenta, se empeñaba en masticar tenazmente aquellas miserias, y al terminar lanzó las exclamaciones de saciedad propias de un hombre que acaba de entregarse a un festín. En la chimenea, una lumbre tísica se debatía entre la vida y la muerte. Poncet había cenado envuelto en su capa de paño, pero a pesar de todo tiritaba, así que pidió permiso para ir a cobijarse en su cama, no sin antes haber tomado la precaución de mandar que la calentaran. Estaba tan ocupado tiritando que solo podía pensar en las partículas de calor que podría ahorrar en una u otra posición. El sueño paralizó su cuerpo, como un animal que hubiera caído en el agua helada.

A las ocho de la mañana, un lacayo descorrió las cortinas, encendió el fuego y le indicó que los curas le esperaban para desayunar. Valga decir que la comida fue tan desesperante como la cena. A Poncet, que no le gustaba el caldo de gallina a esas horas, le contrarió saber que la casa no compraba ni té, ni café, ni chocolate, de modo que pidió un gran vaso de malvasía y se lo bebió de un trago.

El padre Plantain, con el semblante luctuoso, le comunicó que el padre Fleuriau no se encontraba bien, que debía guardar cama y que por lo tanto no podría acompañarles. Seguramente no habría soportado los excesos del copioso ágape de la víspera…

A las diez, una carroza de la Compañía que había enviado el padre De La Chaise fue a recogerlos frente al hotel. El día aún estaba más encapotado que los anteriores. Un gran nubarrón plomizo con reflejos amarillentos anunciaba nieve y debilitaba la luz. En la verja del castillo, los guardias suizos se arropaban en los tabardos. Los visitantes no se cruzaron con nadie en los patios. Todas las chimeneas humeaban.

Estas intemperancias del clima reconfortaban a Jean-Baptiste. Con buen tiempo, el fulgor de los dorados y de los oropeles, las líneas armónicas de los jardines y la elegancia de los edificios habrían impuesto su pretencioso triunfo. Sin embargo, había algo que denotaba una extrema humildad incluso en la madriguera de aquel rey, que por muy grande que pretendiera ser estaba sometido a la fuerza de las estaciones y, tanto él como su prole, debían protegerse del caprichoso rigor del frío y de la lluvia. Bajo aquella capa de escarcha, Versalles ya no era un empíreo de lujo y poder, sino un simple refugio de piedras y de pizarras, donde una tribu tiritaba con el espinazo doblado alrededor de los fuegos cálidos, a la espera de que terminasen aquellos placeres invernales.

Empezaron a subir por la gran escalera de mármol, donde corrían unos lacayos de librea ligera que tenían las manos moradas por el frío. El inmenso tramo de escalones estaba bañado en una humedad glaciar que olía a cera y a sarcófago. Del piso superior llegaba un rumor de voces apagadas. Los visitantes subieron con la vista al frente, apretados unos contra otros, y nadie se atrevió a agarrarse a la barandilla de hierro con rosetones dorados. En el descansillo se toparon con unos lacayos nerviosos que murmuraban, pero el motivo de su agitación no era precisamente su llegada, que por lo demás nadie había advertido. Una vez rebasado el último peldaño, miraron maquinalmente al infinito, buscando la continuación de la escalera, pues les sorprendía haber llegado ya, habida cuenta del espacio que mediaba bajo los techos. En ese preciso momento, el padre De La Chaise apareció detrás de una colgadura en la que ni siquiera habían reparado y se reunió con ellos. El hombre, rigurosamente ataviado con sotana y un casquete de tafetán negro en la cabeza, sonreía sin cesar, pero ese gesto inmóvil, que al principio les había tranquilizado, muy pronto se convirtió en un motivo de inquietud. Por su comportamiento y por la forma que tenía de susurrar las palabras, se advertía que estaba familiarizado con las normas protocolarias más puntillosas de la realeza, mientras paseaba su cuerpo endeble, testigo de su intrínseca fragilidad, por aquellos decorados hercúleos. Miró a Poncet por el rabillo del ojo, algo nervioso. Como el padre Plantain le indicó que había que hacerse cargo de una caja que aún estaba abajo, en la carroza, el padre De La Chaise requirió a dos lacayos, a quienes hizo una señal con la mano de un modo tan imperioso y tajante que dio sobradas pruebas de los grandes abismos helados que se ocultaban bajo su aparente carácter apacible. Luego llevó al padre Plantain a un aparte y, con el rostro orientado hacia una enorme moldura dorada, le susurró unas palabras en voz baja. Siguieron al confesor y entraron en la primera sala, que era la de los guardias. El padre De La Chaise dio aviso al centinela que deambulaba con el mosquete a la espalda de que tenían que llegar dos hombres con una caja, que de hecho apareció en aquel mismo momento.

Se internaron en la primera antecámara, una amplia estancia donde el rey acostumbraba a cenar y donde permanecían encendidos unos apliques de bronce para que se pudiera ver. El ventanal solo reflejaba en los vidrios un cielo anaranjado gradualmente más oscuro. Nyert, el primer ayuda de cámara del rey, un hombre de escasa estatura con una peluca corta, esperaba a los visitantes en la puerta. Después atravesaron otra sala que no estaba iluminada y que envolvía todo en una penumbra gris. En el extremo opuesto, una puerta entreabierta de dos hojas dejaba pasar la intensa luz de la estancia siguiente, donde centelleaba una araña de treinta velas. El chambelán reagrupó a los visitantes, abrió la puerta de par en par y los presentó al rey.